30 septiembre 2007

El Canguro Australiano.


El Canguro Australiano es un hostal de carretera, pero está en un pueblo, en Hospital de Órbigo. Tiene un bar muy espacioso y un restaurante que ofrece un menú del día económico. Es más barato que el resto de los hostales del pueblo. Lo atienden mujeres inmigrantes.
El comedor está hoy lleno. Hay una excursión de unos cuarenta ancianos y ancianas. Al frente de la misma hay dos chicas jóvenes que son autoritarias pero cariñosas. Casi todos los ancianos tienen un estado mental muy deteriorado. Están bien cuidados y van bien vestidos, pero sus mentes se perdieron alguna vez y sus cuerpos quedaron a la deriva. Uno llora porque ha perdido una gorra, otro se quiere escapar a fumar, otro se toma una copa a escondidas, otra no encuentra los servicios, otras quieren jugar a las cartas, otro no para de hablar... Parecen viajeros desorientados, perdidos para siempre dentro de sus propios cuerpos.
Es la hora de la siesta y yo escribo estas líneas sentado en una mesa del bar. Cuando acabo y voy a pagar a la mulata que regenta la barra:
- ¿Qué le debo del café y la copa?
- Son cuatro euros pero, como me caes bien, dame dos cincuenta.
Son las cinco de la tarde y hay un extraño trasiego en el bar del Canguro. Hay más camareras extranjeras de las que parecen necesarias. También llegan clientes que aparcan fuera el tractor o el coche y entran a tomar algo. Se les nota nerviosos. Algunos parecen del pueblo. Miran a todas partes y se ve que desean pasar desapercibidos. Las chicas vienen y van, suben y bajan, con unos y con otros. Al niño pequeño de una robusta joven rubia, que parece polaca, le dejan durmiendo en un sofá junto a mí. Hay un televisor enfrente que, a todo volumen, transmite una telenovela. El niño duerme plácidamente. Entra un hombre marroquí y habla en su lengua con una camarera de su misma nacionalidad. Me llaman la atención las babuchas que calza el hombre. Al poco entran dos hombres españoles. Vacían el dinero de las tragaperras y se van. La camarera marroquí habla ahora animadamente por teléfono en su idioma. Otro niño, de una de las camareras, llora y se revuelca por el suelo. El hombre marroquí le coge de la mano y se lo lleva, mientras el chiquillo grita y patalea.
A la caída de la tarde, damos un paseo por el pueblo. Visitamos la oficina de información. Está ubicada en el centro. Es un bello caserón con un patio interior. Hablamos con la chica que la atiende.
- ¿Para muchos días por la zona? ¿Dónde se han alojado?
- No, sólo de paso. En el Canguro.
- ¡Cielo Santo! ¿Quieren que les busque otro sitio?
- No, gracias. Éste es muy entretenido y además ya estamos instalados.
Tomamos un vino en la terraza del Hostal Don Suero de Quiñones, que está situado en un extremo del puente y tiene una vista excepcional sobre éste. Damos un paseo por el pueblo. Hospital de Órbigo es un lugar agradable con ambiente de veraneo.
Cenamos en el restaurante del Hostal Don Suero. La mejor mesa del local, la que tiene mejores vistas sobre el puente y el río, está reservada. Cuando unos cuantos comensales estamos cenando, entra en el comedor una señora mayor. Saluda a todo el comedor desde la puerta, como si todos estuviésemos esperándola. Lo hace en voz alta pero con un tono distante. Se dirige a la mesa reservada y la ocupa dando la espalda a las vistas y mirando al comedor, como si lo presidiera. Bajo la augusta mirada de la dama cenamos todos. Cuando la señora termina, se marcha como entró, despidiéndose del comedor entero y dando por concluida la ceremonia, como si fuera la reina de Inglaterra. ¡Adiós noble señora, adiós altiva dama! ¿Será alguna descendiente de Don Suero de Quiñones? Bien pudiera serlo por el empaque.
En el Canguro hubo movimiento hasta más de las cuatro de la mañana. No descansamos mucho. ¿Por qué le pondrían al local el nombre del Canguro Australiano? Hubiera quedado más castizo y revelador El Conejete del Páramo.

29 septiembre 2007

El Mosta.


