28 diciembre 2013

XI.- El Renuncia: Vivir por vivir

Seguía su camino sin dejar de pensar y dio el Renuncia por recordarse en alguna buena sensación del pasado. Y, sin proponérselo, se marchó a la infancia.
Vivir por vivir. Era la sensación que recordaba.
Cuando los muchachos que se cambiaban de ropa en el aula discutían sin cesar sobre las incidencias del partido, él pensaba que había sido feliz jugando. Con eso le sobraba, y no entendía cómo sus compañeros, algunos amigos, perdían el tiempo con aquellas discusiones baldías e interminables. A él le había bastado el hecho de jugar para ser feliz. Daba igual el resultado, ¿para qué servía el resultado de un partido de patio de colegio? No le preocupaba el desenlace de ninguno. Jugar sí que le apasionaba pero, en porfiar, no encontraba aliciente. En ganar o perder no estaba el fin. Ganar o perder, ¿qué más daba? Todos habían disfrutado, ¿no?
Y, sin embargo, el desinterés por aquellas nimiedades marcó su vida. Porque no alcanzó a comprender que el objetivo de los demás fuera ganar y que, lo de jugar, fuera algo incidental. Es decir, ya desde crío, entendió al revés el aprendizaje de la vida. Y, lo que aún era más grave, creía que su criterio era fiable, efectivo y útil. Pues pensó siempre que el disfrute colectivo, en lugar del interés individual, movía el juego. Y ese error lo extrapoló a la vida. Y se empeñó, durante mucho tiempo, en ser honesto, leal, íntegro y humano pero jamás aprendió a mudar de criterio para adoptar, en caso necesario, la cualidad contraria. Ni comprendió tampoco que la cualidad principal que da la educación a los seres humanos es la de haberla recibido, para después, si se es sensato, administrar los principios conocidos al propio antojo.
Entonces no entendió que, contrariamente a su criterio, sus compañeros, desde tan jovencitos, se habían adaptado a la realidad mucho mejor que él. De hecho, se estaban ejercitando en las prácticas usuales en la vida.  Ellos ya sabían entonces lo importante que era no admitir jamás un resultado adverso, por obvio y objetivo que fuera. Habían comprendido que la negación de cualquier realidad, contraria a sus intereses, era la política que regía el mundo y, con los años, se dio cuenta de que no se engañaban. Supo que el inmaduro fue él por pensar que el ejemplo del esfuerzo era generador de otros esfuerzos, el sudor era el lubricante del progreso, el empeño era la dirección más corta hacia los objetivos, y que, todos ellos, servían para justificar sobradamente la existencia de las gentes y, sobre todo, para mejorarla. Luego, y eso era lo inexplicable, venía la muerte. Pero de ese vivir por vivir, jugar por jugar, algo bueno habría quedado para los que siguieran. Eso sí, la muerte le parecía un punto final sin sentido. Porque después de tanto bueno, qué necesidad había de morirse.
Sólo los años terminaron por demostrarle que tales ideas no conducían a nada brillante y que todo eso, que él veía primordial, estaba supeditado a las perpetuas controversias e intereses personales que finalmente regían el rumbo de las cosas. La dialéctica valía más que la práctica, la elucubración más que el esfuerzo, la teoría más que los hechos, la astucia más que la honradez, la especulación más que el trabajo.
Así llegó a saber que el trabajo, el esfuerzo y las rectas prácticas, siendo cosas imprescindibles a un nivel bajo, es decir, popular, para hacer que la comida llegara a las bocas de los humanos, eran, sin embargo, ocupaciones rudas y ordinarias. Todas ellas estaban reservadas para el submundo de los crédulos. Un mundo de ingenuos irredentos, un hatajo de ineptos que pensaban que la honesta dedicación era la clave del progreso, una caterva de débiles mentales o que no tuvieron acceso a una educación de calidad y que, incluso trabajando duro, eran unos conformistas y, por tanto y paradójicamente, unos vagos.
Y así, todo ese grupo de mentecatos vivían en el convencimiento de que, cuanto más merecedores de confianza fueran en todo, más apreciados y considerados vivirían y mantendrían en su existencia el noble sentido de la dignidad.
Alguien, muchos años después, ante algunos de sus llanos planteamientos le dijo con ironía condescendiente:
-        Amigo mío, es usted demasiado lineal. El mundo está gobernado por personas especializadas en no hacer jamás lo que dicen, auxiliadas por otras que no dicen jamás lo que hacen y, entre las unas y las otras, terminan por hacer casi todo tan incomprensible para el vulgo, como provechoso para ellas.
Él comprendió al momento que era un modo fino y educado de llamarle idiota. Y, de hecho, quienes se molestaron en observarle notaron en él una sonrisa de tal.
Y en estas cavilaciones y recuerdos iba enfrascado el Renuncia, cuando se dio cuenta que estaba llegando el centro de la ciudad.


11 noviembre 2013

Otro domingo


Cansado un sábado más de la rutina, esa de tomar unas cañas y decidir la hora de salida y el paraje de caza del domingo, me dejo llevar y quedo con el Tomasín y el Choti en el bar El Pesebre.

La amanecida del domingo resultó airada y nubosa. Los Alcobanes, el paraje elegido, resulta familiar y, al mismo tiempo, distinto y nuevo por los jirones de nubes bajas que se deshilachaban desde el pinar y bajan rasgándose por el Altillo Redondo hasta la linde con Tordelloso y el alto de la Muela. Los parajes son los de siempre, pero el clima y la luz los dibujan contra un fondo distinto, son los milagros de los días de caza: convertir lo de siempre en algo diferente cada vez.

Lo cierto es que me daba igual el puesto que me dieran en la mano pero, como de costumbre, cada uno adelantó su ruta:

-        Yo me voy por abajo -dijo el Tomasín- que no veas la semana que he tenido y lo cansado que estoy.

-        Yo iré a media ladera –dijo el Choti.

Y como éramos tres, yo dije que me cogería la mano alta, y lo dije con la misma resolución irrevocable que si fuera una decisión personal, siendo, como era, la única posibilidad que me dejaron. El humor siempre es bueno y, por otro lado, la caza es tan aleatoria y caprichos que nunca se puede decir de una mano que sea mala.

Tardé cinco minutos en ponerme en el alto. Entre los calveros y la última fila de pinos de lo de Romanillos. Desde allí veía avanzar a mis compañeros. No era previsible que nada surgiera de aquellas ondulaciones yermas del alto, como no fuera alguna liebre que estuviera esperando en las lomas altas el calor de los primeros rayos de sol, si es que salía.

Pero no fue liebre lo primero que vi, sino un grupo de seteros que serpenteaban el pinar a tal velocidad que en lugar de las estáticas setas parecía que corrían tras algún bando de perdices buscándoles el tiro. Como si fueran a cambiarles de sitio los níscalos. Oye qué codicia. Y pensé que era lo normal, que así somos todos, que, seguramente, esa es la naturaleza de los humanos.

Espantada por los recolectores salió una torcaz en los demonios y, por si acaso, le solté el izquierdo, no fuera a ser que no tuviera otra oportunidad de tirar en el día. Pegó un envite hacia arriba y luego un par de sesgos, dejando una pluma remera que fue bajando al suelo lentamente como un recuerdo de su paso.

