31 enero 2008

1917


Manuel, el tío Pelagalgos, no vio con agrado que su segundo hijo, Salvador, se fuera del molino para casarse. Las cosas como son. Las fuerzas que no empleara el hijo en el molino habrían de emplearlas él y el primogénito, Félix, para sacar el negocio adelante so pena de tener que pagar un jornal a un extraño. Pero claro, a Salvador le parecía lo contrario, que echar trabajos en un molino, que terminaría siendo para su hermano Félix, era cosa en balde, o al menos, de no ser muy espabilado. O sea, que a Salvador, aparte de su aprecio por su prima segunda, María, le importaba su futuro y éste bien podía labrarse en el molino de Mora que había quedado sin patrón que lo gobernara convenientemente.
Por otra parte María y la tía Francisca, su madre, vivían la llegada de Salvador con regocijo por un lado, por la seguridad que les ofrecía tener un hombre en la casa, como marido de María, que se hiciera cargo del molino con conocimiento y experiencia demostrada, pero también con cierta inquietud, por cómo fuera el carácter y el comportamiento del joven marido en ciernes. Porque, una vez que te casas con un hombre, empiezas de descubrimiento en descubrimiento y, algunas veces, las sorpresas que encuentras en las ollas que destapas no lo son para bien. Y digo lo mismo de las mujeres que ni unos ni otras, puestos a sorprender, tenemos desperdicio.
Lo cierto es que al decir de la gente, Salvador vino de Fontanar con tantísimas propiedades como le cupieron cargadas en una bicicleta. Esa fue su aportación al matrimonio, que el capital, bien por ser secreto o por ser inexistente, no se menciona. Y, por supuesto, ha de añadirse al todo su persona, como contrayente del vínculo, claro está. María y su madre, sin embargo, tenían la casa de Cacharrerías, una finca saneada de más de 12.200 metros cuadrados rodeando a un molino de aceña en pleno rendimiento y muy mejorado por su padre y, además, todo el capital ahorrado, que el difunto Vicente, ayudado por su hijo Felipe también difunto, había reunido sin prisa, titubeo ni pausa en los últimos años, después de dejar saldadas las cuentas con su tío Alejo.
Bueno pues el caso, resumiendo, es que María y Salvador tras un corto cortejo, para no dar que hablar, se casaron el 30 de Junio de 1917, casualmente el mismo día, justo diez años después, en que el difunto Vicente pagara el último plazo del molino de Mora a su tío Alejo, y comenzó así, con nuevos protagonistas, una nueva etapa en la historia del molino.
Eso sí, quedó siempre pendiente la duda malsana de si María se habría casado con Salvador de no mediar las circunstancias dadas, o de si Salvador se hubiese casado con María de no mediar lo que mediaba en propiedades. Quizás, pese a todo, fue un matrimonio por amor puro y la gente, que puestos a largar ya se sabe como somos, todo lo contaminó con sus sucios pensamientos y asquerosos vaticinios, para enturbiar la boda de dos jóvenes de 23 años que, simplemente, se amaban. Pero esta última posibilidad nadie la defendía porque carecía de interés especulativo y no daba para hablar ni para nada, pues todo el mundo sabe que la bondad de las cosas es de lo más sosa y aburrida.
Así que, claro, no se pudo evitar: Que si yo oí esto, que si a mí me contaron lo otro, que me consta de muy buena tinta… que patatín, que patatán. Pero el caso es que ellos, Salvador y María, se casaron tan contentos como se les ve en la foto y después, a lo suyo. Las lenguas quedaron encerradas en boca de cada cual en espera de mejor ocasión.
Pasado un tiempo en el que ambos se adaptan a la nueva vida, Salvador resulta ser listo, resuelto, hombre de carácter y efectivo. Se hace cargo del molino, lo mejora, lo amplia, le dota de maquinaria para producir electricidad con el consentimiento de su suegra y de su esposa, propone a su mujer y a su suegra la compra algunas máquinas nuevas para moler en plantas contiguas. Amplia los locales con viviendas para un molinero y para un par de familias de trabajadores y llega a tener en plantilla a 7 obreros más el molinero y un contable y él mismo que ejerce de patrón y, en un principio, lo mismo sirve para una cosa que para otra aunque, con el paso del tiempo y el progreso del molino, se consolida de jefe. Salvador tiene dotes de mando de sobra para gobernar aquello, le sobra carácter y energías, y a veces, demasiado de ambas cosas. En un par de años el molino de Mora está modernizado y rindiendo más que nunca.
María, desde el primer día de su matrimonio, es toda felicidad y ternura y, si se pudiera hablar de alguna de las cosas que fueron imperecederas en su vida, hay que citar la bondad. Y la bondad era mucho en una mujer prudente, como ella, pero a la que nada se le escapaba, aunque fuera poco habladora y callara por norma si algo no le gustaba.
En abril de 1918 nace su primer hijo y María dice que se llame Felipe, como el hermano destrozado por el molino. María lo cría con mimo, Francisca su madre, y ahora abuela, también se vuelca con el primer nieto, pero el pájaro negro viene de nuevo a la casa de Cacharrerías y se lo arrebata y el 23 de abril de 1919, el niño muere tras unas fiebres. Salvador y María se consuelan con su mutuo cariño, su juventud y su vida por delante, pero María pierde el primer hijo con más dolor, si cabe, que cuando el padre y el hermano. Piensa Salvador, viendo la desilusión y la tristeza de María, que enseguida han de tener otro hijo, si quiere venir. No hay que dejar que lo más importante, molino y matrimonio, dejen de funcionar bien por falta de uso. Y en esas quedaron esperando sin hijo los años venideros que, como a todos nos pasa, no sabían lo que les traerían.

29 enero 2008

Bien traído


- Y, a ese, ¿por qué le dicen el Tío Pequeño?
- Pues ya lo ves, majete, por lo mismo que a vosotros, en tu pueblo, os llaman los Talentos, de grande que es, ¿no lo estás viendo?
- ¡Aaah!, y al de la Lucía la Mondonguera, ¿por qué le dicen el Sata?
- Pues porque no es nada bueno, pero llamarle Satanás a un cristiano queda muy feo. ¿Comprendes, hijo?
- ¡Aaah!, y al Gregorio, ¿por qué le llaman el Mientefuerte?
- Pues porque te las zampa bien gordas y encima las sostiene y las razona y, si te descuidas, te pone hasta por testigo.
- ¿Y al Tío Galgo?
- Pues mira, a ese no le hace falta mote, que ya se llama así, de apellido.
- ¿Sííí? ¿Y alguien sabe por qué le llaman así al Gregorio el Pichasanta?
- ¿Cómo que si lo sabe alguien? Lo sabe todo dios. ¡Ese está muy bien traído! Pues porque tuvo siete hijos, cuatro chicas y tres chicos y ellas se metieron todas monjas y ellos curas… Y niño, ¡vale ya de tocar las narices, que no voy yo por tu pueblo preguntando tanto! ¡Coño, con el chico del Talento!
- Pues aunque fuera, no nos ofenderíamos, que en mi pueblo somos bien educados y atendemos a quien nos pregunta.
- Pues sigue tú con la lista de los motes de tu pueblo y nos das una explicación convenientemente razonada de cada uno, Talentín.
- Pues si no lo hago yo, que no alcanzo a ello por mi corta edad, bien debiera de hacerlo alguno que lo sepa y cada cual con los de su pueblo, y aun dejarlo escrito, porque sepa usted que estas historias deleitan a la vez que entretienen y, como dice mi padre, dan lugar a un sano esparcimiento.
- Tú y tu padre y tu padre y tú… ¡Me paece a mí que…!

28 enero 2008

¿Crómlech?


Motivado por algunos comentarios que he leído sobre círculos de piedras en el blog “De la parte Berlanga”, recordé uno que he observado algunas veces en los paseos a los que tanta afición tengo.
El círculo de piedras en cuestión está enclavado en la ladera de un gran cerro que se llama la Serrezuela, en la solana, es decir, en la parte que da al sur y que por tanto tiene sol casi desde que éste sale hasta que se pone. Es un lugar muy agradable desde el que se tiene una bella vista de la vega, al pie del cerro pasa un riachuelo de un par de metros de ancho que corre hacía Cinco Villas y Alcolea de las Peñas y cuyas aguas en tiempos se encauzaban por un largo caz a la represa del molino Blanco, del que hoy sólo quedan dos paredes que van saliéndose lentamente de la ley de la plomada.
Hay un gran repechón para llegar al círculo de piedras pero, cuando llegas te das cuenta por el tamaño de las mismas que eso no es obra de un pastor, ni mucho menos. También es curioso que no esté en llano sino en cuesta y también lo es su tamaño, más de 25 metros de diámetro. ¿Tendré delante de mí un crómlech?, pensé. Desde luego, si como dicen, los crómlechs eran monumentos funerarios a cuyo seno traían las cenizas en pequeñas vasijas y cuya forma circular rememora el eterno ciclo que se sucede indefinidamente y en el cual los seres humanos damos un número muy limitado de vueltas, el lugar reune las condiciones idóneas. A mí no me importaría que arrojaran allí las mías. Pero bueno, en vez de ir por ahí dejando recados, echad un vistazo a las fotos, a ver que os parece a vosotros.
Para los más metódicos o por si alguien está interesado las coordenadas del lugar son: 41º 12’ 30.47’’ Norte y 2º 50’ 25.16’’ Oeste


