25 marzo 2010

Aventura en la gran superficie

En cuanto entró se dio cuenta. Ella, vestida sobria y discretamente, le había mirado con fijeza y sólo retiró su mirada cuando el encuentro con la suya pasó de casual a pertinaz. A lo largo de su recorrido por la gran superficie no dejó de percibir su mirada furtiva, ansiosa, aquí y allá, entre pasillos, estanterías, secciones, clientes que se movían distraída y perezosamente, y azacanado personal de plantilla que reponía género, o cambiaba cosas de sitio, o reorganizaba estanterías. Y, cuando menos lo esperaba, de nuevo aparecía su figura y, sobre todo, aquella mirada. No, no podía tratarse simplemente de miradas casuales y sin propósito. Muy tonto había de ser para no comprender que se trataba de otra cosa muy distinta. Sonrió complacido. Fue una sonrisa para sí, casi interna. Bueno, en general, no le había ido mal con las mujeres, pero nunca se le había dado un caso como aquél últimamente. Su ego de pretendido seductor talludo se le empezó a esponjar dentro del cuerpo, haciéndole ensanchar el costillar y meter tripa. Se sentía seguro de sí mismo, atractivo, atlético y cómodo, sobre todo, con aquella holgada ropa deportiva. Sí, era más propia de un joven, pero nadie podía negar lo bien que le caía. Había que reconocer que tenía unos años pero, consideró, que, por fortuna, muy bien llevados. No estaba muy pasado de peso y aún conservaba algo de pelo, bueno, bastante más que sus amigos, a los que ya hacía algunos años que había comenzado a mirar como a viejos. A él la Naturaleza le había tratado con más condescendencia, reconocerlo era de justicia. Y no es que lo dijera él, sino que todo el mundo lo notaba. Sus conocidos de toda la vida no hacían más que recordarle lo bien que estaba. En ese aspecto se consideraba afortunado. Pero pensó que, a ésta, debía de haberle tocado un punto muy sensible con aquella mirada intensa de la entrada, porque nunca una mujer había hecho tanto por insinuársele como aquella pelirroja omnipresente.
Fue en el área de los licores, donde se dio cuenta de que prácticamente la tenía encima, como si ella esperase una reacción de su parte, unas palabras o, tal vez, le estuviera dando pie para que concertasen una cita.
Se volvió de improviso hacia ella y le dijo con una sonrisa desenvuelta y, por supuesto, más que amable:
-Por favor, ¿sabes si podría conseguir alguna caja de cartón para llevarme unas botellas? –la tuteó confianzudamente, con solvencia, nivelando la diferencia de edad.
Ella, le miró tranquila y contestó devolviendo la sonrisa:
-Si quieres acompañarme. Tenemos siempre algunas dentro, en la sección de almacén.
Aquello funcionaba. Él la siguió tranquilo, pensando que en la zona de almacén, fuera de la vista de la gente, alguna cosa le diría a aquella belleza jara, si es que ella no se la decía a él antes. La seguía un par de pasos detrás, sin poder retirar la mirada de sus caderas, sus nalgas y sus piernas. Ella sacó un pequeño walkie talkie y sólo dijo, fríamente:
-Marro para un 45.
Se dijo que seguramente, en clave, justificaba la ausencia que pensaba dedicarle en el almacén, a él, a él en exclusiva. No le cabía duda, estaba entregada o él ya no entendía de mujeres. Y se relamía por dentro ante las hechuras de la dama, a la que imaginaba sin aquella seria ropa. Bueno, a decir verdad, la imaginaba sin ninguna.
Apenas entraron en la zona restringida, dos guardias de seguridad, que aparecieron por detrás, le cogieron uno de cada brazo, casi en volandas, le metieron en una habitación vacía y en un santiamén le dejaron en ropa interior. Tras cachearlo en menos que se presigna un cura loco, uno de ellos inmediatamente salió fuera:
-Estaba limpio. Pese a las ropas amplias, no llevaba nada.
La hermosa pelirroja volvió a su trabajo y dejó que los guardias le hicieran los cargos, a costa de la sagrada seguridad, a aquel abuelo presumido y seductor. Él, sobrecogido, estornudó dos veces mientras se subía los pantalones.

