19 diciembre 2016

Sin ganas


Según caminaba iba pensando que lo peor de las desgracias eran, sin duda, sus efectos secundarios.
Había dejado el coche junto a las Cerradas del Abogado. El perro, atento, elástico y nervioso, se movía con la belleza atlética que le prestaba el vigor de su cuerpo delgado y musculoso.
Él, sin embargo, iba mohíno. Caminaba sin poner atención, sólo por el placer de  ocupar al cuerpo con un quehacer duro y molesto mientras su mente divagaba ajena al ejercicio. Las ágiles cabriolas del can no despejaban de su cabeza la tediosa pena, el lúgubre abandono que sentía, la desgana. El esfuerzo sin valor que iba a hacer, excitante otras veces, ahora no le parecía sino una huída, un escurrir el bulto, un escaquearse de la vida como si el campo abierto pudiera ofrecerle otra de repuesto, otra realidad menos decepcionante.

Como si el campo se hubiera puesto de su parte, media docena de perdices saltaron del fondo de un barranco hacia el cerro del Prado de los Santos, a la ladera sobre el Bacho Guadiña.
Las siguió mecánicamente. El perro no las había visto. Él, con desgana, tomó altura en la ladera para ir descendiendo después hacia las espesas retamas que, entre algunas carrascas, poblaban el cotarro por su centro.
Enseguida el perro las marcó. El can sí estaba en lo que estaba. Pero el cazador, como si la vibración de su aleteo no consiguiera sacarle del cuerpo la desgana, tiró al tuntún, como si no fuera con él la cosa. Claro, las marró. Disparar salvas al aire es lo que tiene. Pero no se inquietó ni se maldijo por su apatía, ni siquiera se molestó en mirar la dirección que tomaron sus vuelos. No parecía interesarle lo más mínimo. Sólo quería andar y andar, machacar con los pies el recuerdo reciente y sacudirse el vacío del cuerpo, rellenar con cansancio esos huecos que se le habían abierto no sabía bien dónde.
Se dio cuenta de que caminaba mecánicamente, como los soldados, como un recluta haciendo la instrucción, ocupando su cabeza vacua únicamente con el paso siguiente, mientras un sargento imaginario gritaba la monotonía que ofusca todo pensamiento: ¡Un, dos, un, dos… ¡

El perro se paraba de cuando en cuando y le miraba, casi inquisitivo, ¿por qué no me llamas, por qué no me chistas, como sueles? Pero él caminaba silencioso, taciturno, desanimado, sin pararse como otras veces en los sitios querenciosos de la liebre, sin otear el posible apeonar lejano de alguna perdiz esquiva.

Así llegó, sin percatarse, a la linde del monte. Cambió el rumbo. Dejó el Barranco del Tejar y subió hacia las cerradas hundidas y llenas de broza que quedaban en el alto, a su derecha.
Atravesaba un lago de pasto suave que se extendía lindando con las cerradas. Allí reparó en que no tenía al perro a la vista. Se paró repentinamente entre la pared de una taina y un par de pirliteros que, rodeados de cardos corredores, sobresalían de la pelusa herbácea, flexible y ondulante. Quieto, extrañado por la ausencia del perro, le llamó. Apareció al instante. Al darse en el muslo con la mano abierta para apremiarle a volver a su lado, saltó la liebre a cuatro pasos. Era, la inesperada, un obús ocre, surgido de la tierra, abriéndose paso, como si su cuerpo pajizo la surcara, entre la hierba seca del mismo tono. La abrupta y fantasmal aparición, al sentir venir de frente al perro, giró y rodeó al cazador por la derecha rebasándole hacia atrás con toda la velocidad de su motor silencioso. El primer tiro se perdió en el giro. Demasiado cercano, tan precipitado como un suspiro, sin fijación ni tiento. La tierra se tragó los perdigones. En un fugaz instante, pensó que no tenía cuerpo, que se le iría, que estaba atarantado, que su cabeza carecía ese día de la precisión y el temple  necesarios, que cazar con los ojos blandos no estaba ni medio bien. Pero los reflejos entrenados, tan mecánicos ellos, se pusieron de su parte. La liebre enderezó hacia campo abierto, la vio un instante frente a los puntos de la escopeta, el tiro pareció salir sólo y la rabona dio una voltereta. Pataleó en el suelo, segundos antes de verla atravesada en la boca del perro.
Como otras veces, se dijo lo de siempre: Ya no vuelvo de bolo. Valiente consuelo el de los ritos.

Pero quería cansarse. Sólo llevaba una hora y media. Ese día quería cansarse más y cuanto antes, como si el cansancio le corriera prisa.
Volvió sobre sus pasos y se dijo que iría a lo más malo. Cortaría al cruce de Cantaperdiz, por los prados, por el cerro yermo donde solían andar las vacas y donde no era frecuente que anduviera la caza. Quería castigarse el cuerpo con distancia y cansancio, como si ambas cosas fueran a redimirle del amargo recuerdo. Que el dolor físico sustituyera al otro, como si los cambios de dolor dieran consuelo.

Los prados eran por lo normal un aguazal que, semiseco ese día, estaba poblado de pequeños pozales, constantes y menudos, hechos por las pezuñas anchas de las vacas. Atravesar ese terreno era una tortura para los pies y los tobillos.
Al fin saltó la cerca de piedras del prado más bajo. Se sintió cómodo pisando la tierra firme y compacta, recubierta por una hierba verde, jugosa, corta y espesa. El perro iba pegado a la pared que limitaba a su derecha aquel prado con el siguiente. Sólo junto a la pared había broza. Él cortó por lo limpio con la escopeta al hombro, gozoso de caminar por un suelo tan firme y sin obstáculos.

Subió al otero que daba sobre la cerrada de las vacas sesgando varias veces en diagonal. Pero, antes de llegar al alto, bordeó un jaral que crecía entre lascas de piedra. El perro marcó lejos. Cuatro perdices salieron del centro de las jaras. Pero tan desmañado iba que marró los tiros y las aves cruzaron el cerro por el alto. Seguro que al trasponer la cima se habrían dejado caer, cruzando los prados, a la falda opuesta a más de un kilómetro en línea recta.
Al coronar el cerro otra más saltó, que siguió la trayectoria de las anteriores. Le pareció fuera de tiro pero aún así soltó la carga del cañón izquierdo. Luego se arrepintió. Él era un cazador del montón, sólo algunos privilegiados gozaban de unos dedos tan largos que, en forma de perdigonada, agarraran la caza a esa distancia.
Bajo del cerro y desanduvo el camino que le trajo a él. Cruzó de nuevo el prado hollado por las vacas. Subió, buscando las perdices, la ladera que separaba el monte del término. Pero no las halló. Abajo quedó el Prado del Tejar.

Atravesó los llanos que terminaban en el camino viejo de Cardeñosa y cruzó la ladera del Pizorral, tan áspera, sin apenas vegetación, con pizarrones solapados unos sobre otros que le hacían perder el equilibrio y crujir las rodillas de dolor.
Sin duda las perdices no habían tomado el derrotero que supuso.
Subió a las Majadas del Cañón y luego barzoneó, dejándose el aliento, por el Barranco de la Franciscona. Pero nada. En lo más alto se sentó en una piedra, comió un bocado y se echó un trago de agua.
Se habían hecho las tres de la tarde. Y ya le pesaban las piernas, cuando decidió volver bajando por las Majadas del Pizorral.

Reparó en que el perro se metía en lo más espeso de los macizos de biércoles y lo siguió sin dudar. En mitad de aquella fusca, mejor dejarse llevar por la nariz del perro. Se alternaban los biércoles con manchas de jaras apretadas. La maleza le llegaba al pecho en muchos lugares. Pero el perro, obstinado, seguía rastro rápido. Sin duda de perdiz. Esta vez se dijo que, si saltaba alguna, haría un esfuerzo por tirar con sentido.
El perro zigzagueaba con rapidez, el rastro era reciente. Pero, entre la fusca, lo perdía y lo veía aparecer alternativamente. Al fin hizo postura el can. Pero la deshizo al instante para aumentar su excitación y velocidad y volver a marcar veinte metros después. La perdiz no saltaba y el perro encelado y seguro saltó con un gran brinco sobre las isasas que tenía delante. Con el estrépito que siempre sobresalta al cazador, como un relámpago, botó la perdiz sesgando a la izquierda. Los reflejos estuvieron prestos y cayó a unos cuarenta pasos. El perro la cobró al momento.