27 enero 2008

El indio


El niño no sabía de necesidades y nada comprendía de economías y pensaba que a los mayores, en los bancos, les daban dinero cuando lo necesitaban, porque era de lógica, y, si los bancos no tenían el suficiente, podían hacer más. Porque, donde se hacía el dinero, el Banco de España por ejemplo, qué tanto les daba hacer un poco más o menos, pues en cuanto más hicieran mejor para todos, ¿no?. Y, a su padre, qué más le daba pedir en el banco mil o dos mil pesetas, pues siendo donde se almacenaban esos papeles, daba lo mismo pedir 10 ó 20 billetes, ¿o no? ¡Pero si los mayores lo tenían todo, si en todas partes les hacían caso, cómo no se les ocurría lo más elemental!
El caso es que cuando vio la figurita del jefe indio, montado en su caballo bayo, sus ojos de niño ya no pudieron mirar otra cosa. ¡Qué colores, qué penacho de plumas alrededor de la cabeza, qué petos y qué pantalones sobre su cuerpo desnudo de guerrero, qué caballo blanco con manchas marrones y jaspeadas! Con mirarlo se podían oír hasta los tambores de guerra de los Sioux y el cornetín de la caballería y hasta el corazón del niño pin pan, pin pan… que casi le botaba en el pecho. Su vecino, el Manolín, dos años mayor, lo tenía. Se lo acababan de regalar y él, por la timidez de su padre para pedir dinero al banco, nada, que no tenía nada. El niño se preguntaba cómo su padre podía ser tan tonto.
No durmió por la noche o, si lo hizo, fue después de muchas horas imaginando que el indio, bajo su mandato, o mejor, él metido en su piel corría las más salvajes aventuras y escapaba siempre a sus despiadados perseguidores, fuesen éstos cuatreros o cowboys o comanches enemigos, que en el oeste ni entre los indios había solidaridad y cada uno tenía que ser un ser heroico, independiente y supremo. Pin pan, pin pan… se oía su corazón a un metro de distancia.
A la mañana siguiente, no se pudo resistir. Temprano saltó como pudo la tapia de casa de su vecino. El Manolín tenía colocados en una caja de zapatos todos los indios y americanos, debajo de la pila de lavar que usaba su madre. El niño abrió la caja. Encima de todos, resplandeciente, estaba el jefe indio montado en su caballo, con todos los colores nuevos, puros aún e iluminados de regalo reciente. El niño lo cogió, se lo metió por la cintura, bajo los pantalones, y volvió a saltar la barda con el pulso a cien por su osadía y más aún por tener al jefe indio consigo. Estallaba su corazón por la fuerza de un hurto que su cabeza no admitía como tal. El jefe indio era suyo porque sólo él podía entender sus aventuras locas y salvajes, sus retos permanentes a los vaqueros ventajistas de sombrero tejano o a los otros indios zarrapastrosos y traidores. Pero el jefe indio, siempre sólo en sus batallas, perseguido, sin aliados, sin amigos, era la personificación del niño pobre sin regalos, ni cumpleaños floridos, ni ropa nueva, ni cuentos, ni atenciones mimosas de rico o de pudiente...
Luego vino el problema pues, decidido a quedarse con el indio, sería inevitablemente descubierto. ¿Qué hacer? Ya lo sabía, con lejía y estropajo, le quitaría todos los colores y dejaría la goma desnuda. Así se parecería a los viejos y ajados indios que tenía de goma color carne y nadie, absolutamente nadie, notaría que era nuevo. Los bonitos y brillantes colores los almacenaría en su imaginación y los vería siempre que jugara con él. Así lo hizo, no sin esfuerzo, frotando y frotando con el estropajo.
Prudentemente la madre del Manolín habló tranquila con la madre del niño. Le contó la desaparición del indio apenas regalado y la madre del niño se dio por aludida. Apareció a los pocos minutos con la caja de zapatos del crío, qué bonitas utilidades tenían entonces las cajas de zapatos, para que comprobara que el indio de su hijo no estaba allí. Pero la madre del vecino localizó al indio despellejado de pintura en la cabeza, con las plumas color goma, el peto borrado, los pantalones decolorados y el caballo bayo en tono rosa palo desvaído. Después de mirarlo un buen rato y reconocer al espléndido jefe indio del día anterior, dijo:
- Perdóneme, vecina, el chico lo habrá perdido por la calle. Los indios que tiene su niño son de él, no hay más que verlos. Sólo pueden ser los suyos y cualquiera sabe dónde estará el de mi Manolín, qué menuda cabeza tiene.
Y se marchó cruzando la terraza, muy pesarosa, de haber despertado, sin quererlo, una envidia tan grande en un ser tan chiquito.

25 enero 2008

Indecisión


Llega un momento en que la cantidad de personajes que habitan en tu cabeza es bastante mayor que la de aquellos con los que habitualmente te relacionas. Tienes un cierto desequilibrio entre los unos y los otros y no sabes, al menos yo no lo sé, si eso es bueno. Tampoco sé si es bueno guardar memoria de tanta gente y saber sus venturas y desventuras porque, al final, se sufre por casi todo y las cosas te marcan quieras o no y, claro está, por eso las recuerdas. Quizás los viejos que se conservan cuerdos pese a los años, de sufrir por lo que a lo largo de su vida conocieron, terminan ya como vacunados y casi nada les afecta, al menos visiblemente. Viven, la vida que les queda, sólo para ellos. Casi como vegetales, pero hablando de vez en cuando.
- ¿Si? Pues no lo dirá usted por mi madre que tiene 87 y es que no para, hijo mío, que raja por catorce, ¡qué manera de hablar, Dios santo!
- Pero, señora, no se da cuenta que nadie le da vela en este entierro. Con lo bien enhebrado que llevaba yo mi pensamiento y ya me ha hecho usted perder el hilo. ¿Es que no tiene usted otra cosa que hacer que interrumpir a los demás?
- ¡Uy, usted perdone y mil disculpas! ¿Interrumpir yo, no era esa mi intención? ¡No señor, de ninguna manera y menos a un tío tan trascendente y tan profundo! ¡Menudas incumbencias! ¡Dios me libre! ¡No señor, no faltaría mas…! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Digo yo que, a veces, los viejos deben pensar que hablar es tontería porque la mayoría de la gente no escucha y, los que lo hacen, no terminan de creerse lo que cuentan o piensan que están chochos o vaya usted a saber... A lo mejor, por eso, es mejor dejar cosas escritas y así no se le fuerza a nadie a escuchar y, al que lo lea, si le pillas sensible y receptivo, se queda con la copla y si no, ni lo termina.
Puede que lo de escribir sea cosa de buena educación, pues no se le fuerza a nadie a escuchar por las bravas, al no invadir su espacio auditivo sin su consentimiento y con opiniones no solicitadas; y, por otro lado, ninguno ha de hacer, si no es voluntariamente, el esfuerzo meritorio y angustioso de leer. Y mirándolo de otra manera, el escribir es también útil porque puede darse el caso, y se guarda memoria de que así ha sido algunas pocas veces, que lo que hoy no interesa mañana puede parecer importante para algunos y van y ahí se lo vuelven a encontrar, escrito donde estaba.
- Pues, a mí déjeme usted de gaitas, que lo primero es la limpieza, que no voy yo a tener mi casa llena de papelotes y cuadernos y librotes que no sólo no hacen más que estorbar sino que además son un nidal de porquería, porque mire a una amiga mía las polillas…
- ¡Pero, señora, no se puede usted callar!
- ¡Porque usted lo diga, callarme yo! ¡Y si quiero canto otra!
- ¡Ay madre, qué cabeza! ¿Por dónde tiro ahora?