24 marzo 2010

Último golpe para la Mamá Grande

Sé de antemano que el objetivo de esta carta es un imposible. Pero me gustaría consolarte por la pérdida de tu hija como si yo tuviera alguna posibilidad de hacerlo. Como si fueras una niña desvalida y yo pudiera acogerte, abrazarte y decirte que la vida no conoce orden, ni razonamientos, ni desvelos, y que tampoco nos es agradecida, ni justa, ni nos guarda ninguna deferencia. Ya ves qué cosas digo, como si tú no lo supieras.
Bien me gustaría ser un almohadón que aislara tu dolor, pero sé que eso también es imposible. No sé qué podría hacer para paliar tu pena pero, no te quepa duda, si lo supiera, lo haría sin dudarlo. Ojalá fuera más inteligente y pudiera encontrar alguna combinación de palabras que te sirviera de consuelo. Ojalá fuera mejor persona y pudiera igualar la bondad que tú has tenido para las desgracias ajenas.
No obstante, como la última madre que me queda, no me resigno a que pases este trago tan amargo. No, sin que medien estas cuatro letras para intentar calmar tu desdicha. Para los dolores que no pueden mitigarse queda el intento de, al menos, consolar. Más allá no llegamos las personas. No quiero quedar sin intentarlo y que sepas que me solidarizo, si hay modo de hacerlo, con tu pena.
Sé que no te quedan lágrimas. No pueden quedarte muchas, porque, a tus noventa, las has gastado con todos sin tasa. Pero, si de lágrimas se trata, no lo dudes, se han vertido bastantes. Y, si tú no puedes llorar, ya lo hemos hecho los demás por ti.
Todos sabemos quien has sido siempre. En pocas familias hay una Mamá Grande y, en esta nuestra, ese apelativo sólo te corresponde a ti. Así lo avala tu vida entera, tu acogimiento, tu comprensión y ese cariño sin medida que has sabido regalar siempre. Y te aseguro que tu hija se ha ido bañada en él, empapada en tu amor y complacida de tu fiel compañía. Tuvo la madre de sus primeros y de sus últimos días. Para tu desgracia sí, pero para suerte de ella, que pocos mueren acogidos al amor de quien también les dio la vida. Me temo, sin embargo, que has decidido, interna e inapelablemente, que ésta sea tu última desgracia.

