30 junio 2009

Casa Valentín-Bar Jalón


Me senté en un mojón de la vieja nacional II. Miré la casa durante un buen rato. Nada me distrajo porque ya la nacional, hecha autovía, no pasaba por allí sino más arriba. Ahora pasaba por encima del nacimiento del Jalón, destrozando con una ancha y gruesa cicatriz aquella hermosa ladera que había conocido.
Me vino bien el silencio del lugar. Enseguida eché de menos los viejos letreros de la casa que decían: Casa Valentín–Bar Jalón. El letrero de la carretera estaba donde siempre, señalando Esteras de Medinaceli y Benamira.
Recordé a María Luisa en la cocina y a Valentín en la barra, ambos atendiendo solícitos a los clientes; aún quise sentír el olor de las chuletas que asaban en el porche; el bullicio de los clientes en el pequeño bar, con su barra en forma de ele; el comedorcito con media docena de mesas que solían ocuparse a sus horas; las seis habitaciones de la primera planta, con lavabo en todas pero con un servicio común; el doblado con el depósito del agua en el último piso; y, debajo de todo el edificio, la bodega con las conservas, los jamones, la matanza y las dos pipas de vino de Aragón, la del denso vino tinto, casi negro, y la del fresco clarete. Me pareció escuchar en la vieja cuadra aneja los ladridos de la Olga, la perra canela, que me barruntaba y los pasos ágiles y ansiosos de la Culebra, la galga, como si se dispusiera a saludarme con la portentosa elasticidad de su cuerpo. De cuando en cuando cantaban los machos de perdiz de Valentín, colocados en los alféizares de las ventanas, escuchando tal vez el reto de alguno de sus congéneres desde lo alto de las laderas.
- Chico, bájate a la bodega a por vino –solía decirme Valentín
Y yo bajaba y aspiraba con fuerza la goma que entraba en la pipa y, aunque algunas veces me ainaba con la brusca irrupción de un trago inesperado, se derramaba manso el vino en una garrafa de media arroba que, luego de llena, me subía al bar.
Por la noche el bar era el centro social de los pocos vecinos que en Esteras quedaban y también de alguno de Benamira que se bajaba a pasar el rato. Por allí desfilaban el tío Manzanero, y el Cucho, el Anchetas, el Josetas… y nunca faltaban los dos pastores de Esteras: el Goyo, alias Tomatoma, que llevaba sus propias ovejas y el Mariano, el Colorao, que llevaba las del amo.
- Goyo, ayer subí donde me dijiste que viste la liebre y lo que me topé fue con una víbora de dos palmos que a poco me jode la perra.
- Toma, toma… como no se ha echao aún el frío en condiciones.
El Colorao era ya viejo, no le faltaba mucho para jubilarse y tenía la piel permanentemente roja, casi escamosa, por el sol. Tenía pocas ganas de bromas y el cuerpo aterecido por los muchos fríos pasados y cansado por tanto andar y desandar laderas. Había veces que Valentín, a una señal, le preparaba un bocadillo porque el amo, aquella noche, se había quedado algo corto con la cena. A veces, el Valentín le sacaba historias de antes y, sólo entonces, el Colorao se animaba y hablaba un poco, con dos tenues chispillas en los ojos…

Un coche del servicio de mantenimiento de la línea del AVE me sacó de mi distraída concentración. Me levanté del mojón y girándome le seguí con la vista. Tiró en dirección a Benamira pero, a media vega, se metió a la izquierda por una pista nueva de tierra que debía subir a donde las vías del AVE.
Decidí pasear un poco y, yo también, seguí la carretera a Benamira.
Todavía estaba en pie el colmenar del tío Cabra. Sí, allí a la izquierda de la vega, en mitad de la ladera. ¡Cómo le gustó aquella ladera al Colás la primera vez que le traje!
Me acuerdo que dijo:
- ¡Sarvi, déjame que te desvirgue la escopeta, que esto esta lleno de muestra de conejo! ¡A ver qué coño te has comprao!
Iba yo tan contento con mi escopeta nueva, recién comprada aunque para pagar en plazos, y dispuesto a estrenarla ese día con mucha más voluntad de tirar que maestría. Y, el Colás, como siempre, me convenció de que esa era la costumbre, que la escopeta te la tenía que estrenar un compañero veterano, o sea, él. Claro, como yo iba con mi escopeta nueva, una LIG expulsora, paralela clásica, pues había comprado cartuchos Legia de 34 gramos… qué menos, oye, en fin, un lujo para la época. El Colás me pasó su vieja escopeta y me dijo que esa se lo cargaba todo por costumbre. Pero, para mi desgracia, no cambiamos también de cartuchos y el Colás, con sus cartuchos del Galgo Verde, llevaba a medio día cinco conejos, dos liebres y dos perdices y yo, por mi parte, un buen cabreo, pues los Legia, una vez disparados por el trabuco del Colás, ni me permitían abrir la escopeta o, cuando después de mucho esfuerzo la abría, no salían nada fácilmente las vainas de los cañones. Al llegar al coche al fin de la jornada, aparte del cabreo, yo no llevaba nada. En ese momento acerté a una paloma de casualidad y el Colás con mucho cachondeo dijo:
- ¡Mu güeno, Genri! ¡No tienes tú que sembrar todavía los restrojos de perdigones!

Miré al otro lado, a la ladera grande que estaba por encima de la general, puerto de Esteras arriba. Recordé que fue allí donde, un desvede, maté mi primer par de perdices. Y eso que la primera se me fue por llevar el seguro, que hay que joderse hasta que espabilé.

No estaba muy lejos de Benamira, así que ya subí hasta el pueblo. Busqué el callejón donde vivía el tío Cabra y claro que lo encontré, pero la casa estaba hundida y los cardos en la entrada me llegaban al pecho. Recordé el día que me perdí por la nevada en lo de Sayona y Villaseca y cómo, siguiendo desde muy lejos el débil rumor de la carretera, anochecido ya y casi extenuado, llegué a ver unas luces que, totalmente despistado por el temporal de blancura, no sabía de qué pueblo eran. Era Benamira, el tío Cabra me metió en su casa y me templó el cuerpo con unos chorizos y unos vinos junto a la chasca que en el hogar de su cocina ardía…

Dejé la caza hace muchos años. Ya lo dijo el Colás:
- Tan así como siempre. Ahora que ya les cascas de cojones vas y lo dejas. ¡Papo, Sarvi, con lo que te ha costao y lo bien que ya te las trompicas!
Le agradecí aquella vez que, en lugar de decir tan gilipollas como siempre, dijera tan así, pero le entendí igual. Sin embargo, para entonces, el Colás ya era viejo y lo que más le gustaba era buscar la liebre y yo, que no era viejo, me desengañé y comprendí que la caza menor camino llevaba de desaparecer, si no ha desaparecido ya en muchos lugares. Creo que hice bien dejándolo, ni me ha pesado, ni he querido volver. Llegó un momento que tan poca había que más que cazar me parecía estar acabando con los últimos preciados ejemplares de fauna salvaje en España. Eso no me parecía ya cazar y, de lo de la caza puesta, ya no hablemos, mejor dejarlo ahí…

Pero no era eso lo que me ocupaba ahora, sino los recuerdos de aquellos parajes en que me encontraba.
Pocos años después me encontré al Goyo, el Tomatoma, casualmente en Sigüenza. Acababa de vender, ese mismo día, su rebaño de ovejas y se iba a Barcelona. Nos dimos la mano, ambos con tristeza, y nos despedimos sin entretener mucho los adioses porque los dos sabíamos que no volveríamos a juntarnos nunca.
Al Mariano, el Colorao, llegué a verle, jubilado ya, con una hermana que tenía en Guadalajara pero, el hombre, muy cascado ya, murió pronto.
María Luisa falleció, de repente, para los carnavales de 1993 en su pueblo natal, Yunquera de Henares. Claro que ya pasaba de los setenta y pocos.
A Valentín le invité a comer en Almazán en el 2000, luego fui a verle a Saelices de la Sal, su pueblo, en otra ocasión. Durante estos últimos años le llamé por teléfono algún día pero, en estas pasadas navidades, todos los teléfonos que de él tenía habían sido anulados.

