19 diciembre 2016

Sin ganas


Según caminaba iba pensando que lo peor de las desgracias eran, sin duda, sus efectos secundarios.
Había dejado el coche junto a las Cerradas del Abogado. El perro, atento, elástico y nervioso, se movía con la belleza atlética que le prestaba el vigor de su cuerpo delgado y musculoso.
Él, sin embargo, iba mohíno. Caminaba sin poner atención, sólo por el placer de  ocupar al cuerpo con un quehacer duro y molesto mientras su mente divagaba ajena al ejercicio. Las ágiles cabriolas del can no despejaban de su cabeza la tediosa pena, el lúgubre abandono que sentía, la desgana. El esfuerzo sin valor que iba a hacer, excitante otras veces, ahora no le parecía sino una huída, un escurrir el bulto, un escaquearse de la vida como si el campo abierto pudiera ofrecerle otra de repuesto, otra realidad menos decepcionante.

Como si el campo se hubiera puesto de su parte, media docena de perdices saltaron del fondo de un barranco hacia el cerro del Prado de los Santos, a la ladera sobre el Bacho Guadiña.
Las siguió mecánicamente. El perro no las había visto. Él, con desgana, tomó altura en la ladera para ir descendiendo después hacia las espesas retamas que, entre algunas carrascas, poblaban el cotarro por su centro.
Enseguida el perro las marcó. El can sí estaba en lo que estaba. Pero el cazador, como si la vibración de su aleteo no consiguiera sacarle del cuerpo la desgana, tiró al tuntún, como si no fuera con él la cosa. Claro, las marró. Disparar salvas al aire es lo que tiene. Pero no se inquietó ni se maldijo por su apatía, ni siquiera se molestó en mirar la dirección que tomaron sus vuelos. No parecía interesarle lo más mínimo. Sólo quería andar y andar, machacar con los pies el recuerdo reciente y sacudirse el vacío del cuerpo, rellenar con cansancio esos huecos que se le habían abierto no sabía bien dónde.
Se dio cuenta de que caminaba mecánicamente, como los soldados, como un recluta haciendo la instrucción, ocupando su cabeza vacua únicamente con el paso siguiente, mientras un sargento imaginario gritaba la monotonía que ofusca todo pensamiento: ¡Un, dos, un, dos… ¡

El perro se paraba de cuando en cuando y le miraba, casi inquisitivo, ¿por qué no me llamas, por qué no me chistas, como sueles? Pero él caminaba silencioso, taciturno, desanimado, sin pararse como otras veces en los sitios querenciosos de la liebre, sin otear el posible apeonar lejano de alguna perdiz esquiva.

Así llegó, sin percatarse, a la linde del monte. Cambió el rumbo. Dejó el Barranco del Tejar y subió hacia las cerradas hundidas y llenas de broza que quedaban en el alto, a su derecha.
Atravesaba un lago de pasto suave que se extendía lindando con las cerradas. Allí reparó en que no tenía al perro a la vista. Se paró repentinamente entre la pared de una taina y un par de pirliteros que, rodeados de cardos corredores, sobresalían de la pelusa herbácea, flexible y ondulante. Quieto, extrañado por la ausencia del perro, le llamó. Apareció al instante. Al darse en el muslo con la mano abierta para apremiarle a volver a su lado, saltó la liebre a cuatro pasos. Era, la inesperada, un obús ocre, surgido de la tierra, abriéndose paso, como si su cuerpo pajizo la surcara, entre la hierba seca del mismo tono. La abrupta y fantasmal aparición, al sentir venir de frente al perro, giró y rodeó al cazador por la derecha rebasándole hacia atrás con toda la velocidad de su motor silencioso. El primer tiro se perdió en el giro. Demasiado cercano, tan precipitado como un suspiro, sin fijación ni tiento. La tierra se tragó los perdigones. En un fugaz instante, pensó que no tenía cuerpo, que se le iría, que estaba atarantado, que su cabeza carecía ese día de la precisión y el temple  necesarios, que cazar con los ojos blandos no estaba ni medio bien. Pero los reflejos entrenados, tan mecánicos ellos, se pusieron de su parte. La liebre enderezó hacia campo abierto, la vio un instante frente a los puntos de la escopeta, el tiro pareció salir sólo y la rabona dio una voltereta. Pataleó en el suelo, segundos antes de verla atravesada en la boca del perro.
Como otras veces, se dijo lo de siempre: Ya no vuelvo de bolo. Valiente consuelo el de los ritos.

Pero quería cansarse. Sólo llevaba una hora y media. Ese día quería cansarse más y cuanto antes, como si el cansancio le corriera prisa.
Volvió sobre sus pasos y se dijo que iría a lo más malo. Cortaría al cruce de Cantaperdiz, por los prados, por el cerro yermo donde solían andar las vacas y donde no era frecuente que anduviera la caza. Quería castigarse el cuerpo con distancia y cansancio, como si ambas cosas fueran a redimirle del amargo recuerdo. Que el dolor físico sustituyera al otro, como si los cambios de dolor dieran consuelo.