23 marzo 2010

En el campo

(En la foto se ve una liebre encamada)
La caza no era para él un acto social en el que disfrutase teniendo compañeros. Todo lo contrario. Jamás disfrutó en una mano, por bien organizada que estuviese, como yendo solo. Sí, de acuerdo, las manos eran efectivas. Se levantaba caza, si la había. Pero no dejaban de ser, y cada vez más, actos con un protocolo, y tenían unas normas de comportamiento que debían respetarse. Prefería la soledad.
Asociaba la caza con la soledad. Era para él un ejercicio individual y solitario en el que se concentraba tanto como un escritor al escribir una novela o un artículo.
Para cazar así era necesario conocer bien el terreno. Saber las querencias de los animales. Tener calma y, sobre todo, paciencia. Sabía que a su lado, cazando de este modo, solía estar el factor sorpresa que, en la caza, era algo muy a tener en cuenta. Así que, antes de salir, ya solía tener trazado en su cabeza un plan a seguir y un camino a recorrer. Y, sin embargo, otra de las ventajas de cazar solo era que podía alterar cualquier plan sobre la marcha y acoplar su estrategia a lo que en el campo fuera viendo.
Desde chico le había gustado la vida al aire libre, los paseos interminables, la observación de los animales.
Mientras sus amigos de la pubertad empleaban su tiempo en aquellos galanteos, infructuosos casi siempre pero propios de la edad, él se iba al campo cuantas veces podía y no llegaba a comprender cómo un lugar tan bello estaba siempre tan vacío, cuando no abandonado.
Sabía, por experiencia propia, lo que se tardaba en aprender a ver en el campo. De niño consideraba prodigioso que de los rastrojos surgieran codornices, que no veía, tras la muestra inquietante y repentina, no menos sorprendente, del perro. Le sucedía igual con la liebre encamada, emergiendo, en su imaginación, directamente de la tierra. El arranque cercano e inesperado de la perdiz con su sonido abrupto, vibrante y metálico le ponía el corazón en la garganta. A veces, mientras caminaba, le parecía que los animales eran generados a su paso instantánea y directamente por la tierra. Esta fascinación salvaje aún le mantenía vinculado a su infancia y juventud campera.
Conocer bien los parajes era fundamental para ejercer aquel sistema suyo de cazador solitario. Todo el año, casi a diario, iba al campo. Un día, calculando, se hizo cuenta de que por cada hora cazando habría andado por el campo más de cincuenta caminando y observando. Aunque, bien mirado, esto, para él, también era cazar. Sabía que la gente pensaba que cazar era coger una escopeta y disparar a lo que se moviese. Y, así, los domingos se veían por el campo muchos cazadores vocingleros que iban por un lado y por otro buscando anárquicamente, auxiliados por unos perros tan alocados como ellos que corrían sin ton ni son, y dando voces como si vendieran melones.
La caza era, sobre todo, el conjunto de conocimientos para hacerla. Ésos se aprendían en el campo. Fundamentalmente observando a los animales y su comportamiento con respecto a los fenómenos atmosféricos y a las distintas épocas del año o cuando se veían hostigados.
Desgraciadamente la caza menor iba para atrás. Y había sido curioso, mientras abundó, nadie opinaba en contra de ella y ahora, que todos los adelantos de la vida moderna casi la habían hecho desaparecer, mucha gente se pronunciaba contra ella y la pagaba con los cazadores. No eran por desgracia éstos los que la habían llevado al borde de la extinción. Ni tampoco eran ellos los que podían salvarla. Por desgracia, aunque no se cazase en absoluto, la caza menor tiende a desaparecer. Su enemigo es el progreso. El progreso en forma de pesticidas, herbicidas, fungicidas, insecticidas, agricultura intensiva, maquinaria… Cuando desaparecieron los cangrejos nadie echó la culpa a los pescadores porque estos habían existido desde siempre y los cangrejos también. Todo el mundo supo que había sido otra cosa. Con la caza menor está ocurriendo igual.

12 marzo 2010

Breve adiós a Miguel Delibes

Desazonado por la muerte de Miguel Delibes, escribo esto. No imaginaba que la noticia de su muerte me descompondría. Sus viejos ejemplares, agrupados unos, desperdigados otros, entrañables compañeros todos de mi vida, descansan en mi desordenada librería. Me consuela saber que puedo acariciar sus bellas construcciones con la vista. Me consuela poder rememorar sus enseñanzas, volver a caminar por sus historias, reconocer, una vez más, sus viejas y desoídas profecías. Sé que podré beber, cuando la sed apriete, la sobriedad refrescante del castellano puro. Pero, tal vez por eso, lamento su marcha como se lamenta la marcha de un maestro y de un amigo, de alguien que me dejó la herencia en vida.

