25 diciembre 2011

24 de diciembre


Por la mañana me metí en el marojal con el Choti. Su perro, el Yumbo, tiene un cazar agradable, lento y alegre y, el Choti, veterano conocedor del monte, me lleva a los mejores humedales y me va diciendo que el camino que hemos dejado más abajo se llama La Senda y que la peña que tenemos encima es la Peña Marota.
Caminamos entre la espesura de los marojos, salpicados de brezos y jaras, y, a duras penas, conseguimos vernos de vez en cuando. Sin decirnos nada silbamos y, de ese modo, no perdemos el contacto y no terminamos cada uno por nuestro lado.
En uno de esos intervalos el Choti me cuenta de su viejo perro, el que se le murió, y me dice que era un artista parando becadas. Pero, tras el recuerdo perdido en su memoria de aquel perro casi infalible, me dice que este año han venido menos sordas porque el invierno está viniendo suave y que las chochas se están quedando más al norte.
Me cuenta también que hace veinte años, en este monte había conejos y perdices, pero que, ahora, sólo se puede esperar matar alguna chocha o toparte con algún jabalí porque, en él, el resto de la caza menor se ha vuelto un recuerdo.
Se encrespa la Tiqui en unas rocas grandes en la cabecera de una umbría. Oigo volar a la becada pero no la veo. Más abajo el Choti le suelta los dos tiros cuando le sorprende volando a diez metros sobre su cabeza, sin que él lo esperara, a la velocidad de un relámpago sesgado.
-        ¡Me cago en diez, si llego a ir preparado, no se salva!
Pero, quién va preparado para tirar en esta jungla a una becada que inesperadamente te viene volada de cien metros arriba.
A la media hora, la Fari, que como un fantasma aparece y desaparece entre las matas, anda fuertemente picada. Salvamos una espesura de brezos entre los marojos. La veo, no la veo, la verdad es que casi nunca la veo. La braca es inquieta y testaruda y, cuando se pica, no hay quien la sujete, va como un tren. Al cabo de cinco minutos, entre la cortina de marojos, me parece verla parada. Avanzo apresurado y los raigones de las estepas me hacen perder el equilibrio y voy al suelo. Me incorporo veloz y nervioso, sigue quieta. Ahora la veo bien, está marcando más abajo en la línea del Choti.
-        ¡Choti, la Fari de muestra!
-        ¡Joder, no veo gota con el sol!
-        ¡Tira adelante que la tiene!
Podría haberme avalanzado pero me parece grosero meterme en la mano del Choti, así que me quedo quieto, cincuenta metros más arriba, observando a la perra. Sigue de muestra, se le mueve, apenas da diez pasos y se clava de nuevo.
-        ¡Choti, que la tiene!
-        ¡No veo ni hostias!
La Fari se tira y la chocha sale regateando marojos pero el Choti no la ve y no tira y yo, casi por despecho, le suelto el izquierdo desde una distancia desde la que un insulto hubiera sido más efectivo.
-        ¿Cómo no te has bajado?
-        Porque me parecía hasta una falta de educación invadirte la mano como un ansioso.
-        Pero, ¿estás tonto? Eso no se hace, con las pocas que hay, hay que venirse a las muestras y si no le podemos tirar los dos, al menos, que la tire uno. Ya lo sabes para otra vez. ¡No me jodas, hombre!
-        ¡Vale, vale!, no volverá a ocurrir –dije, un poco corrido por mi inexperiencia.
Al cabo de cinco horas volvimos al coche dando la vuelta por los humedales de debajo de La Senda, pero no vimos más. Encontré un cartucho de los bilbaínos.
-        Mira con lo que tiran estos.
-        ¡Joder, dispersante de 40 gramos y con plomo fino!
-        Pues ellos son los profesionales.
-        ¡Hombre, pero tampoco es para tanto!
Después de comer en familia me quedé titubeando un par de minutos. Aún me podía ir a dar otra vuelta al monte. Serían sólo un par de horas, las que quedaban hasta la puesta de sol, pero prefería ocuparlas dando un paseo, porque a otra cosa no podía aspirar. Pasar toda la tarde en el pueblo, donde los compromisos y las copas podían hacer estragos a pocas horas de la Nochebuena, era demasiado arriesgado y, además, no tenía color teniendo el monte a un paso.
Desde lo más limpio, la praderilla que hay donde empiezan las tablillas y junto al pilar del monte, me metí en las primeras umbrías y me dirigí a la vaguada donde el jueves había perdido una chocha. A la media hora encontré el desplumadero, la zorra había andado más lista que yo. Como no tenía cosa mejor que hacer, atravesé el barranco y subí hacia una nueva umbría. Tal vez pillara a alguna despistada antes de que se ocultara el sol.
Iba distraído, atravesando un pequeño claro donde los marojos dejaban a los brezos un respiro. Titubeaba al elegir un buen lugar por dónde meterme en la espesura que tenía enfrente cuando, a un par de metros de mis pies, se desperezó en un guiño de ojos el torpedo rasero de una liebre.
Parece mentira que en una fracción de segundo me diera tiempo a pensar en tantas cosas: qué hacía una liebre medio kilómetro adentro de aquella espesura, cuántas patadas le había dado a lo más querencioso del término para que una liebre me saltara precisamente allí, despabila del sueño que no tienes más de quince metros antes de que no la veas, menos mal que llevas un cartucho de 27 gramos, tírala de una puta vez que se te escapa, mira que, como se te vaya esto, el Colás no te vuelve a mirar a la cara, afina que es la segunda que ves en la temporada…
Quedó en el aire, a dos palmos del suelo, una tenue farfarilla de pelo y, al metro y medio, la liebre pataleaba sin mucha energía pegando ya al borde de la espesura. A los dos segundos la Tiqui meneaba el rabo a su lado y la olisqueaba precavida porque la liebre era casi más grande que ella. Mientras la escurría por los riñones para sacarle la orina recordé aquello: “Donde menos se piensa, salta la liebre”.