Siguió la dirección que llevaba. Caía la tarde. Vio apeonar dos perdices y saltar luego a doscientos metros. Calculó que se echaron el en Cerro Vernete. Lo rodearía para terminar llegando por su borde a las Cerradas del Abogado, donde dejó el coche.

Apenas entró por bajo al Cerro Vernete e hizo la primera asomada, las dos perdices saltaron lejos. No tiró y tampoco le quedaba tarde para seguirlas. Así que siguió bordeando el cerro. Llevaba al perro por encima. Tozudo, no paraba de entrar entre las jaras. Sólo el frenesí del movimiento, de repente violento entre la broza, le sobresaltó. La liebre surgió de las retamas y por su borde subió ladera arriba. La tenía limpiamente en los puntos. Justo al sonar el tiro asomó el perro inesperadamente por debajo de ella. En el instante justo de apretar el gatillo, sin tiempo ya de reportarse. Simultáneamente rodó la liebre y chilló el perro. Temió lo peor. Subió corriendo. El perro ya tenía la liebre pero le goteaba sangre de una oreja. Le palpó de inmediato cabeza, cuello, tórax. Y tardó en convencerse de que sólo un plomo le había taladrado la oreja.

El perro, ajeno a su remordimiento, seguía cazando enfebrecido. Al doblar la ladera del Vernete en dirección al coche, del último retamar botaron las perdices. Con el primer tiro fue certero pero, con el segundo, falló a una que se volvió hacia atrás y le llenó el ojo de perdiz. Cuando se dio la vuelta el perro salía de las isasas con la primera en la boca.


Al llegar a casa quiso curar inútilmente sus remordimientos limpiándole la oreja al perro. El can parecía feliz y, ajeno a lo que podía haber pasado, le lamía las manos, gozoso de unos mimos que no comprendía. La vida de los perros es una ilusión de principio a fin. Como las nuestras. Creo.

15 noviembre 2016

Como el barro


Cuando se levantó y recordó que era día de caza, no sintió luciérnagas de ilusión en la garganta, sino arañas peludas en las tripas: eran las ganas de devolver, amagando ya el vómito inminente. Los intestinos le sonaban a desagüe y le pedían trono con urgencia. En el retrete, al que llegó precipitadamente, se desahogó a conciencia por distintas vías. Pero, apenas evacuó, por decirlo finamente, unas palpitaciones en la nuca le anunciaron que debía tomar conciencia urgentemente de lo mucho que le dolía la cabeza. Las ideas fluían lentas pero rebuscadas. No sabía la razón, pero de su mente, en aquel trance, brotaban palabras y expresiones elegantes, tal vez en un intento por compensar el cúmulo de miserias corporales que su organismo eliminaba. Salir de tálamo y entrar en pánico (qué juego de palabras tan divino) había sido todo uno.

Alternar en el pueblo las noches, vísperas de caza, estaba contraindicado. A ver con qué correas tiraba ahora del cuerpo.
Sintió el ajetreo nervioso del perro en el corral. Le llamaba con apenas un gemido penetrante, pero insistente. El perro en plena forma y él indispuesto por las variadas libaciones, qué trance. Pero habría que ver, imaginó su mente abotargada, las tonterías que estaría ladrando el perro si hubiera tenido una noche tan desasosegada.
¿Cómo había sido tan pardillo? ¿Acaso no sabía las costumbres locales? ¿Acaso el Colás, sabio entre los sabios del mundo cinegético y su entorno, no le tenía dicho que hay que eludir las tascas cuando ves que las cosas se ponen demasiado climatélicas?
Aún retumbaban en su cabeza espesa las expresiones, llenas de aprecio y camaradería, que le habían llevado a aquel estado matinal tan deplorable:

-Le he traído al Julitón un vermú de Reus que es la hostia. Tienes que probarlo.
(¿A estas horas vermú? Que lo pruebes te digo, ¡qué horas ni qué costodias!).
Tic, tac, tic, tac…

-¿Sabéis lo que os digo? Lo mejor es el vino, ese tinto espeso y recio que bebían los abuelos. Ponnos una ronda de Tomás Postigo y vete abriendo otra botella que el personal seguro que repite. Tío, ya verás qué cuerpazo tiene. Lo recomiendan hasta en The Tipsy Gourmet, no te digo más.
(Si es que yo estaba con el vermú del Paco. Ése está gilipollas desde que sus padres eran novios y, desde que trabaja en Cataluña, más. ¡Bebe vino como los hombres, coponario, déjate de vermús y mariconadas!).
Tic, tac, tic, tac…

-Pero, ¿todavía estáis de vinos? Sois unos primos de la vida. Lo de hoy es la aromática ginebra, es otro mundo, otro concepto. Que parecéis del paleolítico. Escáncianos ahora mismito, Julitón, una ronda de cubatas, pero de altura y en copas de balón.
(Si es que yo no he cenado todavía. Pues así cenarás con más apetito que la ginebra abre víscera, hasta un niño de pecho lo sabe. Espiral, especias, aromatizantes, limas, limones, pepinos, aguas tónicas customizadas,,, que no falte de nada. Apuntaros a lo exótico, que no sabéis beber, hatajo de garrulos. ¡Camarero, proceda, please!).
Tic, tac, tic, tac…

-Os aseguro que lo mejor es cerrar la noche con unos pacharanes. Oye, que son mano de santo. Mañana nos despertamos como nuevos. Sanos, como pastores de Navarra. No hay como la bebida natural y artesana con esencias bravías de las bayas del campo.
(¿No será mucho mezclar? Pero qué dices, ignorante, si es un pacharán by Berasategui diseñado con una fórmula magistral, natural y equilibrada, para cerrar las juergas de postín. Un lujo de señores, ya te digo, un alarde del diseño más puro en bebidas espirituosas y, sin embargo, estomacales y harto digestivas).
Tic, tac, tic, tac…

Cuando iban por los chupitos de aguardiente de hierbas, orgullo de la Galicia ancestral y milenaria, perdió la cuenta, los reflejos, algo de orientación y la mayor parte del vocabulario. Únicamente recordaba con nitidez la última alocución del Julitón. Su comunicado, a la respetable concurrencia, de que abandonase el bar por ser hora de cierre. Dicho desde el respeto, y con el mayor tacto y diplomacia, se produjo en los siguientes términos:
-¡Venga, tomaros ya la copita de una puta vez, que, si os la bebéis de un trago, mañana os convido a otra!

(Qué denigración más humillante o qué humillación más denigrante. Estaba seguro que pensó, al llegar a casa, una de las dos cosas.)

12 noviembre 2016

Oficina de atención al impaciente

Por fin, emergió de la niebla al subir, por un camino sinuoso y empinado, a la meseta primera del páramo alto.
La salida de la brumosa sábana, espesa y sin contornos, a la gran ladera soleada, le borró el sentimiento de agobio y desorientación. Aturdido, había caminado sin referencias, guiado sólo por la estrecha senda que blanqueaba a sus pies. Con el colorido que desveló la luz alzó los ojos del suelo. Salió del piélago de blancura condensada. La humedad espesa se había pegado a su ropa y a la piel del perro, cuyo pelo lacio y empapado irisaba al sol.
Abajo quedó el imponente almohadón de boira como un fantasmal pantano de gas blanco embalsado entre laderas de color.
Apenas acabó la cuesta, ya a pleno sol, se desvió a la izquierda, dejando el Monte de la Cabañuela al otro lado.
Estaba en el paraje de Los Llanos, a más de mil doscientos metros de altitud. Un lugar lindero con cuatro términos: Barcones, Madrigal, Tordelrábano y Paredes. Era también uno de los pequeños pasos perdidos entre las dos Castillas, donde Guadalajara y Soria compartían mojones.