Cuando asomaron por los bajos del Altillo Redondo, el Tomasín disparó súbitamente. Serían perdices que andaban por los bajíos, cerca de los rastrojos. Pero no le vi intención de cobrar y sí de seguir avanzando deprisa hacia el barranco. Era el que nos separaba del puntal que, dejando a la izquierda la mole de la Muela, nos llevaba a la linde Tordelloso. Apuré el paso para cerrar el paso de las perdices por el alto, si es que lo intentaban, pero no hubo más tiros. Tampoco yo tuve a la vista perdiz alguna que cortar. Tediosa aquella mano, como siempre.

Al llegar a las tablillas el Tomasín y el Choti dijeron que tres o cuatro habían cruzado al imponente cerro de la Muela. Temí por un momento que me cambiaran de mano y me metieran a la alta pero, picados por las perdices o apiadados de mis años, me dijeron que continuara por la mano baja. El Tomasín se encaminó lentamente al alto y el Choti continuó a media ladera.

Ya habíamos casi rodeado el cerro. Por la parte baja hacía yo mis esfuerzos por rebasar una tras otra las múltiples chorreras escavadas por el agua, profundas y pobladas de retamas. Abajo había otro tío cogiendo setas. Y, justo entonces, cuarenta metros por debajo de mí, chilla la Fary y surge una liebre entre las retamas y enhebra hacia abajo. Sólo le suelto el primer tiro, se trompica, pero la perra la lleva en los hocicos y no tiro el segundo por no herir a la Fary y porque el tío de las setas me hizo ser prudente.

-        Cógela –le grito a la perra.

-        Va pegada- dice el Choti desde arriba.

Pero lo cierto es que la liebre, tras hacer unos extraños, se pierde de nuevo entre las jaras de las chorreras excavadas en la falda del monte por la erosión. La perra abandona el rastro y yo pienso que se me ha ido, porque la liebre es blanda de morir y, como decía el Colás, es un animalito mu sanguino y en cuantito le tropieza un perdigón se desangra.

-        Va pegada –insiste el Choti.

Pero entonces se escuchan tres escopetazos de la repetidora del Tomasín y una perdiz, que baja de lo alto como un misil, se le mete encima al Choti. La veo bajar y le aviso, pero nada, se la traga aunque le suelta los dos tiros.

Terminamos de dar la vuelta a la muela, ellos casi por arriba y yo más bien bajo. Van rápidos en la creencia de que va a saltarles alguna otra perdiz. Yo voy por un trozo de la ladera casi limpio. Camino deprisa pero un tanto indiferente porque allí no es fácil que se queden las patirrojas. La Fary, que no me abandona ni a sol ni a sombra, se pica por debajo de donde yo voy. Habrá pasado alguna apeonando, me digo.

Pero es entonces cuando, en lo más limpio, a unos treinta metros, sesgando de arriba abajo, una rabona como un zorro se desencama, se echa las orejas al lomo, acelera la carrera como un torpedo de pelo y se me cruza limpiamente sesgando mi camino hacia adelante. Ni siquiera me altero y, mientras sigo la limpia trayectoria con los cañones, vuelvo a recordar al Colás: “Mírala, Sarvi, mírala. Si va diciendo: Sarvi, mátame.” Le tomo limpiamente los puntos y suelto el tiro en el momento justo. Da una voltereta por el efecto de la bajada y queda yerta. Ni un segundo tarda la Fari en morderla ávidamente.

Bueno, al menos no me voy de bolo. Aunque la liebre ha sido de las que uno sueña que le salgan, atravesada y en todo lo limpio. ¡Cuándo me veré en otra!

Damos otra vuelta a la Muela. No vemos nada. El Tomasín está mosca porque se le fue la perdiz a cascaporro. Al terminar la vuelta le salta otra al Choti inesperadamente, cuando dábamos por terminada la mano, pero se le va hacia atrás y la marra. Les digo donde se ha dado pero sólo el Choti está por ir a por ella. Vamos pero no salta. Seguramente nos ha burlado ladera arriba.

Se han hecho las 11 y media y noto que están deseando acabar e ir a los coches. Volvemos bordeando un campo de girasoles por debajo del Altillo Redondo. Yo me voy por arriba por si se ha quedado alguna en los aliagares.

A trescientos metros salta una perdiz que se larga más allá de donde están los coches. El Tomasín y el Choti me vocean.

- Llégate al coche y deja la liebre. Tira ladera adelante a por la perdiz y nosotros te esperamos en la taina Vernete con los coches, allí te recogemos.

Espoleado por la posibilidad de poder tirar a la perdiz, cruzo en un plis plas el barranco que nos separa de los coches, dejo la liebre y enfilo a toda velocidad por la ladera que finaliza en el camino de la taina.

La Fary, contagiada de mi excitación, va rápida, a mi paso, veinte metros más abajo por la ladera. Cuando llevamos cuatrocientos metros de ladera comienza a picarse, deduzco que la perdiz efectivamente se ha dado por allí y, según avanzo, mis ojos miran en todas direcciones. Doscientos metros más adelante, a punto de llegar a la taina, la perdiz salta lejos por la parte más alta de la ladera. Pero me pilla listo, le tomo los puntos, tiro de la mano y la veo caer. La perra no tarde cinco segundos en cobrarla. ¡Coño, todavía no se me ha olvidado tirar a las perdices en Atienza!

Al minuto llegan con los coches y yo les recibo tan contento con la perdiz en la mano.