24 enero 2008

Salida


Llevaba casi dos años en la Brigada Paracaidista. Su contrato estaba a punto de expirar. El cabo primero Canosa tenía su alojamiento especial, no compartía el pabellón de la tropa, tenía un sueldo decente y un régimen y un horario distinto del común de los compañeros que habían ido con él, dos años antes, a hacer el curso de instrucción paracaidista a Alcantarilla, en la provincia de Murcia.
Sus padres habían muerto, siendo él niño, y se había criado con una tía, única familia que tenía, en un piso antiguo de la calle de San Onofre, que sale a la de Fuencarral, en pleno centro de Madrid. A los 14 años ya no había fuerza humana que le hiciera ir al colegio, y su tía bastante hacía con tenerle un plato de comida caliente a la mesa con la pensión que cobraba de su marido y de la que ambos malvivían en aquel piso de renta antigua.
Se curtió en la vida del barrio, sobre todo en la del vecino barrio chino de Madrid, constituido entonces, principalmente, por la calle de la Ballesta, Valverde, El Barco, Desengaño y alrededores, con su cúmulo de bares, garitos, pensiones, farmacias y consultas de venéreas. Canosa a los 18 años era ya un hombre fornido y vigoroso que sabía defenderse en la calle mejor que nadie y que tenía bajo su cuidado a cuatro pupilas que hacían la calle bajo su protección y de las que disponía en todos los sentidos, cuando le daba la gana, a su voluntad. Se había curtido antes de los 19 años en peleas sañudas con borrachos, con mozos pendencieros que, puestos de copas hasta los ojos, se iban de putas y con todo tipo de patosos que molestaran a sus chicas, sin dejar de lado, por supuesto y éstos eran los peores, a algún que otro colega al que había tenido que enseñar sus límites. No dudaba en golpear, dar botellazos, rajar la cara con azucarillos o sacar la navaja si el contrincante sacaba la suya y todo sin titubear, con una celeridad pasmosa como si la agresividad formara parte de su naturaleza más espontánea. Dicho sin ambages, era un chulo de putas y un experto en la lucha caracolera. El amigo Canosa era bien conocido en las comisarías del distrito centro.
Cuando vio que se le venía encima el reclutamiento forzoso para el servicio militar, pensó que sería mejor hacer la mili de forma voluntaria en una unidad donde le pagasen, total, por estar un poco más tiempo, valdría la pena. Así fue como a los 20 años se alistó como aspirante en la Brigada Paracaidista.
En el curso de formación ya llamó la atención por su fuerza, su agresividad y su avasallador desparpajo callejero. Enseguida demostró tener ascendencia sobre sus compañeros que, la gran mayoría, no eran muy intelectuales ni con vidas muy dedicadas a la lectura, la investigación y el estudio precisamente. Canosa demostró tener dotes de mando entre la tropa, todo le venía de su vida de barrio bajo y de un físico imponente y una violencia de macarra que le emanaba por todos los poros. Literalmente el cabo primero Canosa acojonaba al personal. Su promoción a cabo fue casi inmediata y lo mismo ocurrió para salir de cabo primero a los dos meses. Los oficiales querían gente resuelta que supiera manejar a la tropa sin titubeos y que no les crease problemas. Con Canosa no lo dudaron un segundo.
Sin embargo, Canosa, llevaba muy preocupado los últimos meses. Su tía había muerto hacía seis meses y el modesto piso había pasado a otra familia que lo tomó en alquiler. La muerte de su tía supuso el vacío en su ya casi desierta geografía sentimental, no le quedaba nadie. Las noticias que tenía del barrio y de sus pupilas es que, como era de esperar, ya estaban bajo la tutela de otros, presumiblemente tan agresivos y jaques como él. Dos años fuera del barrio eran demasiado, casi una eternidad para los de su gremio, nadie le conocía ni se acordaba de él. Su vuelta no tenía derechos adquiridos, si intentaba hacerse de nuevo con lo que tuvo, le supondría una serie de enfrentamientos salvajes de los que era casi imposible que saliera adelante y tal vez ni siquiera que saliera vivo. Canosa comenzó a darse cuenta de que, fuera del ambiente cuartelero, al que se había acostumbrado pero que tenía que abandonar en breve, no tenía a nadie que le esperara ni sitio a donde ir ni trabajo para el que estuviera preparado. Empezar en el barrio con lo de antes era jugarse la vida. Por otro lado, las pruebas para la admisión al grado de sargento no las había superado pues apenas tenía cultura, ni su fuerte ni su hábito era el estudio, así que no podía quedarse en el ejército. Los puramente reenganchados, antiguamente conocidos como chusqueros, ya no le interesaban al ejército.
Incomprensiblemente para todos y especialmente para los de su promoción, pues todos ansiaban a esas alturas licenciarse, una tarde, cuando apenas le faltaba una semana para abandonar el cuartel, Canosa salió con un todoterreno a un recado rutinario. A la vuelta, con gran retraso, a altas horas de la madrugada el vehículo paró chocando contra la puerta del acuartelamiento que, lógicamente, estaba ya cerrada. El oficial de guardia, acompañado por dos paracaidistas armados, abrió la puerta y se encontró con Canosa que, con un cogorzón de muerte, en lugar de cuadrarse y saludar, le soltó una hostia que de haberle alcanzado de lleno en la cabeza le hubiera dejado grogui o en el sitio. Afortunadamente para él, la falta de reflejos del cabo, hizo que pudiera retirarse a tiempo y ser alcanzado sólo en el hombro. Tuvieron que reducir a Canosa a culatazos y esa noche durmió en el cuerpo de guardia. Al día siguiente le cayeron tres meses de pelotón de castigo por borrachera y agresión a un superior. A pesar del duro correctivo, como le llaman los militares al castigo, Canosa parecía calmado. La razón era que su estancia en el cuartel se había prolongado tres meses más. Algo se le ocurriría.
Pasaron los tres meses y el oficial de servicio, encargado del pelote o maco, le dijo aquella noche:
- Voy a conocer a pocos tíos como tú, Canosa, que salgan del maco para licenciarse. Da por concluido tu arresto y pásate por el cuerpo de guardia a tomar una copa de despedida, al fin y al cabo llevamos más de dos años juntos y mañana te largas.
- Sí, mi teniente. Y gracias por el detalle, procuraré corresponderle con otro que no olvidará – contestó Canosa muy serio, en respetuosa posición de firme y mostrando docilidad.
- No hace falta, Canosa, pero gracias en cualquier caso- dijo el teniente, creyendo haber entendido a Canosa.
Cuando el forense militar, de muy mala leche por cierto, tuvo que ir al acuartelamiento a las tres de la madrugada, encontró a un cabo primero con la cabeza destrozada y a un oficial de guardia fuera de sí, que no pudo explicar qué hacía un soldado arrestado tomando copas con él. Canosa en una salida del oficial a orinar, a consecuencia de las libaciones de la despedida, se había pegado un tiro con la pistola reglamentaria de éste. Abandonó así la vida militar a la que tan bien se había adaptado y la civil, a la que tanto miedo le había tomado. La última palabra del parte del forense lo definía bien: Exitus.

23 enero 2008

El secreto


En su pueblo, su oficio más estable fue el de pastor. Lo ejerció muchos años en ese, su pueblo castellano, que está por allá, más o menos donde se junta el Arlanzón al Pisuerga. Frecuentó con el rebaño, bueno con el rebaño del amo, que quede claro, pues era cada año por San Pedro cuando se ajustaba de pastor, los parajes al norte de su pueblo, de recuerdos tan queridos: Los Labajos, el valle del Infierno, la cuesta la Madre, la ermita de Valdesalce con sus chozos cercanos y sus bosquecillos y las yeseras abandonadas, el canal de Villalaco, el páramo Quiñones, el Bonete, la Pedrera, el pico de Tres Castros… y, sobre todo, el monte de su pueblo donde, más de una vez hubo de resguardarse, en alguno de los chozos, de las fieras tormentas del verano, de los aguaceros tenaces del otoño o de las mansas nieves del invierno largo de Castilla. También, y según las épocas que bien es sabido rigen las vidas de los pastores, iba a la parte sur del término, de más terrenos de labor, la que está al otro lado del río o de los ríos pues ya se dijo que eran dos unidos allí cerca. Cuando los ganados salían para el sur habían de cruzar el hermoso puente de 25 ojos que les ponía al otro lado y que un día fue paso ineludible entre Valladolid y Burgos. Entonces podía dirigirse a la Requijada, al Sotillo, al Canto, al cotarro del Otero, o a Valdeguindas, o seguir el camino de Valdecañas, o ir a lo de la parte de la estación, o a las otras yeseras, también abandonadas, o seguir por lo del camino de Hornillos… parajes todos que acariciaba con los ojos, como si los estuviera viendo, en la geografía tan sobada y suave del recuerdo.
Habían acabado las vendimias y como era tradicional los pastores quedaban autorizados a meter los ganados en las viñas y que éstos aprovechasen lo que pudieran. Eran en esas ocasiones cuando los pastores solían hacer acopio de uvas, rebuscando pacientemente entre las innumerables cepas aquéllas en las que algunos racimos pequeños o algunas garpas habían quedado olvidados u ocultos para los vendimiadores. La operación se llamaba rebusco y estaba muy extendida entre los más pobres que eran, por otro lado y sin llegar al hambre, el común de la población.
Madrugó mucho el día que el rebusco comenzaba y, antes de que las ovejas pudieran comerlos, recogió en varias horas de observación concienzuda y de agacharse decenas y decenas de veces, lo que cupo en las alforjas medianas, tirando a grandes, que ese día se había echado al hombro. Acabada la operación al mediodía buscó un chozo sin techo que conocía bien y dejó allí con cuidado su abundante cargamento de uvas hasta que por la noche, al irse a casa, pasara a recogerlo. Cerró muy bien con unas zarzas y unos palos la entrada del chozo, tapó con zarzas su contenido y se marchó, ufano por su trabajo, pensando en la buena cantidad de fruta que iba a llevar a casa a su regreso.
A la vuelta, ya de noche, se encaminó al chozo sin techo y, para su sorpresa, no encontró una sola uva. Alguien se las había llevado todas. Pensó de inmediato en quién podía haber sido y sólo recordó que, mientras rebuscaba, pasó por el camino un labrador de cierto peso, al que apodaban el Cogote, que con una pareja de mulas iba a lo suyo. Calculó que por fuerza había de haber sido él quien le observara y viera dónde dejó las uvas y a la vuelta, llevando las mulas, cargó en ellas sus uvas y le dejó el sitio.
Según volvía de airado al pueblo ganas le dieron de buscar al Cogote, que estaría en la taberna, y ajustar cuentas, llegando a las manos si hacía falta, pero pensó que el otro negaría el hecho y él tampoco podía demostrarlo, así que decidió calmarse y consultar con la almohada su respuesta.
Dejó pasar los días y observó como el Cogote tenía un arado de ruedas para labrar, de esos que facilitaban la labor al amo y a las bestias. Normalmente lo dejaba en la próxima parcela que iba a roturar. Pues bien, aprovechando la caída de la noche y tras cerrar el hatajo, fue donde estaba y le quitó una de las ruedas al arado sin dejar ninguna huella, con lo cual el instrumento quedó inútil. Luego se tomó la molestia de marchar con ella, bien lo sudó, hasta un majano muy alejado de la parcela, donde ya ni se cultivaba. Casi levantó el majano entero, tal era su rabia, y puso en su centro la rueda y luego lo volvió a cubrir con las muchísimas piedras que antes había retirado. Puso en las horas que duró su acción toda la inquina que le guardaba al agricultor por la faena rastrera que le hizo. Cuando terminó, todo su odio se había liberado.
Al otro día el Cogote, naturalmente sin pruebas, le denunció inmediatamente a la Guardia Civil. Por el hecho supo en el acto que no se había equivocado, que el Cogote le había robado sus racimos. Bien entendió el Cogote, sin palabras, de dónde le vino el golpe. Naturalmente se alegró de no haber tenido con él una palabra sobre las uvas, llevado por la pronta ira. Por supuesto negó todo a los guardias, y nunca mencionó lo de las uvas tampoco. La rueda jamás apareció y a él terminaron dejándole en paz.
Fue pasando el tiempo y llevado por la ausencia de futuro y por la ola contagiosa de los que se marchaban, él también lo hizo en los años 60 y buscó en Cataluña mejores horizontes.
Encontró allí una mujer de su misma extracción, Brígida, castellana también de la meseta sur, que compartió con él destino, trabajos, hijas y la felicidad medida siempre, si es que la felicidad se puede medir, de los que se habían buscado la vida fuera de sus tierras y de sus raíces.
Brígida murió antes que él. Quedó en el piso, que siempre ocuparon, con las dos hijas que tenía. Diagnosticado de una de esas enfermedades de difícil nombre pero claro desenlace, pasó unos meses luchando tenazmente contra ella.
Poco tiempo antes de morir, quizás, en esa catarsis que hacen los que se saben próximos a la última despedida y no queriendo dejar atrás cuenta ninguna, por pequeña y vieja que fuera, desveló a sus hijas su secreto, el que había guardado sólo para él toda su vida, el de la rueda del arado que le escondió al Cogote para toda la eternidad.