El perro se había animado y se sacudía la humedad al sol tibio. Abrió la escopeta y sonó el clic seco de las agujas percutoras, metió los dos cartuchos y la cerró. Se internaron por el llano hasta dar con unas carrascas que, junto a un camino, limitaban con Barcones.
Distraído por el trote elástico del perro, oteaba en todas direcciones buscando el apeonar de las perdices. El animal cazaba ya en zigzag, batiendo el terreno ágilmente delante de él. El can se dejaba guiar por la nariz, ora alta, ora pegada al suelo, siguiendo unos instintos que, con la práctica, le hacían cada día más certero.
Al desparramar la vista por una vaguada suave dio con unos restos extraños. Se aproximó con curiosidad. Chistó al perro y detuvo el paso. Miró sorprendido.
Alguien había tirado allí tablas, vidrios y cacharros. Seguramente, alguno que había arreglado la casa del pueblo y no se había molestado, cívicamente, en buscar un “punto limpio”.
Algunos de los restos eran muy peculiares. Había una colodra con la madera carcomida que parecía salida de una vieja taberna, un lebrillo desportillado, una tina a la que le faltaban tablas, un ánfora de esbelto cuello mutilado, una vieja alcarraza agujereada, una hidria, bastante antigua, reventada sin piedad contra el suelo y un bacín de loza.
El de la escopeta se entusiasmó al recordar esas palabras olvidadas. Eran vocablos que se fueron para no volver, más que, en todo caso, como jerga de museos y anticuarios. Le resultó curioso, buscando perdices, haber encontrado un cementerio de palabras perdidas.

Gimió el perro de impaciencia, como siempre que él se detenía. Dejaron el lugar y siguieron la linde de lo de Madrigal. El perro se picó. Con la nariz levantada, de tanto en tanto, iba haciendo paradas. Con el viento de cara las barruntaba desde muy lejos. Y no tardó el bando en saltar en lo limpio, a más de cien metros. Parecía un bando sin tocar. Volaron mansamente y planearon justo al trasponer en la ladera. Aún barzoneó un poco siguiéndolas en lo de Madrigal, terreno ajeno, por ver si podía volverlas. Pero quia, se volaron término adentro y ellos se dieron la vuelta.
Volvieron a desandar lo andado por lo alto de la ladera. La niebla ya se descomponía en jirones en los bajos.
Botó una perdiz desde la mitad del cotarro más empinado. El perro se excitó por el aleteo pero el cazador no disparó por la distancia. Parecía que en los altos poco había y que lo que había se metió en terreno prohibido.
Llegaron al sendero por el que habían subido. El cazador se decidió a atrochar ladera abajo. Lo hizo despacio, buscando los pequeños pasillos libres de maleza. Bajando por el Barrancondo, dejaron a la izquierda una loma cubierta de rebollos, no sin bordearla, donde tampoco saltó perdiz alguna. A doscientos metros, por encima de los primeros rispiones de la vega, se sentó bajo una carrasca. Llevaba hora y media caminando. Sacó un par de dátiles del chaleco y los masticó despacio.
Tapado como estaba vio venir de lejos una zurita. Supuso que, como suelen, le vería y sesgaría alejándose. Pero la paloma bravía, tal vez, confiando en su altura, no varió la dirección. Cuando la tenía encima apuntó y la cubrió. Fue cosa mecánica, de un segundo. Al tiro se desplomó en vertical y cayó a unos diez metros de la carrasca. El perro la olisqueó pero el tufo de paloma no le interesaba. El cazador se dijo que, al menos, ese día ya no volvía de bolo.

Cuando llegó a la vega, la atravesó y, despacio, empezó a trabajarse las primeras cuestas de los dos grandes cerros que tenía delante: Las Revillas y La Sierra Gorda. Los dos unidos formaban una gran ele. Anduvo por ellos sin dejar vuelta ni recodo, recorriéndolos a conciencia, escudriñando todos los lucios, oteando por todos los recovecos. Pero ni él vio nada, ni el perro se picó en ningún momento. La tierra estaba seca y quebradiza, las atochas, que tapizaban los cerros, amarillas, y las aulagas recias y ásperas. No encontró camas de liebre, ni siquiera viejas.
Dos horas después el perro jadeaba. No había agua por ninguna parte. Y decidió bajar a La Laguna. Era un charcón de medio kilómetro de radio, irregular, poblado de espadañas y rodeado de rastrojos. El perro, ansioso, al fin pudo saciarse en la parte más alta.
Eran más de las doce. El cazador se dijo que, en aquellas zonas de la sierra, la caza menor era para personas con tesón y paciencia. O que, dicho de otro modo, cazar en esos pagos era una cura contra la impaciencia. Eran uno de los lugares donde la caza menor escaseaba y, el dar con ella, suponía vencer el cansancio, la monotonía, el desánimo y otras cosas que, como en el resto de la vida, también acompañaban en el campo. Una oficina de atención al impaciente.

Tras un bocado de pasas con almendras, se encaminó, por la linde de unos rispiones que ascendían, hacia las laderas al este del cerro de Las Revillas. Eran las únicas que le quedaban por zurzir. En ellas gastaría las energías que aún le quedaban. Luego buscaría el coche, oculto en una vaguada de la vega, para regresar.
El perro, en lugar de mirar las matas que daban al barranco y bordeaban el rastrojo a la izquierda, se metía en la tierra de labor. Entre las pajas húmedas, de tanto en tanto, se paraba y oteaba. Empezó a mover el corto rabo como un ventilador, aceleró el paso. Eso puso en alerta al cazador. También él salió de la pereza.
Una perdiz saltó sola y lejos por la parte alta. Cazador y perro avivaron al unísono el paso. Cinco perdices más saltaron de mitad del rastrojo hacia las empinadas laderas del cerro. Les guardaron la distancia y no pudo tirarles. Pero ahora sabía que en la ladera, si tenía fuerza para subir a buen paso y seguirlas, alguna podría descuidarse y saltar a tiro entre la broza.

Cuando empezó a meterse en la cuesta, dudó de sus fuerzas. Le animó la vitalidad y la excitación del perro y recordó que a las perdices, contra lo que muchos imaginan, “las matan las piernas”.
Chistó al perro para que no se adelantara. Al animal le era muy difícil contenerse y no avanzar. Pero obedecía sin dejar de picarse. Cazador y perro acoplaron su ritmo de marcha, el segundo tirando del primero con el hilo invisible de su excitación. Al cazador le parecía imposible caminar tan rápido después del cansancio de las horas anteriores. Pero al ver al perro tan seguro, olvidó la fatiga y los años y, por un momento, le pareció que casi corría, ascendiendo en diagonal entre las atochas, secas y espesas, y los macizos de ardeviejas repartidos al albur.
El perro no paraba de marcar, haciendo posturas con el hocico levantado, fija la mirada. Pero las patirrojas no se detenían y, como suelen, apeonaban invisibles, pegadas al suelo. Iban acercándose al punto más alto, donde la ladera culminaba en un teso amplio con una taina encima.
A cincuenta metros de la paridera, el perro marcó con decisión, dio el cazador unos pasos rápidos hacia delante. La perdiz salto casi arriba. Había que apuntar. Pero apenas tuvo tiempo antes de que descumbrara y dejara de verla. Al tiro saltaron las otras a los lados, más lejos, sin que se decidiera, por la distancia, a disparar el otro tiro.
El perro subió a la carrera hasta donde la perdiz desapareció. El cazador se dijo que al can le sobraba la fe que al él le faltaba. Pero no le retuvo y mientras cargaba de nuevo la escopeta subió despacio hacia el punto donde perdió de vista pájaro y perro.
Cuando llegaba arriba el perro ya venía a su encuentro con la perdiz en la boca. Tras la satisfacción, acarició la cabeza al testarudo can y, sólo entonces, se dio cuenta de que jadeaba y estaba bañado en sudor. Al mirar la vega desde la cresta del cerro comprendió el porqué.