29 noviembre 2011

Me retiro



Amigo José:
A veces pienso en tu afición por el toreo. Y me imagino que, tras él, debes ver algo que muchos otros no vemos. Pero supongo que, aunque para verlo no haga falta, para narrarlo se ha de tener, como mínimo, una asimilación al rango de poeta. Pues, a mi juicio, sólo ellos ven lo que los demás buscamos a tientas. Y se ha de ser poeta para tener la osadía de atacar la labor de decir lo inefable.
En mi poca experiencia como espectador de toros, pues en una plaza no creo que haya visto más de cien corridas, no logré aficionarme. O, tal vez, mi afición se vio superada machaconamente por el aburrimiento. Me pareció un espectáculo tedioso en el que, a veces, teniendo al lado a un buen aficionado, éste aún me afianzaba más en mi impresión al describirme, sin errar, lo que los protagonistas iban a hacer en cada momento.
Reconozco, sin embargo, que en rarísimos instantes llegué a percibir un arte efímero y sobrecogedor que quedaba dibujado en el aire, en segundos, antes de desvanecerse para siempre, pero cuya impresión estética y ética ha durado en mí hasta hoy. Supongo que fueron esos pocos instantes, que mi memoria atesora, instantes de verdad. De esa verdad que los aficionados buscan y que es tan difícil de encontrar que, a los que no lo somos, nos parece quimera. Pero sí, yo también, pese a mi descreimiento, tuve algunos momentos de transporte sin estar, precisamente, predispuesto a ello. Las raras veces que esto ocurrió, inmediatamente después, no me creía que había visto lo que había visto, pero la impresión era tan fuerte que no me abandonaba en varios días. Así que me dije que, a lo mejor, el toreo era como la investigación y que había que dedicarle horas y horas, sin garantía ninguna, para descubrir atisbos sobrenaturales que apenas duraban menos que un instante. Sin embargo, veía a mi suegro absorto en las faenas y me pregunta si aquel viejo herrador y yo podíamos estar sintiendo lo mismo. Imposible me fue romper la inmutabilidad de su silencio fijo. Para él aquello era más sagrado que la misa mayor de su pueblo y yo llegué a pensar que, si uno estuviera tan atento a todo cuanto mira, podríamos llegar a vislumbrar fenómenos en otros aspectos de la vida que, de ordinario, a la fuerza nos deben pasan desapercibidos. Tal era la fijación de aquel anciano que se obcecaba en buscar un milagro o el aliento de lo inexplicable donde yo, por lo general, sólo veía arena, charangas y rutina.
Otras veces se me ha ocurrido que el toreo debe parecérsele al cante porque ése sí que llega a emocionarme y, alguna vez, el cante puro, un martinete, por ejemplo, me ha llevado, por así decirlo, por encima del tiempo. Y, reconozco, que el cante, cuando se viste sólo de folclore, puede ser muy tedioso. Pero, amigo, los quiebros y los tonos de ciertas gargantas parece que sacan una fuerza oculta que anduviera en la tierra y que, de repente, te sube por las piernas, te remueve las tripas y, quieras o no, te ahoga y te sale por los ojos, quién sabe si para no causar daños mayores. Es algo con una potencia que no se sabe de dónde viene pero que ahí, inexplicablemente, aparece y su ser no se puede negar.
Hasta me ha dado por pensar, en algunas ocasiones, que los hombres de hoy hemos perdido el contacto con la verdad primaria. La verdad de la vida, la que nos ha hecho a los hombres distintos de los animales. Una verdad que es a la vez de la vida y de la muerte, la que nos impulsó por encima de los otros animales a sabiendas de que nuestro destino también era la muerte pero que, originariamente, nos creó resortes que hoy tenemos olvidados, fuentes de energía interna hoy desconocidas, contactos con fuerzas ignoradas, recursos todos que hoy se desconocen y a los que, en cierto modo, y casi inconscientemente, sólo nos aproxima el arte y, dentro de sus gamas, el más primitivo de los artes, el que se dibuja en el tiempo y en el aire jugando con la vida y la muerte. Ese arte que, cuando es puro, sólo puede encerrar verdad. Y tal vez el hombre sea hombre porque es capaz de asumir ese reto voluntariamente, de entregar al arte su mayor propiedad y, a decir verdad, la única que verdaderamente tiene: la vida.
Otros ratos me digo que todo esto es ponerle demasiada fantasía a algo que ha devenido en un oficio: el de trastear al toro para ganar dinero. El de un arte que se ve deteriorado y degradado al rango de oficio y, ni a eso siquiera, al de un trabajo rutinario más. Y así resulta que los toreros, si es que merecen ese nombre, se convierten en sus propios enemigos. Y llegamos a un extremo en que los sacerdotes destruyen su propia religión. Y lo que habría de ser descubierto con el ánimo sobrecogido, casi como si el espectador fuera un visionario en busca de una trasmutación casi imposible, se convirtiera en despachar ferias y no fieras y, sobre todo, en ganar dinero a costa de los pocos creyentes antiguos que al toreo le quedan y de desengañar definitivamente a los neófitos, que a tal arte se acerquen, buscando algo más que comerse el bocadillo en un tendido con la peña.
Algunas veces me digo: A ver si a mí lo que me pasa es que me gustan los toros de verdad y no esto que hay, y por eso voy diciendo que no me gustan los toros.
Te echo de menos por aquí porque eres de las pocas personas con las que se puede hablar de algo, así, sin más, sin poner un intento. Porque para hablar, cuando hay intento, ya estamos en algo demasiado voluntarioso y, entonces, hablamos de las cosas de siempre, con las muletillas de siempre, con las frases heredadas y con todos esos fiambres del lenguaje y del pensamiento que siempre tenemos tan a mano para resolver cualquier situación sin salirnos de tono.
Me voy el día 16 de diciembre de la profesión. Y me parece que estas cosas tienen algo de funeral de esos antiguos, de los de cuerpo presente digo, pero con el cuerpo vivo. Así que me he empeñado en evitar esas ceremonias y me iré como llegué. Porque, al fin y al cabo, es lo natural.
También te mando este mensaje un algo conmovido por el gesto que tuviste de invitarnos a Brasil. Te lo agradezco mucho pero cada día me vuelvo más provinciano de lo que siempre he sido, y lo soy mucho, y no tengo ya ganas de ver más cosas nuevas que, con digerir las viejas, tengo ya bastante.
Un cordial saludo allá donde te encuentres.

17 noviembre 2011

La fascinación

 A Isidro Martínez Sanz por sus recuerdos, narraciones de caza en solitario.