Regresé despacio hacia el cruce, hacia la vieja Casa Valentín-Bar Jalón, ya sin nombre. Con la fachada blanqueada, privada de sus rasgos, como si hasta la misma casa hubiera quedado amnésica y anónima. Experimentaba, según me iba acercando, una sensación muy diferente de las que otras veces había sentido desandando aquel mismo terreno. Cuando, por ejemplo, por los tupidos rastrojos bajaba con la Olga cazando codornices; o cuando oía al tuno del Colás: ¡Sarvi, qué la veo, qué la veo!, por la ladera o en algún ribazo; o cuando veía venir como una exhalación a la Culebra, la galga, que parecía que me iba a llevar por delante y sólo en el último segundo no me atropellaba. Juraría que la Culebra se reía de los sustos que me daba.
Me paré otra vez a mirar la casa cerrada.
Y me dije cómo, con el paso del tiempo, se me iba haciendo cada vez más fácil encontrar tantísima tristeza en los mismos lugares donde solía encontrar tanta felicidad.
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28 junio 2009

Babirusa


Al leer, el artículo de Isidro Martínez “El viejo y el impostor” he encontrado palabras que me han gustado por lo bien empleadas que están. Algunas las he buscado en el diccionario para cerciorarme de su sentido y, como las palabras son como las cerezas que al tomar una salen otras prendidas, me he entretenido un rato.
Quizás, cuando Isidro lea esto, se reirá de mí atrevimiento pues todo esto para él es cosa más que vista, sabida y estudiada, pero para otras personas, tan poco puestas como yo, puede que sea interesante y curioso conocer estas palabras.
Algunas de las palabras encontradas las conocía, pero otras no y, así me he enterado de que al rayón, que es la cría de jabalí con el pelaje rayado, se le llama cochastro mientras es jabalí de leche. También se le llama berrenchín al vaho que arroja el jabalí cuando está furioso. Que al colmillo del jabalí, además de llamársele navaja, se le llama también verroja y que, por tanto, el verrojazo es el golpe que pega el jabalí con los colmillos. Que cuando el jabalí ronca al percibir la proximidad de gente, se dice que rebudia y a ese ronquido se le llama rebudio. Sin embargo, cuando el jabalí gruñe, al verse perseguido, entonces arrúa, del verbo arruar. Que barrearse es la costumbre que tienen los jabalíes de revolcarse en los sitios con barro, en las bañas. Que se llama cota a la piel callosa que recubre la espalda del jabalí y se conoce por escudo a su espaldilla, o sea, lo que sería nuestro omoplato. Que el remolón es el colmillo de la mandíbula superior del jabalí y sus cerdas se llaman también sedas y setas. Que los aguzaderos son los sitios donde los jabalíes acuden a hozar y a aguzar los colmillos.
También parece que a los machos jóvenes se les llama bermejos, tal vez por la tendencia que estos animales tienen de jóvenes a ser jaros, o sea, rojizos, y que a los machos viejos se les llama macarenos, aunque de este nombre no he encontrado razón como no sea la de chulo o bravucón por el aspecto imponente de estos animales. Y que suelen estos viejos macarenos ir acompañados de un jabalí joven al que se le conoce por el nombre de escudero. Al parecer los escuderos hacen de aprendices pero, por su impericia, entran en zonas o sitios peligrosos antes que el macareno al que acompañan, pagando con su vida la imprudencia y librando al viejo macho frecuentemente del peligro. No sé si será así pues yo, de todo esto, hablo por oídas y por lo poco que he leído. Sin embargo, es todo muy curioso.
Las palabras de este párrafo anterior son, en su mayoría, palabras del argot cinegético, pues también se llama a los jabalíes viejos: navajero, verraco, solitario, catedrático, etc.
Es curioso los nombres que al jabalí se le dan en algunos países como, por ejemplo, babirusa al jabalí asiático y cariblanco en Costa Rica. ¿Llamaría usted con el delicado nombre de babirusa a un animal tan contundente?
Como diría el Colás:
- Papo, Sarvi, no me jodas... babirusa. ¡Huy babirusa!
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26 junio 2009

¡Tumeeeee...! ¡Tumeeeee...!


Pocas veces le regalan a uno cosas entrañables.
Mi paisano Isidro me ha regalado un relato. Más que el relato, que siempre será suyo, porque sólo a él pertenece lo vivido, me ha regalado la primicia de leerlo. Una deferencia por su parte y un placer para mí. Así que, primeramente, decirle que se lo agradezco mucho.
Isidro es una de las pocas personas que conozco a las que puedo llamar cazador sin mentir. Toda la orografía provincial y aún otras más alejadas están detalladas en su cabeza con más precisión que en el Google solo que grabadas, no por satélite, sino por medio del sudor y del cansancio de los músculos y de las articulaciones y del ojo, que en todo se fija y lo deja nítidamente en el cerebro. Por eso, he leído su artículo con el gusto que se tiene por las cosas que fueron pero que uno está seguro que, en puridad, desaparecerán tal y como las conocimos. Sé que lo que he leído es ya un testimonio.
Para quienes pasen de la caza o abominen de ella, decirles que no es éste un comentario sobre escopeteros, ni sobre hazañas de francotiradores abatiendo animales, ni sobre monterías de postín en las manchas más pobladas de los cotos de la jet, ni sobre ojeos de perdices al estilo de los Santos Inocentes… no es nada de eso, aunque podría serlo. Será, si lo consigo, un mero comentario sobre la veracidad de las cosas y otras virtudes poco practicadas y, sobre todo, sobre la honradez.
El relato de Isidro está lleno de palabras extrañas para los profanos. Palabras que los recién llegados al mundo de las monterías, utilizan ostentosamente para darse pisto de entendidos, pero que sólo los expertos esforzados conocen con la intensidad precisa que guarda cada una. Las ladras, las trochas, las cuerdas, los sopiés, las traviesas, las sucias, los ansias, los rastros, los navajazos, los agarres, los cortaderos, los cercones, los punteros, los tarascazos o las tarascadas, el deshacer el rastro… son palabras utilizadas por él en su relato de modo que vienen siempre al pelo. Pero también, cuanto cuenta, está poblado de sentimientos y en sus letras, cuando habla de los perros, se encuentra uno con los afectos simples, la amistad, la fidelidad, el mutuo reconocimiento, los cuidados, el respeto, la solidaridad, las curas, el compañerismo entre hombre y animal y, por encima de todo, algo que las personas estamos olvidando: la negación, obstinadamente tenaz, al abandono.
Decididamente, llega este hombre a personalizar a sus animales y a sentir la caza tal como ellos la sienten, y se atreve a decir que los hombres hemos de hacernos merecedores de ellos, de los perros, y, después de leer su artículo y su libro Cazadores de Blanco, creo que tiene razón. Da la sensación de que hasta consigue, y lo tiene a mucha honra, ser uno más de entre ellos. Porque, salvando excepciones, entre humanos y perros, se queda, sin ningún titubeo, con los últimos. Creo que únicamente le ha faltado decir, y puede que lo piense, que sólo los cazadores que se hagan como perros, gozarán del reino de los cotos celestiales. Suponiendo que en los cielos haya cotos, lo cual está por ver. Que libres, al menos esos pagos, los piensa Isidro, si es que en alguna parte existe la justicia y se encuentra la razón esa que nos define a todos como iguales.
Todos estos sentimientos se enfrentan dentro de él cuando compara el mundo de los perros y perreros, que para él es el mismo, con el de los monteros y, como si tuviera un gato metido en el estómago, le irritan tan profundamente algunos, que toman ese nombre, que le descomponen hasta dejarle mudo de la ira acumulada.
Habla Isidro, de algunos pocos monteros, maravillas, pero, en general, no tiene buen concepto de esa peña. Y es que en su larga experiencia ha tenido ocasión de ver de todo, en particular muchas variedades de ignorancia mezclada con desprecio.
Cuando confronta lo que siente, con lo que algunos monteros le provocan, sufre y calla. Porque él sabe muy bien que ningún perro devuelve desdén, indiferencia, crueldad, traición, desinterés, desprecio cuando alguien se le entrega como amigo. Todo lo contrario. Pero Isidro, a lo largo de sus vivencias cinegéticas, ha visto como algunos colegas de su especie son capaces de creer que el dinero puede suplir su desconocimiento, que puede pagar su estupidez, cubrir su insensatez, disimular su cobardía o enterrar bajo una capa de dignidad sus miserias como si fueran un perro más al que se entierra en el anonimato que, como poco, nunca mereció.
Lo cuenta Isidro:

¡Tumeee...! ¡Tumeee...! Gritaba el perrero, ronco ya. La montería había terminado muchas horas antes. Era noche cerrada, cuajada de estrellas, y helaba en la sierra. Seguía caminando el perrero, sembrando de pistas de olor el monte y, con sus voces, el aire de señales conocidas que, botando y rebotando en las peñas, eran llevadas lejos por el eco. Un perro no había sabido deshacer su rastro y volver al lugar de la suelta, pero un perrero de ley no abandonará a su perro perdido o herido. De tales abandonos sólo son capaces los que hacen que esta vida sea tan perra.
Un abrazo, paisano, aunque a ser amigos, estamos llegando casi sin conocernos.
Una caricia para el Ligero y otra para el Poll la próxima vez que los recuerdes o te los topes en tus sueños por alguna barranca de la sierra. Sí, no se te olvide.
Gracias.

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24 junio 2009

Leyenda de la Matahombres


Era la primera vez que Lázaro escuchaba hablar a un empleado del hotel de aquel modo tan reservado, como si en secreto lo hiciera. Fue en una de las tertulias que tras el ocaso y hasta bien entrada la noche solían celebrarse espontáneamente en el patio trasero del hotel. Los cansados camareros, caras ajadas de ojeras y cuerpos duros de piernas por el incesante ir y venir cotidiano, los sudorosos cocineros, anatomías atufadas por los calores de los hornos y los fuegos y apestando a esa mezcla de olores que los fritos meten en la piel y en la ropa, y hasta el mequetrefe del botones prestaban atención embelesados.
No había mujeres presentes. Se conoce que habían esperado a que éstas se recogieran o, con su actitud arisca y despectiva, las habían prácticamente echado como solían conseguir a poquito que lo intentaran.
El que hablaba era uno de los camareros más viejos, un veterano de la hostelería perito en gente, conocedor de engaños y falsedades y ducho en cualquier ocultación de las frecuentes que en los hoteles solían darse y que, a los viejos como él, nunca pasaban desapercibidas por mucho que se disimularan o se pretendieran inexistentes.
Lázaro, sentado en la penumbra que le procuraba la noche, iluminada por sólo un par de bombillas de poco voltaje, y que más se acentuaba por estar bajo una vieja higuera que le ocultaba de la débil luz, no perdía detalle de lo que el camarero maduro iba diciendo paciente, lentamente, como desgranándolo con pereza de sus recuerdos lejanos y, tal vez, nostálgicos.
… De aquella, de la que yo os hablo y ahora recuerdo, puedo deciros que no era alta pero tampoco menuda. Todo en ella era amablemente curvo. Su mismo cabello ondulaba suave como un remate dulcísimo a una cara ovalada, sin aristas, de contornos como difuminados, de labios perfectos, amplios, regulares, hechos aún más acogedores por un rosa intenso de pintura de labios… y todo en ella era suavemente dulce, casi empalagoso, sobreentendido de belleza, con cadencia sorda en los andares, como una armonía musical perfecta…
Nunca hubiese supuesto Lázaro que aquel camarero maduro supiese hablar así. Esto hizo que atendiese aún más a su interesante descripción.
…Hasta sus tenues imperfecciones eran atrayentes. Un defecto casi imperceptible en las palas, que ella disimulaba siempre al sonreír, le daba un aire real a aquel rostro tan inasequible, de esfinge, y solamente la finísima disparidad, imperceptible para cualquiera, en el mirar de sus ojos negros, la convertía en única. Pero, sin embargo, era en ellos donde tenía el veneno, en la mirada que salía por esas ascuas oscuras se escapaba toda la intensidad sensual que no sabía reprimir ni modo había de hacerlo, que se revolvía por brotar por algún lado desde el interior sofocante de aquella mujer de sensualidad tan animal. Mirarle los ojos desde cerca era aún más excitante, si cabe, que hubiera sido acariciar su vulva o sus hermosos pechos.
- ¿Qué es la vulva? –dijo un pinche de cocina.
- El coño, gilipollas –dijo a coro el grupo de devotos oyentes, molestos por la interrupción del muchacho.
…Porque, como os decía, era de tal potencia la sexualidad que su mirada trasmitía que aseguraban, quienes llegaron a gozarla, que a través de ella le brotaba el penetrante olor a sexo, que sólo las mujeres ardientes, orgullosas, inteligentes y dominadoras exhalan por ahí, y podía también leerse en sus pupilas el brutal deseo de atraer y entregarse, al mismo tiempo, al ser elegido en cada momento, más allá de cualquier limitación o, mejor aún, dispuesta a probar todo, lo nuevo y lo viejo y lo distinto y lo inesperado, en su ansia irreflexiva de gozar y ser gozada. Era de un erotismo tan salvaje, tan ilimitado, que, quien cayera en él, podría no volver a salir jamás, absorbido por un remolino tan potente que le impelería a morir dando placer a aquella suma sacerdotisa de la pasión que ardiendo, como la zarza de la biblia, no se quemaba pero devoraba la razón y el pensamiento de todos sus amantes que, en ella, se consumían como teas de resina…
Lázaro estaba admirado por la extraña locuacidad iluminada del veterano camarero.
…Decían que ya había matado a varios pero, quienes sentían en su pupila la mirada de su deseo, no eran capaces de evaluar el riesgo y, ciegos, corrían a ella sin ser dueños de sí. Contagiados, perdidos, sin posibilidad siquiera de imaginarse lo que ya eran, peleles muertos de antemano, leños anónimos en aquella pira inextinguible...
Entonces le interrumpieron. Pero las cosas que se oyeron ya no tuvieron nada que ver con el fino relato del viejo.
- Mira, un hermano mío, también se enchochó con una tía. Era una golfa de campeonato pero, ¿qué tendría la cabrona?, que aún a sabiendas de que se iba con quien le daba la gana, no podía ni quería de ningún modo dejarla el majagranzas de mi hermano. Y, para que lo viera, un día me fui con ella en sus narices, pero ni por esas. Se negaba a dejar de frecuentarla y quería, además, casarse con ella, el muy lila. Para él no existía el desengaño. No.
- Pues yo recuerdo que en mi pueblo…
Pero ya el viejo no prosiguió el relato, ni los otros, empeñados en contar sus anécdotas adocenadas, se lo pidieron. Apuró su cerveza escuchando los comentarios chabacanos que, a costa de su descripción inacabada, se habían levantado atropelladamente y, al rato, se marchó sin decir nada y, por el gesto, casi arrepentido de haber rescatado aquellas memorias del lecho viejo del recuerdo acolchado por los años.
Lázaro se quedó perplejo y casi al momento trasladó las frases sabiamente hilvanadas del experimentado viejo a la visión de la mujer del señor Maurici, de aquella inefable Lola que le parecía el colmo de lo visto. Lo más exacerbado de la atracción animal en cualquier mujer conocida. Ni la imagen de Lola ni la narración del camarero dejaron su mente en toda la noche. La pasó en blanco. Su juventud le hacía una victima propiciatoria a ser inmolada sin solución ni voluntad en semejante altar. Inerme.
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17 junio 2009