Por si alguna se hubiese quedado, dio la vuelta por debajo de la taina. El perro iba picado por los rastros recientes de las otras. Pero él sabía que saltaron.
Poco a poco fueron descendiendo, ya en dirección al coche.
Estaban casi en el borde con los rastrojos, cuando el perro dio un giro brusco y se quedó de muestra. El cazador se acercó presuroso, pero el perro no movía un pelo. Le rebasó, le azuzó para que se lanzara. El perro permanecía inmóvil. No había manera de que deshiciera la postura. Tras mucho insistir, el perro se movió, dio cuatro pasos, pero no fue sino para hacer una nueva muestra más terca y contundente. Estaba fijo en un amasijo de hiniestas. Supuso el cazador que una perdiz se habría aplastado entre ellas. Olvidó al perro y se metió entre las isasas. Eso tendría que haber sido suficiente para que el pájaro saltara. Pero nada ocurrió. Miró al perro de nuevo, pero éste apenas se había movido cuatro pasos y marcaba estático de nuevo, como si le hubieran clavado las patas al suelo. El cazador llegó a la conclusión de que sería un topillo y comenzó a salir de las jaras algo decepcionado. Había veces que el perro se ponía muy cabezón, sin duda porque todavía no había cumplido los dos años y había tufos que aún no identificaba.
Convencido de la confusión del perro, bajó. Le llamó sin fijarse ya en él. Fue entonces cuando sintió su chillido y, al volverse, le vio subir tras una liebre. Se maldijo por haber dudado. Pero al encararse la escopeta vio liebre y perro en el encare. No podía tirar, se podría llevar al perro por delante. Cuando la liebre quebró apenas la veía y disparó, muy lejos, al tuntún, sin ninguna confianza. No la vio más pero sintió al perro latir tras de ella. Señal de que había marrado.

Aún subió en pos del perro, pero no fue sino para cerciorarse de que la rabona se había escapado. Llamó al perro, que poco a poco se fue tranquilizando, y el animal, jadeando, volvió a su lado. Le acarició la cabeza y se dijo que jamás volvería a dudar del animal. Recordó el consejo de su buen amigo Vicente: “Haz siempre caso al perro, los perros en el campo tienen más conocimiento que nosotros”. También se acordó del Colás: “¡Papo Sarvi, fíate del perro, copón, que es más sanguino y tiene más instintivo, hostias!”. Pero no era la primera vez, pese a los avisos, que volvía tropezar en esa misma piedra.

Con el episodio de la liebre habían subido, sin él proponérselo, a uno de los cerros menores de la gran ladera.
Para su sorpresa, el perro daba de nuevo muestras de haber dado con rastro de perdiz. Con la experiencia tan cercana de la liebre, no le llamó, sino que decidió seguirle. Quizás lo hizo, pese al cansancio de plomo de sus piernas, por devolverle la confianza que antes le negó.
Siguiendo la ladera, bordearon varias descubiertas y, llegando a la salida de la uve de una torrentera, el perro se quedó nuevamente de muestra. Saltó una perdiz sola y casi fuera de distancia. Voló hacía abajo y el cazador movió el brazo siguiéndole la trayectoria un tanto por delante. El tiro descontroló a la perdiz, le hizo perder altura, parecía que iba a caer abajo, junto a unos espinos. Pero el pájaro se enderezó e inició un vuelo frenético, casi en vertical. Cuando alcanzó una buena altura su vuelo se paralizó y cayó a plomo. La vio caer allá abajo, en la vega, en una terronera. Tomó por referencia un par de cardos corredores. Sabía que esa perdiz, aunque había caído a unos quinientos metros, había hecho “la torre”. Murió en el aire, cuando alcanzó la altura máxima. Tenía que estar donde cayó.
Confiado en ello, bajó deprisa la ladera, con cuidado de no perder pie. Se dirigió a los cardos de la terronera y los tomó contra la suave brisa. Enseguida le dieron los vientos al perro que, muy ufano, la cobró sin más.

Sin fuerzas, apuró el agua que le quedaba y, sin prestar atención más que al cansancio que le agarrotaba, se encaminó hacia el coche.

31 octubre 2016

Testamento nuevo



A veces se carteaba con algunas pocas amistades. Él seguía llamando cartas a esos largos correos electrónicos. Y, también, llamaba amistades a algunas personas que nunca había conocido.
Se preguntaba si esas personas, a las que no había visto, eran, por sus letras, más conocidas para él que ésas otras, con las que había convivido. Y no daba con la respuesta.
Se decía que, cuando alguien escribe un blog, un libro o correos electrónicos, es porque lo necesita y, a la vez, encuentra en la escritura una satisfacción.
Seguramente, si fuera sólo por pasar el rato, a cualquiera le bastaría con un moderno teléfono móvil con todas esas utilidades que se caracterizan por el contacto inmediato, la brevedad y la gran difusión, si uno es una persona verdaderamente sociable y presenta un perfil de su tiempo.
Lo de escribir, sin obligación ni apremio, sin el agobio de tener que responder ni esperar respuesta en breve ni, muchas veces, recibirla nunca, parecía una soledad que necesitaba expresarse más que un intento de buscar compañía. Algo muy poco definido pero que, al parecer, definía a muchos.
También, escribir, era para él un juego. Y, por tanto, dudaba de que los que leyeran sus palabras le conocieran. Así que, ya como lector de palabras ajenas, ya como escritor de las propias, todo era una ilusión por construirse un mundo imaginario. Suponiendo que, sin darnos cuenta, no vivamos ya en uno que lo sea.
También, se le ocurría, que escribir era como plantearse problemas a uno mismo e intentar ofrecer soluciones inéditas, vana ilusión, en un mundo donde todo está escrito, todo pensado y todo previsto. Un mundo en el que se supone que nada nuevo hay bajo el sol, ni bajo la luna (bajo las estrellas, aún está por ver). Y que, por eso, el planeta funciona la mar de bien.

Pero, por otro lado, también la escritura podía ser profundamente crítica y dedicarse a dudar de que las cosas marchen bien, de que las soluciones sean las idóneas y de que lo que sucede sea lo menos malo, que ya tiene delito. Pero, en esas ocasiones, se daba cuenta de que, con cualquier interlocutor, los pensamientos entraban en una especie de competición por ver cuál de los dos entraba en un análisis más negativamente catastrófico de la realidad. Siempre solía pasar eso. La crítica de la realidad, sobre todo cuando era una crítica realista y profunda, ponía enseguida de acuerdo a las personas como por ensalmo. Es más, tendía a convertirse en monotema, en un ahondar en la bajada a los infiernos, en un laberinto, forzosamente sin salida, en el que llegaba un momento en el que se pensaba, por descarte de otras ideas ilusorias, que la única solución personal era la muerte. Este es un fenómeno que se produce a diario en cualquier frutería y que, por tanto, él consideraba de índole universal.

A él, la muerte, le parecía una solución decepcionante o, mejor, no le parecía solución. Si a eso se llegaba después de escribir y pensar tanto, de nada valían ambas cosas. La muerte, mirada así, era una deserción de la vida, una liberación de lo que se supone que más nos interesa. Si nuestra solución fuera la muerte, con esperar tenemos bastante. A qué tanto escribir y darle vueltas a las cosas, a qué dar tanto la lata y el tostón. La muerte no es solución, sólo salida y, además, es casi siempre obligada porque, si no, no iríamos al médico a la mínima, y no hay más que ver las listas de espera. La solución, si la hay, ha de pasar por vivir, no por morir. Así que nada de “¡Viva la muerte!” y sí un sí profundo y convencido a los análisis de sangre.
Sin embargo, algunos, cuando oían lo anterior, consideraban que lo decía porque no se daba cuenta realmente de la situación. Entonces se la volvían a explicar con más detalle, con más truculencia y hasta le añadían desesperantes conjeturas futuristas para que él, debidamente informado, cayera definitivamente, y a la mayor brevedad posible, en la desesperación más irredenta, como era su obligación intelectual, y abominase de la Humanidad, si es que le quedaba una gota de raciocinio positivo en la cabeza.

Sin embargo, también se había dado cuenta de que había personas que se negaban a eso. Era un placer leer lo que escribían.
¿Acaso no eran conscientes de todas esas cosas tan nefandas, alienantes, desesperantes, inicuas, negativamente inoperantes, mercantilizadoras y positivamente idiotizantes, que a tantos seres conscientes hacían entrar en pánico? ¿Tal vez no ponían debidamente en valor el temor ineludible que las mentes más informadas vaticinan sobre el futuro venidero? ¿No se daban cuenta de que ya es imposible empoderar al pueblo, ideológicamente aniquilado, para que reaccione positivamente?  