05 noviembre 2013

Envidia




A la ocho en punto llegó el Choti. El Tomasín y yo teníamos listas las perras en su jaula, así como las escopetas y los avíos de la caza en el coche.
-        ¿Qué? ¿Al final te has traído al Jumbo?
-        A regañadientes se ha venido –dijo el Choti, y añadió con seriedad- No sé qué le pasa al jodío perro. Yo creo que está deprimido.
-        ¿Igual le has tenido que dar un Lexatín?–contestó el Tomasín con una sorna que se le salía de la boca.
Mientras enfilábamos para el alto de la antena con el coche, le pregunté al Tomasín:
-        El Choti habrá dicho lo de la depresión del perro en plan de cachondeo.
-        Que no, que se lo cree, que lo ha dicho en serio.
Me callé el “no me jodas”, pero no me hubiera pesado el pronunciarlo.
Dejamos los coches junto a una pila de pacas de paja a un kilómetro del alto de la antena. Éramos los primeros en llegar y enseguida nos dispusimos a iniciar la mano, tomando la suave ladera que llevaba a rodear el cerro de la antena por detrás. El último día de la codorniz habíamos visto un número inusual de perdices en aquel paraje, así que fuimos diligentes a pesar de que, casi seguro, lo de las perdices ya lo sabría medio pueblo.
Apenas iniciada la caza por aquella ladera suave pero poblada de espinos y manchada de macizos de aliagas, que nos rozaban al pecho, chilló el Choti:
-        ¡Me cagüen… que ha transpuesto la liebre ahí delante!
-        Y pa qué no la has tirao –gritó el Tomasín.
-        Si es que llevaba el seguro puesto.
-        ¡Hay que joderse!, ¡bien empezamos!
Al llegar al cerro de la antena, me tocó la parte baja y las dos perras, que no se separaban de mí, empezaron a picarse, especialmente la Fary, la braca de seis años de toda confianza. La Tiqui, una perrilla negra garabita de casi el tamaño de una liebre, la imitaba, pero eso, la imitaba, porque no es perra fogueada ni de fundamento.
Enseguida, el Choti, que iba a media ladera, avisó de que el bando había saltado. El Tomasín lo corroboró desde arriba, pero yo no pude ver nada.
Con toda cautela terminamos de rodear el cerro y nos encaminamos a la abrupta ladera que da sobre la huerta del Juan Ramón, allá, en vertical, cien metros más abajo. Al asomar las sentíamos seguras. Pero nada, ni verlas, ni un aleteo, ni un movimiento extraño.
¿A derecha o a izquierda?- me dije.
Pero la duda la resolvió el Choti que, con autoridad, nos gritó:
-        ¡Bájate tú, que el Tomasín se quede arriba y yo iré a media ladera! Vamos hacia la taina la Mimbrera.
Íbamos hacia la derecha. Teníamos por delante los dos kilómetros de linde que, terminando en el paraje de Cantaperdiz, nos unían con el término de Cinco Villas.
El de arriba no iba mal, pero el Choti y yo, que llevábamos la media y la baja ladera, nos abríamos paso entre la fronda de matorral bajo como podíamos. Al rato el sol salió del todo y, caminando hacia el Este, nos ofendía en los ojos como un rayo. Sacamos los sobreros, arrugados desde agosto. La mañana se había quedado calma y soleada cuando llegamos sobre Cantaperdiz pero, de caza, ni verla.
-        Pero, cómo se van a meter aquí las perdices, en esta puta espesura. Seguro que han cruzado sobre la huerta del Juan Ramón y se han dado en el Calvario- dijo el Choti.
-        Sí, pues ya son las diez y, si queremos volver allí, otra hora tenemos de camino- puntualizó el Tomasín.
-        Pero, ¿os habéis fijado en la mañana que se ha quedado y en el paisaje? –dije yo por decir algo y porque, además, era verdad.
-        Eso sí, a lo mejor con este panorama, este día y esta calma, se le pasa la depresión al perro del Choti- dijo el Tomasín burlonamente mientras se encía un cigarrillo.
Tras unos minutos de descanso volvimos a desandar lo andado. Ya había un cazador por los rastrojos bajos, linderos con Cinco Villas, que nos atronó con tres cartuchazos de repetidora y, por los altos, vimos a otros que aguantaban en ellos, seguramente viéndonos y pensando que les íbamos a ahuecar las perdices de la malísima ladera que recorríamos de vuelta. Aquí, cada cual más listo. Como toda la vida.
Fue casi al llegar al sitio donde habíamos empezado, cuando la Fary coenzó a dar señales inequívocas de rastro de perdiz. Justo en lo más espeso de los aliagares. Las dos perras estaban a mi lado, pero la primera perdiz voló de arriba, justo coronando la ladera. Como no la vi, el tiro del Choti me sobresaltó y sentí los plomos soplar por encima de mí, a mi derecha. La había marrado y súbitamente, a ras de los espinos, el animal se me echó encima. No sé adónde mi ansiedad largó el primer escopetazo, pero la perdiz pasó silbando junto a mí ladera abajo. En un instante me reporté y pensé que debía tomarle los puntos un poco por debajo cuando ya se alejaba velozmente de mí, impulsada por la tremenda inercia de la cuesta. Acerté en esa segunda oportunidad, que la vida nos niega tantas veces, y la perdiz fue a caer allá abajo, en el primer rastrojo que se iniciaba bajo la broza de la cuesta. Bajé lo más rápido que pude temiendo que, pese al pelotazo, fuera de ala y apeonara hasta perderse en la maleza.
Al llegar al rastrojo era la perra garabita, la inexperta pequeñaja, la única que me acompañaba y la que vio a la perdiz correr por el rastrojo y, en un momento, se hizo con ella. La otra perra, la braca, la fiable, había seguido por el alto enfebrecida por el rastro. Pero, tras mis llamadas, bajó al fin para ver cómo le recogía de la boca la presa a la perrilla. Le ofrecí la perdiz a la flamante braca para que se saciara de su olor, pero la perra no hizo ni caso de la oferta y se marchó altiva de mi lado para irse con el Tomasín. Cosa que me sorprendió.
Reanudamos la mano y sugerí que la llevásemos hasta el final, mucho más allá de donde la iniciamos a la ida.
Para animar al Tomasín y al Choti les dije que me subiría a lo más alto y que ellos continuaran por donde íbamos.
Apenas llegué arriba una perdiz se descolgó, al descubrirme yo, ladera abajo. Les iba a chistar pero eso, recordé, era cosa de antaño. Así que les grité directamente a pleno pulmón:
-        ¡Ahívala! ¡Ahívala!
Sonaron tres tiros y vi desplomarse a la perdiz en el zarzón largo que hace de lindero de la huerta de Juan Ramón con el camino de Cinco Villas.
-        Mu güeno, Genry –les grité, rememorando al Colás cuando veía acertar un tiro difícil, aunque ellos seguro que no entendieron nada.
Tras unos instantes de búsqueda vi como el Jumbo, el perro depresivo del Choti, la cobraba. Bueno, parece que éste supera la depresión, me dije.
Terminamos la mano. Y ahora, ¿qué hacemos?
Yo dije que debíamos subir de nuevo al cerro de la antena. La idea se aceptó pero, tras subir, nos encontramos con que había tres tíos en el alto. Sugerí de nuevo volver por donde habíamos venido, donde habíamos matado las dos perdices. El Tomasín y el Choti me miraron, mitad escépticos mitad cansados, y, al final, aceptaron porque no se le ocurrió proposición mejor. Ellos irían altos, por el llano de arriba, que no habíamos pisado, y sólo yo me metería por la tupida y pendiente ladera. Sabía que desconfiaban de que se hubiera quedado allí caza, pero yo estaba casi seguro de que las perdices, acosadas por tantos lados, se estaban quedando en aquella selva de aliagas. Eché de menos a la braca que, después del desplante que me hizo con la perdiz que cobró la garabita, se había ido con el Tomasín. Era la primera vez que me lo hacía tras seis años de ser mi sombra. Pero no me penó porque, al fin y al cabo, yo la sacaba al campo, pero el Tomasín era quien la cuidaba cada día y le daba de comer. Caprichos de los animales, pensé.
La intuición no me falló. Mientras mis dos compañeros pateaban el alto, fuera de mi vista, seguí a duras penas por la ladera del aliagar espeso.
Apenas había caminado trescientos metros cuando me voló una perdiz ladera abajo, corrí la mano con instinto y el tiro casi se escapó haciendo que el ave cayera entre lo más intrincado del aliagar.
Bajé lo más rápido que pude pero el macizo era casi impenetrable. La pequeña garabita negra no tenía corpulencia ni fuerza para meterse allí dentro y yo, que un par de veces oí a la perdiz moverse dentro de aquella pequeña jungla, no paraba de llamar a la briosa Fary que sabía que la cobraría al instante.
Al cabo de un rato y de mis voces, apareció la Fary, seguida del Tomasín y del Choti, que hacían algo de pereza para bajar al lugar desde donde yo voceaba. Pero lo sorprendente fue que la Fary, la expeditiva braca, bajó, notó que la perdiz estaba y, para la mayor de mis sorpresas, se sentó al borde del aliagar y se quedó mirándome impertérrita a pesar de mis gritos que la animaban a buscar la presa. Era como si me dijera: “Hala, que te la cobre la perrucha esa que te ha cobrado la de antes.”
No podía creerme lo que estaba viendo. Había visto a perros rivalizar por cobrar una pieza pero esa actitud jamás la había presenciado. No podía creerme que un animal llegara a eso.
De nada sirvieron mis llamadas. Solamente cuando, al final, el Choti bajó con su perro, el depresivo, y éste hizo intención de meterse en el aliagar a cobrar la perdiz, fue cuando la Fary se metió dentro, se quedó de muestra y se lanzó atrapando en dos segundos la perdiz. Luego, me la mostró entre sus fauces, la dejó en el suelo sin sacarla de entre las brozas, y se salió de allí. Tuve que entrar y cogerla de donde la dejó.
Cuando terminamos la caza del día comentamos el hecho. Para los tres el comportamiento de la braca había sido una cosa singular. Decidí que no volvería a sacar a las dos perras juntas. No podía imaginarme hasta dónde podía llegar la envidia.
Aquella misma tarde salí, esta vez yo solo, a dar una vuelta. Solamente me lleve a la Fary. Quería saber si la braca me seguía siendo fiel.
No tardó media hora en dar con rastro de perdices. Era un herbazal de fino pasto seco que me llegaba a la rodilla. Un lugar ideal para que las perdices, hostigadas por muchos lugares durante la mañana, se hubieran refugiado. Pero, al ser llano, se movían sin esfuerzo, viendo y sin ser vistas. La Fary hizo un par de muestras largas, al cabo de las cuales, dos perdices saltaron lejos. Instintivamente solté los dos tiros a una de ellas por sentirla bien enfilada aunque muy larga. Noté que la había tocado, porque volaba, tras los tiros, colgada de riñones pero, aún así, transpuso un cerrete junto a un chaparro y la perdí de vista.
Como no tenía mejor proporción, llamé a la perra y me encaminé hacia el chaparro por el que la perdiz desapareció. Luego continué ladera abajo con la perra treinta metros por delante. Si no había equivocado la dirección, la experta braca la detectaría. Tras descender unos doscientos metros por la suave ladera, la Fary se quedó abruptamente de muestra. A los cinco segundos la perdiz herida perdió los nervios y salió. No podía ya volar. Aún le hizo un par de quiebros a la braca pero ésta la cobró enseguida y, orgullosamente, vino a mí con ella en boca, me puso las patas en el pecho y me la dio. Y fue como si me dijera: “Ahora sí, toma, aquí la tienes.”
Si la envidia podía producir comportamientos tan extraños en los perros, qué no hará en los humanos. Pensé.