La caza puede ser también una fascinación. Hay casos que lo corroboran. El tuyo, Isidro, es uno de ellos.
Seguramente empezaste en la caza como tantos otros, pero llegó un momento en que tus esquemas se alejaron de los convencionales.
Del mismo modo que, hace muchos años, te topaste con aquellas huellas extrañas, por entonces, y empezaste a seguirlas sin saber adonde te llevaban, en los últimos años, con tus relatos, te has metido en el seguimiento de otros rastros nuevos: los de tus recuerdos.
Y estos rastros te están haciendo aprender, igual que lo hicieron las huellas de aquellos solitarios, cosas a las que tú nunca pensaste en acercarte. Puede que la principal de ellas sea, tal vez, el arte de narrar.
En una narración están los hechos. Y, tras los hechos, hay, en tu caso, una pasión fuerte y oculta que, con la mucha práctica, desembocó en ciencia eficaz. Fue a fuerza de observar, de andar y desandar, de imaginar, de probar, de fallar hasta acertar, y de, en conjunto, depurar tus conocimientos prácticos sobre unos animales míticos que, hace ya varias décadas, comenzaron a poblar La Alcarria. Así ocurrió.
Al seguir las pistas de aquellos grandes solitarios tú te convertiste en otro de ellos, en otro gran solitario de la caza. Y, en aquel momento, se produjo la metamorfosis, el gran cambio. Dejaste entonces para siempre de ser un cazador al uso. Pasaste a ser un individuo distinto y, según corroboran los hechos, único en tu género.
Tuviste que saltarte muchas reglas porque, de otro modo, aquella vocación habría quedado encarcelada.
No existía coto para tu pasión, y tu conocimiento de terrenos y lindes te sirvió para, como otro fantasma de los que describes, pasar invisible por unos y otras, aunque sin el sentido de impunidad del animal salvaje, libre e irracional porque, si hay algo que siempre acompaña al hombre, es el temor. Tal vez seamos por eso inteligentes.
Fuiste, en definitiva, un depredador más, pero no impune, sino con enemigos de tu talla. Y, si los codiciados solitarios acumularon prudencia e instinto de supervivencia en cien acosos, tú no les fuiste a la zaga en el arte de localizarlos evitando, a la vez, ser tú el atrapado por vigilantes celosos, por propietarios con muchos fueros y poca ley o por competidores varios que, casi siempre, jugaban con ventaja.
Puede decirse que tu aventura era doble: cazar y no ser tú la presa, llevando encima, aparte de tu entrañable Vieja, una mochila repleta de temeridad, de pasión y también de miedo soterrado. Un equilibrio difícil de mantener cuando no es flor de un momento, sino experiencia de días, noches, tardes y mañanas durante años, con los sentidos bien despiertos y un peso que, sin que el cuerpo lo aguantara, pesaba en tu alma.
Otros muchos factores colaterales te hicieron, ya de paso, perito en vientos, en heladas, en asperuras y blanduras, en noches de luna llena, en tormentas y en todas esas cosas que el campo tiene escritas por el aire y el agua en sus entrañas, en sus recovecos, en sus criaturas y en la misma palma de la tierra vieja.
Así que, amigo, te deseo lo mejor con tus relatos. Puedes mejorarlos, dejarlos tal como los tienes, publicarlos o no pero, para mí, serán un testimonio siempre grato del último cazador asilvestrado y libre del que tengo memoria.

01 noviembre 2011

Rocatiesa (continuación del cuento de las Ánimas)

Cuando los niños contaron que un hombre sin edad, que se llamaba Rocatiesa, vino a por el Oscar para llevarle de esta vida, al tío Golgodos se le complicaron las cosas.
Los padres de aquellos niños, a los que contaba historias, prohibieron a sus hijos volver a escucharle. Los padres del Oscar le denunciaron por conocer al que, según ellos, había sido el causante de la muerte de su hijo. Los guardias le llevaron al cuartel donde, tras escuchar su historia, le tomaron por un viejo excéntrico y, tal vez, demente, y le dejaron en paz con la advertencia de que no volviera a contar historias truculentas a los niños. En el pueblo la gente comentó que aquello se veía venir, que el tío Golgodos toda la vida había sido un tipo extraño y solitario y que, a la fuerza, las gentes como él sólo terminaban trayendo desgracias.
¿Cómo era que el tal Rocatiesa no hubiera aparecido por el pueblo excepto para cuando se mató el Oscar? ¿Es que no había muerto gente en el pueblo desde su desaparición? ¿Por qué no había vuelto aquel vinculeiro excepto en aquella ocasión? ¿De dónde se había sacado el tío Golgodos la palabra aquella o la misma idea de los vinculeiros?
El tío Golgodos también se hacía aquellas preguntas. Y, como ya nadie hablaba con él, a nadie pudo contar sus conclusiones.
Al poco tiempo todo el mundo pareció haber olvidado el asunto. Sin embargo, si Golgodos era antes un hombre solitario, a partir de aquel hecho lo fue casi del todo porque ya nadie quería hablar con él.
Así que, por pura incomunicación, aquel hombre comenzó a subir al cementerio y se sentaba en la tumba de su mujer, porque el tío Golgodos estuvo casado, y le contaba a ella todo lo que por su cabeza pasaba. Esto, en el pueblo, les terminó de confirmar a todos su locura pero, como no volvió a hablar a los niños ni se metía con nadie, como por otro lado había sido la norma de su vida, terminaron por considerarle un loco, sí, pero inofensivo. Y la gente le dio de lado como a un trasto inservible.
El tío Golgodos tomó la costumbre de dar grandes paseos por el campo. Había días que iba hasta el nacedero del monte; otros, hasta las Tres Doncellas; otros, hasta la Castellana, o hasta las Quitinas, o hasta la Fuente de las Palomas, o hasta la Quinta Mora, o hasta el Barranco del Tesoro, o hasta el Castro Quimera o a los Prados de Juan Herrón…
En todos aquellos paseos terminaba el viejo sentado en alguna peña, mirando el campo de su juventud y fumándose un cigarro mientras se recreaba en las vistas. Lo cierto era que el tío Golgodos era el único viejo que quedaba de su generación que había permanecido siempre en el pueblo. Era, por tanto, un testigo de la evolución de la vida en los últimos años y de la del mismo pueblo también. Ahora, además, era un testigo mudo pues nadie quería hablar con él y los niños, que antes escuchaban sus historias, le rehuían por encargo de sus padres. Así que el viejo, en sus paseos, se daba cuenta de que su soledad se había multiplicado.
Un día subió al alto que hay sobre el Barranco de Agualobos. Ni siquiera él supo de dónde sacó las fuerzas para trepar hasta el alto por aquellas escarpaduras. El cerro era impresionante y de acceso difícil y, quitando ese punto de subida, una senda de cabras, estaba cortado casi a pico sobre los barrancos de los dos arroyos que dominaba, el uno seco normalmente y el otro siempre con agua, pero ambos igualmente profundos. Desde allí arriba no se veía ningún rebaño, nadie en las tierras, ni un alma en las vegas y, ni siquiera, se veía el pueblo. Caminó por el borde sintiendo el vértigo en la boca del estómago. Esa sensación profunda le asustó y le oprimió la garganta. Sabía que bajo las peñas cortadas a pico estaban antaño las zorreras y aguzó la vista por ver si la silueta fugaz de alguna zorra le hacía compañía, pero no vio ninguna. Sólo un buitre, desconfiado y asustado por su proximidad, se lanzó al vacío desde una peña aislada y calva de vegetación. El viejo le vio pasar por debajo de él, buscando sin duda alguna corriente de aire más caliente que le hiciera remontar y, haciendo círculos excéntricos, perderse en lo vasto del cielo.
Se sentó en una piedra, allá en lo alto, y se dijo si aquella piedra habría servido de asiento a alguien tan triste como él o, simplemente, a alguien siquiera en otro tiempo cercano o lejano. Luego se echó mano al bolso y sacando el tabaco se encendió un cigarro. Mientras fumaba no dejaba de mirar los mosaicos que los pedazos hacían en la vega, unos sembrados ya, otros conservando el rastrojo y otros de rojizos terrones; miró también los cachos perdidos a cuyos dueños él era aún capaz de identificar, aunque todos hubieran muerto ya. Y se dijo que el destino del hombre era la soledad, por más que se empeñara en otro. Y la soledad, con el paso de los años, era una soledad concéntrica, una soledad dentro de otra y de otra y de otra. Y se dijo que para qué servía todo el camino de la vida si desembocaba en aquellos desiertos. Imaginó también la caprichosa selección de la muerte llevándose a unos y dejando a otros, sin criterio ninguno, sin lógica.
Fue entonces cuando oyó las campanas. Recordó que era del día de todos los santos.
¿Santos? Él no había conocido ninguno. En las ánimas sí que creía porque, al igual que él se preguntaba las razones de las cosas de la vida, seguro que muchos otros como él acabaron las suyas con las mismas dudas. Y, ¿no serían las ánimas las que volvieran por este mundo, bajo unas formas u otras, a intentar descubrir lo que ignoraron o a arreglar las cuentas que no dejaron claras por un motivo u otro?
Sin embargo, era curioso, los santos tenían día y las ánimas, noche. Como si lo de los santos, siendo dudoso que los hubiera, estuviera claro; y lo de las ánimas, siendo innegable su existencia, fuera algo que no terminaba de estar iluminado, que se acompasaba más con las tinieblas e incertidumbres de la noche.
La tarde se había hecho y el sol se estaba yendo por allá, por la sinuosa cumbre del Mojoncillo y el badén que, en la distancia, perfilaba el misterioso barranco del Tesoro. El viejo, con aquella luz, descubrió una peña erosionada, aislada y solitaria que se erguía en las sombras nacientes. A medida que se fijaba en ella con más insistencia descubrió en la piedra las facciones de Rocatiesa. Y le pareció que la roca le miraba y, lo que en principio, era una mueca, luego se le antojo al viejo una sonrisa, un gesto afable, una bienvenida. Y caminó hacia ella repentinamente tranquilo, con el alma liviana, olvidando grietas, vacíos, precipicios y sombras.
Del tío Golgodos nunca se volvió a saber ni para bien ni para mal.
-        Pues para lo que hacía, mejor está donde quiera que esté.
-        Creo que se marchó con una hija que tenía en Badalona.
-        Quiá, si no sabía de ella.
-        Me han dicho que los guardias lo llevaron a un geriátrico, porque estaba ya perdidito de la cabeza.
-        Debió llevarle una ambulancia al hospital, a morir, creo.
-        A un manicomio, si es que no lo han hecho, es donde debían de haberle llevado.
-        Pues yo creo que nadie sabe su paradero y que, aunque lo han buscado, nadie ha dado con él.
Sólo un niño, el Isma, creo recordar, dijo por lo bajo a los otros:
-        Pues yo creo que se ha marchado con su amigo la Patasma porque se aburría ya de estar aquí.

