23 abril 2010

Noche sangrienta

Un verano de mediados de los 70. Un verano monótono, como monótonas eran las otras estaciones del año en el lugar. A las diez acabó el tiempo entre dos luces y llegó la noche.
Aparcó el coche en la curva de la carretera principal frente al fielato, junto a las casas de los juzgados, la alameda y las otras calles que subían hacia el centro.
Cerró la portezuela y echó la llave mecánicamente. Miró hacia la alameda por rutina, luego al fielato e, inmediatamente, alertado por algo, volvió a mirar a la arboleda. Era una mujer de unos cuarenta, más menuda que grande, morena y bien formada, con el pelo corto, que no hubiese llamado la atención a la débil luz artificial del parque. Sin embargo, casi tuvo que frotarse los ojos: la mujer iba descalza y desnuda y, extrañamente, sólo llevaba puesto un sujetador. Destacaban en ella algunas manchas extrañas y oscuras en el vientre que, con la luz reinante, eran confusas y sólo el vello púbico mostraba un triángulo neto y evidente. Sorprendido, la siguió con la mirada. La mujer, con pasos menudos, casi saltitos apresurados, le dio la espalda. Se fijó en el muelleo de sus nalgas y la vio entrar en uno de los bares de la curva, el bar Sánchez.
Cuando la mujer se acercó a la barra y llamó la atención al camarero, toda la concurrencia se quedó en silencio, como si se tratara de un atraco. El camarero, al volverse por encima de la barra, sólo le vio la cabeza y los hombros con los tirantes del sujetador. Le preguntó, suponiéndola una veraneante, qué deseaba:
- ¿Puede decirme dónde queda la estación? –dijo ella atropellando las sílabas y con un relax que, si no lo era, parecía etílico.
El camarero le indicó y, cuando la mujer se giró y salió a la calle, todo el bar salió en tropel tras de ella, incluyendo al camarero, que lo hizo saltando la barra con agilidad y, a la vez que lo hacía, le gritaba al jefe:
- ¡Teodoro, una tía en pelotas!
Al jaleo, salieron los clientes de los bares vecinos, los del Maioma, los del Pecas, y hasta los de El Motor y los del Sales atraídos por la bulla y el repentino tumulto. La mujer, asustada tal vez, pues no parecía cohibida, se dirigió de nuevo a la alameda para ampararse entre la vegetación y las sombras protectoras. Cundieron los comentarios:
- ¿Pero, quién es esa mujer?
- Pero si iba desnuda.
- Y ensangrentada.
- Vaya clarividentes, si lo hemos visto todos.
- Pues no se le veía herida alguna.
- Pues sangre sí tenía.
- ¿No la conoce nadie?
- ¿Cómo no la han cubierto?
- ¡Vaya usted a saber si no lo han intentado!
- ¿Dónde se ha metido?
- ¿De dónde ha salido?
- Seguro que no está bien de la cabeza.
- Estará drogada.
- O borracha.
- O las dos cosas.
Salió un hombre corpulento del bar Sánchez. Era uno de los camareros veteranos que no atendía la barra. El colosal Melquia, con su chaquetilla blanca impoluta, sus pantalones negros y su carota colorada y mofletuda, atendía el comedor. Dando grandes voces, interpelaba a los compañeros de la barra, a los conocidos y al mundo, con justa indignación:
- ¡Qué vergüenza! ¡Aquí no hay compañerismo ni hay nada! ¡Una vez en la vida que aparece en el pueblo una tía en pelotas y ninguno habéis tenido la decencia de avisarme! ¡Desgraciaos! ¡Una vez en la vida! ¡Vaya compañeros! ¿Qué tal felpudo tenía? ¡Por favor, que alguien me dé detalles! ¡No me tengáis en estas ascuas! ¡Hatajo de cabrones!
Los comentarios, la curiosidad y el jolgorio general se vieron interrumpidos a los pocos minutos por la irrupción de un Land-Rover de la Guardia Civil con la sirena funcionando. Tras una frenada brusca y el simultáneo ruido de puertas, salieron con urgencia un sargento y tres números. Uno de ellos llevaba una capa de guardia, un capote verde, de esos grandes de los que usaban los rurales.
- ¿Dónde anda esa mujer? –dijo el sargento Terry.
- Por la alameda se ha metido, por allí, por allí…-dijo el coro de los parroquianos.
A una discreta distancia, el grupo de curiosos seguía la acción de la Benemérita. Enseguida la mujer se sintió descubierta y salió de entre las sombras y los guardias hicieron por ella, aunque sin éxito. La mujer les esquivaba sin dificultad con sus regates, y, el de la capa, la extendió como si estuviera en una capea, pero la mujer, como una vaquilla en un encierro, pero al revés, burlaba a la cuadrilla con soltura y se internaba más y más en los jardines seguida por los números y por el sargento de la Benemérita, cuerpo que tiene la perseverancia por blasón.
- ¡Alto a la Guardia Civil! –gritó el sargento Terry, algo sofocado.
- ¡Coño, pues está ágil la tía! ¡Qué no la pillan!