22 enero 2008

Valfrío

- ¡A ver, tanta igualdad y tanta solidaridad y tanto socorro rojo de los cojones y no hacéis más que pasar por aquí con ganao y nosotros sin gota de leche y muertos de hambre, joder en dios! –dijo la Juana puesta en jarras y echándole más güevos que un torero.
- ¡Menos voces, señora, que lo que conducimos es sagrado, que es para dar de comer a nuestras gloriosas tropas! –respondió ásperamente el chulángano de Torres, el comisario, con desdén.
- ¡Pues mis gloriosas tripas y las de mis hijos lo único que hacen es darnos unos conciertos de órdago! ¡Qué llevamos meses comiendo cabecitas de hostias salteadas con humo de vela, so desgraciao! ¡Cómo que yo creo que las criaturas tienen aún más de alguna tripa sin estrenar, que me da pena verlos! ¡Así que ya nos estáis dando una cabra, so maricones!- La Juana, por la virgen, que tenía cuajo.
- Mire señora no me toque más la breva y coja aquella que se queda atrás y espero que sea la última vez que, si me cruzo en su camino, se le ocurra pedirme nada. ¡Salud!
- ¡Salud y gracias, hombre, que nosotros también tenemos derecho a la vida! ¡Tanta salud y salud y todos muertos de hambre siempre! ¡Rehostias con el sacrosanto requisamiento!
El diálogo se desarrolló entre el comisario Torres de la intendencia del 4º Ejército Republicano y la Juana, la guardesa del cuartel de Valfrío, antigua propiedad del Marqués de Casa Valdés y en esos momentos colectivizado por la República. Y no se sabría decir cuál de los dos, la Juana o el comisario, tenían más redaños. El comisario tenía una fama truculenta en la zona pero la Juana era de las que se quitaban las medias a coces y era capaz de cortarle a un toro los cojones con un serrucho.
- ¿Pero cómo se atreve usted, Juana, a hablarle así al Torres, no ve que va con la pistola al cinto y se sabe que por menos de eso la ha dao dos tiros a alguno!
- ¡A esos maricones me los conozco yo bien! ¡Menuda hambre pasan ellos y la colección de guarras que tienen en Alcohete! Además ya has visto cómo al final el ser un poco descará ha dado resultado, con estos tíos hay que ser así, echás pa lante. ¡Mira qué cabra me ha ido a dar el maricón de chulo ese!, ¿no la había más tiñosa en el rebaño?
La cabra fue una cuidada propiedad que dio su mucho juego. Primeramente, la lavaron con zotal para quitarle la miseria que traía y se peló totalmente, que por partes ya lo estaba. Después, pensaron que se moriría por la barbaridad del zotal, sin embargo, sabido es lo que la naturaleza da de sí y el baño de zotal le supo a chocolate y el animal echó luz. A partir de ese momento la cabra, bautizada como “La Miliciana”, dio leche para que las dos familias se fueran medio apañando y un día de fiesta y contento cuando, forzados a marcharse del monte, se la comieron como buenos hermanos.
En el cuartel de Valfrío había dos casas adosadas de una planta y por detrás de ellas pasaba la Galiana, camino de Mendieta y La Rueda, otros dos cuarteles o divisiones del monte. En la casa de la izquierda vivían los guardas, o sea, la Juana y Patricio con sus hijos Luis y Esperanza; en la de la derecha, la Narcisa y Tomás, su marido, con sus hijas Pilar y Dolores y el tío Antonio, hermano de su marido. Los guardas estaban en Valfrío porque allí vivían de ordinario y la Narcisa y su familia porque se habían subido huyendo de los bombardeos de la ciudad, aprovechando que antes de que empezara la contienda el tío Antonio era socio del coto de Valfrío y tenía derecho a utilizar la vivienda que no utilizaban los guardas.
Enfrente de las casas adosadas había un gallinero y una corte para algún cochino (ambas especies cuando las hubo, que en guerra no abundaron). La parte trasera del gallinero era la zona destinada a las evacuaciones, se conocía fácilmente por las tomateras que allí salían espontáneamente. Siguiendo el camino del gallinero y rebasando éste se llegaba, cuesta abajo, a un pozo cubierto por una choza de piedra y ladrillo con bóveda. El pozo tenía un extractor de agua de palanca. Allí Patricio tenía un huertecillo que, junto con los lazos que ponía a los conejos, servía para tapar los agujeros de la escasez y que el hambre no terminara de entrar por ellos. En ese mismo sitio les hicieron construir un pequeño estanque para que las mujeres, que los milicianos tenían en el cuartel general de Alcohete, se bañasen a su placer. Aparte de la construcción del estanque y su mantenimiento, aquellos civiles tenían que sacar agua del pozo a brazo para llenarlo de vez en cuando y tenerlo en condiciones para los baños de las mujeres.
- ¡Y que haya que estar aquí cavando, sacando tierra, acarreando materiales y dejando la obra de postín y luego llenando esto de agua a fuerza de brazo, pa que cuatro guarras vengan a refrescarse el chochazo que lo tienen pelao de no parar de darle con to el cuerpo del glorioso ejército ese…!¡Ay… Qué dios más bueno!
- Calla Juana, que más vale que nos dejen en paz.- decía Patricio con calma.
- Claro hombre y luego, cuando venga ese hatajo de putones con pintas por el lomo, que te digan encima que si el agua no está limpia, que le ha caído broza, que tiene hojas, que en el fondo hay un poco de tierra…¡La madre que las parió! ¡Punta de zorras! ¡En el frente con un fusil tenían que estar ellas y estos güevones que las tienen aquí de mantenidas!
- Ten paciencia, Juana, que la guerra no durará siempre.
Al poco tiempo Patricio fue movilizado y ese sí que conoció el frente. Al mismo tiempo, al localizar la aviación rebelde el Cuartel General del 4º Cuerpo de Ejército de la República en Alcohete, los bombardeos llegaron también al monte y a sus cuarteles por lo que la Juana se bajó a vivir a Chiloeches y la Narcisa con su familia regresó a su casa de la ciudad, pues bombardeo por bombardeo igual le daba vivir en un sitio que en otro. Todos los civiles sobrevivieron a la guerra, excepto la cabra miliciana que sucumbió patrióticamente dando su vida por ellos, claro.
Por el sitio donde estaba el estanquito donde se bañaban las mujeres de los milicianos, contra cuya salud tanto despotricó la Juana, hoy pasa el AVE Madrid-Barcelona y a mí, me queda este recuerdo. Lo heredé pro indiviso en uno de los varios testamentos que, para mi desgracia, llevo ya escuchados desde niño.

21 enero 2008

Sino


Destetar, detectar, detestar.
El potro destetado se volvía loco al ser separado de su madre y la llamaba con chillidos agudos, entre coces, carreras, pánico y temblores atroces. La yegua detectaba, por instinto, que había llegado el paso final del parto y la crianza, la separación, y reclamaba a su potro constante, triste y cadenciosamente con un relincho lúgubre que duraba días. El arriero detestaba al mundo cada vez que tenía que separar un potro de su madre y lo hacía jurando y maldiciendo con la conciencia negra, para seguir viviendo. Así que todos hicieron cosas que ninguno quería, pero las hicieron y las padecieron, arrastrados cada uno por su sino.

