25 diciembre 2011

24 de diciembre


Por la mañana me metí en el marojal con el Choti. Su perro, el Yumbo, tiene un cazar agradable, lento y alegre y, el Choti, veterano conocedor del monte, me lleva a los mejores humedales y me va diciendo que el camino que hemos dejado más abajo se llama La Senda y que la peña que tenemos encima es la Peña Marota.
Caminamos entre la espesura de los marojos, salpicados de brezos y jaras, y, a duras penas, conseguimos vernos de vez en cuando. Sin decirnos nada silbamos y, de ese modo, no perdemos el contacto y no terminamos cada uno por nuestro lado.
En uno de esos intervalos el Choti me cuenta de su viejo perro, el que se le murió, y me dice que era un artista parando becadas. Pero, tras el recuerdo perdido en su memoria de aquel perro casi infalible, me dice que este año han venido menos sordas porque el invierno está viniendo suave y que las chochas se están quedando más al norte.
Me cuenta también que hace veinte años, en este monte había conejos y perdices, pero que, ahora, sólo se puede esperar matar alguna chocha o toparte con algún jabalí porque, en él, el resto de la caza menor se ha vuelto un recuerdo.
Se encrespa la Tiqui en unas rocas grandes en la cabecera de una umbría. Oigo volar a la becada pero no la veo. Más abajo el Choti le suelta los dos tiros cuando le sorprende volando a diez metros sobre su cabeza, sin que él lo esperara, a la velocidad de un relámpago sesgado.
-        ¡Me cago en diez, si llego a ir preparado, no se salva!
Pero, quién va preparado para tirar en esta jungla a una becada que inesperadamente te viene volada de cien metros arriba.
A la media hora, la Fari, que como un fantasma aparece y desaparece entre las matas, anda fuertemente picada. Salvamos una espesura de brezos entre los marojos. La veo, no la veo, la verdad es que casi nunca la veo. La braca es inquieta y testaruda y, cuando se pica, no hay quien la sujete, va como un tren. Al cabo de cinco minutos, entre la cortina de marojos, me parece verla parada. Avanzo apresurado y los raigones de las estepas me hacen perder el equilibrio y voy al suelo. Me incorporo veloz y nervioso, sigue quieta. Ahora la veo bien, está marcando más abajo en la línea del Choti.
-        ¡Choti, la Fari de muestra!
-        ¡Joder, no veo gota con el sol!
-        ¡Tira adelante que la tiene!
Podría haberme avalanzado pero me parece grosero meterme en la mano del Choti, así que me quedo quieto, cincuenta metros más arriba, observando a la perra. Sigue de muestra, se le mueve, apenas da diez pasos y se clava de nuevo.
-        ¡Choti, que la tiene!
-        ¡No veo ni hostias!
La Fari se tira y la chocha sale regateando marojos pero el Choti no la ve y no tira y yo, casi por despecho, le suelto el izquierdo desde una distancia desde la que un insulto hubiera sido más efectivo.
-        ¿Cómo no te has bajado?
-        Porque me parecía hasta una falta de educación invadirte la mano como un ansioso.
-        Pero, ¿estás tonto? Eso no se hace, con las pocas que hay, hay que venirse a las muestras y si no le podemos tirar los dos, al menos, que la tire uno. Ya lo sabes para otra vez. ¡No me jodas, hombre!
-        ¡Vale, vale!, no volverá a ocurrir –dije, un poco corrido por mi inexperiencia.
Al cabo de cinco horas volvimos al coche dando la vuelta por los humedales de debajo de La Senda, pero no vimos más. Encontré un cartucho de los bilbaínos.
-        Mira con lo que tiran estos.
-        ¡Joder, dispersante de 40 gramos y con plomo fino!
-        Pues ellos son los profesionales.
-        ¡Hombre, pero tampoco es para tanto!
Después de comer en familia me quedé titubeando un par de minutos. Aún me podía ir a dar otra vuelta al monte. Serían sólo un par de horas, las que quedaban hasta la puesta de sol, pero prefería ocuparlas dando un paseo, porque a otra cosa no podía aspirar. Pasar toda la tarde en el pueblo, donde los compromisos y las copas podían hacer estragos a pocas horas de la Nochebuena, era demasiado arriesgado y, además, no tenía color teniendo el monte a un paso.
Desde lo más limpio, la praderilla que hay donde empiezan las tablillas y junto al pilar del monte, me metí en las primeras umbrías y me dirigí a la vaguada donde el jueves había perdido una chocha. A la media hora encontré el desplumadero, la zorra había andado más lista que yo. Como no tenía cosa mejor que hacer, atravesé el barranco y subí hacia una nueva umbría. Tal vez pillara a alguna despistada antes de que se ocultara el sol.
Iba distraído, atravesando un pequeño claro donde los marojos dejaban a los brezos un respiro. Titubeaba al elegir un buen lugar por dónde meterme en la espesura que tenía enfrente cuando, a un par de metros de mis pies, se desperezó en un guiño de ojos el torpedo rasero de una liebre.
Parece mentira que en una fracción de segundo me diera tiempo a pensar en tantas cosas: qué hacía una liebre medio kilómetro adentro de aquella espesura, cuántas patadas le había dado a lo más querencioso del término para que una liebre me saltara precisamente allí, despabila del sueño que no tienes más de quince metros antes de que no la veas, menos mal que llevas un cartucho de 27 gramos, tírala de una puta vez que se te escapa, mira que, como se te vaya esto, el Colás no te vuelve a mirar a la cara, afina que es la segunda que ves en la temporada…
Quedó en el aire, a dos palmos del suelo, una tenue farfarilla de pelo y, al metro y medio, la liebre pataleaba sin mucha energía pegando ya al borde de la espesura. A los dos segundos la Tiqui meneaba el rabo a su lado y la olisqueaba precavida porque la liebre era casi más grande que ella. Mientras la escurría por los riñones para sacarle la orina recordé aquello: “Donde menos se piensa, salta la liebre”.