12 agosto 2013

X.- El Renuncia: El maniático

MP rumiaba placenteramente la soledad en su pequeño piso del centro. Pensaba que tenía derecho a ella. Un derecho ganado con los años pasados contemplando pacientemente a sus jefes y respondiendo cortésmente a todas las demandas que, como conserje mayor del ministerio, se le hacían. Su soledad era su sosiego, su calma, su descanso, su señorío inviolable, su paraíso, su reino. Si el casco viejo de la ciudad estaba impropiamente atascado de coches subidos en las aceras, se soliviantaba, pero pensaba que así tendría que ser; si a la gente joven le había dado por hacer del centro el escenario de un botellón continuo, conforme con la marcha; si todos los grafiteros de la urbe se disputaban cualquier centímetro de pared para hacer su signito personal, se resignaba ante la tontuna; si putas y rufianes habían hecho de aquel lugar histórico su madriguera, lo asumía; si los viejos mesones cerraban a la hora que les petaba, tragaba; si la policía no paraba de pasar durante la noche tocando las sirenas, se aguantaba; si era frecuente la llegada de los bomberos con igual despliegue, lo sufría; si no faltaban ambulancias del 112 aullando como lobas, se tomaba un Lexatín; si se había convertido el centro en una panoplia multicultural, como decía el alcalde, por la mezcla de razas, colores, costumbres, vestimentas, músicas y lenguas, lo comprendía; si los componentes de la panoplia multicultural se fajaban a palos, navajazos y hasta a tiros una noche sí y la otra también, lo disculpaba en pro del mestizaje de culturas; si los vecinos sostenían atronadoras grescas frecuentemente y a deshora, lo consideraba consecuencias inherentes a la convivencia; si la fauna canina tenía perdidas las calles de cagadas, se tragaba con cívico silencio la repugnancia; si los borrachos se meaban en las esquinas y en los portales, contenía la respiración con disimulo; si robaban cada tres por dos en los colmados, se condolía con los desesperados propietarios; si se llevaban los cepillos de la rectoral de San Onofre, asimismo se condolía espiritualmente; si desfilaba la mismísima Cofradía del Santísimo Copón Bendito tocando tambores y trompetas, se deleitaba con el sacro concierto… Eran cosas con las que MP lidiaba a su manera y que, en el fondo, sufría como casi todo el mundo pero poco le importaban. Y así debía ser pues, en caso contrario, habría abandonado el mundo de los vivos por causa de los berrinches cotidianos. Y, lo que es más, seguramente, aunque hubiesen sonado las mismísimas trompetas del Juicio Final, a MP no le hubiera importado demasiado, así las hubieran tocado a las puertas de su casa. Pero, eso sí, que le llamaran por teléfono a cualquier hora y con el pretexto de venderle cualquier cosa, era algo que le dimutaba de tal modo, que le sacaba de sus casillas de una manera tal, que, de no mediar la distancia, hubiera estrangulado al sujeto de tal atrevimiento. Cómo se le podía ocurrir a alguien invadir la intimidad de su espacio y de su tiempo utilizando además para ello un artilugio que él pagaba. Era incomprensible, inaudito. Era ya el bicho que se te mete en casa, era el impedirte cualquier honrosa retirada, era utilizar tu propio dinero contra ti, era un allanamiento de morada, era una falta de respeto a tu retiro, era un desprecio hacia la intimidad, era una injuria a tu recogimiento, era, en resumen, una desfachatez y una sinvergonzonería. Era otra faceta del marketing.
- Huy, pero, ¿qué dice usted? Menuda oferta que me he hizo Telelaine.
- ¡Coño, pues si supiera la que me hizo a mí OÑO!
- Pues menudos, los seguros de CAPFRE.
- Inmejorable la oferta inmobiliaria de Briks for Airheads.
- Anda pues a mí me ofrecieron una póliza para el hogar buenísima los del POLIZÓN S.A.
- Pues a mí, ahora la tarjeta VISTA ya no me sale por un ojo de la cara.
- Yo ya no compro los polvorones donde siempre, ahora me los manda directamente EL MESÍAS.
- Pues he abierto una cuenta en el BANK BRÖN prácticamente sin gastos y que colma todas mis expectativas.
- …
- Pero, ¿cómo puede usted quejarse de la promoción telefónica si no hace más que abrirnos nuevas puertas al ahorro?
- ¡Calle usted ya, señora, y no me fría más la sangre!
Y era tras esas llamadas que tanto le exasperaban, cuando MP se lanzaba a la calle huyendo de su propia casa, buscando respiro, y con una cara de borde que impelía al mutismo a cuantos se encontraba en el camino, por más que le conocieran o, tal vez, precisamente por eso.
¿Es que a nadie le cabe en la cabeza que no quiero ser un cliente, que sólo quiero ser un ciudadano?
Avanzando por las calles llegó frente a la fachada del famoso restaurante Hardy. Inesperadamente el anciano medio ciego, que pedía a su puerta con una lata, se dirigió a él:
- Señor, está usted a las mismísimas  puertas del restaurante Hardy. Es para mí un placer, caballero, informarle de que, desde su fundación en 1839, este famoso restaurante ha sido calificado por los más afamados cronistas de la ciudad como templo de la cordialidad y del buen gusto, amén de la gastronomía. Sepa que reyes y reinas lo han honrado con su presencia y es a gente, con su figura y su prestancia, a quien los camareros esperan a la mesa. Le diré también, para su información, que los menús, vinos aparte, oscilan entre los setenta y los cien euros…
MP, halagado porque el mendigo le hubiese tomado por un turista de posibles, así como por el piropo dedicado a su figura, guardó silencio, se dejó adular y olvidó el enfado que traía.
- …Y estando usted dispuesto a ser un comensal de Hardy no le dolerá ayudar con un eurillo a este viejo casi ciego del todo que, además de quedarle muy agradecido, le dará cuanta información demande sobre la historia, barrios y curiosidades de la villa.
- ¡Coño, Sangresucia, que otra vez me has vuelto a confundir, que cada día ves menos, joder!
Y el Sangresucia dio un paso atrás, algo corrido y temeroso, por el vozarrón del corpulento jubilado, pero al instante sonrió al escuchar el tintineo de un euro en la lata.
- ¡Mil gracias, don Macario!
- Sí, hombre, pregóname bien y que vengan a pedirme hasta de debajo de las piedras.
- Más bajo puedo decirlo, pero no más agradecido.
- ¡Que te calles ya, Sangresucia!
Pero el viejo se quedó sonriendo, mientras con los ojos, que la mirada no le daba para tanto, seguía la abultada silueta que se alejaba a zancadas.