20 enero 2008

El molino del Pelagalgos


Félix, el tío Pelagalgos, era molinero. Su hermano Braulio también lo era y Pablo y Santiago y José y Alejo y Eleuterio y Venancio y Bautista. Habían sido nueve hermanos varones, ni una hermana, y todos molineros en la misma provincia. Para que hablen luego del sabio equilibrio de la Naturaleza y de la diversa disposición de cada hombre para los oficios.
Un hijo de Braulio, Vicente, compró a su tío Alejo
el molino de Mora, cerca de la capital. Braulio tuvo dos hijos con la madre de Vicente y al morir ésta se casó con otra y tuvo otros 16. Eran tiempos en los que no se escatimaba en hijos. Tesón en hacerlos no faltaba, voluntad de criarlos tampoco. Eso sí, que salieran adelante era cosa de la selección natural de las especies, porque no olvidemos que somos una más, y como la Naturaleza en el ejercicio de sus funciones no tiene miramientos ni se compadece de nadie, la mayoría no terminaban la infancia y algunos apenas la comenzaban. No obstante, Vicente, viendo el aumento demográfico en la casa familiar decidió en su momento, prudentemente, independizarse, al no fiar en los medios de vida que de su padre y su madrastra recibir pudiera. Así un buen día, Vicente, que tenía alguna inclinación por el flamenco, dicho sea de paso, se fue de la casa paterna canturreando por lo bajinis y recordando con tristeza a su madre muerta:
“¡Ay madre no quiero pensar,
ay, lo triste que esta vida!,
¡qué somos dos mil gorriones
ay… pa cuatro espigas!”
Félix, que tenía cuatro hijos, Manuel, Eduardo, Pilar y José, era dueño desde el último tercio del siglo XIX del molino del Pelagalgos, en Fontanar, otro pueblo ribereño del Henares. El molino terminó pasando a manos de su hijo mayor Manuel antes de que el siglo cambiara y éste, con Álvara su mujer, a su vez tuvo tres hijos, Félix, Salvador y Pura. Así que toda la familia era conocida como los Pelagalgos desde siempre.
Del nombre cristiano del primer tío Pelagalgos o no se guarda memoria o no se quiso guardar, aunque sí del origen de su apodo. El caso es que el molino tenía una vivienda aneja en la que vivía el molinero con su familia. Se tenía por costumbre dejar los cocidos haciéndose a su amor sobre la lumbre mientras la familia trabajaba en el molino. Fue en tiempos de aquel primer tío Pelagalgos, del que nunca, repito, se dijo el nombre, cuando un galgo tomó la costumbre de entrar furtivamente en la cocina de la casa y volcar la olla, que estaba sobre las trébedes, y luego comerse su contenido, entibiado al contacto con el piso. Tanta querencia cogió el animal que repitió varias veces la faena, hasta que el molinero le esperó un día. El galgo entró en la cocina y el molinero, entrando tras él, cerró la puerta. Luego le echó encima el caldero de agua hirviendo que aquel día tenía preparado, sobre las trébedes, en lugar del cocido. Después dejó marchar al maltrecho galgo que, escaldado, se peló casi por entero. De esta crueldad, para espíritus sensibles, o escarmiento, para quienes sostienen a ultranza que donde no hay castigo no hay enmienda, nació el mote que por extensión se aplicó a todos los propietarios del molino que sucedieron a aquél, de nombre nunca mencionado.
La familia de Manuel tuvo desde siempre relación con la de su primo Vicente por razón de parentesco, de profesión y de proximidad, pues Fontanar está a apenas a 10 kilómetros de la capital, los mismos más o menos que había, río abajo, al molino de Mora. Por otro lado, cuando se veían apurados de trabajo los hombres de ambas familias se ayudaban a salvar el apuro o intercambiaban artes de los molinos mientras los unos o los otros reparaban los averiados. Así la buena relación hizo que Los Pelagalgos vivieran con conmiseración el negro ciclo de acontecimientos que vivió la familia del primo y que comenzó en 1914 con el accidente de su hijo Felipe y su posterior muerte y terminó con la muerte del mismo Vicente a comienzos de 1916.
El segundo hijo del tío Pelagalgos, que se llamaba Salvador como se ha dicho, comenzó a frecuentar más de lo habitual la casa del primo de su padre más que para consolar a la tía Francisca, como la llamaba la familia, por ver a María, su prima segunda, que tenía su misma edad, 23 años. ¿Quién le quita a mayo sus flores?

18 enero 2008

La caja del corazón


Ayer por la mañana vi pasar a una pareja de rurales de la Guardia Civil, de esos que van en motos todoterreno y de verde hasta los ojos y muy serios y metidos en su papel. Recordé a un viejo amigo que con ellos solía tener involuntarios y desagradables encuentros en el campo cuando, hace años, todos íbamos a pie.
Al poco rato, dicen que las casualidades no existen, veo venir al Colás. Vaya, me dije, ahí lo tienes, ¿se imaginará este hombre lo que me acuerdo de él?. Bajaba andando a mi trabajo y le vi por la acera opuesta a la mía en una calle de uno de los barrios que atravieso. El Colás tiene ya más de 80 años con propina, con la columna vertebral deformada camina de lado y cojea todo lo que no quiere de una pierna y, también, usa garrota en contra de su voluntad. Conserva todavía el pelo rizado, aunque cano, y sus ojos negros y brillantes, como de zorro arisco, son ya como dos puñaladas en un tomate, pero aún se agitan expresivos abriéndose paso entre las arrugas de su cara de pícaro insolente. Él no me había visto, pues de la vista, para no desentonar, tampoco anda ya bien.
- ¡Colás, que la veo, que la veo! - le chisté, como cuando íbamos de caza y él me avisaba de que había visto una liebre encamada – acamada - decía él.
- ¡Papo, Sarvi! -ha dicho cuando, después de escrutarme un poco, me ha identificado.
- ¿Cómo estás Colás? - le he dicho, palmeándole el hombro amablemente.
- De maravilla, chico, ya ves que voy de paseo, sí. Todos los días, llueva o truene, un par de horas andando no me las quita nadie, sí.
- ¡Vaya garrota que te has echao! -le digo mirando la garrota más macarra que verse pueda, decorada con todos los colorines imaginables y los dibujos más inimaginables.
- Me la he hecho yo, sí –dice orgulloso y me la muestra con unción, como si fuera un Stradivarius.
- Lo creo -le digo contundente, y cambio de tercio- ¿No te acuerdas de la caza?
El Colás me mira sonriente, brillan un par de segundos sus ojos de raposo ladino, y enseguida veo que no pierde el tiempo el muy canalla:
- Todavía tengo cuatro cepos en el pueblo. Este verano aún cogí algún conejo, sí. Aquí ya no me atrevo a ponerlos porque como no tengo coche… - y deja sus últimas palabras en suspenso, como colgando, por si alguien, qué sé yo quién…, se ofreciera a ayudarle sólo lo imprescindible.
- Pues déjalo ya. No te busques problemas. ¿Te acuerdas de cuando me enseñabas?
- Calla, Sarvi, qué ratos tan buenos pasamos, sí. ¿Te acuerdas tú?
- ¿Cómo los voy a olvidar? -Y cambio de tema porque al Colás, con el frío de enero, los ojos de zorro le empiezan a brillar un poco más de lo habitual -¿Cómo está tu mujer?
- Pues mal, Sarvi, porque como tiene el corazón más grande que la caja del corazón, pues de ahí le viene todo, que en cuanto anda un poco se fatiga y se pone a morir del ahogo. Vale poco ya, la pobre, sí... Y eso de la caja del corazón dice la doctora que no tiene arreglo, sí… Así que…
- Bueno, pues cuídala y qué paséis un buen año.
- Lo mismo te digo, Sarvi.

17 enero 2008

Conciencia


El día que hice la primera comunión, mis padres hicieron una fiesta en la granja. La granja pertenecía a un tío abuelo adinerado y era una hermosa propiedad con cultivos, gallineros, cortes, cuadras y emparrados y un recinto ajardinado en uno de sus lados, donde se podían celebrar meriendas y otras fiestas al aire libre.
Mis padres convidaron a la fiesta a los primos, tíos, abuelos, vecinos y amigos. Cuando todos estaban comiendo al aire libre y charlando tranquilamente, yo pensé lo bonito que sería soltar a la cochina grande, que estaba en una de las cortes y que en su salvaje salida de “toriles” habría de atravesar el concurrido recinto de la fiesta. Sería un placer observar, escondido entre los rosales y las parras, el revuelo que se organizaría cuando aquel animal tozudo y medio salvaje irrumpiera gruñendo como una fiera en la fiesta. Sin embargo, había un problema: ese día había tomado la primera comunión y como había prometido ser bueno el resto de mi vida, no podía empezar a ser malo ese mismo día. Era la primera vez que el hombre de acción que había en mi interior se veía atrapado en el cepo de la conciencia, pero la luz del conocimiento vino, afortunadamente, en mi ayuda: mi amigo el Fito no había tomado la comunión y por lo tanto tenía libertad tanto de acción, como de conciencia. El Fito no tenía aún compromisos morales:
-Fito, ¿a que no sueltas a la cochina grande?
-Sí hombre, y me la gano.
-Fito, te doy cinco duros si la sueltas.
-¿De verdad?, trae la moneda. Verás.
Recuerdo, escondido con el Fito en nuestro observatorio, a las señoras salir despavoridas dando gritos y a los invitados correr tras de la cochina y a mi madre buscándome con la vista y a la cochina gruñendo como una fiera mitológica y a los niños chillando como locos de excitación y de miedo... Menudo alboroto, ¡la que se lió!, y sólo por una vil moneda, sin manchar mi conciencia para toda la vida.

16 enero 2008

El clavito


Juan Manuel estaba loco por Milagros. Ella lo sabía, sin embargo, no había manera, ella no cedía un ápice. Juan Manuel la esperaba, acompañaba, hacía cuanto a ella le agradaba, decía cuanto a ella le gustaba, pero, ella, sí, buena cara, pero ni un beso, ni una mano entrelazada, ni un roce, cuánto menos un buen achuchón o un revolcón y ya hablarle de cama ni pensarlo, habría sido peor que escupirle a la cara. Milagros nada permitía. Era una mujer católica practicante y convencida hasta la médula de sus creencias. Juan Manuel, tan enamorado de ella, estaba cada vez más harto y ella nada, que hasta que no se casaran por la Iglesia, por supuesto, que nada. Así le tuvo una larga temporada hasta que el muchacho reflexionó y, considerando las inclinaciones religiosas de Milagros y las suyas naturales, pensó que la cosa no tenía futuro y le escribió una carta de despedida, antes de largarse para siempre jamás, que decía así:

Cuándo nos veremos, Mila
como los pies del Señor
el uno encima del otro
y un clavito entre los dos.
Como veo que te espanta
y rechazas mi intención
que tengas suerte en la vida
y el pie te lo busque Dios.