Jesús Blasco, más conocido por El Mosta, era un hombre de estatura sobresaliente, anchas espaldas, delgado pero de innegable fortaleza, de cara seria, vozarrón áspero y aspecto cetrino, un poco amenazador. Su porte, pese a ser ya un hombre de más de sesenta años, impresionaba a los desconocidos y, por otro lado, como era persona de pocas palabras, tampoco era fácil familiarizarse con él y perderle el respeto con esas confianzas que genera el roce. Sin embargo, nunca se supo, ni nadie pudo decir, que hiciera daño a alguien. Llevaba siempre la camisa desabotonada por la parte superior y por la abertura le brotaba del pecho un matojo de pelo abundante, hirsuto y cano. Normalmente llevaba gorra de visera y andaba siempre de non por el pueblo a la espera de que le saliera algún “servicio”, como él decía, con toda seriedad.
- Mosta, a ver si me coges para el viernes una docena de topos del río.
- Mosta, anda hombre, ayúdame a descargar este camión.
- Mosta, que si te vienes a hacer una mudanza.
- Mosta vente a la obra a acarrear ladrillos.
- Mosta, cógeme un par de docenas de cangrejos para el mediodía.
- Mosta, acércate a por un par de sacos de piñas al pinar.
- Mosta, tráeme una talega de setas, que lleva ya una semana lloviendo.
- Mosta, llévale ese saco de patatas al secretario…
Los “servicios” de El Mosta eran variados, inesperados y sin horario fijo, pero nunca faltaba quien le mandara hacer o ayudar en algo. Tampoco se recuerda que El Mosta se negara nunca a hacer alguno de aquellos encargos, que él, un tanto pomposamente, llamaba “servicios” con un deje de burlona jerga castrense. A cambio, la gente del pueblo, como en un acuerdo tácito y cordial, solía invitarle en los bares a un vaso de vino blanco, que era su bebida habitual. También, y lo que era más importante, cuando llegaba la hora de comer y El Mosta estaba por alguna de las casas de comidas o restaurantes del pueblo, lo normal era que el patrón le pusiera, sin apenas mediar palabra, un plato de comida caliente y un vaso de vino en un rincón discreto del local y El Mosta comiera, y repìtiera si tenía hambre. Era el pago a esos “servicios” variados que siempre estaba dispuesto a hacer sin protesta alguna. No es que le obsequiaran con platos deliciosos, caros o elaborados, pero unas judías con chorizo y un par de huevos fritos los tuvo siempre a su alcance, lo cual, de acuerdo con los tiempos, para él era más que suficiente y aún casi un lujo.
Algunas noches frías de invierno le vi borracho por las tabernas. Iba siempre solo y taciturno. Hablaba para sí cosas sin sentido para los demás. Una noche sobre el mármol de la barra de un viejo bar puso diez monedas de peseta y extendió sus grandes manos poniendo la yema de un dedo sobre cada una de ellas. Apretó las pesetas con los dedos contra la barra del bar, con tanta fuerza que se le marcaron como cuerdas los tendones de ambas manos, y luego levantó las diez monedas, triunfalmente, pegadas a sus dedos por la presión a las que las sometió, elevó las manos por encima de la cabeza sin que ninguna moneda se desprendiese. No he vuelto a ver a nadie hacer eso. Luego, como saliendo de su monólogo interior, soltó, a grandes voces, una retahíla de frases que en él eran habituales cuando iba bebido, con aquellas borracheras solitarias y tristes:
- ¡Ciento cincuenta oficios y ninguno fracasao!... ¡No preguntes quien se ha muerto!... ¡Más me habría valido haber estudiao pa gilipollas!...
A pesar de su impresionante aspecto y sus voces desesperadas y patéticas, nadie se inquietaba, pues sabían que al poco se iría a dormir a la vieja casa semirruinosa que alguien le había cedido en las Travesañas.
Decían algunos del pueblo que El Mosta, aunque no lo pareciera, había sido oficial de aviación cuando la república y que cuando le mandaron bombardear su pueblo, después de darle un par de pasadas con el avión, no tuvo valor o, más bien, no quiso hacerlo y se fue a las afueras y tiró las bombas en un paraje que le dicen la Pinarilla. Hay quien asegura esto y dice, además, que, de vez en cuando, venían a verle algunos de sus antiguos compañeros de la escuadrilla, que no se habían hecho desheredados como él sino que rehicieron sus vidas con fortuna, y que le llevaban en coches estupendos a comer a los mejores sitios de la capital y luego le devolvían al pueblo con ropa nueva y algunos billetes en los bolsillos. Otros, muy bajo y todavía con miedo, cuentan a escondidas que estuvo en la cárcel y en campos de concentración después de la guerra y que, cuando volvió al pueblo después de algunos años, era requerido de vez en cuando en el cuartel de la Guardia Civil donde le daban un repaso para que no olvidara las cosas y que por eso estaba tan loco. Todo conjeturas y sospechas, pues, de esto, nadie asegura nada. Hay cosas que todo el mundo quiere olvidar.
A El Mosta le encontraron una mañana inconsciente y medio helado en la Alameda. Tenía la cara morada, lo mismo que las manos. A su lado había una botella de ginebra vacía. Se había emborrachado y se quedó dormido a la intemperie. Los diez bajo cero de aquella noche de invierno le provocaron una pulmonía doble. El médico dijo que había que llevarlo urgentemente al hospital así que, como había sido militar, cuando El Mosta abrió los ojos se encontró en el hospital militar Gómez Ulla de Madrid. Yo creo que el verse allí, en el hospital central de los militares, acabó de matarle. Dicen que, cuando supo donde estaba, cerró los ojos y ya no los abrió nunca más. Desde entonces ya no ha vuelto a haber en el pueblo quien se ocupe de aquellos viejos “servicios”.

28 septiembre 2007

El Burgo Ranero.


