10 noviembre 2012

Buscando setas



Los dos estaban muy contentos. Buscar setas de cardo por páramos, eriales y lastras les hacía felices. Era un placer fijar la vista en la vasta lejanía para, al instante, escrutar el suelo que tenían a sus pies. Mirar al suelo, mirar al suelo, mirar al suelo.
-        ¿Tú no tienes la sensación de no ver por más que mires?
-        Y la de tenerlas delante y no saberlas ver.
-        Y la de que salen después de haber mirado.
-        Y la de que las estoy pisando.
-        Y la de que con el sol voy a descubrir su destello inesperado.
-        Y la de que esto de las setas es casi brujería.
-        Y la de que el tiempo se pasa sin sentirlo.
-        Y la de que las saca de la tierra nuestro afán de encontrarlas.
-        Y la de que estás segura de tenerlas delante y no las ves.
-        Sí, a mí también me pasa –dicen alternativamente.
Y los dos, mirando al mismo suelo, se llaman mutuamente cuando descubren una.
-        Llámame siempre, que cuatro ojos ven más que dos.
-        Y, además, siempre hay que buscar la compañera.
-        Pero mientras la cojo, no dejes de mirar.
-        Te creerás que puedo, no hago otra cosa.
Y así van recorriendo los viejos seteros que él conoce de muchos años atrás. Y ella le va diciendo sitios que recuerda pero que no ubica, porque en el campo unos navegan con rumbo definido y otros disfrutan yendo a la deriva.
-        ¿Estamos cerca del círculo de piedras?
-        ¿Hemos pasado ya por la cuestecilla del pirlitero?
-        ¿Iremos luego al claro del pinar?
-        ¿Bajaremos la cuesta de las chorreras?
-        ¿Subiremos a la pradera de la taina?
Y él contesta según le parece, según donde se encuentran, según ve la humedad de la tierra, según el frío que de repente traen las nubes negras, según el tiempo que hace que no han ido, según las ganas que percibe en los tonos de ella…
-        Al círculo de piedras, para ir, hace falta que llueva mucho más.
-        La cuestecilla del pirlitero la cogeremos de paso.
-        En el claro del pinar están hoy las ovejas.
-        Las chorreras las dejaremos para lo último, cuando bajemos de regreso al páramo.
-        La pradera de la taina es obligada, nos pilla en aquella dirección.
Entonces ella dice:
-        Oye, que tenemos que mirarnos de vez en cuando.
-        Claro, es verdad, que vamos como autómatas.
-        Que estamos el uno con el otro. A ver sin no nos vamos ni a dar cuenta.
-        ¿Quieres agua?
-        Y también un beso.