Diempures


La cabecera del río Sorbe comienza a formarse seriamente a la sombra, si sombra diera, del viejo, destartalado, olvidado y semiderruido castillo de Diempures, entre los términos de Cantalojas y Galve y perteneciendo su altozano al primero, que todo hay que decirlo.
Apenas queda nada. Esto es hoy un desierto, del cual, ni siquiera muchos conocen el nombre. Y lo más que puedes encontrarte es alguna vaca despistada y recelosa que tampoco esperaba compañía.
Primitivamente fue un castro cuyo precipicio, sobre el arroyo de la Virgen, hacía de muralla natural. Se salvaba este arroyo por un vetusto puente, también de pizarra, poco antes de que éste confluyera con el río, casi en la misma conjunción. Ahí se iniciaba el camino que, paralelo al Sorbe, la fortaleza custodiaba y que nos llevaba aguas abajo camino de la desparecida fortaleza de Peñahora donde el Sorbe se junta con el Henares y acaba su viaje. Porque el Sorbe es un río modesto, pero de aguas limpias, que, en cuanto deja las montañas no quiere saber de más trámites y, desapareciendo, le cede su caudal al Henares. De una fortaleza a otra viajaba. Hoy de las pocas ruinas de Diempures a las inexistentes de Peñahora, de la que la que sólo queda el nombre para los pocos que lo recuerdan. Es en lo que ha parado tanta fortaleza.
- ¿Un castillo dice, una fortaleza?, ¿dónde se ha visto?, hecho de pizarra. ¡Vaya ejemplo de arquitectura militar?
- Pues no se ponga usted a pedir mojigangas ni gollerías, que las murallas de Lugo, que son mucho más antiguas, más importantes, más voluminosas y más estratégicas son también de pizarra, tienen más de 2 kilómetros y ahí las tiene usted en su sitio desde hace más de 1700 años.
- Sí, pero las murallas de Lugo se conservan y de este castillo de Diempures sólo queda su puerta principal y un par de trozos de paredes anejos a ella y eso si no se desmoronan cualquier día o no se han desmoronado ya.
- Pero es que el Sorbe y el arroyo la Virgen, que en la falda de su cerro concurren, no concitaban, ni concitaron nunca, las mismas ambiciones que la plaza de Lugo. Así que bastante es lo que queda y, aún diría que es milagro que algo se conserve. Y no venga usted poniendo tantas pegas, que de otros lugares no quedó piedra sobre piedra. Portento parece que aquí, siendo todo esto más frágil, más humilde y montaraz, queden todavía estas pocas pizarras para darnos una idea de lo que aquello fue.

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16 junio 2009

Otra guerra del fin del mundo


No se me da nada bien escribir sobre las cosas que me indignan. Pierdo el sentido literario que siempre camina del brazo con el lenguaje indirecto y me desbarato, me indigno y me descompongo.
Los que hemos vivido unos cuantos años intuimos, y la intuición es un saber primario que raramente se equivoca, que la humanidad volverá a perder esta guerra apenas iniciada. Claro que eso equivale a decir que una mínima parte de ella, o sea los de siempre, la ganará. Serán las empresas del petróleo, de la madera, de la minería, serán las grandes empresas transnacionales de sectores diversos quienes la ganen. Cierto que también quienes las forman son parte, aunque insignificante, de la humanidad, pero son la parte rapaz y, como sostienen las normas del equilibrio ecológico, las rapaces son el vértice de la cadena trófica y no su base. Esa gentuza debería de dejar ya de ganar guerras.
A esa base, a la gente normal, a los que van a perder, a los de siempre, es a quien llamo humanidad y no a los cuatro desaprensivos codiciosos que, tradicionalmente, han esquilmado la tierra, robado sus derechos a sus pobladores y dejado tras de sí una estela horrible de planeta quemado que, a todos, más o menos directamente, nos perjudicará. Y digo cuatro porque proporcionalmente siempre han sido cuatro los que se han postulado y erigido en usufructuarios exclusivos de un mundo que a todos nos pertenece. Parece que, a estas alturas, estos tipos de guerras debieran dejar de ganarlas los de siempre, por eso de que, normalmente, estamos convencidos los humanos de que habitamos en el mundo más justo de cuantos han existido. Al mismo tiempo, las consecuencias de perder estas guerras son ya muy conocidas, han sido divulgadas y pormenorizadas y todos, al menos en teoría, abominan de ellas por injustas, pero además por inconvenientes y perjudiciales para todos.
Me estoy refiriendo a esa penúltima guerra desigual, vergonzosa y medio silenciada y casi camuflada del Perú. A esa penúltima guerra, en el fin del mundo, en la que el aparato oficial de Alan García, orondo presidente peruano cargado de infinitas razones legales y derechos avalados por la democracia, se enfrenta con unos trescientos mil indígenas y les acusa de no tener derecho de reyes para que sobre sus tierras de la Amazonia peruana no se ejecuten las directrices que las instituciones del país apruebe. Ya la forma de dirigirse a los indígenas da mucho que pensar. Y también pretende cargarse de razones por lo que intenta hacer, por lo que se propone.
Esos indígenas son el uno por ciento de la población del país y, por si su inferioridad numérica no fuera suficiente, se encuentran divididos en más de 60 etnias. Ellos han habitado esa Amazonia, sobre la que ahora legislan otros, desde tiempo inmemorial. Se trata de su casa. Se agarran a los derechos de las minorías, de los débiles, de la defensa de la tierra, de la naturaleza, de las culturas minoritarias. Pero Alán García aprueba decretos de expropiación de la parte peruana de la Amazonia y considera las tales expropiaciones como necesarias para el desarrollo nacional del Perú, como si hubiera descubierto con las tales medidas la cuadratura del círculo de la miseria venidera. Desarrollo nacional, qué gran expresión, como si el bien común se hubiera inventado para exterminar minorías. Una vez más son los débiles los que van a desaparecer bajo la maquinaria de la industria y nunca importará si llevaban razón, pues Dios no apoya a los buenos cuando son menos que los malos y son también más pobres y no comulgan con la cultura dominante y son además, lo último que ya se puede ser en nuestros días: indígenas, que, para algunos, es casi equiparable a la condición animal. Y no lo digo porque yo lo piense sino por cómo veo que les tratan y se dirigen a ellos.
Y estos indígenas se resisten bravamente a vender la selva, que es su madre y, si lo miramos bien, también la nuestra, a las todopoderosas multinacionales. Se resisten a ver las tierras de sus antepasados convertidas en concesiones, se oponen, en suma, a la privatización de la selva que siempre fue de todos. ¿Quién nos lo iba a decir? Privatizar la selva, como si no tuviéramos ya el planeta entero privatizado y no hubiésemos catado ya las amargas consecuencias de ello.
Y los indígenas dicen que ya han matado a más de cien de ellos, pero el gobierno del orondo Alán dice que son ellos los que matan a indefensos policías. No me cuadra lo de los indefensos policías masacrados por indígenas descalzos.
Y los indígenas dicen que “la ministra mandó a la policía meter bala” y “que jamás darán pie atrás” en la lucha por su tierra y su derecho. Que les van a matar pero que ellos prefieren el antes muertos que el ceder su tierra.
Y el gobierno dice que los indígenas, que entre sí todavía tienen el afecto de llamarse hermanos, forman parte, nada menos, de una conspiración internacional. ¿Conspiración internacional? Se me parte el corazón ante tanto cinismo.
Entre los pies descalzos y la lanza por un lado y la razón de estado, el egoísmo y el dominio de todos los poderes, por el otro, el desenlace final no es difícil de pronosticar.
Pienso en todas las personas sencillas que he conocido y reflexiono sobre cómo, poco a poco, el poder en todas sus facetas les ha ido echando de sus lugares y les ha convertido en siervos, denominados bajo distintos eufemismos, a su conveniencia. Algunos dicen que estas cosas son las servidumbres de nuestro siglo pero yo creo que esto es lo de siempre. Tanta codicia, tanta voracidad, tanta rapiña, les estamos consintiendo a unos pocos salvajes que no indígenas, que terminaremos siendo todos por sus consecuencias engullidos. Puede que la cosa empiece a verse en serio cuando el planeta, esquilmando, no tenga ni pueda ya producir recursos suficientes para todos. Entonces nos pasará la factura de todas las guerras que ganó el llamado progreso y que perdió la humanidad. Pagaremos el precio de todas las guerras silenciadas, libradas y perdidas en el fin del mundo. Siempre sabremos dónde estuvo la razón aunque muchos se empeñaron en que la legalidad vigente dijera otra cosa. Ésta no será una excepción porque las guerras del fin del mundo siempre las perdieron los que fueron sus héroes, aunque a éstos los arcángeles les subieran al cielo y todos, además, lo viéramos venir.
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15 junio 2009