El nombre de este pueblo nos había llamado siempre la atención. Fuimos a visitarlo y nos alojamos en el único hostal disponible. Hay también una fonda, la Fonda Lozano, pero nos agradó más el hostal. Una vez aseados, nos sentamos relajadamente en la terraza del hostal. Un hombre calvo y corpulento nos aborda. Se presenta como Don Jesús Calvo, el párroco, y se dirige a nosotros dando por sentado, sin lugar a duda alguna, que somos peregrinos del Camino de Santiago. Le dejamos hacer sin sacarle de su confusión. Nos da una fotocopia con una poesía de un tal Eugenio Garibay. La poesía está, al parecer, publicada por los Amigos del Camino de Nájera. El párroco nos firma en el anverso de la fotocopia escribiendo esto:
El Burgo Ranero (León) ¡Feliz Peregrinación! Jesús Calvo (párroco) y pone la fecha.
El sacerdote es hombre expansivo y hablador que nos da conversación, casi siempre dejando que le escuchemos, y nos pregunta de dónde somos. Después Don Jesús se declara músico, compositor y poeta. Con celeridad, gran conocimiento de causa y sin admitir dudas al respecto, nos dice que los mejores poetas de la lengua castellana son Bécquer y Gabriel y Galán. El primero de ellos, declara, es el gran genio del sentimiento; el segundo, el gran genio de lo cerebral, o sea, del intelecto. Luego refuerza sus aseveraciones con estas palabras:
- Claro, amigos. Esto es así. No lo dudéis. Sin embargo, a Gabriel y Galán jamás se le hizo justicia. Él nunca fue uno de esos rojillos que se exiliaron como los “Lorca” y demás. Así que el pobre Gabriel y Galán está hoy en el olvido.
Callamos, prudentemente, sobre el involuntario exilio de García Lorca al más allá. Don Jesús, sin embargo, está pletórico y nos sigue ilustrando. Ignoramos la razón, pero lo hace ahora sobre su calvicie:
- Dios, queridos amigos, creó portentosos cerebros, cabezas de belleza sublime y deslumbrante. Sin embargo, incomprensiblemente, de modo incompatible con tamaña belleza, a algunas, las cubrió de pelo.
Enseguida Don Jesús, tan inopinadamente como llegó, se levanta y se va raudo. Antes de recorrer treinta metros se detiene con un grupo de peregrinos ciclistas que acaban de llegar. Les da la fotocopia con la poesía y les ilustra con profusión sobre la injusticia, no remediada aún, cometida contra el eminente Gabriel y Galán. El párroco, como después supimos, es famoso en los pueblos del contorno por viajar leyendo sobre su bicicleta, mientras va de un pueblo a otro en cumplimiento de su ministerio. Dicen que esto lo hace incluso en los días de hielo y nieve. ¡Y todavía hay quien duda de la existencia divina!
Son casi las tres cuando la patrona del hostal El Peregrino nos dice que podemos entrar a comer. La patrona es mujer muy dispuesta y vivaz que no permite dudar a los peregrinos ni a los clientes en general.
- A ver, de primero ensalada mixta o espaguetis con tomate. De segundo, filete con patatas o lomo embuchado con dos huevos “pa el que le falten”.
Comen unos dieciocho peregrinos y nosotros dos, sin que ninguno se atreva a rechistar al ama. Cuando terminamos nos obsequia a cada uno con una camiseta del local y un bolígrafo. Parece que hemos observado buen comportamiento.
Resucitados de la profunda siesta, la hospitalera del albergue de peregrinos del pueblo, que es finlandesa, se pasa por la terraza del hostal.
- In diez minuotos, il sacristano mostruará la igluesia a peregruinos que deseen verla. OK?
Vamos a ver la iglesia a falta de cosa mejor que hacer. El sacristán es un hombre menudo y vivaz. Está acostumbrado a enseñar la iglesia a los peregrinos extranjeros. Así que se viene hacia nosotros y, mirándonos a los ojos, gesticulando, dando voces y marcando las sílabas nos dice muy despacito:
- Mu-y an-ti-gu-o. To-do re-cons-tru-í-do. Mu-cho di-ne-ro gas-ta-do y mu-cho ga-na-do por al-gu-nos. Vi-drie-ras mu-y bo-ni-tas.
- ¿Cómo las hicieron?, preguntamos en castellano fluido.
- ¡Anda, joder, pues vino uno de León, tomo las medidas y las pusieron!, dijo el sacristán, ya relajado.
- ¡Ah!
Después de ver la sencilla iglesia de El Burgo Ranero, dimos un paseo hasta el barrio de la estación. Allí hay otro bar, pero hoy está cerrado.
A las ocho y media nos dirigimos a Juli, la temperamental patrona del hostal El Peregrino, y le preguntamos cortésmente si va a dar cenas o nos va a despachar con un bocadillo. Nos contesta que si lo que tiene nos vale, que nos da de cenar. Sin pensarlo nos ponemos a la mesa y damos cuenta de una ensalada, un filete con patatas y dos huevos fritos que con el postre y una botella de buen vino del Bierzo cierra el menú.
Terminada la cena y sentados en la terraza del hostal, charlamos con Doña Juli del camino, de cuando ella fue a Santiago, de los peregrinos, de las comidas, de lo venenosos que son los rencores entre la gente del pueblo, de su ayudante, la chica marroquí, de eso y de lo otro y de lo de más allá. Doña Juli nos dice:
- ¿Cómo no iba a ir yo a Santiago? ¿Cómo no iba a ir yo donde van los que vienen a mi casa? Yo tenía que verlo y me emocionó mucho.
Finalmente echamos cuentas con la simpática Juli. Se porta la señora muy bien con nosotros, no nos cobra los vinos pedidos fuera del menú y (como comprobamos al día siguiente) nos invita a desayunar.
A punto estamos de irnos a la cama cuando aparece una mujer recia y madura que resultó ser la cuñada de Doña Juli. Esta señora, muy bien plantada, no siempre está de acuerdo con Doña Juli y le dice que, en sus disputas con los del pueblo, unas veces tiene razón y otras no. Supimos también por ella que un quiñón es una suerte grande de tierra cedida por un ayuntamiento o corporación para uso de alguno. Sostiene también la señora que ella, que es viuda, se las ha tenido que ver con muchos.
- Miren, los de aquí son muy brutos. Por ejemplo, si no llego a estar al tanto, me habían hecho mujer a una hija a los once años. Claro que no fue flojo el que lo intentó. Que yo soy viuda y estoy acostumbrada a defenderme y a salir adelante.
Terminada la tranquila velada, a la cama. Son casi las 12.
Por cierto, a las afueras del pueblo, hay una gran charca cuyas ranas empiezan a cantar al caer la noche y no lo dejan hasta el alba. Habíamos olvidado preguntar la razón de un nombre tan pintoresco para el pueblo, pero ya no hizo falta.

27 septiembre 2007

Urbano, del pueblo a la ciudad.