01 noviembre 2012

Madrugando entre nieblas



Le pareció muy frío que le dejaran en aquella encrucijada. El guarda dijo:
-        Cace las laderas a ambos lados de ese camino y, luego, el cerro a su espalda. Cupo: tres perdices; el pelo ni tocarlo.
El todo terreno se alejó y allí quedó el Pela, como un tonto, mirando a ambas laderas.
Al verse solo y sin perro, se le antojaron demasiado extensas las laderas y casi inaccesible el cerro puntiagudo a su espalda, con más de cien metros de altura sobre su horizontal. Supuso que aquel cerro era demasiado para él, y ya veríamos si podía con las dos laderas.
Echó de menos entonces la compañía de un perro. No importaba que fuera bueno o un simple chucho. El mirar a un animal te distrae del esfuerzo y te hace sentir, aunque no sea el caso, que vas encaminado, que tienes una referencia más fiable que la de tu mero pensamiento.
Por otro lado, si allí había perdices, las imaginaba ajenas a él, casi inalcanzables y, si acaso se quedaba con alguna, no sabía dónde imaginarla ni qué estaría haciendo. Tal vez tan tranquila como estaría él si no supiera que iba a ser cazado. Tienen suerte los animales de no sentir temor ante el futuro, se dijo.
Por las pocas referencias que tenía del coto, sabía que tenía una linde al final de la ladera derecha y otra al fondo, en el alto entre ambas. Así que emprendió una subida en zig-zag entre los olivares, los barbechos, los rastrojos y los campos de girasol recién cosechados del costarrón que quedaba a su derecha.
La niebla no se despejaba. Ya le advirtió el guarda:
-        Con esta niebla si le pilla la Guardia Civil va uste arreglao.
Pero él asumió que, como mucho, en una hora levantaría.
Tras media hora de ascensión topó con las tablillas del coto lindante. No había visto nada en la subida, así que siguió la linde asomándose a cada barranquera, a cada desnivel, a cada ribazo, con la esperanza de sentir volar o de ver correr o saltar alguna pieza. Pero nada, ni un aleteo, ni un movimiento. Sólo la niebla escupiendo en su ropa con su hisopo invisible y constante.
Al asomar a una barranca, entre la niebla, vio deslizarse una especie de sombras enfrente, como conejos que se desplazaran rápidos a su vivar.
-        Ya me han advertido que no puedo tirar al pelo, que es para los del pueblo.
Pero casi al instante advirtió que no eran conejos, pues saltaron tres o cuatro perdices vibrando como balas del supuesto lugar de los vivares.
-        Mi vista no es lo que era, ¡puta niebla!
Intuyó que cruzaron a la ladera de enfrente. Tontería seguirlas en la niebla y por derecho. Seguiría su camino y bordearía por la linde aunque tardara una hora en cogerles el pico.
Descendió un poco y, de entre unos olivares, volaron otras dos en la misma dirección.
-        Bueno, al menos sé que llevo alguna por delante, se consoló.
Pero a la perdiz, se dijo, le gusta apeonar y, si me están sintiendo, seguro que alguna se esta yendo hacia arriba, para cruzarse por el alto al otro coto. Y, con esta idea, subió de nuevo al olivar más alto y, sin dejar de mirar las asomadas, lo fue siguiendo. Terminaba el olivar en un gran barbecho que hacía linde con el camino que lo bordeaba. El Pela se dijo, no debo cortar, no me debo dejar la última punta. Y recordó al viejo de su primera cuadrilla, al Tajadilla, que siempre le dijo que no se caza la perdiz por derecho, que hay que mirar todas las asomadas. Y, la verdad, sin mucha fe, se asomó a la última linde del olivar con el camino.
Del mismo lindero herboso, junto al último olivo, saltó la perdiz con su batir metálico de alas. Salió a tiro y el Pela con un encare instintivo la dejó seca al primer tiro. Pero, al ruido de éste, volaron otras dos y, con el interés en cobrar la primera, falló el segundo tiro.
-        ¡Maldita sea! –pensó.
Pero, al instante, recapacitó.
-        Va uno desesperando de alcanzar alguna y luego se cabrea por no hacer un doblete. Somos insaciables.
Y se dijo que le sobraba campo y que mejor haría con conformarse y seguir, paciente y concienzudamente, su rutinaria búsqueda con mayor humildad.
Con gran esfuerzo, por lo embarrado del terreno, cruzó los campos grandes de terrones que le llevarían, siguiendo la linde, a la otra ladera. En algunos lugares se clavaba hasta los tobillos. Así, hasta alcanzar el olivar donde se iniciaba la cabecera de la otra cuesta.