La menor

Los responsables del coto habían vuelto a retrasar la fecha de la apertura de la caza. Las ilusiones habían de posponerse.
¿Había motivos para este segundo retraso? Ciertamente sí. Siempre los hay cuando se trata de favorecer la supervivencia de la caza menor.
Aunque la lluvia había venido pocos días antes, los animales no habían superado la sequía ni podían recuperarse en cuatro días de sus efectos. Así que el día 13 de noviembre, más de un mes después de la apertura oficial, será el primer día de caza si todo va bien.
Es una paradoja que los cazadores sean los que se preocupen por la caza, al menos, hasta donde pueden.
Pero temo ver frustrado tanto desvelo. Y no es porque esté en contra de la medida.
Es porque esto de la caza es una historia larga. Y, cuando hablo de la caza, me refiero a la caza menor. Es la que conocí y la que conozco, porque hace cincuenta años no había otra. Hoy, en casi todas partes, convive la caza menor con la mayor.
En estos cincuenta últimos años, la caza menor ha superado, con mayor o menor éxito, muchos factores adversos. Algunos de los que se me ocurren son estos:
La irrupción masiva de la química en el campo: fertilizantes, herbicidas, plaguicidas, insecticidas, conservantes de semillas, etc.
La concentración parcelaria, que acabó con linderos, acequias, ribazos, malezas y otras zonas proclives a la supervivencia de la caza menor.
La proliferación de pistas y caminos que permiten que el campo sea cruzado por múltiples lugares y, en la práctica, por todo tipo de vehículos.
La mecanización de la cosecha y el indiscriminado paso de las máquinas por los lugares de cría de los animales.
La contaminación de las aguas que fue evidente cuando murieron todos, o casi todos, los cangrejos.
La proliferación de alimañas y aves de presa.
El abandono progresivo e irreversible del campo por el hombre, con todo el impacto que sobre el hábitat existente ha llevado consigo.
La merma del pastoreo tradicional.
En resumen, el campo ha quedado a su albur. Cuando uno da una vuelta por cualquier lugar, no ve a nadie. Las personas ya no habitan el campo como antaño.
La caza mayor, fundamentalmente, el jabalí, que antes permanecía confinado en sus montes y en las zonas de mayor espesura, ha progresado alarmantemente en los últimos veinte años. Su densidad, ayudada por la ausencia de personas en los campos, ha hecho que este animal amplíe sus dominios y, en las noches, campe a su gusto por vegas y laderas, huertas y plantaciones.
Ha sido sorprendente para mí, en recientes amanecidas, observar como estos animales regresan a su monte tras sus incursiones en las partes cultivables de los términos, en vegas y laderas. El problema es que los jabalíes son omnívoros y, además, tienen por la carne una avidez especial y, entre sus sentidos, el olfato destaca sobremanera. De hecho, en zonas linderas con sus manchas, han desaparecido las especies de caza menor y, especialmente la perdiz.
Si en cada ojeo que se da en un monte se capturan 50 jabalíes, ¿cuántos habrá?
¿Qué supondrá para la caza menor el hecho de que seguramente más de cien ejemplares campen por todos lados en las noches? ¿Respetarán acaso en sus salidas los nidos de perdiz, las crías de liebre, las huras donde los conejos hacen sus nidales?
Creo que a la caza menor le ha salido un enemigo temible, que con su acción incontrolable, eficaz y constante, está llegando más allá de las medidas de protección que puedan tomarse.

28 octubre 2011

Rocatiesa (Cuento para la noche de las Ánimas)