El tratamiento


El tío Ureta el viejo, herrador y alcalde de Aldeanueva, no terminaba de confiar en el médico nuevo. No era que hubiera hecho, hasta el momento, nada mal ni nada malo, pero había ciertos comportamientos del galeno que, sin ser ilegales ni moralmente censurables, no le parecían de recibo ni siquiera normales. Por ejemplo, eso de verle sentado en el porche de su casa, junto a su mujer, y que en cuanto ésta, que solía estar moviendo una pierna en cuyo pie calzaba una chancla, lanzara la chancla de una patada a ocho o diez metros, él saliera corriendo, se la trajera y se la calzara en el pie desnudo y, así sin dejarlo y sin hablar, se pasaran media tarde. Pues no harían mal a nadie, pero al tío Ureta el viejo no le gustaba pero ni lo más mínimo.
Un día vinieron a avisar del cercano pueblo de Pardiepal, que no tenía médico pero que entraba en la jurisdicción médico-veterinaria de Aldeanueva, de que a la Libradita le había dado el ataque. Enseguida avisaron al médico y el tío Ureta el viejo, mosqueado como estaba con el doctor, decidió acompañarle por conocer a la Libradita y a su familia y por fingir una deferencia hacia el doctor que, en realidad, era curiosidad, intriga y también desconfianza por el tratamiento que a la Libradita pudiera administrale.
Tras hora y media de camino llegaron a Pardiepal y a los dos minutos a la casa de la Libradita. Ya desde la calle se oían los gritos de ésta y, en cuanto entraron a la alcoba donde estaba, observaron sus horrorosas convulsiones, tiriteras, temblores, castañeteo de dientes, espasmos y cómo sus ojos parecían girar dentro de sus cuencas como canicas locas… Y todo esto, se incrementó y se aceleró aún más en griterío y aspavientos con la entrada del doctor y del tío Ureta el viejo.
El médico observó a la Libradita como medio minuto, sin moverse y sin decir palabra. Luego dijo:
- Traigan un balde grande de agua y las dos toallas más esponjosas que tengan.
Al poco tenía ante sí lo pedido. El médico empapó ambas toallas en el agua y mientras lo hacía dijo que desnudasen por completo a la Libradita. Esto mosqueó un poco al tío Ureta el viejo, porque la Libradita andaba por los dieciocho, pero hizo seña de que lo hicieran, que un médico siempre es un médico y además estaban presentes la familia y él que, al fin y al cabo, era una autoridad.
La Libradita ni siquiera en cueros disminuyó la intensidad de sus gritos ni lo retorcido de sus convulsiones. El médico enroscó las toallas como si fuera a escurrirlas pero, cuando parecía que había terminado, comenzó a darle a la Libradita con ellas tales zurriagazos que sus gritos y espasmos cesaron de repente y cómo viera que aunque ella había cejado en su actitud el doctor no paraba de darle, se metió debajo de la cama buscando protección. El galeno la sacó a rastras, agarrándola de un tobillo, y continuó con el tratamiento sin compasión, aplicándoselo sobre el santo suelo hasta que se cansó. Los presentes estaban asombrados pero, al ver la eficacia de la terapia, no abrieron la boca.
El médico, en cuanto terminó, se ajustó las ropas y salió sin más palabras de la casa, excepto las indispensables para despedirse de la familia. El tío Ureta el viejo y él regresaron pausadamente a Villanueva disfrutando de la brisa que traía la tarde y sin forzar el tranco tranquilo de las mulas. A la Libradita no sólo se le pasó el ataque, sino que en los ocho años que aquel médico tan raro estuvo en Villanueva no le volvió a repetir.
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14 junio 2009

Amor maternal


Sí, tenía que reconocer que era una madre apasionada. Y no lo era sólo por el modo en que había criado a su hijo, sino por cómo se había involucrado en todo lo suyo, en sus estudios, en su formación, en su adolescencia, incluso en su vida, hasta un extremo en que quizás no debiera haberlo hecho. Pero es que deseaba a toda costa preservarle del dolor, de la decepción, del hecho de que un muchacho como él pudiera, con tantas buenas cualidades como le adornaban, verse condenado al fracaso o a la triste mediocridad por cuestiones aleatorias, secundarias, ajenas, pero cuya importancia a él, todavía muy joven, se le escapaba.
A su hijo, lo único que le faltaba era experiencia y desconocía que algunas equivocaciones, aparentemente sin importancia, podían cambiarle la vida y hacer que no llegase a ser el tipo brillante y triunfador para el que su madre le sabía plenamente dotado. Que su hijo no estaba destinado a ser ningún majagranzas.
Y esa niña caprichosa, esa mema carente de fundamento de la que el pobre se había enamorado como un tonto, como un pasmarote, como un meliloto, era la mayor, si no la única, de sus equivocaciones juveniles. Si por ella fuera, la ahogaría con sus propias manos, la asfixiaría con una almohada o la degollaría como a un pollo, en cualquier caso, la sacaría a bofetadas de la vida de su hijo… Pero esa putilla lo único que hizo de mérito fue llegar a tiempo y coincidir con las primeras calenturas sentimentales y físicas de su hijo, tres años atrás. Y, él, ¿qué iba a hacer?, pues lo que todos los hombres, enamorarse como un gilipollas, como un hebén, de lo primero que se le presentó, de la primera calentorra dispuesta a abrirse de piernas y decirle, con ojitos de carnero degollado, que él era el amor de su vida. ¡Qué poco seso tienen los hombres! Y, encima, el poco que tienen cómo lo pierden con el sexo. En cuanto cambian la segunda ese por la equis, están perdidos.
Ella había confiado en que, con el paso de un tiempo razonable, él solito llegase a la conclusión de que aquella muchacha no era para él, de que no estaba a su altura y que poco a poco aquella relación tan desigual, ¡dónde iba aquella ignorante, sin ninguna clase, con su hijo!, se hubiera disuelto como la mini atmósfera fétida de un pedo follón ante el ímpetu de los frescos, sanos y limpios vientos de la sierra. Que todo hubiera sido, como la adolescencia de su hijo, algo brusco y sorpresivo pero pasajero.
Pero, sin embargo, qué bien había sabido ella engatusarle, cómo le había robado aquella personalidad genuina que su hijo tenía antes de conocer a aquella lagarta en celo, a aquella cerda verrionda, cómo le había enseñado a tener ojos sólo para ella, cómo no le dejaba solo ni para mear, qué sentido del acaparamiento el de aquella descarada, qué dominante, y cómo, de su hijo, estaba sabiendo hacer un payaso inane a su servicio. Lo dominaba como a una marioneta de trapo ¿Dónde tendrán los ojos los hombres?, que cuando quieren percatarse de las cosas, los muy tontos, es ya demasiado tarde. Si a ella le valiera…
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13 junio 2009

