A
medida que el autobús se alejaba de Alfambra, Lázaro quiso rememorar su
estancia en la ciudad, pero no pudo. El ambiente tibio del viejo autocar, su
suave traqueteo, el trajín inusual de las últimas horas, el cuerpo tullido por
los golpes y el frío de la noche pasada al relente, le pusieron a dormir casi
en el acto. El agotamiento le venció al sentarse, cerró los ojos y su cabeza se
venció, buscando apoyo, contra la ventanilla.
Habían
pasado casi cuatro horas cuando se sintió ir hacia adelante por la inercia de
un frenazo y dio con la cabeza en el respaldo del asiento que tenía delante. Se
despertó aturdido, sin saber dónde estaba.
-¡Marachote, veinte minutos de parada! – voceó rutinariamente
el conductor, abriendo la puerta y bajando del autobús.
La
mayoría de los ocupantes, con las piernas agarrotadas por el tiempo de quietud,
se apearon estirándose y entraron cansinamente en la cantina.
En
una esquina había una mesa, cuidadosamente preparada, con su mantel,
servilletas, cubiertos, vasos y platos. Enseguida la ocuparon el conductor y su
ayudante. Una chica joven con un delantal blanco, que se movía airosamente, les
puso delante de inmediato sendos platos humeantes con un par de huevos fritos,
un chorizo y un lomo. Antes de que pudieran pedirlo, trajo también una panera
repleta de trozos de pan blanco y una botella de vino tinto a granel, espeso,
casi negro, tapada con un corcho.
Lázaro,
al ver los apetitosos platos, sintió, más cruel que nunca, el retortijón del
hambre. Hacía más de veinticuatro horas que no probaba bocado. Tenía necesidad
y le dolía la cabeza. Maquinalmente registró sus bolsillos, pero al instante
recordó que no tenía dinero. Se dio cuenta de que ni al hambre ni a la falta de
dinero estaba acostumbrado. Sin embargo, había entrado en aquella cantina por
inercia. No había sido buena idea, no debía haberse movido del autobús. Ahora
estaba allí, como un pánfilo, sin poder apartar los ojos de la comida, con las
tripas sonándole y la boca aguada.
-¿Qué va a ser? –le dijo un mozo con una chaquetilla
blanca que atendía la barra.
-Nada, gracias. No me encuentro muy bien –dijo Lázaro,
improvisando una disculpa.
El
mozo le miró de mala gana y continuó atendiendo a los que se acercaban a la
barra. Lázaro se apoyó en ella de espaldas y vio como la gente se había sentado
a las mesas y, mientras unos pedían de beber, otros sacaban tarteras con
filetes empanados, tortilla de patatas, embutidos, pedazos de jamón curado,
pimientos fritos, empanadillas, torreznos… Y un olor variopinto a comida
apetitosa y casera le llegó de todos lados. Y reparó en lo crueles que los
olores podían ser algunas veces.
Un
matrimonio mayor estaba sentado en la mesa más cercana a Lázaro. El hombre, con
traje de pana, boina y camisa blanca sin corbata, le observaba. La mujer sacó
una hogaza de pan y un gran taco de jamón de un capacho.
El
hombre, frente a él, se apoyó la hogaza de pan en el pecho, poniéndola de
canto, y le sacó una cuña hermosa con la navaja. Al terminar de hacerlo sus
ojos se cruzaron con los de Lázaro. El hombre, con la cara curtida y arrugada
por el sol y los años, le pasó el trozo de pan a la mujer. Partió un segundo
pedazo sin dejar de mirar al muchacho y lo dejó sobre la mesa. Luego le dijo a
la mujer que le pasara el trozo de jamón y, mientras, cortó una tercera
rebanada de pan. Lázaro desvió la mirada al suelo. El hombre sacó unas buenas
suelas del trozo de jamón y tomando una gran loncha la puso sobre una de las
cuñas de pan. Se levantó y se la ofreció al muchacho.