Los prados eran por lo normal un aguazal que, semiseco ese día, estaba poblado de pequeños pozales, constantes y menudos, hechos por las pezuñas anchas de las vacas. Atravesar ese terreno era una tortura para los pies y los tobillos.
Al fin saltó la cerca de piedras del prado más bajo. Se sintió cómodo pisando la tierra firme y compacta, recubierta por una hierba verde, jugosa, corta y espesa. El perro iba pegado a la pared que limitaba a su derecha aquel prado con el siguiente. Sólo junto a la pared había broza. Él cortó por lo limpio con la escopeta al hombro, gozoso de caminar por un suelo tan firme y sin obstáculos.

Subió al otero que daba sobre la cerrada de las vacas sesgando varias veces en diagonal. Pero, antes de llegar al alto, bordeó un jaral que crecía entre lascas de piedra. El perro marcó lejos. Cuatro perdices salieron del centro de las jaras. Pero tan desmañado iba que marró los tiros y las aves cruzaron el cerro por el alto. Seguro que al trasponer la cima se habrían dejado caer, cruzando los prados, a la falda opuesta a más de un kilómetro en línea recta.
Al coronar el cerro otra más saltó, que siguió la trayectoria de las anteriores. Le pareció fuera de tiro pero aún así soltó la carga del cañón izquierdo. Luego se arrepintió. Él era un cazador del montón, sólo algunos privilegiados gozaban de unos dedos tan largos que, en forma de perdigonada, agarraran la caza a esa distancia.
Bajo del cerro y desanduvo el camino que le trajo a él. Cruzó de nuevo el prado hollado por las vacas. Subió, buscando las perdices, la ladera que separaba el monte del término. Pero no las halló. Abajo quedó el Prado del Tejar.

Atravesó los llanos que terminaban en el camino viejo de Cardeñosa y cruzó la ladera del Pizorral, tan áspera, sin apenas vegetación, con pizarrones solapados unos sobre otros que le hacían perder el equilibrio y crujir las rodillas de dolor.
Sin duda las perdices no habían tomado el derrotero que supuso.
Subió a las Majadas del Cañón y luego barzoneó, dejándose el aliento, por el Barranco de la Franciscona. Pero nada. En lo más alto se sentó en una piedra, comió un bocado y se echó un trago de agua.
Se habían hecho las tres de la tarde. Y ya le pesaban las piernas, cuando decidió volver bajando por las Majadas del Pizorral.

Reparó en que el perro se metía en lo más espeso de los macizos de biércoles y lo siguió sin dudar. En mitad de aquella fusca, mejor dejarse llevar por la nariz del perro. Se alternaban los biércoles con manchas de jaras apretadas. La maleza le llegaba al pecho en muchos lugares. Pero el perro, obstinado, seguía rastro rápido. Sin duda de perdiz. Esta vez se dijo que, si saltaba alguna, haría un esfuerzo por tirar con sentido.
El perro zigzagueaba con rapidez, el rastro era reciente. Pero, entre la fusca, lo perdía y lo veía aparecer alternativamente. Al fin hizo postura el can. Pero la deshizo al instante para aumentar su excitación y velocidad y volver a marcar veinte metros después. La perdiz no saltaba y el perro encelado y seguro saltó con un gran brinco sobre las isasas que tenía delante. Con el estrépito que siempre sobresalta al cazador, como un relámpago, botó la perdiz sesgando a la izquierda. Los reflejos estuvieron prestos y cayó a unos cuarenta pasos. El perro la cobró al momento.

Siguió la dirección que llevaba. Caía la tarde. Vio apeonar dos perdices y saltar luego a doscientos metros. Calculó que se echaron el en Cerro Vernete. Lo rodearía para terminar llegando por su borde a las Cerradas del Abogado, donde dejó el coche.

Apenas entró por bajo al Cerro Vernete e hizo la primera asomada, las dos perdices saltaron lejos. No tiró y tampoco le quedaba tarde para seguirlas. Así que siguió bordeando el cerro. Llevaba al perro por encima. Tozudo, no paraba de entrar entre las jaras. Sólo el frenesí del movimiento, de repente violento entre la broza, le sobresaltó. La liebre surgió de las retamas y por su borde subió ladera arriba. La tenía limpiamente en los puntos. Justo al sonar el tiro asomó el perro inesperadamente por debajo de ella. En el instante justo de apretar el gatillo, sin tiempo ya de reportarse. Simultáneamente rodó la liebre y chilló el perro. Temió lo peor. Subió corriendo. El perro ya tenía la liebre pero le goteaba sangre de una oreja. Le palpó de inmediato cabeza, cuello, tórax. Y tardó en convencerse de que sólo un plomo le había taladrado la oreja.

El perro, ajeno a su remordimiento, seguía cazando enfebrecido. Al doblar la ladera del Vernete en dirección al coche, del último retamar botaron las perdices. Con el primer tiro fue certero pero, con el segundo, falló a una que se volvió hacia atrás y le llenó el ojo de perdiz. Cuando se dio la vuelta el perro salía de las isasas con la primera en la boca.


Al llegar a casa quiso curar inútilmente sus remordimientos limpiándole la oreja al perro. El can parecía feliz y, ajeno a lo que podía haber pasado, le lamía las manos, gozoso de unos mimos que no comprendía. La vida de los perros es una ilusión de principio a fin. Como las nuestras. Creo.