Sin religión


Iba yo caminando por la calle con idea. O sea, con botas de senderismo, gafas de sol, gorra y un par de manos de protector solar Extrem, que no lo digo yo, que lo pone en el frasco, cuando vienen de frente dos mujeres bien guapas. Me digo, oye, qué bien esto de poder ocultar lo descomedido de mi chafardería bajo el anonimato que dan a la mirada los cristales oscuros. Qué gusto poder, por tanto, mirar tranquilamente tras estas gafas de piloto de Phantom sin que tengan motivo para torcer el gesto y hasta les pueda dar por llamarme baboso, pues mi mirada quedaba discretamente oculta.
- Perdone, no le haremos perder mucho tiempo. Es sólo una encuesta –va y me dice una.
- Ah, pues bueno –a punto estuve de añadir: ricuras, pero por una vez cerré a tiempo la bocaza.
- Pertenecemos a los Testigos de Jehová.
- Ah, pues me alegro, pero yo es que no soy de ninguna religión, se lo puedo jurar –dije con un poco de guasa, pensando que esto les motivaría a la polémica e intentarían redimirme de ese gravísimo sin dios.
Pero fue un error porque mis palabras les debieron parecer lo más horrible que habían oído en los últimos tiempos. Y está claro, luego lo pensé: que uno del Madrid puede discutir con otro del Barça, pero como den con otro que no le guste el fútbol pues entonces no hay bola que rascar. Sin decir adiós, ya que les dejé claro que no creía en él, y sin siquiera una mirada de conmiseración para mi hipotética desgracia, dieron una raboteá y se marcharon escopeteadas, casi como cuando a Drácula le rocían con agua bendita.
Cada día me llevo peor con la gente religiosa porque, claro, enseguida le discriminan a uno y le miran por encima del hombro, y es que eso de llamar a dios de tú diariamente les da unos fueros…
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12 junio 2009

Organización

¿Qué ocurriría si cincuenta acordeonistas, por ejemplo, se pusieran a tocar simultáneamente en la Plaza Mayor? ¿Y si, además, lo hicieran todos los días? Seguramente terminarían cansando, abrumando, agobiando y la gente protestaría por tanto músico pedigüeño junto y, probablemente, les echarían.
Eso no ocurrirá. Dos gitanos con suéter negro controlan el flujo de acordeonistas rumanos en la plaza. El viejo manda al joven que, a regañadientes, obedece o, mejor dicho, termina obedeciendo siempre. Le manda tantas veces y a tantas cosas como se le ocurre. El joven se insolenta y protesta, pero el viejo le mira con desprecio frío, sin perder el talante, y no hace caso de sus gestos y bravatas porque sabe que el joven terminará siempre obedeciendo. Son morenos, cetrinos, el viejo es barrigudo y el joven es cimbreño y tienen, permanentemente, cuando miran la plaza, un gesto amenazador, como anuncios mudos de un peligro latente. Comen los bocadillos, que el viejo le mandó buscar al joven en el último recado, y beben unos botes de cerveza mientras controlan el flujo de personal en la gran plaza. Ocupan butacas de una de las terrazas sin consumir nada, pero nadie les llama la atención ni les incomoda, bien por gentileza del dueño o bien porque éste desea tener la fiesta en paz. Nos descubren observándoles y nos miran desafiantes, con indisimulada chulería y con cara de estar dispuestos rompernos el bautismo a poquito que insistamos, pero mantienen las formas porque, hasta ahora, todo les va bien. Enseguida se desentienden de nosotros.
Llega un nuevo acordeonista, les presenta sus respetos y se sienta con ellos. Espera con calma a que el acordeonista que, en estos momentos, va tocando de terraza en terraza acabe su ronda. Él no empieza la suya hasta que los dos de negro le dan la venia. El que ha terminado, un acordeonista que ha tocado mientras su mujer pasaba el platillo por las mesas, vuelve al lado de los dos calorros. Se sienta a su lado mientras la mujer, algo apartada, permanece de pie. Fuma un cigarrillo junto a ellos y apenas cambia cuatro palabras. Luego arreglan cuentas y se va. Al poco rato llega otro, les saluda y se sienta a esperar su turno. El ciclo continúa. Organización europea.
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07 junio 2009

Truchas


El ingeniero agrónomo don Luis Maria de Saransón y Bofarull-Maqueda visitaba la reserva nacional del Alto Tamarón Ribagorda. Mandó parar a su chófer el Land-Rover en un extremo del puente de la hoz de la Tejonera Martirio, pues deseaba hablar con uno de los guardas. Éste, distraído, fumaba en el puente con la mirada perdida en la transparencia del agua que descendía rápida y en remolinos y produciendo un fragor que, a cierta distancia, aislaba de cualquier otro sonido.
Descendió don Luis María del vehículo y se dirigió hacia el viejo guarda forestal. Cipriano Talón, que había salido de su ensimismamiento por el frenazo del coche, vio acercarse al ingeniero con su traje de sportman inglés y su porte distinguido. Sabía quien era pero nunca había hablado con él. Cipriano se centró sobre el pecho su banda acreditativa de cuero que incluía chapa ovalada y dorada de forestal, se estiró para que su cenceño cuerpo cundiera en el traje de pana, tentó que su tercerola estuviera bien colgada del hombro y se ciño el sombrero de fieltro gris con banda verde, mientras veía acercarse a don Luis María. Se saludaron, el ingeniero confianzudo y el guarda envarado y atento.
- Dígame, Cipriano, ¿se ve mucha trucha en el río?
- Pues mire, don Luis María, no tanta como hace años pero aún se ven algunos buenos ejemplares.
- ¿Y son especimenes de trucha común o de trucha arcoiris?
- Antes todo lo que había era trucha común pero ahora es al revés, cada día se ven menos comunes y más arcoiris.
- O sea, Cipriano, que percibe usted un claro retroceso de la trucha autóctona.
- ¿La trucha autoqué?
- La trucha autóctona.
- No, esa que usted dice, no la hemos visto nunca por aquí. Esa, aquí, no se conoce. Se lo garantizo.
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06 junio 2009

Antes había otro respeto


Tuvieron que ir al antiguo palacio. Llevaba habilitado muchos años como casa cuartel. El guardia de puertas les dijo que subieran a la primera planta y preguntasen allí por el subteniente Malaespina o por el cabo Serantes. Tras subir por unas escaleras de madera que crujían a cada paso llegaron a la primera planta. Titubearon indecisos, caminando por el suelo de vieja tarima, hasta dar con una oficina abierta que tenía dentro un mostrador con un guardia escribiendo detrás y otra pequeña sala aneja con la puerta también abierta. Les atendió el cabo porque el subteniente se dedicaba ese día a la intervención de armas.
- Veníamos a por un certificado de buena conducta.
- Esperen en esa sala –dijo el guardia sin mirarles.
El guardia, en mangas de camisa, tecleaba un oficio en una vieja Remington. Los dos muchachos se sentaron en el único banco de madera que había dentro de la sala indicada. Estuvieron un buen rato escuchando el ritmo de la máquina romper el monótono e incómodo silencio de la espera.
Desde allí vieron entrar al sargento. Les miró de soslayo y torció el gesto. Se dirigió sin titubear al mostrador que había delante del cabo mecanógrafo y dejó el tricornio sobre la madera sin que el cabo dejara de teclear el documento en el que estaba concentrado. El sargento se quitó con gesto rutinario los correajes y la pistola reglamentaria y lo depositó todo junto al tricornio. Pausadamente se desabotonó la guerrera y luego se la quitó también. La colocó, cuidadosamente doblada, junto a lo demás y, soltándose los botones de los puños de la camisa verde, dobló pacientemente las mangas de ésta hasta quedar bien arremangado de ambos brazos. Los muchachos observaban, en silencio, sin perder detalle y pensaban que el sargento se estaba poniendo cómodo por salir de servicio o algo así, pues no tenían ellos mucha idea de la vida cuartelera. Fue entonces cuando, el suboficial se giró y les miró fijamente. Se frotó las manazas una contra otra, se quitó el reloj y se lo metió en un bolsillo del pantalón. Apenas hecho esto enfiló decidido hacia la sala desde la que los muchachos le habían visto prepararse de tal guisa. Súbitamente entendieron.
Según avanzaba, sin dejar de frotarse las manos, preguntó con voz firme:
- A ver, Serantes, éstos, ¿qué han hecho?
El guardia Serantes, hasta ese momento concentrado en su oficio, levantó la cabeza e inmediatamente comprendió la situación.
- ¡Quieto, quieto, mi sargento!, que no han hecho nada, que han venido a por un certificado.
- Ah, bueno. Eso es otra cosa. ¡Haberme avisado antes, hombre!
Los dos muchachos comprendieron desde aquel día el respeto que inspiraba en España la Guardia Civil. Puro respeto.
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04 junio 2009

¡Qué sabes tú lo que es una hija!