Cuando conocí al tío Urbano me llamó la atención la pobreza que vi en su casa. La casa estaba situada en una bocacalle de las que dan al Arrabal del Agua. Era una sola habitación con un fuego en el suelo y que tenía la puerta como único punto de luz y ventilación. Un pequeño corral, con el suelo de paja y hediendo a estiércol, donde moraban un par de cochinos medio montaraces y esmirriados que sólo comían lo que les traían del campo, hacia las veces de retrete. El tío Urbano era muy parecido físicamente a su hijo Canuto Pedro. Los dos delgados, altos, nervudos y nerviosos. Duros para el trabajo, pero con el genio pronto.
Creo que la conformidad de la abuela, hermana de Urbano, con las condiciones de su vida, vino determinada por ver la existencia tan pobre de su hermano mayor, al lado del cual, ella debía sentirse muy afortunada. De la suerte de su otro hermano, Jacinto, prefiero no decir nada pues, al ser fusilado al poco de acabar la guerra civil, no debiera hablar de suerte. Ese mismo destino lo sufrió también su sobrino, Emiliano, hijo mayor de Urbano. Parece que la conformidad de la abuela derivó de la pobreza y del miedo, aunque la conformidad de los aposentados de la época derivase de lo contrario.
- Canuto, ¿cómo os trataba, de pequeños, tu padre, el tío Urbano, tenía humor?
- Entonces no existía eso.
Canuto Pedro recuerda que su padre, el tío Urbano, trabajó en una vaquería que había en la calle de la Mina y un labrador apodado Cogote, uno de la familia de los Estríngana, que vivía en esa calle, tenía un perro al que especializaron en cazar gatos:
- A los gatos, siempre machos grandes, los despellejábamos en casa, los asábamos en el horno de Toquero cuando terminaban de cocer el pan, con el horno suave, y los comíamos enfrente, en la taberna de la Goya, la de Peinado, rodeados de gatos que se comían los huesos de sus congéneres. Estaban mejor que el cabrito. ¡Ni punto de comparación! ¡Ya lo creo!
- Mi padre hizo de todo lo que pudo: vaquero, jornalero, albañil, espartero, cordelero... En "Los Corralillos", una calle sin salida en la carretera de Zaragoza junto a las monjas de abajo, y en la esquina de la calle Mendoza con la calle Arrabal del Agua estaban las dos casas de putas que había en la ciudad (dos pesetas el polvo). Para la de la esquina trabajamos una vez como albañiles mi padre, mis hermanos pequeños, Angel y Mariano, y yo. Había que agarrarse a todo.
La familia de Urbano con su mujer, Saturnina, se vinieron del pueblo a la ciudad siendo los chicos pequeños, de 10 ó 12 años el mayor. Las chicas a servir desde que tenían 12 años y los chicos a buscarse la vida en lo que saliera. Todo por ir de peor a mejor.

25 septiembre 2007

El pórtico de la ermita.


La ermita de la Estrella está a dos kilómetros largos del pueblo. No es un edificio de mucho mérito sino más bien modesto y pequeño. La ermita en sí es de base rectangular con el extremo del altar elevado un par de escalones sobre el resto. En la parte elevada se colocan los hermanos y el Abad, el día de la celebración anual, para participar en la misa y cantar la Salve; en la baja, el resto de la gente más o menos allegada y en el humilde pórtico y en la parte de fuera los más de los que acuden a la romería, pues el espacio interior es pequeño. También los hay, no digamos más impíos pero sí menos píos, que fuman por los alrededores o se toman algo en alguno de los kioscos ambulantes que se montan ese día, concelebrando a su modo.
La ermita tiene adosada una cocina y una especie de recibidor en el piso bajo y, en el de arriba, un comedor sobrio de paredes encaladas y mesas corridas de madera en el que, una vez al año, comen los hermanos de la cofradía y conmemoran una tradición que pasa de padres a hijos desde hace más tiempo del que los papeles guardan memoria. Los que se dedican a eso de la historia dicen que es probable que ya se celebrase la romería en el 1162, después de Cristo, naturalmente, aunque no hay documentos que lo prueben con certeza.
En una pequeña hornacina, sobre el único altar, se pone, el día de la fiesta, la imagen de la Virgen de la Estrella. El resto del año lo pasa en casa de algún hermano de confianza, pues hay desaprensivos que, carentes de respeto con las tradiciones, por arraigadas y antiguas que éstas sean, roban cuanto en estos santuarios se deja. Su aislamiento y alejamiento de los pueblos se presta a ello.
Llama la atención el pequeño pórtico, hundido un par de palmos del ras del suelo de tierra que lo limita, apoyado en la fachada de la ermita que cubre la puerta principal y sujetado por dos vetustas columnas de madera de sabina en su parte externa. Es allí donde los hermanos bailan a la Virgen jotas castellanas que interpreta un dulzainero o gaitero, como otros le dicen, y un tamboril o tamborilero, en ese día señalado.
Cuando uno pasa por allí, un día cualquiera del año, el paraje suele estar desierto, las puertas firmemente candadas y, si el día está bueno y sereno, se escucha el canto de los pájaros en la arboleda que limita con las huertas y también el caer del agua del caño de la fuente de al lado. Y, sólo algunos días, si se tiene el oído especialmente fino, se puede escuchar muy nítidamente, y sobre todas estas cosas, el agudo y penetrante son de la dulzaina y el ritmo machacón del tamboril mientras, de refilón, las figuras ágiles y desvaídas de los viejos danzantes se dibujan bajo el pórtico. Lo puedo asegurar. Sonidos e imágenes han impregnado durante siglos las piedras del pórtico y allí han quedado presos. No hay otra explicación.

12 septiembre 2007

El Motín de la Trucha.