08 marzo 2010

Fijación

Aquella mañana deambulando perezosamente de boulevard en paseo, de calles a plazas, acabó inopinadamente en el camposanto. Llegó temprano y, como no buscaba sepultura alguna ni nada en concreto, se adentró en el solitario cementerio como si éste fuera una prolongación más de los jardines y la cercana rosaleda y como si, lejos de distraerle, fuera éste un lugar beneficioso para su ensimismamiento. Viéndose allí tuvo, por un momento, la sensación de que, sin saberlo, había llegado premeditadamente.
Era el recinto, a aquellas horas, una caja de silencio abierta sólo al cielo. Los puntiagudos, esbeltos y oscuros cipreses contrastaban con la verticalidad clara, casi blanca frialdad, de las sepulturas sobre el ocre de la tierra.
Recorría los paseos mirando distraídamente las inscripciones de las lápidas, pobladas de descoloridas promesas de eterno recuerdo, de inscripciones borrosas por el musgo, de pomposos nombres de familias propietarias de los túmulos, de borrosas fotos, de fechas y fechas que pocos recordaban pero que habían sido grabadas en la piedra con la fútil intención de preservar memorias.
Tuvo, súbitamente, el pálpito de toparse con algún conocido, de haber ido allí con algún propósito, por alguna extraña llamada sin identificar. Y así fue, pero no se encontró con ninguno de los que imaginara.
La figura le observaba con indiferencia, impávida bajo una bóveda de ladrillo que, abierta a los cuatro vientos, se apoyaba en el suelo con columnas del mismo material, en una intersección de dos caminos principales. Tardó en reconocerla, pese a que la silueta le fue familiar desde un principio.
Era Blanca, una pariente lejana. Alta, delgada, pálida, como siempre, e impasible, como si el tiempo hiciera muchos años que no le hubiera pasado su minuta. ¿Cuánto hacía que no la veía? Era menor que él y, casi cuarentona, conservaba el tipo perfecto que siempre tuvo.
Cuando, en la distancia, le reconoció, convergió hacia él despacio, en contraste con su paso mucho más cadencioso de habitual paseante. Al besarse sólo susurraron sus nombres a modo de saludo y, al mirarse abiertamente a los ojos, ambos reconocieron ese fulgor intenso que extrañamente les había sacudido siempre al verse. Se quedaron muy cerca y él habló sin separar los ojos de sus ojos. Ambos con miradas oscuras. Él convencido de que ella sentía exactamente lo mismo que él. Ella callada, revestida de aquella palidez de tono azul, de frialdad impenetrable, escuchaba. Al menos, esta vez, no se habían azarado tanto como la última que, al intentar besarse en las mejillas, por el simultáneo titubeo de ambos, se besaron, sin quererlo, en la boca y luego, como avergonzados, no supieron apenas de qué hablar.
Estaba a punto de decirle cómo la encontraba y el vuelco que le había dado el corazón al verla, cuando pasó el conserje y se dirigió a ella de un modo muy extraño:
- Ya está todo listo, señora.
Ella sacó una mano del bolsillo y, fingiendo estrechar la del conserje, le dio algo, tal vez, un billete. Por fortuna el inoportuno se marchó al momento y Blanca, mirándole en silencio, se quedó con él.
-Sigues siendo tan elegante y discreta como siempre.
Ella le miró intensamente, con esa mirada negra tan parecida a la suya, pero con un amago de sonrisa. Él supo que sus palabras le habían gustado.
- Es una lástima que no te maquilles.
Ella movió lentamente la cabeza con desganado desánimo, con un abandono indiferente.
- Pues haz lo que quieras pero eres una mujer impresionante, Blanca. Lástima de palidez extrema.
Él ya sabía que tuvo un hijo con alguien que, al poco, desapareció, pero no tenía el cuerpo para preguntarle por el hijo ni por nadie y, menos, por historias ya lejanas. Pensó que era un fastidio que el encuentro no se hubiera producido en la calle, porque así le hubiera propuesto tomar un café, y le habría dado tiempo de sobra para dejarle claro, con esas palabras comedidas que tan bien empleaba y esas miradas tranquilas, sostenidas y cálidas, que no solían dejarles a la mujeres dudas, que, si en aquel mismo momento no se iba a su casa a hacerle el amor, sería porque ella no quisiera.
Vino en éstas el vendaval de un entierro, al que supuso él que ella había acudido, y ya se perdieron los dos, ella entre saludos y como en volandas, él esquivando aquella comparecencia inesperada, aquella avalancha tumultuosa de deudos lacrimosos, serios y semi enlutados a los que, en su mayor parte, conocía. Se fue alejando lentamente y la descubrió mirándole según se iba. Era la única cabeza que desentonaba y no miraba hacia donde debía.
Pensó que tenía que intentar a toda costa volver a coincidir con ella, que debía precipitar un encuentro como fuera.
Rumiando intensamente aquella idea fija, obnubilado por el deseo, al salir ojeó de pasada las esquelas. Se paró al instante. Volvió atrás, leyó de nuevo: Blanca Sapuem Meiga, falleció a los 39 años de edad, su familia y allegados…
Leyó, paralizado, con renovada pero distinta fijación, la esquela.