- Pues entonces no estará muy pedo.
- Mira, mira, ¡qué se les escapa otra vez!
- ¡Hay que joderse, qué poco entrenamiento tienen estos guardias!
- Y menos fondo, diría yo.
- Fondo ninguno.
- Sí, y hay que ver para lo que han quedado. Que antes un: ¡Alto a la Guardia Civil!, imponía oye, que era un alto a la Guardia Civil.
- Mira, mira, ¡al del capote se le ha colao por debajo!
- Pues el sargento ya se está cabreando…
- Igual le mete un tiro.
- ¡Hala, no jodas!
Los guardias, tras unas cuantas carreras y otros pocos quiebros, festivamente celebrados por la concurrencia, la redujeron finalmente, la envolvieron en el capote y se la subieron al cuartel, muy serios y circunspectos, en el coche de la lucecita destellante.
Al rato algunos ciudadanos fueron requeridos telefónicamente por la autoridad, o sea, por los guardias, para que se presentasen inmediatamente en el cuartel sin excusa ni pretexto. Como quiera que éste se ubicaba en una carreterilla a las afueras del pueblo, y ya era noche cerrada, los convocados solicitaron los servicios del taxista Serantes, único del pueblo que en ese día y hora se encontraba en su puesto. Con él, los encartados: Félix el Periquillo, Román el Colorín y los dos hermanos Mena, se dirigieron, sin muchas ganas, hacia el cuartelillo
Una hora después el taxista bajó del cuartel. El Serantes informó a la gente reunida, en la calle y en los bares de la curva, sobre los últimos acontecimientos:
- Al parecer, la interfecta, dijo el Serantes con mucha propiedad y aplomo, viajaba hoy en el TALGO Madrid-Barcelona que, a las tres de la tarde, se detiene durante cinco minutos en la estación para recoger o dejar algún viajero. La mujer decidió aprovechar para tomarse un café en la cantina. En la misma, se encontró con los Mena, el Félix y el Román, que le invitaron y le dieron conversación con tal amenidad y simpatía, que la señora perdió el tren. Entonces, al ver a la mujer disgustada pues, ya sabéis como somos los de aquí de caballerosos y solícitos, le dijeron que podría coger el TALGO del día siguiente y, en parte para consolarla, en parte para hacerle más llevadera y distraída la tarde, se la llevaron con ellos de vinos.
- ¿Desde que tomaron café estuvieron de vinos?
- Bueno, creo que primeramente acompañaron el café con alguna copa para no empezar de vinos tan temprano, que es de viciosos y desordenados empezar antes de tiempo, y, de ese modo, alargaron la tertulia en la cantina de la estación hasta la hora habitual de alternar y, claro, por cortesía con la forastera, durante la tarde llevaron a ésta con ellos, la convidaron y la agasajaron. No faltaba más.
- Sí, ¿pero entonces la desnudaron ellos? ¿Cómo se les ocurrió hacerle esa faena a la mujer? ¿Quién la apuñaló? ¿O es que la sangre no era de ella? ¿No habrá cometido esa tía algún asesinato?
- No, dijo el Serantes con solvencia. Ellos no hirieron a la señora. Por lo que han declarado ante el capitán, ellos, llegada la hora de irse a cenar a su casa y velando siempre por esta mujer, pensaron que, siendo todos personas casadas, serias y cabales, no estaría bien, ni seguramente hubiera estado bien visto por sus señoras e hijos, el presentarse en casa con una desconocida. Así que, antes de marcharse, pensaron que quizás el Guti, que es soltero, no tendría inconveniente en llevarse a la mujer a dormir a su casa.
- ¿Aceptó el Guti?
- Bueno, ya sabéis que el Guti es escayolista y, como pasa todo el día trabajando por ahí, pues suele dejar lo que compra para comer o cenar en el Sales y, a la que va por la noche a su casa, lo recoge. Pues bien, según bajaba el Guti a recoger su paquete de comida del bar Sales, le ofrecieron los de la cuadrilla el llevarse a la mujer consigo y el Guti aceptó encantado.
- Entonces, ¿ha sido el Guti el que la ha desnudado y el causante de toda esa sangría?
- Pues no sabemos, porque me han encargado que le avise para que se presente en el cuartel enseguida.
- ¿Y le podrá pasar algo al Guti?
- No creo. Bueno, a menos que la mujer sea una disminuida y el Guti haya abusado de ella. Claro que, pensándolo bien, creo que ni siquiera en ese caso, porque el Guti, como todos sabemos, es otro mermado.
- ¿Cómo mermado? Lo que está es gilipollas perdido.
- Eso quería yo decir.
- Pues eso le va a salvar.
- ¡Hay que joderse, Serantes, lo listo que eres!
Como no daban con el Guti hubo de bajar de nuevo el sargento Terry con sus guardias, entrar en su casa, abriendo la puerta de un solemne patadón, espabilarle, y subirle al cuartel, mientras el Serantes se presentaba a interesarse por sus clientes por si tenía que bajarles. Lo que luego contó el Serantes, como el portavoz oficial en que se había erigido, fue lo siguiente.