Hay un templo románico en Zamora que se llama Santa María La Nueva. Su nombre se debe a que tuvo que ser reconstruido después de los hechos conocidos como “El Motín de la Trucha”, en el año 1158. No por ser poco conocido, merece el incidente ser olvidado, pues cosa muy difundida es que la historia es maestra de la vida, amén de ser rica en hechos entretenidos y de provecho para el buen entendedor. Así que ahí va este contencioso medieval para quien no lo conozca:
La campana de Santa María, que por entonces aún no era La Nueva y ni siquiera era Santa María sino la iglesia de San Román, se utilizaba para avisar al pueblo llano de que podían acudir a comprar al mercado, después de que ya lo hubieran hecho los nobles. Sin embargo un buen día, que degeneraría en triste jornada, al despensero del noble Álvarez de Vizcaya se le antojó una hermosa trucha cuando la hora de compra de los nobles había terminado y el hecho era evidente y conocido por haber tañido la campana. Como fuera que la trucha en cuestión había sido ya apalabrada por un zapatero, se inició una pelea a costa del litigio que acabó con el encarcelamiento de varios plebeyos. Sin embargo, los nobles, no contentos con esto, se reunieron en la iglesia de San Román para determinar qué otro castigo infringir a la insolente población por haberse atrevido a desafiarles abiertamente. Pero, parece que en esta ocasión, la nobleza calculó mal sus fuerzas y el pueblo, tan dócil y de común acostumbrado a humillar, se amotinó enfurecido y dirigidos por Benito el Peletero, que surgió de la masa como un caudillo iluminado, incendiaron la iglesia y, ya de paso, mataron a los nobles, sin dejar uno.
Posteriormente los plebeyos, junto con sus familias, huyeron a los montes de Ricobayo, próximos a Portugal, y amenazaron al Rey con pasarse a este país si tomaba represalias contra ellos. El rey Fernando II, viendo Zamora vacía y ponderando los hechos, decidió que, puesto que los nobles eran ya difícilmente recuperables, perdonaría al pueblo su airada sublevación a cambio de que reconstruyesen la iglesia, la cual, una vez cumplidos los deseos del monarca y siguiendo las leyes de la lógica pasó a llamarse Santa María La Nueva. Así acaba esta historia de una trucha que se cruzó con la soberbia.

11 septiembre 2007

Atuendo.


La escena es de mi ciudad.
Ella llegó con su vestido-túnica hasta los pies, calzando babuchas y, por supuesto, con el velo envolviéndole la cabeza.
Él vestía vaqueros ajustados, zapatillas de deporte última generación y un niki de marca tan chic como el calzado y los pantalones. Al cuello una bonita cadena de oro, un llamativo reloj de pulsera en la muñeca y una cajetilla de Winston en la mano. Bien afeitado y con corte de pelo a la europea no parecía ni de lejos que tuviera que ver con la mujer, pero era su marido.
¿No sería lo suyo que si la mujer viste de un modo tan tradicional, sean cual sean sus motivos, éstos alcancen también al hombre, para que así éste, con su turbante o su pañuelo árabe a la cabeza, su chilaba, su barba y sus babuchas fuera también un fiel reflejo de su tradición y su cultura?

10 septiembre 2007

Don Paco, el veterinario.