-        Tío Golgodos, mi padre dice que no existe la Patasma –dijo el Javi.
-        Tu padre no la ha visto y por eso se cree que no existe.
-        Pues dice mi padre que usted se inventa todo y que lo único que quiere es hacerse el importante y, además, asustarnos –dijo la Laurita.
-        Pues, entonces, haz tú como tu padre y no te creas nada de lo que digo.
-        Pero es que, a mí, me gustan los cuentos que nos cuenta –dijo el Isma.
-        Las cosas que os cuento no son cuentos.
-        Pues entonces son mentiras, como dice mi padre –dijo la Laurita.
-        No son cuentos ni mentiras, son historias.
-        ¿Y las historias son verdad o son mentira? –dijo la Vane.
-        Eso nunca se sabe. Las historias entran en nuestras cabezas por la voz de otros y algunas veces, con el paso del tiempo, descubres que son ciertas. Sin embargo, los que no se las creen, se cierran a sí mismos la posibilidad de saberlo y, aunque pase mucho tiempo, nunca descubrirán lo que había debajo de la historia.
-        ¿Y cuando vio usted a la Patasma? –preguntó el Isma.
El tío Golgodos no contestó. Se quedó callado y, sus ojos, parecía que miraban para dentro en lugar de mirar, como los de todos, para fuera.
-        Tío Golgodos, que no se duerma.
-        No me duermo. Es que estoy buscando en un saco muy grande y muy oscuro que tengo en mi cabeza. Es un saco en el que tengo cosas que no pesan nada pero que abultan mucho. Todos los viejos tenemos un saco como ése: es el saco de los recuerdos. En ese saco hay, sobre todo, una cosa: miedo a lo desconocido, miedo a lo que no entendemos. Muchas veces, muchachos, negamos la existencia de lo que no comprendemos, como si, de ese modo, pudiéramos defendernos de ello. Pero negar las cosas no conduce a nada. Se quedan ahí, con vida propia, aunque nosotros nos queramos verlas.
-        Pues mi padre dice que eso son supersticiones –dijo el Javi.
-        Y el mío que es usted un trolero- dijo el Isma.
-        Y el mío que usted no está bien de la cabeza –dijo la Vane.
-        Y el mío dice que no le riega bien la sangre –dijo la Laurita.
El tío Golgodos sacó un cigarro. Lo encendió con un ascua de la lumbre y echando el humo de la primera calada por la nariz, dijo:
Cuando yo era pequeño, así como vosotros, había un hombre en mi pueblo del que nadie sabía la edad. No era viejo ni joven. No era guapo ni feo. No era alto ni bajo. No era gordo ni flaco. No era malo ni bueno. Era un hombre que pasaba desapercibido pero al que todos conocíamos y, sin embargo, nadie sabía nada de él.
Un día la tía Sabina, que era una vieja alta y con las manos grandes y huesudas como sarmientos, le dijo al tío Damián que si se había fijado en aquel hombre y en que, desde que le conocían, no parecía haber envejecido. El tío Damián, entonces, cayó en la cuenta de que, lo que decía la tía Sabina, era verdad. Y, como no recordaban siquiera como se llamaba, le apodaron Rocatiesa.
-        ¿Y eso por qué? –dijo la Vane.
-        Porque caminaba muy derecho y nunca cambiaba.
El tío Golgodos chupó de nuevo su cigarro y, como se le había apagado, volvió a encenderlo con una chusta de la lumbre. Después de volver a echar el humo por la nariz, tosió un poco y, luego, dijo:
Cuando llegó a los oídos de Rocatiesa que le habían puesto un mote, del mismo modo que había aparecido entre la gente de mi pueblo, sin que nadie recordara cuando, un día desapareció. Y, como no tenía amigos, ni hablaba con nadie, ni nadie le había conocido por su nombre, unos dijeron que Rocatiesa se había ido a la ciudad; otros, que Rocatiesa se habría perdido en el monte y se habría muerto de hambre y de frío; otros, que se habría ido a otro pueblo; otros, que tal vez se le habrían comido los lobos; otros, que…
-        Pues mi padre dice que los que desaparecen es porque han hecho algo malo –dijo la Laurita.
-        O porque han robado –dijo el Isma.
-        O porque no quieren pagar lo que deben –dijo la Vane.
-        O porque les echan del piso –dijo el Javi.
-        Pues, el caso –dijo el tío Golgodos, sonándose con un pañuelo la moquita- es que nadie pudo decir que Rocatiesa hubiera hecho nada malo: ni había robado, ni a nadie le debía dinero y, por otro lado, ninguno del pueblo, cuando se pusieron a pensarlo, sabía en qué casa vivía.
-        Pues sería un inmigrante y se habría vuelto a su país, harto de vivir por ahí, en cualquier sitio –dijo el Isma.
-        Te equivocas porque, entonces, no había inmigrantes –dijo muy serio el tío Golgodos- éramos nosotros, los españoles, los que íbamos a otros países a ganarnos la vida.
-        ¿Cómo los negros y los chinos y los americanos y los rumanos y los árabes que vienen aquí ahora? –dijo la Laurita.
-        Sí, como ellos y como otros más. Exactamente igual.
Aquellos chicos no sabían que también los españoles habían sido emigrantes y miraron al tío Golgodos con desconfianza.
-        Yo no me lo creo –dijo el Javi
-        Pues pregúntale a tu padre si es verdad. Seguro que a él le creerás –y el tío Golgodos, viendo que se le había acabado el cigarro, tiró la colilla a la lumbre.
Los chicos le miraban y, entonces, él volvió a callarse y a mirar para adentro. Después de un poco se salió de su ser y dijo:
El caso es que, al poco tiempo, todo el mundo se olvidó de Rocatiesa. Pasaron años y más años, murió la tía Sabina y también el tío Damián y mucha más gente, y yo me hice joven y luego maduro y luego viejo y después tan viejo como ahora. Pero también nacieron otros, como vosotros, y así, sin que los que vivían lo notaran, el mundo seguía funcionando como siempre lo ha hecho.
Un día que iba yo a mi huerto me encontré con un hombre que me resultó familiar. Le dije hola y él sólo me miró. Yo seguí andando y traté de recordar quien era. Porque aquella cara me resultaba familiar. Pero, nada. Que no caía. Me parecía haber visto alguna vez aquellas facciones pero me era imposible recordar cuando. El caso es que él también me había mirado con curiosidad, aunque no respondiera a mi saludo más que con un gesto impreciso.
Al cabo de los días, lo volví a ver por el pueblo. Aquel hombre no llamaba la atención y nadie se extrañaba de verlo por allí.
Aquella tarde, cuando estaba en el bar, el hombre se sentó junto a mí. Y yo le dije:
-        Me parece recordarle, pero no sé de qué.
El hombre me miró y me dijo con una voz fría, atemporal, casi metálica:
-        Sin embargo, yo te conozco a ti desde que eras pequeño.
-        ¿Cómo desde que era pequeño, si es usted más joven que yo?
-        No, te equivocas. Soy tan viejo como el aire, como el agua, como las rocas.
Entonces me di cuenta de quien era el extraño. De repente vino a mi cabeza la imagen de mi infancia. No podía creerlo. Aquel hombre era Rocatiesa, el mismo que conocí en mi niñez. Mi cabeza se turbó en un remolino de recuerdos, en un flujo de años, de gentes que había conocido, de caras y de palabras. Sin embargo, cuando volví la cabeza para preguntarle aterrado a qué venía y quién era, no encontré más que el sitio. Rocatiesa había desaparecido.
Con ansia pregunté a la gente por él, pero nadie parecía haberle observado, ni haber reparado en su existencia. Y, sin embargo, yo estaba seguro de que era Rocatiesa, el mismo que conocí cuando era un niño, un niño así como vosotros. Y ese fue el día en que vi a la Patasma y, desde entonces, estoy seguro que habita entre nosotros y que no sólo hay una, sino muchas, y que sólo los viejos más viejos sabemos de su existencia, y que están no sólo aquí, sino en muchos lugares.
Estoy seguro de que son ellos los vinculeiros entre la vida y la muerte, los que acompañan a los que mueren a su destino y, al ver a Rocatiesa, presentí que venía a por mí, porque soy ya muy viejo. Sin embargo, la noche en que Rocatiesa desapareció fue la del día en que Oscar se cayó con la moto y nada pudieron hacer por él en las urgencias.