IX.- El Renuncia: El mojón del tiempo

Serafín vio alejarse a Gregorio cabizbajo y la tristeza del pastor le dejó pensativo. El Mondacimas era bastante mayor que él y, arraigado en La Gavina de Polvoranca, ninguno de los prodigios que el renunciador sentía le parecía tal al pastor.  Y cuando en su presencia había alabado las excelencias de la vida en el lugar, el pastor le había mirado aviesamente y después, descartando cualquier respuesta, siempre desviaba la mirada disgustado, sin mostrar desprecio, pero dejándole por imposible. Y era que, para el pastor, aquel Serafín, el Renuncia, como le apodaban en el poblacho, era un ser al que no servía de nada contestar, un individuo para el que las palabras arriba y abajo, delante y detrás, antes y después, no tenían el mismo significado que para los demás.
Tras perder de vista al Mondacimas, se levantó del poyo orientado al mediodía, dejó el corral y se dirigió hacia la fonda. Cuando llegó a ella siguió adelante, pues sabía que todos los huéspedes nocturnos habrían salido ya, como insectos, para buscarse la vida en los rincones de la ciudad. Así que en el fonducho del tío Simancas, por no encontrar, no encontraría siquiera compañía. Por otra parte, no tenía dinero para desayunar. Así que también dejó a un lado la taberna del Fabián, aún a sabiendas de que la Asunrosi le habría hecho de balde un café de recuelo. Él también, una vez más, se sintió avocado a ir a la ciudad y tomó el camino con la indolencia del que tiene olvidados los deseos.
Mientras andaba se entretenía en repasar cómo el Mondacimas, por sus muchos años, hubo de dejar su oficio, vender el ganado y separarse también de su perro carea pues, el comprador, exigió al animal en el lote. Esa mañana había dicho adiós a la burra por lo que el Maquila quiso darle. Había sacado un poco de dinero al tener que abandonar su vida. Era lo mismo que él había hecho aunque, en su caso, voluntaria, gratuitamente y en lo florido de una madurez aún juvenil. Pero, se preguntó, si no era más triste y oneroso el que la vida te obligara a tomar esas decisiones.
Cuando reparó, estaba llegando a la zona entre el campo abierto y las primeras barriadas. Aquellas construcciones eran recientes, cortadas por el mismo patrón y respondían, clónicas, al estilo arquitectónico en boga.
Sin embargo, los anuncios de las inmobiliarias promocionaban todas aquellas construcciones con su propia jerga: adosados, pareados, áticos, dúplex, bungalows, lofts, unifamiliares, villas… y, además, daban a las viviendas los adjetivos y descripciones que a los comerciales les parecían más convenientes y ajustadas a la realidad, sin preocuparles el que pudieran sonar altisonantes. Así proliferaban en los letreros de las promociones palabras como éstas: protegidas, dignas, eficientes, públicas, ecológicas, bioconstruidas, biocompatibles, de bajo impacto medioambiental, sostenibles, milagros de habitabilidad, ubicadas adecuadamente, integradas en su entorno, con diseño personalizado, con la orientación idónea, con la distribución de espacios más inteligente, hechas con materiales saludables, biocompatibles e higroscópicos, construidas con optimización de los recursos naturales, dotadas de sistemas y equipación implementados para el ahorro y la producción limpia de energía, con programas de recuperación de residuos y depuración de vertidos… en resumen, se trataba de soluciones habitacionales de muy variadas características que requerían un manual de usuario para su utilización y mantenimiento. Eso de meterse a vivir en una casa era un concepto caduco, hoy cada recinto habitable tiene su personalidad, nos proporciona, a la par que nos exige, un cierto nivel cultural. La vivienda inteligente no está a la altura de cualquier mastuerzo. No es un derecho, es un don. El renunciador caminaba entre toda aquella grandilocuencia un poco acoquinado. Y pensaba que tanto talento concentrado en las casas daba un poco de miedo. ¿Cuánto tiempo se tardaría en aprender a vivir dentro de ellas?
Así que dejó de leer los paneles y se limitó a pensar que había épocas en que las ciudades crecían, se salían de sus límites y necesitaban un perímetro nuevo, igual que las culebras cambian de camisa al crecer. Luego perdurarían esos barrios cincuenta, ochenta o cien años, antes de que los demoliesen o los sobrepasase un nuevo estirón regenerador de la ciudad. Reparó entonces en que, en la zona, sólo desentonaba un edificio. Era una iglesia, procedente de un pueblo que, según le dijeron, engulleron las aguas de un pantano. Las autoridades, aprovechando el auge económico que atravesó la ciudad, habían salvado aquel edificio y lo habían reconstruido piedra a piedra en su ubicación actual. Así el aquel templo macizo, de más de cuatrocientos años, se había salvado del olvido en las profundas aguas y ahora destacaba airoso, colocado en mitad  de aquella extensión recién urbanizada que, por simple casualidad, llamaban Aguas Vivas.
A Serafín aquella iglesia le pareció un mojón que alguien, en lugar de para delimitar un espacio, había puesto allí para delimitar un tiempo. Dentro de cien años, todo habría mudado, edificios y personas, menos aquel mojón del tiempo que, con seguridad, seguiría allí. Y se admiró de la vocación que tenían los de antes por hacer las cosas para que perdurasen y, por el contrario, el empeño que ahora tenía la gente en producir cosas tan contingentes que, a veces, eran ya desechables apenas fabricadas. Luego, cayó en la cuenta de que vivía en la sociedad de consumo y que, sólo con su ejercicio, la tal sociedad se podía sostener. El hombre, social por naturaleza, se había convertido en social por consumidor. Y su primera tendencia natural y libre se había convertido en una obligación a la que alguien le encadenó. Pero se resignó el renunciador pensando que raramente hacen los hombres aquello que no les interesa.
Cavilando, la mente excéntrica de Serafín imaginó que, tal vez, eso del consumo había evitado las guerras en parte del mundo. Era simple: en lugar de destruirnos unos a otros y destrozar también propiedades y pertenencias con las armas, para luego, en la paz, generar trabajo reconstruyéndolo todo, pues eso, que alguien había descubierto que simplemente fabricando las cosas, de modo que pronto caducasen o feneciesen y hubiesen de ser repuestas, no se necesitaría de las guerras para generar trabajo. Supuso el Renuncia que era una buena idea pues, sobre evitar tantas desgracias, un sinnúmero de pérdidas humanas y muchos dramas colectivos, se había incrementado notablemente el número de consumidores en los últimos decenios. Y éstos, como todo el mundo tenía claro, eran los peones fundamentales e imprescindibles de la sociedad actual. ¿Qué se hizo de la familia como célula primera y principal de los grupos humanos?, se dijo. Y le pareció que eran más útiles a la industria los consumidores y los clientes. Claro que la familia había quedado ya para apaños personales multiformes, que superaban el concepto tradicional, y, en última estancia, podía servir de apoyo afectivo, económico y solidario las mejores de las veces.
Hilando una cosa con otra se dijo el Renuncia que probablemente de ahí venía la sobreexplotación del planeta y los problemas de contaminación y cambio climático que se habían generado ante tan masiva producción e incesante consumo. Pero eso no parecía, de momento, importarle a nadie salvo a cuatro ecologistas pronosticadores de catástrofes que las mentes más preclaras negaban, tachando de alarmistas y agoreros a quienes mantenían la inminencia de tales amenazas. Y, de nuevo, la fantasiosa mente errática de el Renuncia, como si fuera un articulista de La Farola, elucubró sobre si el desinterés de la mayoría de la gente, por una futura catástrofe ecológica, no se debería a que todos pensaban que, de suceder ésta, sucedería cuando ellos hubiesen desaparecido y que por tanto, de momento: leña al mono de la economía en beneficio propio hasta que se parta la cadena esa del equilibrio ecológico o trófica o catastrófica o como quiera que la llamasen unos u otros.
Alarmado inesperadamente por sus propios pensamientos, el Renuncia se confortó enseguida:
- No, eso no puede ser. Los políticos, los científicos, las eminencias en todos los campos de la ciencia y todos los hombres religiosos y los filósofos y los filántropos no permitirían cosa tal. Cómo íbamos a ser capaces de dejar esa sentencia a nuestros hijos y nietos. No, no era posible. Y le pasaron por la cabeza las figuras de todas las personas buenas, responsables y atentas al planeta: Berlusconi, Bush, Aznar, Putin, Benedicto XVI, Zapatero, Barak Obama, Rajoy, Loly Cospedal… y hasta don Juan Carlos, nuestro buen rey.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la gente le miraba porque iba hablando solo y gesticulando fuertemente, como si le hubiera sido dada a su cabeza la misión de establecer sobre la tierra un orden justo, definitivo y perdurable.