Don Paco, el veterinario, llevaba a todas partes a su mano derecha, Tomás, el herrador. De joven, Tomás, había vivido en la casa que utilizaban de herradero y que era propiedad de don Paco. Con el paso de los años, el veterinario, que era persona generosa y de corazón desprendido, le vendió el herradero al herrador. Se lo hubiera regalado por sus buenos servicios y porque, como se ha dicho, era un hombre generoso, pero no, se lo vendió, aunque por cuatro perras, para no herir su amor propio. El herrador, que no era ningún tonto, bien se dio cuenta de ello y agradeció que el otro respetase su orgullo y guardase las apariencias. También fue don Paco el que medió para que a Tomás le aceptasen como socio en el casino del pueblo. Al herrador no es que le gustase mucho mezclarse con los señoritos que leían periódicos en el salón del casino y hablaban, a veces, de cosas que no entendía bien, pero sí que le gustaba entrar en el bar, que hacía de antesala al salón principal, y tomar allí algún vino cuando se le antojaba y cambiar alguna palabra con el alcalde, el boticario, el juez de paz, el sargento de la Guardia Civil o alguno de los socios que casualmente anduvieran por allí. Agradeció mucho a don Paco la deferencia de hacerle del casino, cosa que, en el fondo, al herrador le produjo un cierto orgullo al sentirse ascendido de clase inmerecidamente. Eran los años 30 y los señoritos del casino eran los únicos que leían los periódicos y sabían algo de lo que pasaba en la capital, en Madrid y en España en general.
Don Paco, con la llegada de la República y ante las disquisiciones que en el casino se propiciaban por las distintas opiniones de los socios al respecto, siempre se significaba reiteradamente en su defensa. Por otro lado, las veces que alguno del pueblo se acercaba a él en busca de favor o dinero era normal que el veterinario ayudase al necesitado en la medida de sus fuerzas. No era habitual en la época que la gente pudiente se comportase de un modo tan generoso y a algunos miembros, algo recalcitrantes del casino, la actitud del veterinario no les gustaba un pelo, ni les parecía natural. Pensaban que a aquellos patanes era mejor mantenerlos a distancia y no permitirles familiaridad alguna, cuánto menos ayudarles por norma. Lo que les parecía compadreo irrespetuoso con el veterinario no lo consideraban de buen ejemplo ni precedente. Cada uno debía de saber estar en su puesto. Pues no faltaba más.
No hace falta decir que el veterinario era persona querida en la villa y no había nadie que hablara de él sino bondades. Se le podía preguntar a cualquiera. Esto contribuía a aumentar la inquina que algunos socios del casino habían comenzado a tomarle tanto por su defensa de la República como por su llana familiaridad con los humildes. Así fueron pasando los años, el herrador acompañando siempre a don Paco en sus visitas periódicas a los distintos pueblos de su demarcación y siendo testigo de la bondad que el hombre destilaba en todas sus acciones.
Las bestias de trabajo eran esenciales en la época y si moría una mula o un macho podría significar un grave problema para la familia que sufriera la pérdida, pues no siempre había dinero para reponer el animal y, a veces, ni siquiera para llamar al veterinario si la bestia enfermaba. Don Paco, que tenía bien tomado el pulso al personal de su zona, sabía muy bien cuando tenía que cobrar y cuando el hacerlo suponía quitarles de la boca a algunos lo más necesario. Así que a veces decía simplemente: “No es nada, la cosa no era de importancia” o “Ya hablaremos para el verano, después de la siega”… Su fama era tan buena en la zona como en la villa. Y huelga decir que algunas de aquellas deudas quedaban suspensas sine die en su memoria.
Al finalizar el verano de 1935 uno de estos clientes-beneficiarios de don Paco, uno de Tordelrábano, que no por pobre era bobo ni desagradecido, se vio inesperadamente favorecido por un pellizco de herencia que cobró de un pariente de Lumías. El hombre, cuando acabó las faenas del estío y un día que el veterinario pasó por su pueblo con el herrador, como era su costumbre, le pidió a don Paco la cuenta de lo que le debía por unas cuantas de esas visitas de cobro prácticamente olvidado. Como era su costumbre en estos casos, el veterinario le hizo un redondeo a la baja y el hombre, después de pagarle, le entregó con mucha emoción un paquete cuidadosamente envuelto en papel marrón y atado con un trozo de bramante. El veterinario, extrañado, le dijo que qué era eso. El labriego le pidió que lo abriera y aparecieron un par de hermosas botas nuevas de cuero rojizo muy bien lustrado.
- Pero, hombre, cómo haces esto. Si ni siquiera sabes mi número.
- Yo no lo sé, pero el zapatero, el tío Felipe, sí lo sabía por haberle hecho a usted algún calzado. A él le encargué las botas.
Don Paco emocionado, agradeció el detalle y aquel día vio por una vez correspondido su buen tacto y amigable trato con la gente. Don Paco, tan acostumbrado a dar, sabía también recibir con alegría lo que se le ofrecía de corazón. El veterinario quedó tan contento con el detalle que siempre que tocaba visitar Tordelrábano procuraba, salvo prisa u olvido, ponerse las botas de cuero rojizo en honor a su modesto cliente.
Los meses de aquel invierno fueron pasando y tras él la primavera, que era la época más bonita en la zona. El campo se ponía de un verdor que sólo se conoce en las estribaciones de la sierra y la luminosidad de los días los hacía deslumbrantes, como si los ojos se volvieran anhelantes de absorber aquella luz. Por el contrario, los socios del casino sabían que la situación política del país no estaba atravesando momentos tranquilos, sino más bien sombríos. Los debates entre aquellos señores, los terratenientes, el alcalde, el secretario, los dos médicos, algunos de los maestros de la zona, el boticario, el jefe de correos, los curas, el juez… y, ¿cómo no?, el buen don Paco, se sucedían en el casino con controversias cada vez más amargas y enfrentadas.
Un buen día de julio cuatro desarrapados de Sigüenza con pistolas y fusiles llegaron al pueblo en un coche, pintado con siglas que pocos endendían, dispararon unos tiros al aire y declararon a voces en la plaza de arriba y en la de abajo haberlo ocupado en nombre de la República y, realizada la toma simbólica, se volvieron sin más trámite por donde habían venido. Sin embargo, al día siguiente, tropas del ejército regular ocuparon la villa. Al parecer eran tropas de las que se habían alzado contra la República. Esos no se retiraron. Ocuparon las casas del pueblo que consideraron necesarias para la oficialidad y la tropa y se establecieron a su gusto.
Sólo dos días después, don Paco, dos maestros, un tabernero y otros cinco del pueblo, fueron detenidos. A don Paco le detuvieron los militares delante del herrador cuando ambos iban a salir para visitar algunos de los pueblos. A todos ellos les tuvieron encarcelados varios días en la cárcel de la villa, donde el herrador le llevaba a don Paco comida y tabaco. A la semana se llevaron a don Paco sin que nadie supiera donde. Ni el herrador pudo enterarse. Pocos días después se corrió el rumor de que a los demás les habían fusilado, una noche, bajo la luz de los faros de un camión, en la carretera de Bochones. Dijeron que en el Barranco de la Golondrina. Nadie se atrevió a pedir más explicaciones ni a andar por ahí preguntando. El caso es que nadie les vio más.
Terminada la guerra civil en el 1939, la familia de don Paco, familia de cierta influencia, indagó sobre su paradero. Era evidente que alguien del pueblo sabía cual había sido su destino, la misma mano negra que le había señalado tanto a él como a los demás.
Una mañana los civiles llamaron a Tomás, el herrador, y le pidieron que acompañara a unos señores en un coche, le dijeron también que, acabada su misión, le devolverían al pueblo sin más trastorno. Con cierta inquietud, el herrador, subió al coche. Enfilaron por la carretera que va a Almazán, dejando atrás Barahona y Villasallas, y pasado Almazán siguieron hacia Soria. Quedó atrás Lubia y pocos kilómetros antes de llegar a Soria se desviaron a un pueblo llamado Los Rábanos y allí, en un lugar ignoto para el herrador, detuvieron el coche. Junto a una zanja grande había unos cuantos cadáveres desenterrados, que apestaban, envueltos en los andrajos que una vez habían sido sus ropas. Una voz áspera le habló:
- ¿Puede usted identificar a uno que fue veterinario de su pueblo, a un tal Francisco Espeja?
El herrador mientras caminaba lentamente entre los cadáveres, ya muy deteriorados, los observó detenidamente y, con los ojos brillantes de lágrimas secas, dijo al cabo de un minuto interminable:
- Sí señor. Éste es.
- ¿Cómo lo sabe?
- Por las botas.