-Prueba, chaval, que es de mi pueblo. Seguro que en
la capital no coméis cosas de éstas, ¡de qué parte!
-Muchas gracias –y lo cogió Lázaro con la cabeza
gacha, con una vergüenza que le impidió añadir nada más, mientras sentía como
la saliva se le agolpaba en la boca.
El
hombre volvió a su sitio, movió de lado la cabeza y sonrió, guardándose el
pensamiento en sus adentros. No dijo nada y dejó que Lázaro comiera sin
molestarle. La mujer le miraba extrañada y por lo bajo dijo:
-¿De qué le conoces?
-Para algunas cosas no hace falta conocer a la gente
–dijo secamente el hombre, mientras, con la navaja cabritera, hacía pequeños
trozos de su loncha de jamón sobre el pan.
Y
la mujer, acostumbrada a no insistir y menos a destiempo, no dijo nada.
Cuando
el chofer y su ayudante terminaron de almorzar se acercaron a la barra a tomar
café. Era la señal para que todos pagasen lo consumido y regresaran al autobús.
El
hombre que le había convidado hizo una seña a la mujer y ésta recogió todo y lo
devolvió ordenadamente al capacho grande de hule oscuro.
-¡Qué vaya bien!
-Muchas gracias –dijo Lázaro, casi más con la sonrisa
y el brillo de los ojos que con la tímida palabra y siguió a la pareja hacia el
coche.
Sus
benefactores se bajaron en el cruce de Angorita, un pueblo pequeño a menos de
una hora de Marachote. El viejo y el chico se despidieron con una última
mirada. Y entonces a Lázaro le vino a la cabeza la imagen del padre del
muchacho que expulsó de la residencia. Con algo quebrado por dentro, le dijo
adiós con la mano desde la ventanilla.
El
resto del viaje lo pasó recordando su viaje de ida. No hacía tanto tiempo,
apenas diez meses. Recordó vagamente su ilusión ante lo desconocido, su agobio
por las dudas, la confianza en sus fuerzas, el ansia por estrenar su libertad.
Se dio cuenta de que ya no era aquel iluso incauto. Jamás pensó probar tanto
fracaso, pero tampoco soñó con haber vivido tantas cosas. La experiencia se
atesora pero, como Camelia dijo, no se puede trasmitir. ¿En cuánto tiempo
aprenderían otros lo que él aprendió en esos pocos meses? ¿Quién dice que la
vida ha de ser justa?
Y
le pareció vislumbrar por un momento la idílica imagen de la libertad. Una
imagen que él, quizá como muchos, imaginó un día sin trabas, como la de un
pájaro que cada día volara a su antojo. Pero ahora sabía que la libertad no era
eso, que la libertad también tiene estructura, una estructura oculta que para
los más simples pasa desapercibida. Si la libertad nos permite elegir, para
hacerlo, hemos también de renunciar a lo que no elegimos. Era un pensamiento
falso, vacío y peligroso, el confundir la libertad con el capricho o con la
conveniencia. Si elegir obliga a renunciar, la libertad nos obliga a aceptar
nuestro propio compromiso, nuestro destino. Algo así como a elegir nuestra
propia jaula.
Dos
horas después el coche de línea paró donde siempre, frente al palacio. Habían
llegado. Lázaro, con la mente aún habituada a Alfambra, abandonó el coche como
el que rompiera el cordón umbilical que definitivamente le apartara de aquélla.
Con
la maleta y la bolsa subió andando por la Calle Mayor.
En
todos lados el río, el puente, el palacio, la Calle Mayor… La existencia revestida
de monotonía. Estaba de nuevo en su ciudad y la vida, tras aquellos efímeros
destellos de Alfambra, le pareció de nuevo la misma película en blanco y negro
de siempre. Sabía más, sí. Pero el sentido de la libertad que ahora tenía no
volvió nunca a ser la idílica figuración de antes.
¡Anda que no ni na!
FIN