27 octubre 2011

Con lluvia

El pronóstico del tiempo anunciaba lluvias. Estas predicciones no solían fallar. Pero imaginaba, como hacen los niños, que esas nubes lluviosas que se representan en los mapas meteorológicos tal vez, milagrosamente, esquivarían la finca.
Madrugó como siempre y, casi hora y media antes de la primera claridad, aún sin vestirse, se asomó a la ventana. La lluvia daba un brillo de espejo al asfalto en el que se reflejaban las farolas. ¡Maldita sea!, no se habían equivocado.
Estuvo a punto de volver al caliente nidal, aún tibio, de la cama. Pero, mientras internamente dudaba, hizo café. Pensó, sentado en el sofá, si vendría de temporal o traería, aquella lluvia, claros y algarazos. Luego se dijo que la finca no estaba en la localidad y que podría ser que aquellas lluvias, a unos cuantos kilómetros, no fueran lo mismo que el aguacero de detrás de su ventana. Tal vez amainara luego del amanecer y quedara una mañana brumosa y de blandura, siguió elucubrando. Pero para el amanecer aún faltaba y, seguramente, con el cielo encapotado que había sustituido a los rasos de los días anteriores, la claridad necesaria se retrasaría al menos media hora.
Sonrió para sí al darse cuenta de que imaginaba posibilidades inverosímiles para espantar una certeza: llovía con ganas. Como el día no iba a ser bueno, él se inventaba otro.
Por animarse, pensó que, en un día como ése, nadie cazaría en la finca ni en sus inmediaciones. Y esa sensación de saberse solo en el campo le reconfortó. Algo bueno tenían que tener ciertas locuras. Entonces se dio cuenta que, pese al tiempo inclemente, ya se había convencido interiormente de que iría. Bueno, a una mala, con volverse, se dijo, todo arreglado.
El camino que, saliendo de la carretera, llevaba a la finca estaba calado pero transitable. Seguramente la sequedad de los meses anteriores había hecho que, pese a la lluvia caída durante la noche, la tierra la absorbiera como una esponja seca.
Dejó el coche a cien metros de una de las esquinas de la finca, entre unas carrascas. Caía alguna gota perdida, aunque el cielo seguía amenazando u obsequiando, según se mirara, con la promesa de soltar más agua.
Pensó, por primera vez en la mañana, qué podría cazar en un día como ése. Lo más probable sería una buena chupa de agua que enfriara su loca afición por el campo y por la caza, si es que ciertas pasiones tienen arreglo y se corrigen con los años.
Era incómodo tener que ponerse esa ropa para el frío y la lluvia. Pensó que le restaba movilidad y que le volvería torpe en el encare. Pero, ¡qué remedio!
En cuanto llegó a la primera tablilla de la finca cargó y cerró la escopeta. De momento las nubes pasaban bajas, algo deshilachadas y veloces, pero no soltaban agua y, además, un viento templado venía del sur.
Pese a ser ya más de las ocho y media, la visibilidad no era aún buena, pero la tierra blanda amortiguaba el ruido de sus pasos. Se movía, ni rápida ni lentamente, con la atención puesta en el menor sonido o movimiento, pues sabía que su única posibilidad, sin perro, era la sorpresa.
Disfrutaba con la calma del campo mojado, con el olor a tierra, madera y paja húmeda y con el aroma matinal de las plantas silvestres. Se deleitaba en el silencio de aquella llanura, con ondulaciones muy ligeras, moteada de macizos de encinas y carrascas, con sus franjas caprichosas de rastrojos amarillos y de terroneras rojizas moteadas de piedras blancas. Sólo los arrendajos y algún grajo daban la nota de cuando en cuando, rasgando el aire con sus graznidos de alarma. Lo bajo de las nubes dejaba entre el cielo y la tierra una estrecha franja que parecía que apaisaba la visión.
Pronto vio que no estaba solo, otro, con más afición que él, le había visto ya y ponía tierra de por medio. Cuando se percató estaba ya a más de cien metros, cruzando la última parte de un rastrojo para meterse en la espesura de una mancha. Instintivamente apuntó, pero le pareció que no era distancia para intentar detener a un competidor como el zorro. Tampoco haría ruido con un disparo tan a lo tonto. Lo guardaría para alguna pieza desprevenida que saltara a su distancia.
Enseguida empezó a chispear, luego a algaracear y, después de una hora, a llover con fuerza. La lluvia caía con regularidad, sin violencia, y sesgada por el empuje del viento. Instintivamente buscó la protección de las hileras de encinas alineadas que, con espinos y malezas entre ellas, hacían, a veces, de linderos entre unas suertes y otras. En el lado adecuado, la mayor parte de la lluvia era parada por el paraguas de la vegetación. Nada se veía y, seguramente, todos los animales andaban al resguardo, lo mismo que él procuraba.
Un buen bando de palomas zuritas fue lo único que vio surcar el cielo gris a buena altura. Imaginó que entre los árboles de la parte más espesa y montaraz de la finca se ampararían. Sería el único lugar adecuado para sorprender a alguna de ellas.
Tras cuatro horas de lluvia, con la zamarra calada y los pantalones embarrados hasta la rodilla, llegó al coche. Una vez dentro, tuvo que quitarse las botas que, soldadas a un molde de barro rojizo, tanto le habían mortificado con su lastre al caminar por los pedazos. Los calcetines estaban empapados. Secó con una gamuza el agua que bañaba la escopeta. Pero no pudo secarse el sudor que, mezclado con agua, le empapaba camiseta y camisa, además de la espalda. Se dijo que esas sensaciones eran las conocidas sensaciones de la caza.
El camino era ahora una pista blanda en la que el coche oscilaba como los borrachos y hacía eses culeando. Condujo con mucho tiento. Llegó a la carretera y recordó cómo sorprendió a las palomas, cómo le fueron salieron chorreadas a lo largo de la mañana y cómo le impresionó la nueva escopeta por la distancia a la que cayeron a un par de las cinco zuritas que esperaban el desplume en el macuto. De los tiros fallados no guardó mucha memoria, excepto cuando el fallo fuera muy estrepitoso. Y alguno hubo.
Mientras conducía, sintiendo el chapoteo de la lluvia en el capó, recordó las palomas jujas, montesinas, que en otros tiempos cazara con un viejo amigo. Y se dijo: un hombre sin recuerdos no es nadie.