09 septiembre 2007

Escuela y religiones.

Alguna vez habrá un país en que la escuela sea el lugar común de todas las niñas y todos los niños. Allí recibirán una educación y una cultura. Luego, cada uno, según sus ideas o las de sus padres, recibirá su formación religiosa, si es que la precisa y la desea, en la correspondiente sinagoga, mezquita, iglesia, pagoda, salón de culto, etc. También cada cual contribuirá al mantenimiento de su lugar de culto y de los ministros del culto, en el que crea y desee formarse, con una dádiva directa que no tenga que pasar por las arcas comunes de la Hacienda Pública. Será un relax para todos sacar las religiones de la pugna política y de la economía pública. Todo es simple cuando no hay intereses creados. Todas las religiones podrán cumplir con su misión y anhelo de apostolado en igualdad de condiciones y con recursos realmente proporcionales a su número de creyentes. Por otro lado las jerarquías religiosas de las distintas confesiones podrán seleccionar y organizar con total libertad y sin coacción alguna, por parte del Estado, al profesorado propio que se encargue de estas tareas. Sí, seguro que así será algún día.

08 septiembre 2007

El toro de la vega.


Todos los años, por estas fechas, se alancea un toro bravo en Tordesillas, provincia de Valladolid. Primero se le saca de la villa y, una vez en campo abierto, el toro es acosado por lanceros a pie y a caballo y por una multitud de gente a los que, individualmente, se les da el nombre de torneantes.
A muchos en España lo que nos choca y espanta, a estas alturas de la historia taurina de la nación, no es la muerte hecha espectáculo, ni el sentido del arte que algunos tienen, ni el significado de la palabra fiesta para otros, ni el ecologismo de los salvadores del toro bravo, ni la invocación a tradiciones inmemoriales y colectivas unificadoras de un pueblo, ni el sentirse representante ejecutor u oficiante en nombre de la multitud de lanceros peones, lanceros a caballo y torneantes o espectadores, ni la “motivación acumulada” esgrimida por los lanceros como hipotética arma principal, ni la más prosaica lanza castellana de 2,4 metros de mástil y hoja de 30 centímetros esgrimida como arma secundaria, ni los cientos de lanceros enardecidos, ni los más de 300 jinetes entre lanceros y protectores, ni los 40.000 espectadores y oficiantes del acto, ni la denominación de torneo que se da a este hecho, ni el simbolismo del ritual, ni el retorno a supuestamente añorados tiempos pretéritos, ni la pretendida expresión de otro credo antiguo y perdido, ni la búsqueda de una dignidad arcaica y diferente, ni la afirmación de la virilidad por la asunción voluntaria de un peligro innecesario, ni el silencio de tantos ante esto, ni la indiferencia de otros, ni el mirar a otro lado de los políticos, ni la fingida ignorancia de las instituciones civiles y religiosas, ni el silencio de los medios de comunicación… Lo que choca, espanta y sobrecoge es el hecho de que esto lo hacen seres humanos y recae la responsabilidad sobre ellos y, de paso, sobre todos nosotros. ¿Por qué hacemos estas cosas?

07 septiembre 2007

La pasarela.


Para llegar al principal hospital de la ciudad donde vivo, cualquier persona que vaya a pie, ha de atravesar los dos sentidos de una autovía de esas que van de Madrid a una distante autonomía y que son actualizaciones del sistema radial que, heredado del centralismo aquel, aún distingue y caracteriza la red principal de carreteras españolas. Y esto, lo de cruzar la autovía digo, ha de hacerlo por dos pasos de cebra que además salvan una entrada y una salida de una rotonda con afluencia masiva de tráfico. Además, esos mismos pasos de cebra dan acceso a dos colegios y alguna que otra dependencia menor. Esta situación se lleva manteniendo durante más de 25 años y, a pesar del evidente peligro y los numerosos percances, se ha llegado a considerar por los ciudadanos como algo inevitable. Si a nuestros honrados y sagaces políticos no se les ha ocurrido el modo de solucionarlo en todos estos años, es que no tendrá solución. Si el sol sale por el Este y se pone por el Oeste, eso no hay quien lo cambie. No nos engañemos, no se puede sacar de donde no hay. Así que los peatones cruzamos, desde ya casi tiempo inmemorial, como conejos suicidas entre bruscas frenadas, coches de despistados conductores que te rozan sin percatarse de que ahí hay un paso de cebra y peatones que dicen ¡Ay!, y maleducados desaprensivos que, además de no frenar, te ponen los pelos de punta con un bocinazo a quemarropa. Pero claro, ya lo dice el saber popular: Bienaventurados los que creen en los pasos de cebra porque pronto verán a Dios.
Hasta aquí todo es relativamente normal y los peatones, gente con los pies en el suelo por definición, daban por perdido el encuentro de una solución vial viable. Pero, lo que son las cosas, hete aquí que sólo a quinientos metros de dicho punto negro, como ahora se dice, y al otro lado de la misma autovía se está construyendo un centro de “El Corte Inglés” y al mismo tiempo que éste se eleva deslumbrante hacia el cielo y se extiende por los solares, ¡oh, milagro y portento del talento humano!, se está construyendo una pasarela peatonal que comunica la ciudad con la entrada misma de dicho centro comercial, salvando airosa y limpiamente la autovía. Para que luego digan que el dinero no da la felicidad ni ayuda a resolver los problemas importantes. ¡Tantos años dudando de la existencia de una solución y la teníamos delante! Y todo, gracias a “El Corte Inglés”, una empresa privada. Lo privado llega donde no llega lo público y nos muestra lo evidente de las cosas. Lo privado es útil y didáctico. Lo que se aprende en la vida. Aunque no quieras. La pasarela se paga con dinero público, para más exactitud la paga el Excelentísimo Ayuntamiento. Al menos, podremos ir a comprar con total seguridad. Y que haya quien, todavía, saque punta a las cosas. Cachis.

