21 diciembre 2006

Nochebuena


La zambomba tenía un sonido vibrante y ronco, muy ronco, un ruido como de ultratumba que, de cerca, te hacía temblar el corazón y te cimbreaba las entretelas y hasta las mantecas te las movía. Las zambombas buenas, sólo las buenas, de cerca, tenían un sonido sobrecogedor. A las zambombas, los de las cuadrillas de mi pueblo, les ponían sobre el pellejo una castañuela que, vibrando al unísono con la piel de gato, les daba un matiz inconfundible de sonido maestro, redondo y matizado. ¿Con piel de gato? Sí señora, con piel de gato hacían el pellejo y lo tensaban alrededor de la boca de un barrilete de madera con el otro extremo al aire. ¿Y no se dejaban la piel de las manos con el machácala chácala Pedro, machácala chácala Juan, una hora tras otra? Pues no, señora, que los músicos de mi pueblo ya se encargaban de escupírselas generosamente de vez en cuando y de parar, entre pieza y pieza, a refrescar en alguna taberna. ¿O es qué cree usted, que los músicos de mi pueblo no tenían conocimiento?

Además, los de las cuadrillas de las zambombas, llevaban también panderetas y botellas de anís vacías, que rascaban con el mango de un cubierto para que hiciera un sonido muy peculiar de acompañamiento y de mucha armonía. Algunos villancicos eran serios y sentidos y cargados de historia:

Las doce palabritas dichas y retornadas
Dime la una,
La que parió en Belén,
La Virgen pura es.

Las doce palabritas dichas y retornadas
Dime la dos,
Las dos tablas de Moisés
Donde Cristo puso el pie…

Y se cantaban así coplas sensatas, villancicos verdaderos y antiguos y cosas serias y en éstos se contaban hechos ciertos, verdaderos y probados de la Santísima Trinidad, de los cuatro evangelistas, de las cinco llagas, de las seis candelas, de los siete dones, de los ocho gozos, de los nueve meses, de los diez mandamientos, de los once apóstoles y de los doce discípulos. ¿Se entera usted, señora? Anda que no tenían ciencia aquellos villancicos. Aunque, claro, también había otros no de tanta cultura pero, eso sí, siempre de respeto:

Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad.
Adoremos a la Virgen y a Jesús que nacerá.
Damos, danos, danos aunque sea un poco.
Un gorrión entero y la mitad de otro.

Otros destilaban un poco de misericordia y un mucho de mimo y cariño que, entonces, como ahora y como siempre, falta hacía:

Ay del chiquirritín chiquirriquitín metidito entre pajas
Ay del chiquirritín chiquirriquitín queridín, queridito del alma.
Entre un buey y una mula Dios ha nacido y en un pobre pesebre lo han recogido.
Ay del chiquirritín chiquirriquitín metidito entre pajas
Ay del chiquirritín chiquirriquitín queridín, queridito del alma.
Por debajo del arco del portalito se descubre a María, José y al Niño.
Ay del chiquirritín chiquirriquitín metidito entre pajas
Ay del chiquirritín chiquirriquitín queridín, queridito del alma.
No me mires airado, hijito mío, mírame con los ojos que yo te miro.
Ay del chiquirritín chiquirriquitín metidito entre pajas
Ay del chiquirritín chiquirriquitín queridín, queridito del alma.

Y también se cantaban cosas serias de cómo es la vida de verdad y de cómo pasa todo y que esto es una rueda de la que ninguno nos escapamos ni nos vamos a escapar y que así es la cosa nos pongamos como queramos, aunque en el villancico se diga como de pasada y medio en broma, pero sí, sí:

Dime, Niño de quién eres
todo vestido de blanco.
Soy de la Virgen María
y del Espíritu Santo.

Resuenen con alegría
los cánticos de mi tierra
y viva el Niño de Dios
que nació en la Nochebuena.

La Nochebuena se viene, tururú
la Nochebuena se va.
Y nosotros nos iremos, tururú
y no volveremos más.

Dime Niño, de quién eres
y si te llamas Jesús.
Soy amor en el pesebre
y sufrimiento en la Cruz.

Resuenen con alegría
los cánticos de mi tierra
y viva el Niño de Dios
que nació en la Nochebuena
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Luego estábamos los chicos que, junto con el cartero, el basurero, el guardia municipal, los repartidores y otros oficios menores y de menudeo, pedíamos el aguinaldo. Los chicos lo hacíamos formando nuestros propios grupos que, pertrechados del instrumental antes citado pero a escala menor, íbamos por las casa del vecindario entonando villancicos con muy buena voluntad y más o menos acierto. Normalmente algo caía en cada casa.

Eran las fiestas de mi infancia, patria común de todos, ese país del que todos venimos y al que ya no vamos a volver, todos éramos felices, porque la felicidad no se tiene, ni se consigue, la felicidad es un sentimiento y sólo algunas veces en la vida estalla y fugazmente nos ilumina como un fuego artificial, eterno en un instante y luego nada. Los abuelos, los padres, los hermanos, a veces, también los tíos, los primos…todos juntos. Ver a todos contentos, a los niños, nos daba seguridad. ¡Qué fuertes, seguros y poderosos nos parecían los mayores, sobre todo los abuelos! Nosotros no teníamos que preocuparnos de nada, ya estaban ellos para resolverlo todo.

Poco a poco, a lo largo de los años, vamos ascendiendo en el escalafón de la vida, es decir, perdiendo cosas. Lo primero que perdemos es la infancia, luego la juventud, y, a medida que nos imponen los galones sociales correspondientes a nuestro ascenso, mediante bodas, bautizos, comuniones, más bodas, más bautizos, entierros…, nos vamos descubriendo más débiles. Todos lo sabemos, pero eso, afortunadamente, sólo lo sabemos nosotros. Mientras los niños nuevos, se llevan la felicidad que emana de lo que les parece nuestra firme y segura fortaleza. ¡Qué ciegos son los niños sin saberlo! ¡Creen en alguien, creen en nosotros! A lo mejor por eso son felices. Los niños miran quiénes somos, abuelos, padres, tíos…, sin ver lo que somos. Esos galones, que por mera antigüedad nos dio la vida, les deslumbran. Su felicidad pasa por la inexistencia de recuerdos y la nuestra sólo por la suya.
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