07 marzo 2010

La brújula trucada

Se sentía extraño y solo.
Había reparado en que la memoria le traicionaba y, cuando no lo hacía, que aquel almacén de recuerdos no le servía para nada; que la inteligencia, a la que por lo general por realista se tenía, simplemente le hacía creer que aquello que pensaba era verdad, sin ningún otro aval o fundamento; que la voluntad, que creyó poseer algún día, se le antojaba vacua y sin sentido y, lo que es más, naturalmente inclinada a apartarle únicamente del placer, por una connotación antigua e imperecedera de que lo placentero era nocivo y sólo existía para ser evitado.
Dio en pensar, y por ello le llamaron soberbio, en que vivir sólo podía consistir en transgredir: en dudar de todo lo que recordaba, pues el tiempo era el gran maquillador de la vida, el sutil especialista en presentar los recuerdos asequibles a nuestra mirada, digeribles para el ser que ahora somos, cuando no a fundirlos con la sombra más próxima al olvido.
Dio en desconfiar de las certezas, que eran un legado, en su mayor parte educativo, más adquirido y extraño que propio y por uno mismo elaborado.
Dio también en deshacerse de aquella brújula cuyas agujas trucadas, ni por asomo, señalaban nunca las tendencias normales y el deseo, sino sólo caminos yertos y escarpados para fanáticos, de violentas convicciones a veces, que se creen carentes de tripas pero están persuadidos de llegar a tener poderes intemporales y espíritus voladores.
Sospechó, con resentimiento, que había sido educado en un masoquismo abstracto y sin sentido, fundamentado en una filosofía que proponía el sufrimiento como único aderezo válido y honesto de la vida. Para que así, dado por sentado, que lo natural y normal fuese el dolor, se convirtiera cada ser, sin ningún deseo ni intención primigenia, en otro más de sus vasallos. Y, siendo uno más de sus adeptos creyentes, sin reconocerlo abiertamente, lo adorara y extendiera su reino entre aquella grey de voluntarios que estaban deseando adherirse a él, que lo estaban esperando, como si fuera el dolor el verdadero y único dios de la existencia. Como si las cosas tuvieran que ser así.