Don Arturo vivió los valores, por llamarlos de algún modo, de su tiempo. Ya de joven alternó a su novia de siempre, naturalmente sin que ella lo supiera, con unas y con otras. Se justificaba con esas frases, tan horteramente exaltadas en el patrimonio cutre nacional, de que pudiendo hacer felices a muchas por qué hacer feliz a una sola; o esa otra, tan delicada, de que la legítima no manda en el sobrante; o aquella, tan poco igualitaria como ajena a la sutileza, de que un hombre viene siempre limpio.
Quiso el buen Dios o la Providencia o quien quiera que estuviera de servicio, si es que lo estuvo, y que repartiera las suertes con que los hijos caen, que a don Arturo le correspondieran dos hijas en el lote.
Al cabo de los años, cuando las hijas se hicieron mocitas, las estructuras mentales de don Arturo, que tan ampliamente permisivas habían sido para su propia juventud, se estrecharon hasta lo impensable para con la de sus hijas. Adornó esa intransigencia, tan propia de los hombres de bien y de los criterios vaticanos, con todo tipo de refranes que al caso venían y que, por supuesto, daban la razón al estricto progenitor, el otrora libertino don Arturo, en sus castas precauciones bienintencionadas:
Que si la mujer cuanto más retirada más buscada.
Que si la que da el culo a besar nada tiene más que dar.
Que si el buen paño en el arca se vende.
Que si el hombre es fuego y la mujer estopa y siempre hay un diablillo cabroncete que va y sopla.
Que si la mujer y el vidrio siempre en peligro.
Que si la vergüenza en la mujer se conoce en el vestirse…
Total, que a las muchachas no les quebró la pierna y las encerró en la casa, como decía otro de sus refranes preferidos, porque junto con la madre eran tres y le convencieron, con bastante dificultad, de que ese trato hoy en día lo prohibía hasta la sociedad protectora de animales. Aún así, habían de estar las hijas en casa como mucho a las diez y mejor a las nueve, ir siempre acompañadas y escuchar cada día varias veces lo de siempre:
- ¡Isabel, Aurorita, hijas mías, el respeto! No os digo más: ¡el respeto ante todo! ¡No lo olvidéis ni un momento, hijas mías! ¡El respeto, siempre! ¡El respeto! –afirmaciones que hacía gesticulando mucho, con los ojos casi fuera de las órbitas como si fuera a darle algo, y gritando de menos a más hasta el último respeto, que ya era como el bramido de un miura.
- Sí, papá, no lo olvidaremos.
- ¡Prometedlo!
- Sí, papá. Lo prometemos.
- ¡Juradlo!
- Sí, papá. Lo juramos.
- Bueno, pues ya sabéis, en casa antes de las diez y que no me digan que os han visto separadas y menos con chicos y menos aún por los parques oscuros y...
- Sí, papá. También lo prometemos.
Y las niñas se marchaban los sábados y domingos, que eran cuando les dejaban salir, con su respeto entre las piernas. A la vuelta, el interrogatorio del dónde y el cómo y el con quién y el a qué hora… se hacía pesadísimo, hasta que don Arturo se serenaba y se cercioraba de que el respeto seguía como siempre, en su sitio, calentito pero intacto. Como debía ser.
De la hija mayor, Isabel, se enamoró pronto un muchacho que, advertido enseguida de cómo se las gastaba el padre, ideó la manera de poder salir con la muchacha. El asunto no fue fácil pero, con paciencia, logró encontrar un amigo de su familia que lo era a su vez de don Arturo. Le persuadió, con esa pesadez pastueña de los enamorados, de que la muchacha le gustaba de veras y le rogó que hablara con su padre pues temía que, de enterarse, éste se presentara donde fuera y, con hija o sin hija delante, le midiera las costillas con algún garrote o le montase alguna zapatiesta pública y vergonzante. El amigo no estaba por la labor, pero la insistencia, obtusa y becerril, del muchacho enamorado terminó venciendo la reticencia del pobre hombre a ser él quien pusiera el cascabel a don Arturo. También el amigo temía que éste se encolerizase y terminase la cosa degenerando en un pifostio tan poco previsto como deseado. El caso es que finalmente prometió hablar por él ante el estricto padre. Pero también le dijo que no garantizaba ningún buen resultado.
Cuando el profesor don Tirso Satrústegui de la Mierla, catedrático del instituto local, le insinuó por primera vez a don Arturo la posibilidad de que un buen chico, serio y de buena familia, se interesara, con las más castas y rectas intenciones, por su Isabelita, a poco le da un parrús a don Arturo.
- ¿Pero qué me insinúa usted, don Tirso? Pero si mi Isabelita es una niña.
- No le hubiera molestado si no se tratara de un buen muchacho.
- Pero, ¿qué buen muchacho ni qué ovejita lucera? Si mi Isabelita lo que tiene que hacer es estudiar.
- No está reñido lo uno con lo otro, don Arturo y, además, su hija mayor cumplirá dentro del año los dieciocho, así que no veo yo una relación tan prematura.
- ¿Pero cómo relación, pero qué relación? ¿Pero qué me está usted proponiendo?
- No le propongo nada. Sólo quiero que piense que todo esto que le digo no deja de ser lo natural.
Poco más habló don Tirso con don Arturo en aquella ocasión. Pero insistió otras veces y otras más y, a fuerza de insistir, hizo bueno el refrán que dice que tanto lame el perro que a veces saca sangre. Con esto consiguió al fin que, el paladín del respeto, accediera a que los muchachos se vieran y se trataran en lugares públicos y conforme a la decencia y las más morales de las costumbres. Pero añadió también, el paladín, que advirtiera al de las rectas intenciones de que, como le pillara besando a su hija o, no lo permitiese Dios, la niña perdiera el respeto, lo mataba donde lo encontrara por éstas que son cruces.
Don Tirso informó al muchacho y la relación comenzó a funcionar en los términos que aparentemente se fijaron y en los que a Isabelita y Ricardo, que así se llamaba el chico, les petaba permitirse cuando no había delante ojos ajenos.
Con el paso de las semanas don Arturo estaba cada vez más airado, más mosqueado, más suspicaz, más endemoniado por la sola sospecha de que su hija querida, su joya, su tesoro, estuviera por ahí, como hacen todas, zorreando a sus espaldas con ese gilipollas al que no quería ni ver y cuyas rectas intenciones, bien sabía él, iban guiadas por los efluvios del coño de su hija. A él con historias, ni rectas intenciones ni cojones, ¡ni que se hubiera caído de un nido el día de antes! Estos se creen que yo me he criado debajo de un tomillo, pero, ¡ah rediós, como los pille…! ¡Dios quiera que no los pille, porque entonces los mato a los dos en el sitio!
- ¿Qué murmuras, Arturo? –le interrumpió doña Aurora, su mujer, rompiendo sus amargas elucubraciones.
- Nada, que esta chica mayor me tiene negro con el novio.
- A todos los hombres os pasa lo mismo con las hijas. Os ponéis celosos cuando se las llevan. Las mujeres, para eso, somos más sensatas…
- ¿Sensata tú? ¿Pero es que no te das cuenta? ¿Qué pinta nuestra hija con ese tío por ahí? ¿Qué sensatez es la tuya? ¿Y tú, te llamas sensata? Si me valiera…
- Tranquilízate, hombre, que vas conduciendo y nos vamos a matar. Lo que quiero decir es que nosotras comprendemos mejor el ciclo de la vida…
- Pero, qué ciclo ni qué cabecitas de hostias salteadas… qué puede que ese… que se la esté… mira no quiero ni pensarlo.
Era ya de noche y buscaban donde aparcar en la calle. Fue al pasar lentamente delante del portal de su casa, buscando sitio, cuando vio a los novios abrazados, besándose con pasión, dentro, en la acogedora penumbra del portal. Don Arturo frenó bruscamente en el centro de la calle, echó el freno de mano, salió del coche imprecando al cielo, dejó la puerta abierta, las luces encendidas, el motor en marcha y se lanzó hacia la puerta del portal con el trapío de un vitorino citado de largo por José Tomás.
- Lo sabía, si es que lo sabía…
- Sujétate, Arturo, que es tu hija…
- Se van a enterar… los rajo…
- Mira a ver lo que haces, que cuando pierdes la cabeza no eres tú…
Pero ya era tarde don Arturo irrumpió en el portal a pecho muerto. Espumeando por la boca, se lanzó sobre la pareja que, sorprendida, no tuvo tiempo de reaccionar. Le agarró a él por el cuello y, mientras la aterrorizada chica comenzaba a chillar, parecía que lo iba a ahogar.
- Hijo de puta, te tengo que matar…
El muchacho sorprendido recibió a continuación un puñetazo en la mejilla que le hizo caer al suelo. La chica no paraba de gritar.
- Cállate, so puta, que en cuanto acabe con éste cabrón te va a tocar a ti…
Fue en ese momento cuando la sofocada doña Aurora acertó a entrar en el portal y, ganando a tientas el temporizador de la luz, lo pulsó y ésta se hizo. Y con la luz, don Arturo se puso rojo como la grana, de la barbilla hasta la cocorota de la calva. Era la vecina del tercero, con el novio, la que estaba de tierna y amorosa despedida. Las disculpas que salieron por su boca, las cortesías, las reverencias, el no saber qué hacerse, el limpiarle con un pañuelo la cara al agredido, el llamarle hijo mío pidiéndole perdón…hacían parecer a don Arturo lo que era, un tipo ridículo. Además, todo ello aderezado por los muchos bocinazos y pitidos que ya daban en la calle los varios coches detenidos y las risas histéricas, imposibles de sofocar de doña Aurora que, sentada en la escalera, se ahogaba entre sus propias carcajadas y las lágrimas que éstas le provocaban.
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03 junio 2009