Pues no señor, conscientes de todo eso y de más cositas, muchos (y muchas, claro) aún se empeñan en reírse de todo y flotan nadando entre esas aguas (tachó procelosas) sin darse nunca por ahogados. Eran los autores de un testamento nuevo, a veces daba con alguno. Estaban vivos y sólo de ellos cabía el esperar esperanza; de los ansiosos, en vida, por ser morituri, él no esperaba nada.

23 octubre 2016

Partes alícuotas

Usualmente pasaba el tiempo cavilando sobre asuntos abstractos. Sin embargo, cualquier situación cotidiana, que hiciera necesaria una actuación, le descentraba. La mera disfunción de una cisterna, por ejemplo.
Su mente estaba acostumbrada a divagar por los vericuetos del pensamiento en asuntos de cierta trascendencia, cosas importantes que, en la vida, requerían un posicionamiento ético de la persona humana.
Así que, cuando recibió aquella comunicación del Ayuntamiento, comprendió que su diálogo interior cotidiano, sobre asuntos de altura, habría de interrumpirse momentáneamente.
El comunicado municipal era sobre un local, declarado en ruinas, que había de derribarse en los plazos que marcaban las ordenanzas municipales a tal fin concebidas.
El asunto era sencillo. Habría de buscarse una empresa que lo derribara y pagar la parte alícuota de los costes.
Y, como todo el mundo sabe, la parte alícuota es la que resulta de dividir un todo en un número determinado de partes iguales. Algo tan sencillo como una división, aunque parte alícuota impresione mucho más.
Aquel tipo de trivialidades no estaban a su altura. Mas, por ser cívico ante el municipio y solidario con su familia, tiró de papeles.
El edificio tenía dos plantas y una cámara sobre la segunda.
Su abuelo había vendido el edificio hacía cincuenta años. La planta baja, que constituía el 40% del edificio, a don Fidel Gusano. De modo que ese porcentaje del derribo correspondía al tal señor. Diáfano.
El resto de la finca, que constituía el 60% restante del edificio, lo había vendido su antecesor a doña Buenaventura Cañete, pero reservándose la propiedad de la cámara.
De modo que a él le correspondía una parte alícuota del porcentaje de la propiedad que representase la cámara que, por fallecimiento tanto del abuelo como de todos sus hijos, era ahora propiedad de los 23 primos restantes, y una viuda, que procedían, en partes no alícuotas, de seis familias.
Todo parecía sencillo.
Sin embargo, de lo primero que se enteró fue de que, en los cincuenta años que habían pasado, los miembros de su familia y los de la familia de doña Buenaventura Cañete no se habían puesto de acuerdo sobre el porcentaje del 60% que a cada familia pertenecía.
Entre los 23 primos, y la viuda, que constituían su familia, las opiniones, como pudo constatar, eran variadas y acordes con la plural idiosincrasia de la familia media españolas:
-Yo no sé si ahí tenemos algo pero, ya te digo, que yo no pongo un duro.
-Mi padre me dijo que, al menos, la mitad es nuestra.
-A mí no me llames para estas chorradas. Por cierto, ¿se murió tu madre?
-Siendo razonables, de su sesenta por ciento, nos corresponde el veinte. Por menos, no me muevo. En esta postura de mínimos, debemos permanecer inamovibles.
-En justicia, la mitad de lo de los Cañete nos corresponde porque la cámara en puridad es otra planta indistinta sobre la suya. Esto es innegociable.
-A mí no me vengas con problemas que estoy en el paro.
-Llámame mañana, a primera hora, que vengo de copas y no estoy para disgüisquiciones.
-Pues busca un abogado que se aclare con ellos y que se enteren los Cañetes esos.
-Pues yo creo que además de la cámara, el abuelo tampoco les vendió el sótano, así que lo que tenemos ahí es positivamente mucho más importante de lo que los Cañete creen.
-Sé de buena tinta que va a construir un campus universitario en las inmediaciones, así que el valor de ese solar va a devenir en espectacular, las tasaciones que ahora se hagan no valdrán positiva y objetivamente para nada.
-¿Sabes qué hora es aquí? ¡Vamos, no me jodas! A mí no me cuentes nada, apañaros vosotros, que vivo en el extranjero y paso del tema. Te cuelgo. Un abrazo.
-¿Reunirnos todos para llegar a un acuerdo? Pero qué dices, si no me hablo con la mitad de ellos. Menudo hatajo de cabrones, según se portaron cuando murió mi madre.
-¿Qué todavía tenemos algo en esa casa? Pues, chico, yo no tenía ni puta idea.
-Y dices que consta en la herencia de mi padre. Pues aún no tenemos los papeles, como sólo hace quince años que se murió, lo hemos ido dejando.
-Bueno pues haz lo que haya que hacer y ya me avisarás para cobrar lo que me corresponda.
-De mi madre no sabemos nada, puso una castañería de diseño en el Soho, “The Advanced Chestnut”, mira a ver por Internet.
-Sin mi consentimiento no se te ocurra buscar un abogado que luego todo son minutas y provisiones de fondos.
-Huy, qué me dices, haz lo que puedas que estoy hasta el gorro de trabajo y, además, se me acaba de morir el perro. No te digo más.
-No está en casa en este momento ni sabemos cuando vendrá. Se fue hace un año, a Alicante, con una del club “Las esclavas del amor”.
-Hijo mío, estoy en silla de ruedas en una residencia. Haced vosotros lo que queráis que yo, si llega el caso, firmo. Sí, se llama “Retiro de los Panteras Grises”. Sí, sí, en ese pueblo que dices. Pero dinero no me pidas, que soy una pantera que anda canina.
Celebró, por estas respuestas, que su familia fuera de esas que permanecen unidas, pues tenía que reconocer que todos le habían cogido el teléfono. Pero esa pluralidad de pensamiento, que enriquece a cualquier democracia, tenía empero sus problemas.
Finalmente, de entre los 23 primos, y la viuda, encontró uno con el que, a prorrateo, es decir pagándolo ambos a partes alícuotas, buscaron un abogado.
El abogado se reunió con el letrado de los Cañete, que ya les había mandado varios burofaxes, y les trasmitió las siguientes novedades:
1º.- Los Cañete no querían comprarles su parte (la de la cámara) pero, en cambio, estaban dispuestos a venderles la suya antes del derribo. Los Cañete eran nueve y, por esa sana pluralidad de opiniones, ya citada, en lo único que estaban de acuerdo era en que ninguno quería afrontar los gastos del derribo.
2º.- Al comunicar la orden de derribo a los herederos de don Fidel Gusano, se habían enterado que don Fidel, para no perder la propiedad por viejas deudas, había hecho una venta simulada, diferida a muchos años atrás, a don Julián Sesgado, intimo amigo de don Fidel. Pero, pasados los años, los negocios de Sesgado fueron negativamente a mal y un conocido banco le había hipotecado el solar. Muertos, por fallecimiento sobrevenido, el señor Gusano y el señor Sesgado, eran ahora los herederos de ambos los que estaban en litigio por la propiedad y, a la vista de que el juez se pronunciase con sentencia, ninguna de las partes iba a pagar el derribo.
3º.-Que el Ayuntamiento urgía a la demolición sin atenerse a considerar las razones personales que a todos los implicados afectaban negativamente. Las multas comenzarían a llegar, las citaciones también y que, si no se producía el derribo, sería el propio Ayuntamiento quien lo llevara a cabo, procediendo después al cobro de gastos más intereses a todos los copropietarios e incluso a expropiar el solar. El asunto mostraba perjuicios muy negativos que, además, arrostrarían sumas de dinero positivamente elevadas.

Comunicó de nuevo con los primos, y la viuda. No obtuvo mejores respuestas, sino, en la mayor parte de los casos, más airadas, con tacos, improperios y blasfemias que hubiesen sacado positivamente de quicio hasta a una impasible efigie del señor Rajoy. Algunos, ya sobre aviso, no descolgaron el teléfono.