El capitán Tafilete le preguntó al Guti:
- ¿Es usted Nemesio Gutiérrez Rincón?
- ¡Papo, pues claro! Si el sargento Terry me conoce. Menudos copazos de Terry nos arreamos de vez en cuando. ¿Eh, sargento?
- Conteste usted sí o no.
- Bueno, bueno. No se ponga usté así.
- ¿Ha conocido usted carnalmente a esta señora?
- Yo qué hostias la voy a conocer, si no la había visto nunca. No la conocía de na. Pero de na. No la había visto en mi puta vida. Se lo juro.
El sargento Terry miró al capitán y, con la mirada, le pidió la venia. Obtenida, por el mismo procedimiento tácito, tomó la palabra:
- ¿Qué si te la has tirao, Guti? ¿Qué si te la has tirao? ¿Te enteras, joder?
- Eso sí, mi sargento, un par de veces.
- Huy, ti ti ti ti ti ti, ¡que más quisieras! –dijo la presunta copuladora.
- Usted cállese, señora. Y deje que declare el inculpado.
- ¿Con qué arma ha agredido usted a esta mujer provocándole esa sangría?
- Con un hígado de cerdo.
- A la próxima gilipollez que digas te suelto una hostia que te reviento los ojos.
Viendo que la cosa se estaba poniendo muy climatérica, Félix el Periquillo pidió permiso para hablar. El capitán le dio la palabra:
- No se tome a mal lo que el Guti dice, porque seguramente está diciendo la verdad.
- ¿Cómo que la verdad? Explíquese.
- Pues verá usted, cuando dejamos a esta señora con el Guti, camino de su casa, él acababa de recoger unos filetes de hígado de cerdo del bar Sales, donde le suelen guardar lo que compra para que a la noche, de vuelta a casa, lo recoja.
- Siga usted.
- El Guti, para tener las dos manos libres y así mejor acompañar a la señora y evitar que ésta abocicara, se metió el paquete del hígado en un bolsillo. Y presumo yo, y todo esto no son más que conjeturas, que el Guti y esta señora se restregaron un poco antes de llegar a su casa, dada la inestabilidad que presentaba ella y el buen ánimo del Guti, y que, una vez allí, tal vez continuarían la función y el inculpado, entusiasmado por la ocasión, la fue desnudando sin reparar que su hígado, perdón el del cerdo, con los achuchones, se estaba macerando en sangre, manchándola del modo escandaloso que la señora muestra.
- ¿Y cómo explica usted que apareciera de esta guisa en la curva del fielato?
- Pues porque la señora iba un poco contenta por las invitaciones de aquí, mis compañeros y las mías, y, es un suponer, cuando se vio con el Guti y en casa de éste que, que Dios me perdone, es como la mansión de Drácula y, encima, perdida de sangre, recuperó la conciencia parcialmente, le dio miedo y decidió escapar de allí tal como estaba. Otra explicación no se me ocurre. Pero, en cualquier caso, que lo diga ella.
El capitán inquisitivamente miró a la mujer y ella dijo:
- No tengo los recuerdos muy mítidos pero lo que ha dicho aquí, el señor Periquillo, me parece de lo más proclive. Menudo susto me di cuando me vi donde me vi. Así que, en cuanto me despejé un poco, salí de allí sin reparar como estaba.
- Sí, sí… pero yo la eché dos polvos.
- Huy, ti ti ti ti ti ti… -repuchó ella – pero si no se le …
- ¡A callar los dos! Que no sé cual tiene menos conocimiento.
La cosa finalmente quedó en nada. La mujer se fue al otro día en el TALGO y el Guti a la mañana siguiente, bien peinado a raya, con su mejor pantalón y la camisa más limpia que tenía, una azul turquesa, se fue a la droguería del Pavesa:
- ¿Qué quieres, Guti?
- Tío, dame un frasco grande de Varón Dandy, que estoy en racha.

18 abril 2010

Pruebas de archivo

Me he puesto a organizar mi archivo. Me llevará tiempo.
Aparece lo perdido hasta en lo que creemos ordenado. Y te saltan algunos escritos a la cara como un gato encerrado, recordándote la rabiosa ilusión que tuviste un día por las cosas. Me ha sorprendido el trabajo de años que empleé en asuntos que se hicieron humo pero que, según lo que escribí cuando era obscenamente sincero, levantaban en mí pasión y atrevimiento. He llegado a dudar de que fuera yo quien reuniera el empuje para todo aquello. Seguramente, entonces, era yo otra persona. Tal vez un antiguo conocido que ignoraba lo limitado de sus fuerzas. Y no me ha parecido mala esta conclusión. Por fuerza tiene que ser cierta pues, de otro modo, sólo me queda pensar que debía ser muy tonto, dolorosamente tonto.
Hoy, maduro, con la esperanza relativizada, anestesiada o perdida, me pregunto si no era mejor persona antes, cuando me entregaba sin cálculo, meditación ni medida, y no ahora, que sólo soy un viejo resabiado y escéptico que para poco más que para meditar sobre las cosas sirve.