La niebla se había disipado dejando al descubierto los cerros, los altos y todos los puntos donde convenía asomarse para sorprender a las astutas aleteadotas. Sin embargo, el día estaba gris y el zarzagán se había levantado.
Apenas salió del olivar, una perdiz se deslizó desde mitad de los terrones a la ladera que acababa de cazar.
-        Bien, se dijo, el viento les hace volar al sitio de su querencia, al de donde salieron.
Comprendió que no podía seguir esa ladera abajo, que debía cruzar por lo alto y adentrarse para luego volver en dirección inversa y sorprender de pico a las perdices que encontrara y hacerlas volar a su querencia. Así lo hizo.
Enseguida, en la primera asomada, dos se le volvieron entre los olivos esquivando el tiro con un quiebro entre ellos. Otras cuatro o cinco más hicieron lo mismo sin darle oportunidad a disparar.
-        Bueno, las tengo otra vez en la otra ladera. Hay que empezar de nuevo.
Y, con tranquilidad, buscó el modo más suave de bajar. Iba observando la distribución de la ladera que antes la niebla le impidió ver completamente. Subiría por el extremo de los últimos olivares.
Cruzó nuevamente el camino y, apenas alcanzado el olivar, una liebre se le desencamó a quince metros. Por instinto la escopeta se le vino a la cara. Pero no tiró.
-        Un trato es un trato. El pelo es para los del pueblo.
Enseguida volaron de nuevo cinco o seis perdices de entre los olivos. Intuía que podría tirarles si, en lugar de seguirlas, cortaba hacia arriba y luego se iba asomando a la cuesta. Así lo hizo.
Apenas llegó al punto más alto, con los pulsos acelerados, hizo la primera asomada. Pero, un instante antes, vio por un momento salirle de la misma cresta una hacia atrás. Casi sin encarar, al mismo tiempo en que la iba a ver desaparecer, le disparó. La experiencia le dijo que la había pegado, así que rompió a correr hasta la cresta. Corría herida rastrojo abajo. Menos mal que la vio. La alcanzó sin dificultad. Era un macho viejo. Así saltó donde saltó. Pero reconoció que se quedó con él de milagro.
Dos perdices, era más de lo que había imaginado. Pero estaba en el alto y el trabajo duro estaba hecho. Las demás tendrían que andar cerca.
Así fue pero, las muy tunantas, esperaron en un claro, ladera abajo, y, en cuanto el Pela asomó el morro, volaron tan campantes a la otra ladera.
-        ¡Maldita sea, vuelta a empezar!
Y sin embargo sabía que no podía ir directo tras ellas. Tenía que terminar de recorrer la ladera antes de cruzarse de nuevo a la otra por el alto. Otra hora de caminar atento entre brozas, olivos y terrones.
De nuevo en el último olivar intuyó que podía haber alguna.
-        ¿Lo cojo por fuera o por dentro?
Lo cogió por dentro. Y, efectivamente, oyó como la patirroja salió bufando por la parte de fuera. Aún corrió para verla alejarse entre dos olivos.
-        Hay que joderse, si lo cojo por fuera la hubiera tirado.
Pero aquí no hay consejos que valgan. Tú aprendes de ellas al perseguirlas y, a la vez, les enseñas a esquivarte. Eso pensaba el Pela cuando de nuevo se cruzaba por los blandos campos de terrones a lo más alto y alejado de la otra ladera.
Cuando le faltaban cien metros para llegar al punto deseado, se paró a recuperar el resuello. Se dio cuenta de que iba empapado en sudor y se dijo que ya no tendría fuerzas para darles otra vuelta. La parada y la idea le hicieron serenarse. Subió arriba como si todo le importara un bledo, con los pulsos relajados y sin urgencia por hacer más carne. El viento le sorprendió en cuanto descumbró. Una perdiz fuera de tiro voló a favor del aire como si fuera un reactor.
Sabía que saltarían, a tiro o no, de nuevo. Se relajó antes de asomar al siguiente morro.
Salió de abajo, se cruzó, cogió el aire y viró como una exhalación hacia la otra ladera pero, el Pela, para entonces, la tenía bien enfilada y, al primer tiro, la patirroja giró en el aire y dio un buen pelotazo contra el suelo.
El Pela quiso hacer memoria. ¿Cuántos años hacía que no cobraba tres perdices?
Renunció a recordarlo. Pero, se dijo, ¿a lo mejor no estoy tan viejo como me imagino?
Según volvía a la encrucijada prefirió no hacerse ilusiones y pensar que, simplemente, tuvo un día de suerte.