03 marzo 2010

Selección natural

Seguramente la norma que rige la evolución de las especies, que rige nuestro destino y el de la vida en el planeta, o sea: la selección natural, es una salvajada. De hecho, hemos pasado la vida defendiéndonos de cuanto nos rodea por mor de esa dichosa ley. Y, por tanto, peleando con virus, bacterias y otros seres de diferente o de la misma especie para sobrevivir.
Hay ya mucha gente, incluso entre los creyentes en el Supremo Hacedor, que piensan que, eso de la selección natural, es cosa que no le salió bien. Porque dejar actuar a la crueldad a sus anchas, de modo que los fuertes preponderen siempre y en todos los campos sobre los más débiles, resulta un poco bochornoso. Con más motivo si se pretende que sea una obra procedente de una inteligencia sofisticada y virtuosa, aparte de con recursos ilimitados. ¿Qué quieren que les diga? Cualquiera que imagine al Supremo Hacedor pues le supone un cierto nivel. No hay explicación por tanto para esta chapuza universal que parece concebida por una mente procedente del fracaso escolar o derivado, como poco, a un ciclo de formación profesional de primer grado, y eso, a fuerza de fuerza.
Bien es verdad que los creyentes, como lo de la selección natural de las especies sólo iba a hacer felices a unos pocos, y encima a los de siempre, se tuvieron que inventar algo complementario para que existiera una segunda ronda de justicia que compensara el salvajismo de la dichosa selección natural. Así surgió la idea del alma inmortal y de la otra vida después de ésta, para intentar paliar todos los desajustes en un futuro prometido y justiciero al fin.
Pero si el SH salió con lo de la selección natural, sus criaturas no le vamos a la zaga y, los hombres, hemos inventado el capitalismo que es, algo así, como el que más chifle capador, el que menos pueda que se joda… una versión económico-social de la selección natural de las especies.
Antiguamente los desbarajustes del capitalismo se intentaban paliar, bajo intercesión de las religiones, mediante la caridad. Sin embargo, lo de la caridad era muy descarado, sobre todo, cuando algunos empezaron a hablar de justicia.
El capitalismo no se arredró y, si eso de la caridad hacía que se le viera mucho el plumero, la cuestión era buscar otro concepto mejor aceptado. Y enseguida lo encontró: la solidaridad. Ya no eras un potentado que dabas pan a los hambrientos o bautizabas chinitos y negritos a troche y moche, te habías convertido en un ser sensible que, conmovido por las humanas desgracias, se volcaba íntimamente en el compromiso de remediarlas. Un modo muy sagaz de pegarle esquinazo a la problemática justicia que, algunos corrosivos disidentes, se empeñaban todavía en echarle a la cara a cualquiera .
Y, como a las religiones se les está viendo tanto el plumero, pues ahora se intenta que la solidaridad la practiquen otras creaciones de reciente factura: las ONGs. Y es que todo es un progresivo aggiornamento, todo son actualizaciones felices, adecuadas derivaciones y, ni siquiera se respetan los significados del idioma, se sacan otros nuevos cuando lo que significan los antiguos ya no nos conviene. Y es que, señoras y señores, fuera del capitalismo, no hay vida.

02 marzo 2010

Compañeros de piso


Estaban encerrados en una jaula cuyos barrotes eran una aleación de distancia, gozo y, si ello fuera imaginable, pánico al amor. Un amor que ni siquiera supieron si podía ser mutuo. Sin embargo, jamás se lo habían planteado de ese modo. Ni lo imaginarían por más veces que se produjeran aquellos encuentros fugaces y furtivos en los que él, apenas concluían, se convertía aceleradamente en fugitivo y ella quedaba siempre defraudada por la ausencia de la cautividad que una conversación íntima y tranquila podría haberle regalado. Eran una combinación de fuga y abandono, cosas que, activa o pasivamente, vienen a producir la misma sensación.
Ella pensaba que él era un ser bárbaro, sincero y lascivo pero reservado, y no podía evitar la atracción que le producía la combinación; él pensaba que ella no había sido nunca bien querida, y que a su orfandad sentimental se le podían añadir las de la carne y la comunicación y que, por eso, necesitaba palabras, sexo y sobre todo aquella empatía de sentimientos más propia de una adolescente, virgen aún en descubrir un amor de igual a igual. Pero por eso la temía y huía de ella con la misma rapidez que voracidad empleaba en acercársele de nuevo cada poco.
Ella reinaba en un reino de desolación y abandono del que, ciertamente, alguna vez fuera la dama, cuando no presagiaba todavía aquel desastre. Pero, sin embargo, su grado había ido asimilándose paulatinamente al de criada ya con poco trabajo y tanto asueto, que padecía la luz de luna de su soledad, siempre en cuarto creciente, cada vez con mayor amargura y desamparo. Vivía como si su tiempo no fuera a ser nunca más de colores, y su olor a alegría de antaño, a perfume y a fruta silvestre, se hubiera tornado en una peste amenazadora a cerrado, a orín rancio, a aire viciado y a la rebaba de los malos recuerdos. Su otrora tenaz pretendiente maduro, se había convertido, con los años, en aquel compañero de piso junto al que se pudría.