No sabía qué hacer. Se encontraba positivamente impotente. Pensó, en términos empresariales, sobre la aplicación, en estos casos, de “La Regla de las Cuatro Pes”: Posición, problema, posibilidades y propuesta.
Pero, enseguida, se dio cuenta de que estaba en un laberinto: El Ayuntamiento por un lado, los Sesgados y los Gusanos por otro, los nueve Cañetes por allá y sus veintitrés primos, y la viuda, por acá, y que, así, no había regla de la negociación empresarial que funcionase con eficacia positiva.
Iba por la ciudad maquinalmente, embotada la cabeza por la situación. Perdido en un conandrum sin salida, sin que su cerebro pensador se diera tregua.
A veces su pensamiento era oscuro, bueno, realmente negro. Y, en esos opacos desvaríos que cruzaban su mente, llegó a imaginar cómo esos dictadores que abundan en la Historia, llegó un momento, en que se liaron la manta a la cabeza y no dejaron con la ídem puesta a títere alguno. Cómo les comprendía.
Pero, al instante, rechazó la idea. Vinieron por el contrario a su mente esos ejemplos sublimes de los santos que, en las pinturas sacras, aparecían con manos, pies y corazón lacerados, con los ojos, semi escondidos bajo los párpados, elevados al cielo. Y ansiaba fundirse positivamente, en cuerpo y alma, con esos seres sobrenaturales que impetraban justicia y paz a las Alturas, ultrajados, pero sin emitir queja ninguna, por el hacer, tan pertinaz como insensato, de los hombres (y de las mujeres, cuidado).
Pero, como ni tenía maldad suficiente para ejercer de dictador omnímodo, ni bondad necesaria para alcanzar el santoral, se refugió en su educación primaria y recordó las palabras de Kipling que su maestro le obligó a memorizar:
“Si en tu puesto mantienes la cabeza tranquila,
cuando todo a tu lado es cabeza perdida…”
Y, en ello estaba, cuando se dio cuenta de repente que se había metido por dirección prohibida. Dio la vuelta al instante y salió de aquella calle. Respiró.
Pero, al momento, se le heló la sangre: No se había dado cuenta de que iba andando.

11 octubre 2016

La Ladera Mala

Deja la última carreterilla que le ha llevado al pago siguiendo el cauce del río Salado. La desviación a la izquierda le lleva a Rienda. Uno más de los antiguos pueblos salineros que, en el área de Imón, surtían a Madrid. Eran tiempos en los que ese producto tenía un valor estratégico. Hoy, aunque en los cuarterones de sus albercas brillen los cristales de sal que la lluvia saca del subsuelo, todas las salinas están abandonadas y en ruinas. Alguna noria podrida y desvencijada da testimonio de unas explotaciones que iniciaron los romanos.
Pasado el verano, apenas quedan vecinos en el pueblo. Ahora, desierto, cruza entre sus veinte casas, de norte a sur, a la luz sucia y grisácea del alba. Ni un vehículo, ni una luz, ni una puerta abierta. Sólo ladra un perro mientras los pájaros despiertan.
Conduce lentamente por la pendiente suave de un vial de tierra. Para el motor a trescientos metros del pueblo, en un rellano de la cuesta, junto a una taina. Desde allí la pista se convierte en un vericueto breñoso lleno de riscos, con sonruedos tan profundos que el coche, de seguir, daría con los fondos en el suelo.
No contaba con cazar ese día. Era el primer domingo de la temporada. Un día templado, casi caluroso para la sierra.
La Sierra Ministra une el Sistema Ibérico con el Central, deslinda Guadalajara de Soria y es como un tejado que, por el Norte, vierte aguas al Ebro y, por el Sur, al Tajo. En algunos lugares los montes parecen un gigantesco caballón entre las dos vertientes.
Las nubes están arrebolándose en el horizonte por la aurora que ya se descara.
Se apea. Lentamente se pone el chaleco. Comprueba que lleva veinte tiros. ¡Qué ilusión más vana!, se dice sonriendo. Duda de que dispare algún cartucho. Sabe que las invitaciones en días de desvede, y más para que vayas solo, no auguran que la caza abunde en el paraje. De hecho, no ha visto a nadie, ni un coche a lo lejos. Invitaciones a desiertos: cumplir y mentir. Son raros entre cazadores los gestos generosos.

Monta la escopeta, la carga y suelta al perro.
Mientras da los primeros pasos, ladera arriba, recuerda que anduvo por allí dos años antes y se fue de bolo y sin ver nada. Pero el perro, mucho más optimista que él, zigzaguea delante con un empeño y unas ganas que contagian. Ver trabajar al animal le anima y, observando su inquietud y sus gestos, desea empaparse de esperanza.
Se enfrenta a la ladera que queda sobre el pueblo. Es suave y larga, sin apenas lucios. Tiene una hierba rala, cardos corredores y algunas aliagas, aquí y allá unos pocos gamones y alguna que otra atocha en las vaguadas. Si hubiera llovido, sería zona idónea para setas. Apenas se divisan algunas carrascas diseminadas y, ascendiendo, grupillos de pinos junto a las bardas medio desmoronadas de las cerradas. Al conjunto de la ladera le llaman La Lastra. Su lomo romo, ancho y pelado, culmina a unos 1200 metros de altitud.
Cuando lo alcanza, otea desde allí, hacia el Norte, la raya con Soria, la amplia ladera de Paredes sesgada por la senda Galiana que, en la trashumancia, fue ruta de las merinas procedentes de la Sierra de Cameros; al Sur, una gran depresión, un cotarro imponente, que por contraste asusta, desciende abruptamente a los 900 metros y, siguiendo el arroyo Valdearcos, llega a La Riba de Santiuste, con su castillo árabe del siglo IX.
Desde el teso más alto del lomo observa ensimismado las dos laderas:
La una es por la que ha ascendido, la suave, la de vegetación rala, la de curvas onduladas, la cómoda de andar, la que termina en Los Arroturos de Tordelrábano con sus huellas fósiles de arcosaurios en la roca que asciende.
La otra es la escabrosa, la que da cara a La Riba, la conocida, en su conjunto, con el descriptivo topónimo, en su sencillez, de La Ladera Mala. En su extensión tiene tres puntales: San Martín, La Muela y La Cabeza de Guíjar. Está constituida por un conjunto de pronunciadísimas vertientes rocosas que, en la mayor parte de su longitud, son precipicios. Todos éstos acaban abajo en oscuros arroyos cubiertos de vegetación a cuyo fondo la luz del sol no llega, como no sea en forma de penumbra. La Ladera Mala tiene una vegetación exuberante e intrincada.
A esas horas el fondo de La Ladera Mala no es visible. Una niebla pesada y espesa lo cubre y se hace jirones ascendiendo. De ella, a la izquierda, emerge a lo lejos, abajo y a contraluz, la silueta oscura y tenebrosa del castillo.
Recuerda entonces que, tras los muchos avatares de la Historia, el castillo fue adquirido, en el siglo pasado, por una asociación que lideraba un argentino, un discípulo de Madame Blavatsky. Eran un grupo algo inquietante, dedicado al esoterismo y a la teosofía. Y piensa que el paraje que observa concuerda muy bien con el misterio de todas esas teorías. Un conjunto sumamente bello, atractivo y agreste, pero peligroso y desconcertante. Los heterodoxos han amado siempre parajes como éste. Y aunque sus ideas hacen sonreír con ironía a algunos, a otros les sobrecogen y hasta les asustan. En la historia del pensamiento, estas gentes suelen ofrecer ideas turbadoras que, a la vez que seducen, aterran.