18 octubre 2011

Nano para los amigos

Don Luis Fernando Alvarado y de Trempera-Tancat, Nano para los amigos, no pudo ser nunca dominado por su madre, una Trempera-Tancat del Priorat que, mermada su fortuna, hasta hubo de ponerse a trabajar, no le digo a usted más. Don Luis Fernando no se dejó tampoco amilanar por su esposa, braguetazo de sus años jóvenes y terrateniente con millones, hija de familia de ésas, de las toda la vida. Y eso que estuvieron casados, y hasta educadamente cerca, más de veinte años. Que se dice pronto.
-        El día que me marché, me fui con lo puesto. Hasta los colmillos de elefante le dejé. Me marché como un caballero.
-        ¿Se dejó también su colección de armas?
-        Sí. Sólo me llevé las más queridas: una pareja de Purdeys, otra de Grullas y un Holland & Holland 400 de cerrojo y, cómo no, el impagable Mágnum que tantas satisfacciones me dio en Kenia.
-        Entonces, fue usted un cazador empedernido.
-        No. En absoluto. Yo era un cazador social.
-        ¿Social?
-        Sí. No me confunda usted con esos escopeteros, pisaterrones y rebañalindes, que van por ahí, sin resuello, persiguiendo liebres y perdices. Yo, perdóneme la inmodestia, nunca he sido un ordinario. A nosotros nos invitaban a fincas. Luego, lógicamente, teníamos que invitar nosotros a las nuestras. El mundo funciona así. Los conocidos llaman a los conocidos, el negocio al negocio y el dinero al dinero. Pero todo con elegancia, con buenos modales y porte distinguido, y, sobre todo, sin sudores, caminatas, litigios, ni todo el resto de ordinarieces pueblerinas. La caza de verdad es otra cosa. Nosotros sabíamos estar.
-        Pero, ¿no le apasionaba?
-        La caza, en mi ambiente, es un modo de conocer gente adinerada. El aperitivo eran las perdices o los venados o los guarros y el plato fuerte eran los negocios, los contratos, las relaciones. Esas eran las verdaderas presas. La caza, en sí, un pretexto. El plato principal era el dinero.
-        ¿Y no podían hacer lo mismo sin cazar?
-        Bueno, la caza, como le he dicho, era sólo un pretexto. En realidad, nosotros no cazábamos, sólo disparábamos. He ahí la diferencia. Había siempre un pequeño ejército de ojeadores, guardas, perreros y secretarios que todo nos lo daban servido, incluso nos cargaban las armas y contabilizaban y localizaban las piezas que abatíamos. Tú simplemente disparabas. Así que esas cacerías suelen estar llenas de buenos tiradores. Prácticamente no hacen otra cosa en su vida: disparan y firman. Dos cosas que se parecen por lo decisivo e instantáneo. Y todos teníamos un buen estilo, una elegancia en ello. Algo adquirido con los años y nadie desentonaba, eso ni pensarlo, por favor.
-        Y, ¿por qué elegían esa actividad y no otra cualquiera, un deporte, por ejemplo?
-        Amigo, qué poco entiende usted la psicología humana. Porque la caza es un símbolo de poder. La caza es un sacrificio y, en ella, los cazadores, deciden dar la muerte a animales. Se elevan sobre el resto de los mortales. Llegan a creer que son todopoderosos. No hay otro sentimiento más potente que el de administrar la muerte, el dispensarla con el ligero movimiento de un dedo. ¿No recuerda usted a los césares? Ese sentido del poder es bueno para los negocios. Digamos que los propicia. ¿Deportes, dice usted? En los deportes se compite y unos quedan por encima de los otros. ¿Cree usted que eso es bueno para los negocios? No, no lo es. En los negocios todos han de sentirse poderosos, magnánimos con los de su rango. Lo que hoy haces por otro, mañana ese otro lo hará por ti. Ambos comulgáis administrando la muerte, el poder. Sois sus sacerdotes, compartís el sentimiento. Sois como hermanos, de la misma casta, formáis piña. Por eso la cacería se presta a los negocios. Ambas cosas, cacerías y negocios, se parecen mucho. Sólo las practican quienes pueden. Los demás miran o, como mucho, ojean o llevan las cuentas o limpian y venden las piezas por unas míseras monedas. Sí, ya sé que por detrás critican. Es lo único que pueden hacer, ¿qué importa eso? Pero, si un día se permitiera cazar seres humanos, los negocios se harían allí. No lo dude. La caza quedaría momentáneamente desbancada como un sucedáneo innecesario. De hecho, las mayores fortunas se han hecho siempre en las guerras, ¿o me engaño?

16 octubre 2011

La patasma

El Colás me tenía dicho que adentrarse en la noche por aquellas parameras, ora sembrados, ora selvas de matorral espeso, era tentar a la patasma. Que todo aquello de condes o condesas, marqueses o marquesas, duques o duquesas, princeses o princesas, era pa traginarlo por el día. Que aquella gente tenía muchas historias raras y que por las noches, en aquellos parajes, se te podían helar las entretelas.
-        No jodas, ¿qué es eso de la patasma?
-        Bien se nota que eres un inorante y un primo de la vida. La patasma es la patasma y puede ser cualquiera y no ser nadie. ¿Quién sabe quién es la patasma? Hasta puede resultar ser alguien de tu familia o un amigo. Con la patasma nunca se sabe. Y no me hagas aumentala más, que en qué hora la he aumentao.
-        ¿Y cómo es?
-        Como cada uno la ve.
-        Y nadie le ha descerrajado un tiro.
-        Nadie se ha atrevido, galán. ¡Huy un tiro, dices tú! ¡Te se escabulle!
-        Pero, ¿por qué?
-        Porque nadie conoce su identidá, ¿y si fuera tu propio padre o tu abuelo o tu mejor recuerdo? La patasma puede ser cualquiera.
-        ¿Y tú la has visto?
-        No sabría decirte, ni quio tampoco, pero ya que tú no la veas. No te aventures por la noche por esos montes y menos por lo de Navalzarzal. Y a callar que chispea.
Y ya, por más preguntas que le hice, el Colás no me contó nada ni me dio más señas. No hubo manera. Como si nada hubiera dicho.

Hubieron de pasar muchos años. En un octubre seco, de días inusualmente estivales, volví a aquellas parameras. Desde luego ya no eran lo que fueron. No tardé en comprobarlo. Pero me alivié pensando que tampoco era yo el que fui.
Alguien, interesadamente, me brindó la ocasión de estrenar escopeta en aquellos lugares. La Finita iba a debutar.
A cierta edad uno no tiene más amigos que los que pudo cosechar de joven, lo demás es engañarte. Sin embargo, se tienen muchos conocidos y, sobre todo, no se padece ya la estrechez de dineros de cuando a uno lo único que le sobraban eran ilusiones y fuerzas. De viejo añoras las fuerzas y de joven ansías los dineros. Así es la vida.
Como si se tratara de un cambalache, a costa de poder cazar, me dijeron algunas cosas que, de puro amables y sinceras, me descorazonaron:
“Este sábado tendrás la finca sólo para ti, para que no te despistes.”
“Es una finca llana, lo idóneo para tus condiciones.”
“No te apures, si algún día te llevamos con nosotros, te dejaremos la mano baja para que no tengas que esforzarte.”
“De todos modos con esa escopetilla del 20 no te cansarás mucho y seguro que consigues colgarte algún zorzal.”
“No, nos lo agradezcas. Si a una persona de tu edad y, además, sin perro, no es ningún compromiso invitarle. Lo importante es que te diviertas.”
“Algún domingo te llevaré a mi pueblo y, mientras nosotros cazamos, tú puedes entretenerte por los cipotillos de la vega, igual te bota alguna liebre y hasta, a lo mejor, le aciertas con esa escopetilla.”
“Cuando hagamos ojeo te dejaremos en una punta, por si acaso. Seguro que te entretienes mientras nosotros batimos los duros laderones.”
Era tal mi interés por debutar, tras 25 años sin cazar, que a nada contesté y, si mi amor propio acusó los comentarios, a ninguno le quité la razón. Era perder el tiempo. Estaba claro como me veían. Y tampoco yo sabía, a estas alturas, como me desenvolvería.