05 agosto 2013

VIII.- El Renuncia: El adiós a la burra

Calmadas las airadas tripas, por segunda vez en el día, con el chorizo picante y la tortilla, y caldeado el estómago y el ánimo por el tinto de la sobada bota, Serafín había dormido de primera. No sintió el ladrido de los perros durante la noche y, sólo con el alba, escuchó el canto lejano del gallo. Se rebulló entre las mantas y se felicitó a sí mismo, una vez más, por haber elegido aquel camino sobrio que tan profundas satisfacciones regalaba, empezando, como aquel día, por la de despertar así.
Recordó enseguida que Gregorio vendría pronto para aparejar la burra y dejársela lista al gitano, y para cepillarla un poco y apañarla, no fuera a ser que le regateara a última hora con cualquier pretexto. Con esa idea, al menos, se despidió la noche anterior.
Tras salir del coche, se aseó en una aljofaina desportillada. Cogió el agua de un grifo roñoso que había en una esquina del corral, sobre el piloncillo que sirvió para que abrevaran las ovejas, y, después de secarse con un trozo de arpillera, se pasó los dedos a guisa de peine por el pelo mojado.
No tardó en llegar el Mondacimas. Sacó la burra y la ató a una herradura que había incrustada en la pared. Sólo con el cabezal puesto, la esquiló de la línea de la barriga para abajo con una esquiladora manual y, con unas tijeras grandes y herrumbrosas, le cortó el pelo que, a lo largo de la mitad del cuerpo, delimitaba la zona esquilada de la otra. Después la cepilló con la almohaza siguiendo la dirección de la crin, como había de hacerse, primeramente de delante a atrás y luego de la parte superior hacia las patas. Salió polvo, pelo, paja y mugre en abundancia, y quedó maqueado el animal. Luego le echó sobre el lomo la sudadera, una jalma de colores desvaídos por el tiempo, y lo ciño con una cincha de vientre y le puso encima el resto del aparejo, es decir, la albarda. Sobre el poyo dejó los demás útiles que, vendida la burra, él ya no necesitaba ni quería: un cabestro de cordel y otro de cuero, una manea para estacar y trabar, un flequillo que no quiso ponerle, unas angarillas, una brida con cabestro, freno y riendas, y una cincha de retranco. No tenía collar ni arneses para tiro, pues sólo había utilizado la burra para carga. Quedó enjaezada y lista.
Curiosa ya y aseada la bestia, le dio de beber en el piloncillo, bajo el grifo donde Serafín se había lavado, y se puso a esperar al Maquila.
Le vieron venir de lejos. Le conocieron por su aspecto juncal y sus andares elegantes y aún elásticos, pese a los años, y porque a muy pocos se veía ya tocados con sombrero. Andaría el Maquila por encima de los sesenta, calzaba botas negras de media caña y vestía un terno marrón algo rozado y brillante en espalda, codos y culera, no llevaba corbata pero sí una camisa calada algo llamativa y un cinto más ancho de lo normal con una cabeza de galgo por hebilla. Una leontina de plata le salía del bolsillo del chaleco, un garrotín fino con terminación porruda le colgaba del antebrazo y un sombrero gris con cinta negra y cercos de sudor ceñía su cabeza como si desde siempre hubiese estado allí. Era Pedro el Maquila, el cenceño patriarca gitano del poblacho. Con su cara morena, bigote fino, patillas medianas y dos puñados de arrugas como dos alas de mariposa contorneándole las comisuras externas de los ojos, se presentó enseguida en el corral. Con un movimiento de cabeza y un leve carraspeo saludó a los dos hombres y, enseguida, se acercó al animal.
- ¿Sabes lo que te digo? –dijo, después de mirar de cerca a la burra.
- Tú dirás –dijo el Mondacimas.
- Que valen más los aparejos que la burra.
- Pero, ¿es que no le vas a mirar la boca?
- No me hace falta. Con verle el perfil del hocico, sobra.
- Ya te dije que no era joven.
- Una cosa es que no sea joven y otra que esté más muerta que viva –dijo el gitano terminando la frase con una entonación burlona. Y, después de un par de segundos, añadió, en el mismo tono y como con pena:
- No te puedo dar más que cuarenta euros.
Gregorio sabía que el gitano llevaba razón, que le pagaba más por los aparejos que por la burra, que aquel dinero no era nada, pero tampoco quería encontrarse muerto cualquier día al último animal que le quedaba. Se acercó a la burra y, después de darle dos palmadas en el anca y retener cinco o seis segundos la mano sobre ella, dijo:
- Tuya es la burra.
Entonces el gitano, a la antigua usanza, primeramente le estrechó la mano y luego le dio los dos billetes de veinte euros que sacó lenta y pomposamente de una cartera cerrada y asegurada con dos gomas perpendiculares. Luego desató la burra, le puso las angarillas, echó en ellas el resto de los aparejos que había en el poyo, y se alejó con ella por el descampado.
- Dices tú de renuncias, –dijo Gregorio mirando a Serafín- como si sólo fueras tú el que ha dejado atrás su vida.
Y, sin decir más, se alejó. Y mientras caminaba, pensó Gregorio que perdía la burra, los aparejos y también todas aquellas palabras familiares que los designaban y que nunca más necesitaría pronunciar. Pero las palabras ni se compraban ni se vendían, se usaban o desaparecían, y nadie echaba de menos el espacio que habían ocupado.