Bueno, se dice, ¿Has venido a cazar o a imaginar historias y leyendas?
Se espabila, se sacude de la cabeza todas las fantasías, se fija en el perro y, sin dudar, se mete en La Ladera Mala.
Elige el promontorio de La Muela. Para llegar a él, atraviesa un arcabucal cuya espesura le hace dar vueltas hasta encontrar pasos practicables. Llega al puntal. Con precaución y pasos muy medidos, delicados, como de ballet, se asoma lentamente a la visera. Al divisar paulatinamente el precipicio a  sus pies, siente un vacío en las tripas y en el bajo vientre. Es el vértigo que la pared vertical le sube luego a la garganta. El perro, a su lado, mira, alargando el cuello, con codiciosa atención. Al animal le palpita delicadamente la trufa en la punta del hocico. Un águila real arranca veinte metros abajo, de un saliente de la pared. Planea sin mover las alas, luego del arranque, y, en semicírculos, sobrevuela la niebla de la que sólo surgen, a lo lejos, las copas de los pobos más altos.
Mientras observa el vuelo de la rapaz, dos torcaces saltan de la pared batiendo con estrépito las alas. Se sobresalta, apunta, tira del brazo siguiéndoles el vuelo pero, a tiempo, se reporta. No dispara. Si les hubiese acertado, se pregunta, por dónde habría bajado a recoger las piezas.
Decide seguir la ladera, evitando la línea de los precipicios. Entre éstos y la cima, el terreno es un mohedal y, a veces, se atolla entre la espesa fusca. Pero otras veces, tras salir de los breñales, topa con pequeñas vaguadas más claras, circundadas de retamas, con algo más de visibilidad y donde, si sorprendiera a una pitorra, podría cobrarla si conseguía abatirla.
Repara en que va sudando. Lleva ya dos horas sorteando manchas de espesura, rocas pulidas por el viento y la lluvia. A veces ha sentido el vuelo de alguna de las palomas bravas, su estrépito, pero sólo eso. Sólo sonido, ni siquiera las ha llegado a vislumbrar.
Así que mantiene su atención y mira de continuo a lo alto. Repentinamente repara en que el perro está parado, atento, con la mirada fija. Le imita y se previene. El perro, sin moverse, da un ladrido bronco. Uno sólo, pero no se mueve. Está fijo en lo espeso. Se da cuenta de que no es una muestra, al menos, no es una postura normal de su perro a la caza menor. Al instante, siente muy próximo el gutural rebudio del jabalí, sorprendido en la espesura donde encama, y escucha nítidamente sus pisadas presurosas y el violento tronchar de las matas. No ha visto al cochino. Ni ganas de verlo, porque la caza mayor a él no le gusta. Pero el corazón se le ha subido a la garganta. Llama con energía al perro que se ha metido inquieto en la espesura. Ni por asomo quisiera que se llevara un verrojazo. Pero no, el perro obedece y el sonido de las pisadas y el del áspero roce de las matas se pierden entre los ecos del barranco que baja. El perro viene y él le acaricia la cabeza. No quiere que se pique a los cochinos. Pero reconoce que el encuentro le ha alterado. Y no sólo al perro.
Sube un poco más y va buscando, en la medida que puede, los parajes menos tupidos. Únicamente en ellos sabe que podrá sorprender a la torcaz. Vuelve a llevar alta la mirada y el oído atento al menor inicio de aleteo.
A punto está de cruzar una torrentera estrecha flanqueada de finos marojos a ambos lados. Nota que el perro se lanza con decisión al otro lado. Baja la vista y apenas puede ver entre las matas, o más que verlo, intuye por la mota móvil el torpedo de pelo de una liebre. Ya no puede soltar el tenazón, mueve en cambio la mano intuyendo la trayectoria. Suena el tiro, que retumba como un latigazo seco entre las cárcavas. Cruza presuroso la torrentera. El perro ha llegado veinte metros abajo y se precipita sobre la liebre que, herida, aún tiene fuerzas para intentar la huida. Al poco, ufano, la levanta en la boca y se la lleva.
Si hubiese escogido la ladera de La Lastra no le hubiera extrañado levantar alguna liebre pero, en aquel arcabuco en mitad de la varga, no la hubiera buscado. Es una liebre vieja. Seguramente por eso había encamado en un lugar tan agreste y tan seguro. El azar quiso que se la topara. Bueno, una liebre, se dijo, ya había echado el día. Y palpó su bulto, pesado y caliente, en el bolsón trasero del chaleco.

Con los brazos y piernas cosidos a puntazos de aliagas y por los rasgones de pirliteros, salió como pudo de La Ladera Mala. Estaba cansado tras tres horas de deambular, casi cegado y atarantado, entre aquellas espesuras.
Apenas llegó a la línea donde lo espeso rompía hacia lo claro, y cuando más ocupado estaba en salir de entre las últimas matas sin dejarse un ojo en ello, notó que el perro se lanzaba. Apenas vio trasponer una sombra y soltó el tenazón. Precipitadamente salió al claro y sintió latir al perro tras el conejo que ya se perdía hacia el bardo. Había marrado. Por consolarse se dijo que el calibre 20 no era para trabajarse un monte tan espeso y menos para tirar a bocajarro. Luego se sonrió pensando que los cazadores siempre se justifican y, cuando aciertan, se jactan justo por aquello que, cuando marran, les sirve de disculpa. Él no era una excepción.
Decide desandar lo andado pero por lo alto, por la línea donde el monte se difumina con la ladera limpia de La Lastra. Es un sardón que le parece bueno para la caza al salto y que, a la derecha, tiene bardas de piedras grandes y de chantos clavados en el suelo formando cerradas que un día guardaron el ganado; a la izquierda, aparecen de continuo las grandes rocas que, entre encinas, rompen sobre esa Ladera Mala, tan bien adjetivada.
Contra sus pensamientos el perro se empeña en derivar a la derecha, con difidencia decide seguirle. El can husmea cada vez más picado y, abiertamente, se tira hacia La Lastra. Pese a su desconfianza, el perro da signos de buscar la muestra. Por la velocidad a que ambos van, tienen que ser perdices. ¿Perdices en La Lastra? El cazador quiere creer al perro, aunque le cuesta. Nota que el zarzagán se ha levantado y que, quizás por eso, al perro los vientos le llegan de largo. Pero no tarda en asombrarse al ver saltar cinco perdices desde una cerrada con un muro caído. Toman el zarzagán de cola y se descuelgan a La Ladera Mala. Naturalmente saltaron fuera de tiro y hacia el lugar menos conveniente, como suelen.
Se asoma a la ladera por dónde las patirrojas desaparecieron. Ante aquel abismo se desazona. Decide tirar por el borde, ladera adelante, y luego dar la vuelta algo más bajo. Pero sabe que si se han dejado caer por derecho nunca dará con ellas y la maniobra no valdrá para nada.
Sigue hasta el puntal de San Martín. No va deprisa. Quiere envolverlas pero sabe que no las lleva delante. Si están en la ladera, mejor que se confíen. Les entrará por donde no lo esperan.
Encuentra unas tainas hundidas. Es un conjunto en el que algunas fueron hechas aprovechando los antros de los techos rocosos para que les sirvieran de techumbres naturales. Al lado del conglomerado de tainas descubre una gran losa. En ella, con letras de un palmo, hay algo grabado: “Torivio Hedo. Año 1939”
Él piensa que Toribio se escribe con “b”, pero imagina que el autor del petroglifo escribió aquello por haber acabado la guerra civil con vida y, tal vez, por no haber perdido sus rebaños. Había de estar muy ufano para haber escrito algo como eso.
Como no hay prisa, pues las perdices, si es que se han quedado por arriba, las echará al volver, se sienta un rato a observar la inscripción y, enseguida, encuentra dos grabados más en la gran roca. Son mucho más antiguos. ¿Serán acaso prehistóricos? Se dice si no serán los símbolos, esquematizados, de una mujer y un hombre. Los observa un buen rato.
Cuando da la vuelta, un poco más abajo, descendiendo de nuevo a los tramos peligrosos de los precipicios, tiene la intuición de que va a dar con las perdices. A medida que se acerca a las viseras de roca más peligrosas sabe que le van a saltar. El perro también está seguro, lleva ya un minuto loco con el rastro. Llegan los dos al unísono hasta la punta de la roca. Saltan deprisa sobre ella, como dos exaltados. Arrancan hacia arriba las perdices. Dispara, vuelca una. Quiere doblar con el segundo, pero la roca se desgaja con estruendo y cazador y perro caen con ella al vacío. Oyó al perro chillar según caían y él, soltando la escopeta, cerró los ojos con fuerza y esperó con angustia y a ciegas la inminente llegada de la muerte bruta.