Lola


Era un viernes por la tarde. Hacía bastante calor, un calor que pedía desidia, y era la hora de la siesta por lo que el hall estaba desierto. Fue entonces cuando entró aquella mujer con decisión. Lázaro jamás la había visto, pero ella, como si conociera el hotel, avanzaba desenvuelta desde la puerta, mirando al frente y sin extrañar nada. Por su apariencia no era la cliente tipo, todo lo contrario. Nada que ver con aquellas turistas rubicundas vestidas de cualquier manera o con bikinis chabacanos o con ropa chocante que los mirados y los cursis llaman, muchos aviesamente, desenfadada. Vestía una falda negra hasta justo debajo de la rodilla, con dos rajas discretas a los lados para facilitarle el caminar; y una blusa de raso, blanco marfil, con un inusual escote en pico, ni exagerado, ni pacato, sin esas horribles trasparencias que evidencian el sujetador o su ausencia. Erguida y elástica de movimientos, calzaba unos zapatos de tacón que realzaban sus piernas torneadas y le daban prestancia. Más que alta era esbelta y muy proporcionada, además, sabía moverse con una elegancia felina y discreta. Aparentaba no mucho más de treinta años. Tenía el pelo y los ojos muy negros, casi azabache, y la piel muy blanca, los labios carnosos y pintados de rojo. Por lo demás, no iba demasiado maquillada. El cabello lo tenía corto, espeso y muy rizado. Y, a Lázaro, ante su belleza inusual e inesperada se le subió un rubor tan inoportuno como intenso sólo de contemplarla. Era de las mujeres que no se olvidan. Aquellos ojos, oscuros y brillantes, y el rostro enmarcado por el rizado pelo negro parecían irradiar una luz que el muchacho no había visto nunca y que le mantenía impresionado. Temía que, si se dirigía a él, fuera incapaz de contestarle por el azoramiento que de arriba a abajo le tenía paralizado por fuera y convulso por dentro.
- Hola, Lola, ¿qué tal viaje has tenido?
El amable tono en el que Joan se dirigió a la desconocida le sacó de su ensimismamiento a la par que le libró de atender, nervioso aún más por su rubor, a la desconocida. Ésta pasó por delante de su mostrador secundario sin mirarle y entró tras el mostrador de recepción para saludar a Joan con dos besos.
- Bien, Joan, hoy no venía excesivamente lleno el coche de línea pues desde Barcelona han salido varios en esta dirección y me ha tocado el último, con pocos pasajeros.
- ¿Dónde está Mauri?
- Supongo que estará supervisando el comedor. Pasa, seguro que lo encuentras en sus dominios.
- Hasta luego, Joan.
- En la cena o a la noche nos veremos –dijo Joan amablemente.
Joan miró a Lázaro. Éste, embobado, no podía apartar la vista de la silueta de aquella mujer que se alejaba, en dirección al restaurante, dejando tras de sí un halo tenue de perfume caro.
- ¿Qué te parece la dona?
Lázaro, reportándose, primero cerró la boca, luego miró a Joan y con una voz extraña balbuceó con unción verdadera.
- Creo que no he visto una mujer más guapa en mi vida.
- ¿Y eh que sí? Pues ahí la tienes, a ver a Maurici. Suele venir a verle de vez en cuando y ya se pasa aquí el fin de semana.
- No me imaginaba que el señor Maurici tuviera una hija así.
- Cuidado, Lázaro, no es su hija. Es su mujer. No vayas a meter la pata.
- ¿Pero…?
- Sí ya sé que te sorprende, pero Maurici no es tan viejo como parece ni Lola tan joven como aparenta, aunque efectivamente se llevan unos años y se nota.
Lázaro quedó impresionado por la revelación. El señor Maurici era un hombre que aparentaba más de cincuenta años. Extremadamente serio, impecable siempre, sumamente educado y muy callado, se daba un aire a los artístas de Hollywood de los años veinte. Esos que salían de frac en las películas mudas. Siempre impoluto con su traje negro de solapas brillantes y su pajarita negra sobre la tersa camisa blanca. Era un hombre de interiores. Parecía el señor Maurici un ser que desde los principios de los tiempos hubiera habitado en el hotel, que no saliera jamás de él y al que incluso la luz del sol molestara. Pálido, casi verdoso, con grandes arrugas marcadas a los lados de los labios, era una hombre taciturno, triste, al que Lázaro no había visto nunca sonreir.
La familia de Joan tenía una especial relación con el señor Maurici y con su mujer Lola y, los fines de semana que ésta venía, era aceptada como si fuera una más de la familia. Lázaro se dio cuenta enseguida. Por otro lado, Lola, como su marido tenía trabajo siempre, solía levantarse tarde, acercarse a la playa y venir a tomar el vermú al hotel antes de comer con los jefes. Durante el día apenas podía estar con su marido, ocupado siempre en sus tareas, y, por lo tanto, solamente pasaba con él las horas de intimidad nocturna en la habitación. A Lázaro, con una visión tan provinciana de la vida, aquella pareja, más que llamarle la atención, le deslumbraba y le intrigaba. Y, eso sí, cada vez que se cruzaba con la Lola, como la llamaban los catalanes, a sus esquemas anteriores sobre lo bella que podía llegar a ser una mujer se les caían todas las guías.
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