15 enero 2008

Peonías


El abuelo siempre plantaba peonías en un extremo del huerto. Era la única flor que cultivaba, el resto de los cultivos eran de cosas útiles, suponiendo, claro, que las peonías no lo sean. Bueno, quiero decir que el resto del huerto lo ocupaban las cosas de siempre, las que eran comestibles y se podían vender. Las peonías eran su ocio y el resto su recurso o su negocio. Decía que a las peonías les gusta mucho el sol y que es una flor que simboliza la verdad.
El abuelo tenía varios nietos y nietas de sus hijas pero sólo dos nietas de su hijo y andaba siempre algo mosca porque decía que se iba a perder el apellido. Por eso ahora estaba contento, porque su nuera, se había quedado otra vez y, claro, después de dos chicas seguro que ahora venía un chico.
El viejo, en los días de invierno, buscaba el solecito de San Gil, una plaza del pueblo cerca de su casa, y se sentaba allí con otros viejos a hacer tertulia en un banco al que algunos llamaban el Banco Azul, en referencia burlona al que ocupan los miembros del gobierno en Las Cortes y que ya, hace muchos años, se conocía con ese nombre.
Las nietas quedaban de vez en cuando a cargo del abuelo y éste les ponía piedras en la linde de las sombras para que vieran cómo pasaba el tiempo y como uno de los dos, pues no lo tenía muy claro, la tierra o el sol se movían. De vez en cuando les llamaba y les decía:
- Mirad, chivillas, como se ha movido el sol.
Y las chivillas quedaban maravilladas de lo mucho que sabía el abuelo.
Como por viejo no valía para trabajar, sólo cuidaba del huerto a su trantrán y, sin poderlo remediar, de cuando en cuando, se subía a la sala de las herraduras, debajo del nido de las golondrinas, a tocar la bigornia. Recreándose en sus redobles se le pasaba el rato y cuando terminaba se sacaba el pañuelo de la faja y se sonaba la nariz y se secaba los ojos ya de paso.
- Ya está el abuelo otra vez con la bigornia. ¡Hay que joderse qué vicio tiene!
- Déjale, hombre, que se ve que tiene añoranza y además parece que la hace cantar. No ha perdido esa habilidad.
Luego, cuando se cansaba, y antes de que se pusiera el sol, se iba al huerto y cortaba dos peonías.
- ¿Sabéis, chivillas, cómo se llama esta flor?
- Sí, abuelo, peonía.
- Bueno, pues que no se os olvide. ¡Hala, una para cada una!
El día que parió su nuera estaba expectante.
- ¡Abuelo que ha sido otra niña! ¡Suba usté a verla!
Pero el abuelo no quiso subir, muy mohíno se fue al huerto. Se sentó al sol en el viejo poyo de piedra entre las cuatro bardas del huerto, su último reino. Con las manos temblorosas se lió un cigarro y se lo fumó despacio, recreándose en ello, mientras miraba sus peonías. Pensó que ahora tendría que cortar tres, pero ese día, con los ojos llorosos, se volvió a casa al irse el sol y no cortó ninguna.

14 enero 2008

Sabores

Don Manuel, el farmacéutico de aquel poblachón, se vio sorprendido por una andanada de voces inesperadas en plena calle según iba a abrir la farmacia. El hombre, que era muy educado, se paró sorprendido y prestó atención a la rotunda mujer que le chillaba.
- Don Manuel, don Manuel… que le tengo que hacer una pregunta –dijo jadeando la mujerona que venía sofocada por venir casi corriendo tras el boticario.
- Usted me dirá, señora.
- Que si tiene usté condones de sabores… que necesito cuatro cajas… de media docena por lo menos… que… a cómo son.
- ¿Condones de sabores? Pues no sé si tendré, mujer, pero en cualquier caso se piden si hace falta. Del precio no le puedo decir porque no tienen, hasta ahora, mucha tirada en el pueblo… pero no creo que sean muy caros.
- Y cuánto tardarán, porque es que son para regalo ¿Sabe?, para el regalo de Navidad quiero decir, y si se pasa el día pues ya no me interesan, que ya no quedo bien con las amigas.
- Si los pedimos hoy, mañana mismo los tiene usted aquí. Pero otra vez, señora, no me pida estas cosas a gritos y en mitad de la calle, que ya se ha enterado medio pueblo.
- Anda, y qué más le da a usté si las que los vamos a gastar vamos a ser yo y mis amigas… ¡No te digo!
- Bueno, bueno… Pásese usted mañana después de las doce.
Al otro día la señora recogió sus cuatro cajas de condones de sabores y tras discutir con el farmacéutico que no se los quiso envolver en papel de regalo, so pretexto que sólo tenía papel y bolsas de la farmacia, se marchó donde la papelería de la Beni a por un pliego de papel adecuado. A la Beni le dijo para lo que era, tras asegurarle aquélla que no saldría palabra de su boca. Y así se fue la Eleni tan contenta con sus cuatro paquetitos envueltos en papel navideño de bolitas, papas noeles, niños jesuses y pastorcillos y con sus cuatro letreritos pegados de Feliz Navidad.
Al día siguiente era 24 y las amigas quedaron para verse, como todas las Nochebuenas, después de la Misa del Gallo e intercambiarse los regalos.
Las amigas de la Eleni se quedaron algo perplejas y sorprendidas, y la Eleni, tan contenta les dijo:
- A que he tenido una idea bien buena, menudo regalo ¿Eh, tías?
Sólo la Puri dijo:
- ¿Y no cogeremos alguna infección?
- Pero no seas bruta, hija mía –le dijo la Eleni con muchísima autoridad en la materia- que son pa chuparla, mujer…

13 enero 2008

El molino de Mora

- ¿Quién haría este molino justo en esta curva del río? ¡Qué caz tan largo tiene, yo creo que atraviesa toda la chopera! ¡Qué pena que todo se hunda y no queden ni las historias de las cosas, ni de las personas!
- Vaya, tienes curiosidad, ¿eh? Se ve que tú también tienes, eso sí muy de vez en cuando por lo que veo, algún día blando. Habrá que aprovecharlo. Así que escucha si quieres:

Había una vez, hace más de cien años, un molinero en Sacedón que se llamaba Vicente. El hombre se había casado con una de Auñón y tenía dos hijos pequeños, un niño y una niña. Ser molinero de aceña no era trabajo para señoritos, pues había que saber tener limpios los caces y las caceras y sobre todo ser un buen labrador de las piedras de moler y luego, en temporada, saber pasar noches en blanco moliendo sin parar pues todo el mundo quería aviar cuanto antes con lo suyo. Así que Vicente se deslomaba a trabajar en molinos pequeños de la zona, venciendo el miedo al reuma y al asma, los dos enemigos de los molineros, el uno por la humedad en los huesos de andar por el caz con el agua hasta el pecho; el otro por el polvo de tanta molienda en los bronquios. Vicente tomaba molinos en arriendo y procuraba pasar de peor a mejor, o sea, de molinos malos a otros menos malos.
Un buen día se enteró de que su tío Alejo se retiraba y que iba a dejar en renta este molino. Cargó los cuatro bártulos en un carro y con la mujer y los dos hijos se presentó a ver a su tío, mandándole antes recado de que no cerrara ningún trato hasta no entrevistarse con él.
Al tío Alejo le había ido bien y ya no trabajaba, vivía en Alcalá de Henares de un modo muy acomodado. Cuando apareció por su casa su sobrino Vicente, al que desde chico no había visto, le llamó la atención el porte serio, la corpulencia y la honradez tozuda que destilaba su presencia. Habló con él largo y tendido y le contó como el paraje había sido desde 1850 propiedad de doña Josefa Arias y Fernández de Moros pero que esta señora había vendido la finca a don Felipe Santiago Mora y Oro hacia 1880 y que había sido el señor Mora el constructor del molino y quien se lo había vendido a él en enero de 1891. Ésta es la razón por la que el molino se sigue conociendo como molino de Mora y no, como muchos creen, por las parejas de morales que bordean el camino de entrada, le aclaró a su sobrino.
Fueron a visitar la propiedad desde Alcalá, que distaba de allí unos 25 kilómetros. Cuando Vicente preguntó a su tío lo que había pagado por el molino y la finca, éste le dijo que por todo pagó 50.000 pesetas. Vicente enmudeció y sus ojos bajaron la mirada al suelo con una pesadumbre profunda y desamparada que su tío notó al instante. El molinero, con 33 años entonces, rompiéndose la espalda a trabajar, apenas tenía reunidas 13.000 pesetas y eso que su mujer, Francisca, era tan hacendosa como él y no tenía remilgos en lavar y coser para quien fuera. El tío Alejo, que a medida que hablaban se había hecho más afín con su sobrino, se sintió conmovido por el matrimonio y las dos criaturas y tras pensarlo un rato, mirando al caz hasta donde éste se perdía de vista metiéndose en la chopera, le dijo a su sobrino:
- Si lo quieres para ti, te propongo un trato que no haría con otro.
- Usté dirá, tío.
- Por ser para ti, te vendo todo por 42.500 pesetas.
- Ni aun así puedo, tío, no tengo más que 13.000.
- No importa, verás. El día que formalicemos la venta me das 12.500 y las otras 30.000 te propongo que las pagues en 10 plazos anuales de 3000 que cumplirán el 30 de junio de cada año. ¿Qué te parece?
Vicente miró a su mujer y viendo el gesto decidido de ésta, estrechó agradecido la mano de su tío y le dio las gracias con los ojos un poquillo blandos. Así fue como el 28 de julio de 1896 Vicente se hizo cargo de la finca y del molino como propietario.
En los años siguientes los afanes del matrimonio se juntaron con su inclinación por el ahorro y por la ilusión de llegar a verse limpios de la deuda y con aquella hermosa propiedad sin carga alguna. Nada menos que un molino casi en la misma capital, un molino en el Henares, un molino con caz de flujo constante. Eso era un molino capitán y no como los molinos de arroyo que habían regido hasta entonces.
Fueron saldando su deuda, sin fallar un año, con el generoso tío Alejo y aún les sobró algo de dinero para hacerse con una casa en la ciudad, en la calle de Cacharrerías. Allí habitarían desde entonces, aunque padre e hijo bajasen a diario a trabajar al molino y aun durmiesen en él si hacía falta. Por otro lado pasados los diez años el chico había crecido y Felipe, que así se llamaba, era la mano derecha de su padre. Ya valía para trabajar en el molino y los dos codo con codo trabajaron con denuedo e ilusión, viendo con alegría como todo les iba bien.
Tanto Felipe como su hermana, María, se habían hecho unos mozos fuertes y trabajadores. Había pasado ya el año 1907 y la deuda con el tío Alejo quedó saldada. Ahora ya todo eran ganancias en el molino pues el que llegaba a moler pagaba con dinero o con maquila y sabiendo mantener el molino y no tirar el dinero, sólo se podía ganar. En 1910 el chico ya tenía 18 años y por la mucha observación al trabajo de su padre, era capaz de suplirle en casi todo y de ayudarle en todo.
Hortensia era una chica de 16 años que vivía también en la calle de Cacharrerías y que a los efectos era la novia del muchacho aunque por ser los dos tan jóvenes se tardaría un tiempo en considerar el compromiso. Por otro lado María, la hermana, era discreta y seria como su madre y, más joven que su hermano, vivía permanentemente en la casa sin bajar al molino, como tampoco hacia su madre porque el trabajo de ninguna de las dos era allí necesario.
Todo iba a pedir de boca, pero fue en el verano de 1914 en el que todo cambiaría. Era el verano el momento de más faena en el molino. Padre e hijo trabajaban a destajo, día y noche casi sin parar y quiso la fatalidad, o quizás el exceso de fatiga o vaya usted a saber qué, que un atardecer los gritos de Felipe alertaran a su padre, que había salido a beber agua en la fuentecilla que había en la plazoleta del molino. Vicente volvió al molino como una exhalación mientras oía los alaridos de su hijo. El muchacho había sido arrollado por una polea. Cuando su padre llegó ya le había dado varias vueltas y aunque Vicente, hombre de envergadura, se arrojó a peso contra la polea y, jugándose las manos, sacó la ancha correa de sus guías, el muchacho tenía un gran destrozo. El chico quedó liberado y vivo pero literalmente como un trapo, con múltiples roturas y lesiones, hasta el punto que hubo de subírsele a la casa de Cacharrerías en una parihuela y a pie pues no aguantaba el menor traqueteo de carreta. A consecuencia del accidente Felipe estuvo postrado en la cama durante unos meses sin sanar de sus numerosas fracturas, los médicos poco pudieron hacer por él. Hortensia, su novia, le cuidó a la desesperada con su hermana y su madre, mientras el padre atendía el molino. Al comienzo del nuevo año murió Felipe. No se sabe muy bien qué le paso, pero Hortensia, la leal y querida novia, sin aparente enfermedad, le sobrevivió dos semanas justas. Los vecinos decían que se había muerto por el mal de amores y, si no había sido así, nadie le pudo encontrar otra explicación.
Tras la muerte de Felipe y Hortensia la tristeza, como un cuervo gigante, se adueñó del hogar de Vicente. Los años de duro trabajo aplastaron de repente al molinero y la angustia comenzó a corroerlo sordamente por dentro. Era su pena como un nudo atado a su garganta que cada día se ajustaba más, milímetro a milímetro y terminó por no dejarle ni comer ni dormir siquiera. Su mujer y su hija estaban alarmadas. Los médicos le dijeron que fuera a los baños de Alhama, que eran buenos para las cosas de los nervios, pero todo fue inútil. Enfermó de tristeza y si su hijo dejó el mundo en 1915, el padre sólo vería comenzar el 16. Creo que por entonces no se habían inventado las depresiones, así que todo el mundo dijo simplemente que Vicente había muerto de pena. Francisca y María quedaron solas, con un negocio fructífero que eran incapaces de explotar. Y aquí acaba la primera parte de la historia del molino de Mora. Por hoy lo dejo que, por los años que te llevo de ventaja, bien me doy cuenta de que bastante esfuerzo has hecho en escucharme.
- Pero hombre sigue contando, que me gustaba, ¿qué pasó?¿Qué hicieron las dos mujeres?
- Tendrás que esperar a que esté de buen talante para que te lo cuente, del mismo modo que harto he esperado yo a que te interesara alguna historia de las cosas que nos rodean que, como ves, las tienen.
- ¡Joder, qué cabrón!
- ¡Cuidado, muchacho... repórtate!
A la memoria de Vicente Sánchez Gutiérrez, hombre bueno y trabajador. (1863/16-01-1916)

12 enero 2008

Escarambujo

Mirando al humilde y común escarambujo, el fruto de un arbusto espinoso perdido en páramos y barrancas que aguanta hasta en invierno por duro que éste sea, me dije si este omnipresente matorral tendría sólo este nombre y si además de crecer aquí y allá tendría alguna utilidad. Indagando encontré, para mi sorpresa, todos estos nombres sólo del fruto, que no del arbusto y de su flor, que aún tienen más:
Escaramujo, cinorrodón, picaculos, tapaculos, avaganza, agavanza, aveganza, garamito, garbanzu, garbanzo, bailarote, bailarín, calambrojo, tomatico, tomatillo, mazacoral, garrabón, garrabó, calambruju, calambroja, iscalambruju, picaculu, balbaretas, morato… y no sé si habrá alguno más. Seguro que sí.
También, según dicen, el fruto tiene vitamina C y es sumamente astringente, comido directamente, de ahí lo de tapaculos, por lo del estreñimiento. Aunque algunos discrepan y le atribuyen, en ciertas circunstancias y épocas, virtudes laxantes, y de hecho afirman que las zorras se purgan con él, aunque quizás lo hagan por su abundancia en semillas. Se tiene por cierto que una vez cocido pierde, con toda certeza, la astringencia y sirve para hacer mermelada y compota y que, si se le hace fermentar, produce vino. Aseguran que es litontríptico, palabra mágica que quiere decir que desbarata las piedras de la vesícula, no se dice nada de las del riñón, y que también es diurético y que los pétalos de las flores sirven para preparar colirios para los ojos. Nadie menciona, sin embargo, su utilidad más festiva y es que las niñas se hacían con sus frutos collares y pendientes enhebrándolos en un hilo en su momento de mayor esplendor y brillo, que es en el mes de septiembre. Ahí es nada con el escarambujo. A su lado tantos días y sin saber sus virtudes. Es lo que pasa con los humildes.

11 enero 2008

Soledades

A veces uno, por distintas vicisitudes, se ha sentido decepcionado. A cualquiera puede pasarle. No se aceptan los fracasos, sean del tipo que sean, con facilidad.
Recuerdas a personas que, en su momento, te ayudaron. Te hicieron relativizar lo que te había ocurrido o, mejor, lo que tú vivías como si te hubiese ocurrido a ti, siendo, sin embargo, un suceso colectivo. Comprendiste que quizás para ti el asunto tenía importancia, bien por tus ideas o por las ilusiones depositadas en algo que pasó a la historia, a la pequeña historia personal o de tu pequeña comunidad cercana, pero de puertas afuera carecía de importancia en absoluto. A nadie le importaba. En contraste con tu disgusto grande, muchos de los que te rodeaban ni siguiera lo percibieron. Tardaste en darte cuenta, pero así era. El cambio que estas personas le dieron a tu visión del momento te sacó de la tristeza.
Ayer me encontré con una de ellas, una de estas personas que un día me ayudaron con su criterio independiente. Es una mujer encantadora. Inteligente, activa, apasionada, cariñosa, muy valiosa profesionalmente… Es una de las mujeres mejor dotadas que conozco para sobrevivir, en todos los aspectos. Conocía los avatares de su vida en los últimos años y sabía cómo habían caído, también para ella, algunos de sus proyectos más queridos. Sin embargo apenas me dio tiempo a preguntar. Mi amiga estaba bien. Todo era maravilloso. Todo estaba lleno de proyectos nuevos. Sus hijos espléndidos, su marido también, su trabajo espectacular, sus compañeros maravillosos, sus jefes le respaldaban en todo a muerte… Al cabo de una hora de amable y atenta escucha, sin apenas interrupciones por mi parte excepto para asentir, me di cuenta de que aquella mujer estaba tan frustrada que ni siquiera había llegado al punto de admitirlo. No quería hacerlo. Vivía su decepción como una victoria nueva en su nuevo ambiente, la había vestido de eso. Ayer tarde había salido de su casa sola y sin rumbo porque estaba a punto de reventar. El destino quiso que nos encontrásemos y pudiera devolverle, momentáneamente al menos, el favor que ella me hizo años atrás. El problema es que entonces yo asumí lo que me pasaba, ella aún no lo sabe porque se niega a admitirlo. Ni yo se lo dije, claro. Hay cosas a las que no se les puede adelantar la evolución. No se pueden ver algunas cosas hasta que no te nacen los ojos para verlas.