VII.- El Renuncia: La Gavina de Polvoranca


Siempre le agradaba el camino de vuelta. Le gustaba acudir a la ciudad cada día porque era un espectáculo pero, al caer la tarde, indefectiblemente deseaba abandonarla. La urbe era un lugar bullicioso donde cada uno iba a lo suyo tan concienzudamente, que parecía que llevara su misión grabada en las mismas entretelas. Tal era lo rítmico de los movimientos de la gente, lo repetido de sus gestos e, incluso, lo similar de su atuendo, que los centros de todas las ciudades parecían decorados, cada vez más uniformes, para una representación idéntica. Y el mismo fenómeno trascendía a los comercios, desde que triunfaron las cadenas y las franquicias y todas esas denominaciones actuales. Entre todos aquellos engendros modernos habían dado al traste con el mercadeo tradicional donde, por extraño que parezca, era el cliente el que compraba lo que deseaba y no se limitaba a elegir entre lo que le ofrecían, porque, con ese invento de la moda, el comprar era ya someterse a otra pequeña y habilidosa dictadura.

Iba dejando atrás la zona comercial, con sus escaparates llenos de cosas, que la gente compraba sin mirar, como antaño se hacía, si eran necesarias o no. El comprar había trascendido la categoría de necesidad para entrar en la de lo lúdicamente imprescindible, una categoría un tanto ambigua, como para ricos, pero todos, aunque no lo fueran, comulgaban con aquel sentimiento absurdo. Y así, se oía decir a la gente: mira, me aburría y me fui a comprar. Y  lo decían como la cosa más natural, como si dijeran, por ejemplo, me aburría y me fui arrancar hojas a los libros o a tirar piedras a los patos, como si el comprar por aburrirse fuera menos absurdo. Estaba visto que lo que no podía ser, de manera ninguna, era aburrirse. Y el aburrimiento, al parecer, lo paliaba, no el entretenimiento, sino cualquier actividad costosa y, preferentemente, el comprar.

Sin embargo, a medida que se alejaba del centro, le parecía a Serafín que la vida se hacía más sencilla, perdiendo la vacuidad de lo moderno y revistiéndose del realismo de las cosas de antes, hasta hacerse casi rural, sólida, tangible y maciza, al divisar las astrosas construcciones y las pobres casas de La Gavina de Polvoranca, mitad pueblucho, mitad amago chabolista junto al gran vertedero. Y le parecía mucho más acorde, con su llamada a la sencillez, el hecho de vivir allí, en la fonda del tío Simancas. Así, su abandono diario de la ciudad, atravesando desde los barrios más lujosos a los más degradados de los arrabales y el extrarradio, significaba una renovación cotidiana de su imaginario voto. Atrás quedaban las mansiones de la ciudad que suponía habitadas por gente no proclive a renunciación alguna pero que, pese a sus propiedades, declararían a quien quisiera preguntarles que ellos, de toda la vida, eran partidarios acérrimos de la vida sencilla. Vivían, pues, como espejismos de sí mismos. Pero sí, decían esas cosas.

Con la caída de la tarde podían verse las bandadas de grajos alejarse de los vertederos, y también grupos de cuervos y de hurracas. Pero eran los bandos de gaviotas, pájaros que daban nombre al barrio, lo que más le gustaba observar a Serafín.

Él sólo había visto gaviotas en el mar y fue grande su sorpresa cuando, al iniciar su nueva vida y llegar a aquel barrio, descubrió las grandes bandadas. Todas las mañanas acudían, de no se sabía donde, para alimentarse con los despojos que rebuscaban en el vertedero, tras las descargas de basura que los camiones no paraban de hacer. Siempre tan blancas y tan grises, tan impolutas y lustrosas, metidas donde el mundo echaba sus inmundicias. Y le parecía que los animales, estuvieran donde estuvieran, eran elegantes por naturaleza.

Recordó que,  por distraer el día con don Macario, no había reunido con qué pagarle la pensión al viejo. Bueno, no le pesaba. No todos los días podía uno juntarse con personas cultivadas, sensibles y de finura intelectual, amén de con buenos sentimientos pues, motu proprio, le había invitado a un bocadillo de calamares y a cerveza. Nada menos.

Al llegar al poblacho dejó atrás la fonda y se encaminó al corral del Mondacimas. Allí seguía su coche. No lo había visitado desde el último día lluvioso. Le pesó que la tarde estuviera rasa pero, por otro lado, era bueno tener el coche para los días vacíos. Llamaba vacíos a aquéllos en los que nadie le había hecho una dádiva, a aquéllos en que el mundo había sido ajeno a su virtud y, en consecuencia, volvía sin los tres euros que el viejo le cobraba por dormir. De todos modos, tampoco era placentero yacer en un jergón, sobre el suelo de una sala sucia por cuyas paredes, apenas apagada la luz, organizaban sus correrías las cucarachas rubias. Solían compartir aquella sala, a la que llamaban con humor la sala de pendones, no menos de diez o doce pedigüeños, hediondos dos de cada par, borrachos los más y roncadores todos. Otros, pobres también pero de más posibles, que la pobreza también conoce rangos, dormían en cuartos con camas, pero pagando otra tarifa.