Despertó tendido en la piedra de “Torivio”. Tenía al perro al lado, tumbado, casi cosido a su costado. Se puso en pie. Se tentó el cuerpo. Estaba sudoroso pero indemne. Nervioso tentó el chaleco buscando un cigarrillo. Se espantó, de repente, al no dar con la liebre. No dio con pelo ni sangre en el bolsón trasero del chaleco. Miró la munición con avidez. Llevaba los veinte tiros con los que salió. Palpó el bolsillo donde guardaba las vainas, pero no las había. El perro gimió a su lado y le lamió la mano. Estaba atardeciendo. Los dos regresaron al coche sin volver la mirada. El perro, inusualmente desinteresado por la caza, caminaba a su lado, con la cabeza bajo la sombra alargada que el sol, ya en el Oeste, proyectaba de su cuerpo. Sólo al llegar al coche echó de menos la escopeta. No estaba en la piedra de “Torivio”. Con un escalofrío, no quiso imaginarse dónde podía estar.
Según se alejaba del pueblo pensó con qué precisión y sencillez llamaban las gentes de antes a las cosas terribles: LA LADERA MALA.


09 octubre 2016

Pundonor sobrevenido

Queridos compañeros todos, que aún os mantenéis operativos:

Nuestra gente es gente educada. Si hay un grupo verdaderamente formado en nuestro país, ése está formado por nosotros. Somos la élite. Esto demuestra y evidencia nuestra neta y natural vocación de conductores, la verdadera esencia de nuestra casta.
En muchos, si no en la mayoría de los casos, procedemos de generaciones de gente educada. Lo fueron nuestros padres, también nuestros abuelos y, seguramente, ahondando en los tiempos, descubriríamos que ya nuestros antepasados fueron, no sólo de la nobleza medieval, sino, con seguridad, patricios romanos. Una casta no se construye en cuatro días, porque necesita siempre de abolengo. Si no, no es tal. ¡Hay que llevarla en el ADN, caramba!

Oiréis majaderías de boca de los necios, de los botarates, de los chichiribailas, todos ellos espectaculares arribistas:
-Oiga usted, que yo soy hijo de un labrador iletrado y estoy muy orgulloso.
Contestad con dignidad y elata sobriedad:
-Muy bien, caballero, si usted está orgulloso de ser hijo de un patán, imagínese lo orgulloso que estoy yo, que soy hijo de un Grande de España.

Esta inmutabilidad en los de nuestra clase hay que dejarla bien patente porque si se tolerase la llegada de advenedizos de dudosa procedencia, bien podrían producirse cambios que, a su vez, originasen otros y terminase por desmontarse la legítima estructura del poder constituido. No es la primera vez en la historia que esto ocurre y, si no se ve a tiempo el problema, cuando se haga evidente, ya será imposible erradicar el mal.
Quienes desean acabar con nuestra clase, mienten. Lo que en realidad desean es ocupar nuestros puestos y convertirse en los nuevos señores. Quienes tengan edad y memoria recordarán que durante la bendita Transición, honra de España, surgió también, naturalmente de entre el vulgo, un partido nuevo que generó ilusión. Eso fue antes, obviamente, de constituirse en una nueva casta. Sus buenos propósitos duraron pocos años y enseguida se les vio el plumero.  Sin embargo, las gentes confiaron muchos años en ellos, porque la ilusión de los humanos más vulgares es tan obtusa, que tiene una gran resistencia a dejarse demoler por la realidad más clara. ¡Qué paciencia hay que tener con ellos!
Ahora, tengo entendido, andan construyendo un relato que justifique su cambio de postura. Qué infelices. Y es que, cuando el sabor de la casta se ha paladeado, es muy difícil darle la espalda y desengancharse del beneficio positivo de su cálido efluvio.
La esencia de la política no está en tantas ideas altruistas e idealizadas que sólo sirven para cegar al que no sabe discernir y para construir floridas piezas de oratoria electoral. El hombre fue comerciante antes de hacerse político y de la primera de estas dos actividades se extrajeron las bases para la segunda. El propósito de las personas ha sido siempre mejorar sus vidas a base de convenios, obligaciones o favores que se conceden para, a su vez, recibir luego otros. Es el derecho natural, un hecho evidente. He ahí, por tanto, la esencia de la convivencia y, por consiguiente, de la política.
Es evidente, por otro lado, que con el paso del tiempo ha sido necesario, por la creciente complejidad de las relaciones humanas, rellenar con leyes el espacio que se abrió con la irrupción de aquel derecho primitivo, inalienable y natural. Todo esto hizo que se desarrollasen multitud de disciplinas para regular las relaciones entre los hombres. Esto es: el hecho natural y primitivo se complementó con numerosos artificios. Pero, nunca ha de olvidarse la esencia. Por eso, al final, quien tiene el poder hace las leyes, nombra jueces, fiscales, abogados y todos esos cargos que han de dar la apariencia ordenada, seria y garantista a la justicia, amén de monopolizar la violencia que, legalmente y si fuese menester, administraría la policía o el ejército. Pero, si es muy sencillo. Yo ya, si no entendéis esto…
Sin embargo, hay algo que no puede olvidarse: el poder ha de mantenerse por encima de todo. ¿Quién puede decir que tiene verdadero poder si, a la postre, tiene que responder ante alguien de sus actos? El poder, para serlo, ha de ser intrínsecamente impune. De lo contrario no sería poder. Sírvanse recordar que nuestros emperadores, reyes, príncipes y mandatarios han respondido siempre de sus actos pero, por sus fuertes convicciones y su recio carácter, sólo ante Dios y ante la Historia. Y, del mismo modo que de cólico de espinacas no se conocen muertes de reyes ni de papas, tampoco se ha sabido de funestas consecuencias derivadas de la ira de la Divinidad o del magisterio de la Historia, cosas ambas tan razonables en esencia, como inofensiva de natural es aquella saludable verdura. Y esto, por intrascendente que pueda parecer, ha hecho que nuestros líderes gobernasen en vida sin cortapisas ni complejos y a ninguno le tembló la mano.
Algunos se espantan ante esto. Qué seres más débiles. Me deprimen negativamente.
Ahora, que me ha sobrevenido la demencia, y puedo asumir sin ningún riesgo hazañas propias y ajenas, quiero dejar para la historia este documento.
A la demencia que me ha sobrevenido, y a la muerte que me sobrevendrá, podéis colgarles tantas cuantas cosas os peten o convengan. Demencia y muerte son los últimos estadios de la impunidad. Pues sabed que los políticos de verdadera casta ni siquiera mueren, quiero decir de muerte natural, mueren de muerte sobrevenida. Y, en estas contingencias, seguiré a vuestra disposición, pues de los de nuestra clase se aprovecha positivamente, como de los mejores ejemplares del cochino ibérico, hasta las andanzas o andares y el postrer gruñío.
Sólo me resisto ante una cosa. Es mi voluntad que nadie me desacredite y que todos den fe de mis aventuras amorosas con la Jessi, esa veinteañera rumana, único éxito erótico de mi azarosa vida y honra a la que no estoy dispuesto a renunciar, por más que otros bien quisieran haberse apuntado ese tanto. Así pues, reclamo ese episodio en exclusiva y os ruego que no me lo piséis, pues en ello me gozo y ni por pienso renunciar a esas memorias amorosas. A mis ochenta años la Jessi se enamoró ciegamente de mí, lo proclamo ante el mundo con orgullo. Y quiero que se respete esta verdad sublime e incontestable a cambio de que se eche sobre mi cualquier oprobio. Porque hasta los de mi clase somos sensibles al amor verdadero, imperecedero y desinteresado, tanto como lo somos a la verdades más prístinas y positivamente  puras.
He dicho.
Otrosí, añado que, cuando sobrevenga mi deceso, cosa que, evidentemente, ocurrirá contra mi voluntad, se escriba en mi lápida este epitafio:
“Nosotros ni enloquecemos ni morimos,
nos sobreviene la muerte o la locura,
y en ambos casos dejo mi memoria
para que echéis en ella la basura.”