10 enero 2008

Enero


Al anticiclón de invierno le acompañan los días soleados, luminosos y calmos en los que los viejos buscan las solanas o los “solecitos” de las plazas, como algunos les llaman a sus rincones de invierno al aire libre. Allí conversan, al abrigo de los días luminosos, mientras los perros dormitan tirados y estirados a sus pies.
Las noches de la sierra son otra cosa. Son de hielo, de hielo negro que cae sin piedad sobre las tejas y las remata de cristales de escarcha y hace crujir las peñas como si fueran de madera seca que se quiebra. Mientras el hielo oscuro e invisible cae, las estrellas palpitantes se tiran a los ojos por millares y ponen en su sitio, diminuto, a quien se atreve a mirarlas. El cielo de la noche llena de asombro y espanto a quien lo observa. Duele respirar, de puro frío, el aire congelado. La noche del invierno, pura luna y estrellas, sobrecoge en la sierra.
Amanece en el paisaje desierto. La tenue luz naranja que asoma por el este, guiada por el dedo de la aurora, se expande lentamente en claridad difuminada. Luego la luz se hace otra vez y viene el día. Todo aparece maquillado de blanco por la escarcha y helados, con un dedo de grueso, los charcones que dejaron las últimas lluvias. Los barros son hoy arcillas duras, piedra helada, cocida por el frío. El aire es fino y está mudo, sin viento. El silencio sólo se interrumpe por el graznido lejano de algún cuervo o el cacareo irregular de la perdiz, cuyo sonido redondo, retador y gangoso rebota de peña en peña y se pierde sin contestación barranco abajo, entre la niebla que se deshilacha.

09 enero 2008

Langue et parole


Los celadores de la universidad se reunían temprano para desayunar. Casi no había estudiantes todavía en la cafetería. Sus risas se oían mezcladas con las conversaciones. Era lunes y, mientras desayunaban, repasaban el fin de semana.
- …Y por fin, ¿os fuisteis el Lucho y tú con aquellas dos changuitas, con pinta full de chingonas, that you told me?
- ¿Cómo me iba a ir si el Lucho no se arrancaba ni pushándole y no más hacía que mirarles y mirarles sin decidirse a ir a ellas, que estaba totalmente down con la idea, como si las chicas fueran two wild gatos malóderos?
- Pues haberte ido tú alone y haberle dejado with his mouth open al Lucho, por huevón and airhead.
- Pero no pude, no más because es mi cuate desde chamaquitos y yo no le puedo dejar tirado a un friend de toda la vida, así pues traté de convencerle, de pusharle once and again, pero él dudaba y titubeaba one more time y como que no lo veía claro y se le veía muy reluctantón… y, por otro lado, ellas eran dos y con only one man como que no matchaban.
- ¿Y qué pasó entonces?
- Pues que entre que sí y entre que I don’t know y entre que wait a minute… se presentaron unos tipos white and blond y muy atarzanados que se las llevaron en carro y ellas… tan so very happy… y ni por pienso que volvamos to see them otro día.
- Bueno y tu viejo, ¿se quedó at home el fin de semana o salió por ahí a beber y a porfiar?
- Not at all, ni lo uno ni lo otro, si se fue con la Lupe.
- ¡Qué se fue con la Lupe!, ¿de veras are you telling me that?
- Pues sí, eso hizo, te lo juro. Ahí donde lo ves.
- ¡Ándale, pues aún le empuja el viejito…!

08 enero 2008

Libertad


Agustina iba con su marido por la calle. Un perro vagaba despistado por ella. Agustina lo llamó y el perro vino.
- Joaquín, ¡llevemos el perro a casa! Se ve de sobra que está perdido y haría compañía a nuestro Tom.
- Mira, Agustina, de ninguna de las maneras. Ya está bien con el que tenemos. Ya sabes que no me gustan los animales y menos en casa.
- Pero, Joaquín, no podemos dejar a este perro, se ve que está perdido o quizás, aún peor, abandonado. Pero mira qué ojos te echa, ¿es que no se te mueve la conciencia?
- Agustina, no me calientes. Tragué con el Tom de los cojones porque a ti se te emperejiló, pero como te empeñes en traerte a este otro, te juro que me voy de casa. ¡Hasta ahí podíamos llegar, no te jode con la protectora de animales!
- Ay, ¡cómo eres, hijo! ¡Pelos en el corazón tienes que tener!
Agustina, afectada por lo que le pareció una injusta reacción de su marido, desistió momentáneamente de su intención. Al día siguiente fue a la iglesia y pedirle a don Ignacio, su confesor, consejo neutral en el asunto del perro. Aunque, en el fondo, Agustina esperaba del clérigo un apoyo abierto a su postura, dada la pasión que la iglesia ha tenido siempre por la caridad. El cura escuchó a su feligresa y, tras felicitarle por los buenos sentimientos que demostraba y por su tendencia a la caridad directa y al bien más altruista, le dijo que, sin embargo en este caso, llevaba razón su marido, que no debía llevar el segundo perro a casa, que lo primero era la convivencia familiar y el sacrosanto matrimonio y que había veces que los sentimientos habían de posponerse a lo verdaderamente importante y que, también había veces, que lo bueno era enemigo de lo mejor.
Agustina encorajinada y decepcionada porque ni siquiera el buen don Ignacio comprendía las inquietudes de su corazón y con los ojos arrasados de lágrimas, enfurecida por demás ante los recovecos del pensamiento del cura, le gritó sin poder contenerse:
- ¡Dígame entonces, dígamelo de una vez! ¿Para qué estoy yo en el mundo si ni siquiera puedo hacer el bien? ¿Qué libertad tengo yo, me lo puede decir?

06 enero 2008

Eleni


- Mirad mi Eleni, miradla, pero qué maja, pero, ¡rediós que hermosa y qué lozana y qué buena moza! ¡Ay, pero qué bonita es mi Eleni! ¡Ay, mi Eleni, qué mujerona! ¡Ay, entrañas mías! ¡Rosa de Francia, mi Eleni!
- ¡Calle usté, madre, no sea exagerada! ¡Qué parece que se está usté desangrando! ¡No sea usté tan aparatosa!
- Pero si es verdad, pero mirad qué cara tiene, pero si es que le resplandece de alegría, ¡ay, qué da gusto verle esa expresión a mi Eleni! Cómo se te ve de contenta, hija mía. ¡Si da gloria verte! ¡Qué carnes, qué lozanía, qué lustre!
- Pues claro madre, cómo no voy a estar contenta, no ve usté que vengo de echar un polvo.
- Pero, Eleni, hija mía, mira que tienes ya a los chicos grandes, mira que a ver si te vas a quedar preñá a estas alturas, gloria de tu madre, mira que pasas de los cuarenta, corazón mío. ¡Ay, Eleni, no me asustes!
- Quite usted pa allá, madre, pero si ha sío oral.
- ¡Ay, mi Eleni, eso es otra cosa, ay qué alegría! ¡Qué lista es mi Eleni! ¡Cómo disfruta mi Eleni y cómo me gusta a mí que sea tan feliz! ¡Ole mi Eleni! ¡Ay…!

Reyes y magos


Con el mismo aburrimiento que me produce la continua intromisión de la Iglesia Católica en los asuntos de quienes no somos sus fieles, he visto por la tele como cada uno de los días pasados una o más personas de renombre felicitaban al rey Juan Carlos por su onomástica, deseándole todo tipo de parabienes y atribuyéndole méritos inconmensurables en el bienestar de la nación. Sea, puede que hasta sea cierto. No vamos a discutir por eso.
Mucho menos y de ninguna manera voy a ir yo por ahí quemando fotos del rey en público para manifestarme antimonárquico, ni tampoco del Papa para que vean que no me agrada lo que hace. No necesito más que el sentido común para considerar que la iglesia debe de ser cuidadosa pastora de sus fieles y dejarnos tranquilos a los demás; y que, para cualquier nación, me parece más digno un presidente o presidenta de gobierno elegido por sufragio universal, así, de entre el común de los mortales, que otro tal de sangre azul con hijas infantas e hijo príncipe y con una casa real a las acuestas de todos y al que además no se sabe muy bien de donde le procede ese derecho de gobierno hereditario que su genética atesora. Parece como un asunto de cuento infantil o de opereta. Claro que del cuento hay gente que lleva siglos viviendo y… lo que te rondaré morena. No nos faltan ni reyes ni hechiceros, perdón, quería decir magos.

05 enero 2008

Arrebujada


Entre los macizos de aliagas silba el viento helado. El viento utiliza los valles, laderas y barrancas como si fueran los orificios gigantes del chiflo de un afilador. Es el viento norte de enero que abrasa la piel de la cara, pone a llorar los ojos, enciende las orejas con sabañones y cura las matanzas caseras de los serranos, de los pocos que aún quedan para hacerlas. Parece que quiere nevar pero no se decide, a ratos cae cellisca que te pincha en la cara y en las manos como si fueran diminutas puntas de alfiler que no llegan del todo a clavarse. Miro como la perra esquiva matas, rodea obstáculos y cazurrea, como curiosa e incansable compañera, por la ladera. Me mira de vez en cuando para no perder mi referencia entre los zarzones hirsutos y espinosos. Noto que hace un extraño y cambia su intención inicial. Algo que le ha llegado escrito en el aire no le ha gustado. Se queda quieta en el sitio. Bajo a su altura, me mira llegar inmóvil, y le digo suavemente:
- Vamos. ¿Qué es? Quiero verlo.
Toma sin dudar el camino que llevaba y marca con su parada repentina un lugar bajo unas matas, unos cuarenta metros ladera abajo. Le animo a seguir. Ya sin titubeos, ahora lo veo yo también, llega a la cama de una zorra que domina el vallejo. Es tan apacible el encame del animal que pienso que está aún viva, quizás herida. Pero la perra sabe que no y olisquea sin miedo a su pariente de cuerpo presente.
Alguien hirió al animal, probablemente el día de antes, y éste sintiéndose morir buscó un cálido encame, protegido del viento, para acabar allí, arrebujada, en posición fetal, con el hopo plegado, las orejas tiesas y los ojos abiertos. La perra no quería bajar y con razón. Dejamos allí a la zorra, sin tocarla, en el regazo improvisado de la tierra, y nos vamos los dos a buscar abrigo camino del pueblo. Solo que yo llevo también el corazón helado.