Estaba Serafín mirando embobado la última aureola morada del crepúsculo. Se había sentado en un poyo junto a la puerta del corral. Y, mientras miraba desvanecerse el último color del día, soñaba que fumaba un tabaco aromático, ligeramente picante, y, al hacerlo, se recreaba en la visión del horizonte, como si sólo a él perteneciese aquélla. Se alegró de no estar en la fonda, pese a echar de menos aquella sopa de ajo comunitaria que, el posadero, incluía con tal nombre en la tarifa de los huéspedes humildes, más con el fin de que echasen en ella algún corrusco de pan duro que les quedara, que con el de alimentarles verdaderamente, pues poco más que calor tenía el aguachirle y, si color, era éste el de una bahorrina.
Sintió entonces un ruido en la pequeña cuadra aneja. Vio salir a Gregorio. Seguramente habría venido a echar a la burra. Era una burra que se iba con las ovejas mientras las tuvo y que no había quitado, en parte, porque el que compró las ovejas no la quiso, en parte, por sentimentalismo. Gregorio, que llevaba un pequeño talego de tela en una mano, un botillo colgado del hombro y un candil en la otra, se acercó al poyo y se sentó junto a Serafín.
- Mañana vienen a por la burra –dijo por saludo.
- ¿Quién la quiere?
- El Maquila, el gitano.
- Y cómo es que la vendes.
- Porque le quedan cuatro días y… para encontrármela muerta en la cuadra.
- Entiendo.
Gregorio sacó una tartera del talego y media hogaza de pan que puso sobre el poyo, junto al candil y entre ambos. Quitó la tapa de la tartera y, usándola de plato, troceó en ella dos chorizos que sacó del cuerpo principal. Bajo los chorizos viajaba una tortilla de patatas que, el Mondacimas, cortó limpia y delicadamente en cuadrados con la navaja. Luego, colocó el botillo de pie sobre el mismo poyo, apoyándolo en la pared. Le sacó dos buenas rebanadas a la hogaza y le tendió una a Serafín.
- No será la pena lo que te incita a invitarme a cenar porque entonces yo no puedo aceptar…
- ¡Qué comas, coño!

VI.-El Renuncia: MP recapacita

MP subsistía con la pensión de jubilado. Vivía solo en un piso viejo de la calle de la Madera que, aunque estaba en el centro, era pequeño y sólo tenía una ventana al exterior. Sin embargo, tenía suficiente espacio para él y sus pocas pertenencias. Además, lo céntrico de la vivienda le gustaba y el barrio viejo, de callejuelas empinadas, le daba la ilusión de vivir, a la vez que en la ciudad, en cualquier pueblo serrano de los que conoció en su infancia. Lástima que todo estuviera atascado de coches y todo el sabor del viejo barrio lo difuminaran éstos con sus ruidos, sus acelerones, sus bocinas y su aparcar en aceras, jardines y allá donde les petaba. Un barrio de los de antes, que merecía ser, como poco, patrimonio de la humanidad, era una pena verlo así: sucio, contaminado y convertido en un infierno por esos forajidos del motor. ¿Qué hacían entrando en lugares que no habían sido concebidos para ellos? ¿Acaso iba él a echarse la siesta en medio de alguna autovía?
Ese día el trayecto a su casa se le hizo corto. Lo recorrió pensando en el mendigo que había conocido esa mañana y que, salvo por el asunto ese de la renunciación, le pareció hombre de fundamento. Ya el detalle de no echarse las manos a la cabeza, al verle obrando en plena calle, decía mucho en su favor. Tal vez volviera a verle, porque no era fácil, a esas alturas de su vida, hallar compañía adecuada y sensata. Claro que, compañía, a mano la tenía, siempre que fuera la de aquellos jubilados del centro que se pasaban la vida quejándose de la familia y de la próstata. Pandilla de aburridos llorones sin agallas, espantajos del presente, meaqueditos del pasado y cenizos del futuro. MP los aborrecía de lejos, cuando pensaba en ellos, y de cerca, en sus ocasionales charlas, no los aguantaba.
- ¡Qué pena de vida, señor Macario! Hay veces que me parece que ya huelo a muerto… Este cuerpo ya no pide más que cuatro tablas y ocho clavos…
- ¡Coño, pues quítese usted de en medio y santas pascuas! ¡A mí no me cencerree más! ¡Cuélguese de un balcón!
- ¡Ay, si uno tuviera valor! ¡Qué rica gloria!
- ¡Anda, pues, si usted quiere, busco unos amigos y le colgamos entre todos! ¡Acabamos con ese no poder, con esa vida indigna y, sobre todo, con esa falta de valor en un plisplás!
- Pero, qué me dice, me deja de piedra, don Macario, ¿sería usted capaz?
- Hombre, por un amigo, se hace lo que sea.
Y los viejos del barrio por cosas como éstas, y otras similares, le hacían fu en cuanto aparecía.
Por otro lado, el mendigo de la renunciación, no había parado de llamarle don Macario. Eso le había gustado. Se ve que, con el detalle del bocadillo de calamares, se lo había ganado. Y es que él solamente había podido llegar a conserje mayor del Ministerio de Hacienda, pero porte y modales para haber llegado a mucho más no le habían faltado. Mas, ya se sabe, cada cual es hijo de sus circunstancias como ya había dejado bien claro aquel ilustre pensador español, ¿fue Ortega, Gasset o, tal vez, Jovellanos? Bueno uno de ellos fue o, si no, algún otro de su cuerda. ¡Ay, si sus padres no hubieran sido unos pobres serranos, apegados al pueblo y a las cuatro tierras!, a él no le hubieran faltado capacidad ni armas para llegar mucho más lejos, pero, por una cosa o por otra, se habían malrotado sus espléndidas aptitudes. Es el sino de la España eterna, se dijo.
Eso sí, a lo largo de su vida laboral, había conocido a muchos personajes admirables. Gente poderosa, gente importante que MP, aunque siempre despotricando del poder y de todo lo que éste imponía, admiraba en silencio porque, al fin y al cabo, eran personas que se habían sabido labrar un porvenir, cualquiera que hubieran sido sus orígenes y circunstancias. Gente fuerte que no se arredraba ante escrúpulos, que pasaban por encima de nimiedades, que se imponían ante tanto tiquismiquis, que construían su propia moral y la imponían. Gente, en resumen, que eran el tajamar de la nación.
Según caminaba por el abigarrado laberinto de calles viejas y estrechas del centro, escuchó el sonido de un acordeón y pasó, mirándole, cerca del hombre que lo tocaba. Era un viejo bigotudo de patillas canosas que, con el pelo brillante y liso echado hacia atrás, iba graciosamente tocado con un sombrerete casi en la coronilla. Al interpretar se balanceaba suavemente sobre las piernas como si viviera la melodía o soñara, inmerso en una evocación, y sonreía mostrando dos dientes de oro que, a MP, aunque los había conocido en la odontología de otra época, ahora le resultaban anacrónicos. El músico, al reparar en su mirada, avivó automáticamente el movimiento, le miró halagador y redobló zalameramente la intensidad de la sonrisa como si, en aquellos momentos y bajo los evocadores acordes del “Adiós hermanos compañeros de mi vida”, fuera la persona más feliz del mundo y no le cupiera en el alma un átomo más de dicha. MP, que odiaba a los músicos callejeros, como odiaba a todo aquel que se esforzara en inspirar piedad, no le echó un céntimo pero, aunque torció el gesto desdeñosamente, tampoco le insultó como tenía por costumbre. Y fue porque le recordó al renunciador y se dijo que, tal vez, fueran vecinos de barrio, de chamizo, de chabolo o incluso huéspedes ambos del fonducho ese del tío Simancas.
Estaba casi llegando a su casa. Pegó un patadón al retrovisor de un coche que, aparcado en la acera, estorbaba su camino. Sonrió, orgulloso de sus dotes, al ver rodar el espejo acera adelante y, sin más, se metió en el portal.