02 septiembre 2007

Educación para la ciudadanía.


Ante la controversia que hoy existe ante esta asignatura o materia educativa en proyecto, voy a citar, con todo mi respeto, un texto de San Pablo:

“Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, que no hay autoridad, sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación. Porque los magistrados no son de temer para los que obran bien, sino para los que obran mal. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación, porque es ministro de Dios para el bien. Pero si haces el mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador, para castigo del que obra el mal. Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por conciencia. Pagadles, pues, los tributos, que son ministros de Dios, constantemente ocupados en eso. Pagad a todos los que debáis: a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a quien honor, honor.” (SAN PABLO: Epístola a los romanos; 13, 1-7, Ed. Nácar-Colunga)

Este texto, para mejor información, ha sido tomado tal y como aparece en el libro titulado “Vela y Ancla”, página 81, cuyo autor es Eugenio de Bustos , de Editorial Doncel y que era obra declarada texto para la enseñanza de Educación Política (varones) en el primer curso de Bachillerato en el año de 1962. Parece ser que por aquel entonces la doctrina de la iglesia católica y, por lo que parece, la de San Pablo, era muy comprensiva con el sometimiento a las autoridades. Claro que puede que las autoridades de aquellos tiempos lo fueran por obra de Dios, como apunta San Pablo, pero, quizás, las de ahora tengan un origen más secular. Nunca se sabe, la iglesia católica siempre ha hilado muy fino en cuestiones de este tipo.
Por otro lado, no constan protestas de la iglesia católica contra la inclusión de textos religiosos en la educación política de entonces, aunque eran abundantísimos y de clarísima tendencia, ni tampoco ninguna petición de objeción de conciencia.

01 septiembre 2007

La felicidad se fue a la ciudad.


Como en una canción de Sabina, la felicidad se fue a la ciudad. La felicidad es canalla y no soporta que se le conozca. Por eso se fue a la ciudad, para vivir de incógnito y libre. Allí vive ahora, anónima ya de solemnidad, cantando sus penas de fin de mes hipotecado entre bellos bloques de modestos pisos caros; paseando a sus hijos por ostentosos paseos y parques salpicados de caca de perro pero con columpios y máquinas de gimnasia; llenando los carros de su vida en centros comerciales rutilantes con precios de oferta para que compre más que gasta, pero ahorrando; visitando, a destiempo por la necesidad, badulaques de barrio regidos por inmigrantes multirraciales y sin horario; viviendo en urbanizaciones privadas para familias bien, bien organizadas desde generaciones; especulando sobre prometedores solares desescombrados en la zona centro; opositando a asequibles chalets bien parcelados, bien adosados, bien pareados o ajardinados; visitando de incógnito drugstores reales de chabolas marginales; mercadeando lastimosamente el apoyo financiero de inmobiliarias competitivas que le piden dinero sólo para considerarle su cliente; jesuseando en sucursales bancarias para obtener menos de lo que tiene; mirando indefinidamente al vacío en las paradas de autobús, perdida la sensación del tiempo; esperando con ansiedad que la boca negra se ilumine en las estaciones de metro; rogando que el vuelo de la vacación caribeña no termine en la misma terminal del aeropuerto; esperando que las lanzaderas de RENFE hagan honor a su nombre y le impulsen lejos como la honda a la piedra inerte; buscando la hora feliz anglosajona en los bares de copas; matando el hambre, un día es un día, en los restaurantes de comida rápida, todo en inglés, ¿Cholesterol Paradise?, tanto da; afiliándose con ambición a media docena de agencias de empleo al menos; pensando que algún día, aunque sea lejano, le podrán ser útiles las compañías financieras; deseando que llegue el momento que la declaración de hacienda se complique tanto que necesite una asesoría fiscal para las trampas; comprando en anticuarios sólo cosas viejas; buscando en vendedores de viejo cosas que parezcan nuevas; haciéndose con lo último en tiendas de todo a cien; hidratándose en spas por la cosa de la moda; comprando en las cadenas de tiendas de ropa más famosas no lo que quiere sino lo que venden, la felicidad no tiene ya voluntad sino para lo que le ofrecen; rodando por los campus universitarios en busca de algo más que el esfuerzo personal y las bibliotecas; visitando los hospitales con urgencias y tanatorio a horas intempestivas con niños o con viejos; asustada, la pobre, con no tener ni siquiera vida eterna por las amenazas de iglesias, confesiones y religiones varias, todas un buen día reveladas; camelada por el guiño indecente de los sex-shops y los lugares de alterne; perdida en cementerios como ciudades; sepultada en la noche de los barrios dormitorio; tragando fritanga a fuerza de cañas en bares de tapas; pagando facturas de dentista en restaurantes de moda; comprando el prestigio, que la coraza da al caballero andante, en concesionarios de coches; visitando el mercadillo del martes en busca de la ganga de procedencia dudosa… La felicidad sobrevive con lo que sea, aunque no lo quiera. El pueblo quedó atrás con sus viejos rincones entrañables pero ya solitarios, sin significado. Puro pasado. Abandono.