La escopeta era nueva. A mi juicio el calibre 20 es algo mítico. Tal vez por eso la compré. Siempre, en mis años mozos, había tirado con calibres mayores, el 16 y el omnipresente 12. Pero había leído relatos de cazadores que, en un momento de su vida, se pasaron al 20 y no regresaron a los calibres grandes. Y me dije: ya que vuelvo a la caza, de la que siempre me atrajo su misterio y su incierto desenlace, ¿por qué no hacerlo con una escopeta clásica y un calibre mítico?
Pero, a veces, tomamos decisiones de las que no terminamos de estar seguros. Porque el principal aditivo de la caza, como de la vida, es la permanente inseguridad.

El sábado en cuestión me presenté en la finca. Estaba amaneciendo. Para comenzar por un extremo hube de dejar el coche fuera de ella y caminar en la penumbra un ratito con la escopeta abierta, sin cargar. Al llegar a la primera tablilla, cargué el arma, la alimenté y le quité el seguro.
Una llanura grande de rastrojo con islas espesas de carrascas, repletas de maleza, se extendía ante mí. Como daba igual empezar por cualquier lado, porque un hombre solo en un campo grande es una mota perdida, decidí pegarme a la linde: una maraña en línea de carrascas, maleza y encinas.
Cubierta por la copa de una encina, sentí volar una paloma bravía, hacia atrás. No puede verla y cuando alcancé a hacerlo, y pese a lo inútil que la distancia hacía el disparo, disparé. No fuera a ser que el 20 alcanzará tanto como dicen algunos. Fue en vano. Recibí un culatazo que no esperaba recibir de ese calibre o, tal vez, fuera que había perdido la costumbre de recibir aquellas, otrora familiares, patadas en el hombro.
Fue entonces cuando la vi. Después del tiro no me lo creía. Hube de mirar varias veces para cerciorarme. Era una zorra aculada en el rastrojo a doscientos metros que me miraba como si se riera de mis pensamientos y mis dudas. Pensé que debía estar herida y caminé por derecho hacia ella. Ella se movía a mi paso guardando la distancia pero sin huir. Si me paraba, ella se detenía. Y así anduvimos sin perdernos de vista casi medio kilómetro.
Durante el trance, que para mí lo fue bien extraño por no haber visto nunca un comportamiento similar, me acordé del Colás y la Patasma.  ¿No sería la zorra una de sus formas? ¿No sería la burla de algún antepasado o de algún amigo desaparecido que se burlaba de mí por pretender esa ilusión de que el tiempo no ha pasado?
Cansado de seguirla y casi asustado por lo inusual y mosqueante de la escena, me desvié. Aún miré hacia atrás, supersticioso, no fuera que el animal ahora me siguiera a mí con esa risa muda que yo pretendía oír en la distancia. Pero no fue así, no volví a verla.

Tardé más de dos horas en llegar a la casa. La vieja casa, noble y bien conservada cuando entonces, era hoy una ruina sin tejado. Los terrenos que había recorrido eran tan sugerentes que reclamaban la caza de la que carecían. Las grandes manchas eran para mí cosas inútiles sin perro pero, a pesar de todo, me interné en algunas. Ningún resultado. Aquella finca no era la que yo recordaba. La escopeta, por mi falta de costumbre, comenzaba a pesarme en los brazos. El desánimo me decía que era labor inútil patear esa finca que parecía muerta.
Intenté serenarme. Recordé mis andanzas de hacía muchos años en lo libre. Y, como entonces, me dije: si alguna perdiz vuela va a estar en las lindes. Eso, si los cotos anejos tienen la caza de la que éste carece.
Trabajo me costó encontrar la linde por ese afán que tienen los vecinos de tirarse las tablillas unos a otros, o de no renovarlas, o coserlas a tiros, o tumbarlas por esa mala baba que se tiene cuando uno topa con los límites de una supuesta libertad y constata que ya no la hay ni en los más solitarios espacios abiertos y, además, no hay testigos de tales desahogos futiles y salvajes.
A duras penas fui siguiendo la linde. Los ojos me hacían chiribitas escudriñando las grandes extensiones ocres de terrones. A lo lejos volaban estorninos que se me antojaban patirrojas pero, tras un par de horas de linde y cuando más desengañado estaba, aparecieron. Ya me habían visto y, a trescientos metros, caminaban nerviosas, oscilando en su rumbo, sin terminar de decidir su dirección. Eran media docena. Me ladeé a la izquierda para cortar su vuelta al coto vecino y tuve éxito, pues volaron hacia el centro de la finca. Era el momento de apretar, pues se dieron al extremo de una mancha y a ella había de llegar lo antes posible. Pero cometí el error, por mis ansias nerviosas, de apretar demasiado y, al acercarme, volvieron a volar internándose en las manchas más espesas sin que pudiera ver donde se daban. Era misión difícil dar ahora con ellas, pero puse mi mejor voluntad y recorrí lo más espeso en todas direcciones. Tras una hora de sudadera y búsqueda desesperada no conseguí nada. Volví a la linde y continué de nuevo con un otear sereno y lento mientras avanzaba. A aquéllas se las había tragado la maleza o, simplemente, fueron más rápidas que yo y volaron a otro lugar sin que las viera.
Eran las doce y media cuando de una esquina lindera con el coto de al lado volaron cinco. Las vi echarse junto a una mancha. Puse la directa y tropezando torpemente por los terrones ásperos y pedregosos no tardé en presentarme en el arcabucal. Lo atravesé sesgándolo para salir rápidamente al otro lado. Ya había dos en los terrones de detrás. Saltó la primera tras ocho palmos de carrera. Cayó fulminada a los cuarenta metros. De la emoción olvidé tirar a la segunda. Seré gilipollas, me dije. Pero era tan grande mi emoción por haber bajado la primera perdiz que tiré con el 20 que me perdoné mi torpeza.
La Finita quedaba bautizada con la primera perdiz que encañonaba. ¿Había sido suerte o es que no había perdido la pericia vieja? El tiempo lo diría. Lo cierto es que no pensé con qué escopeta le tiraba. Tal vez a la perdiz se le tire con una parte de la mente que no conoce los calibres. Siempre fue mi presa más ansiada.