18 enero 2018

Tristeza generalizada



Entre las desdichas, que forman parte del colchón de la vida, hay algunas muy concretas y personales y otras imprecisas y generales. Entre las segundas, está la tristeza generalizada.
Algunas veces el silencio se me antoja un desierto. Pero, al tiempo, una parte interior propia de los seres humanos, una tierra adecuada para ciertas semillas que solamente pueden germinar en él.
La idea primaria de silencio es la ausencia de ruido, algo fácil de evitar: el ruido físico (suele bastar con la doble ventana).
Sin embargo, hay otro bullicio que todos llevamos dentro y que nos ensordece del mismo modo que la ilimitada luminosidad nos ciega. Bajo esas circunstancias es muy difícil pensar. El ruido interno de nuestras pasiones, orgullos, ambiciones y vanidades es muy difícil de sofocar.
Quizá la edad (menguadora de algunas pasiones), por un lado, y la práctica de la soledad voluntaria, por otro, ayuden a algunas personas a conseguir un poco de silencio en su interior. Pero, ni así es fácil. Casi no tenemos costumbre.
En la fértil tierra de ese silencio puede crecer el pensamiento. Pero no es tarea a la que sea habitual el ponerse.
Si pensamos en el tipo de vida que llevamos, basada en la inmediatez de todo (placer, dinero, ambición…) tal vez nos sintamos náufragos en un inmenso océano de ruido que nos zarandea sin descanso y en el que se nos hace difícil pensar en otra cosa que no sea el sobrevivir a cualquier precio.
¿Es nuestro mundo enemigo del pensamiento?
Dicen que las grandes revoluciones se han fraguado en el pensamiento que procura la soledad. Así que, que cada uno se conteste.
Si vivimos adormecidos en nuestro mundo febril de actividad, de competencia, de ambición, sin tiempo de pararnos a pensar, ¿no será el capitalismo (además del fútbol, claro) nuestro verdadero opio? ¿No se equivocaría Marx?
Perseguir la falsa ilusión de tener todo cuanto ansiamos no nos acerca al pensamiento, sino que a la fuerza nos vuelve hiperactivos, prestos siempre a la acción pero incapacitados casi de continuo para la reflexión. Seres más agresivos que racionales, a los que pensar les crea malestar. Y, por cierto, en nuestra sociedad quien renuncia a esa obligada ambición, como sublime meta, se convierte, además de en fracasado, en sospechoso. Y, encima, se lo llamarán en inglés: Loser! (Con lo castizo que era eso de: ¡Desgraciao, cara pobre!)
En un cuento indio un abuelo le contaba a su nieto que todas las personas llevamos dentro un lobo y un cordero en pugna constante. ¿Y cuál de los dos gana?, preguntó el nieto. Aquel al que alimentamos, dijo el viejo.
No sé con qué frecuencia se da esa soledad buscada que, acallados los ruidos de toda clase, es la fuente más rica de creatividad.
Pero sí sé que, en nuestro mundo, abunda la desconfianza, el individualismo, el miedo, la inmediatez, que todos estamos tan telemáticamente conectados que siempre estamos solos, casi como evadidos, también sé lo muy propensos que somos a la revolución y lo muy reacios a la evolución, lo poco dispuestos que estamos todos a cambiar el mundo empezando por nosotros mismos…
O sea, que no sé cuántos alimentan al lobo y cuántos al cordero.
De ahí esa cosa tan tonta del principio: lo de la tristeza generalizada.

16 enero 2018

Leyenda de Muño Sancho



Han sido muchos los hombres ilustres, e incluso historiadores de muchas campanillas, los que han narrado esta leyenda a lo largo del tiempo. Pues, por no ser ideada por nadie sino responder a unos hechos, a todos y a nadie pertenece y cada cual puede dar su versión. Eso sí, sin desvirtuar el rigor de los acontecimientos porque, aunque las leyendas carezcan de derechos de autor, son una herencia común que no debe alterarse al buen tuntún.

En estas tierras cristianas de Castilla, reinando Alfonso el sexto (otros sostienen que el séptimo), vivió don Muño Sancho de Finojosa que, pese a las obligaciones debidas a sus muchas propiedades y riquezas, era también grande del reino.

Reunía don Muño bajo su liderazgo, y previa soldada, una mesnada de setenta caballeros y otros muchos peones y otros más hombres de servicio y algunos cuantos criados y zagales. Y de todos ellos sabía ser el estricto capitán en la guerra y el padre bondadoso en la paz. Pero esta paternidad, espiritual casi siempre, le ocupaba poco tiempo pues el más de él lo dedicaba a la batalla y, cuando descansaba, cazaba.

Y, como la guerra era y es un buen justificante de la violencia, atravesó muchas veces la frontera con el infiel agareno y volvió siempre victorioso, cargado ora de botín, ora de cautivos, ora de bienes muebles y ganados… mas, siempre, tiznado de despojos y sangre sarracena. La guerra, entonces, requería dedicación exclusiva y, aún así y pese al esfuerzo de tantos caballeros, duró aquélla ochocientos años, sobre poco más o menos.

Y no por vivir en la Edad Media carecía don Muño de esos anhelos por viajar y conocer mundo que obnubilan a nuestros conciudadanos del siglo XXI. Mas, por aquel entonces, los viajes eran, cuando no Cruzadas (no confundir con cruceros), peregrinaciones o romerías o visitas a los Santos Lugares para volver de Jerusalén con la palma de palmero (no confundir con los flamencos). Lugar, éste último, al que don Muño, solemnemente, tenía prometida visita. Pero no adelantemos los acontecimientos.

El hecho fue que aquel día, de guerra como todos, tras indagar por dónde andaba la frontera (difícilmente podría hacerse hoy, pero entonces cambiaban de sitio las fronteras casi todos los días), se internó con sus huestes en el hostil y proceloso territorio de la Media Luna.

Fue feliz don Muño cuando avistó una comitiva enemiga cuyo séquito deslumbraba por el lujo de sus atuendos y la calidad y alcurnia que sus miembros mostraban. Sin hacer uso de las armas, pues no encontró respuesta armada que justificase ninguna escabechina, los detuvo a todos, gozoso de que no ofrecieran resistencia a su brazo justiciero e implacable.

Pero hete aquí que, de entre los moros principales, uno se dirigió a él con el tono doliente del que, aunque sin miedo, sufre profundamente. Por sus nobles palabras supo que se llamaba Albail y que, junto a su amada Alifra, viajaban en cortejo nupcial para contraer bodas en un cercano alcázar.

Pronto el cristiano corazón de don Muño comprendió que no era gloria, para un caballero de honor como era él, hacer botín de gente principal que sólo le ofreció el blando brillo de la telas de sus vestimentas, sin mostrar siquiera el mínimo destello del acero de sus agudos alfanjes. (Comprendió, la verdad, que les había pillado por sorpresa y de bonito.)

Así ascendió de grado a sus cautivos y, además de no matarles, encarcelarles o, como poco, deshonrarles (costumbres habituales de la época), les atendió como a amigos e iguales y, con gran liberalidad, les llevó a su castillo y les ofreció fiestas para celebrar los esponsales durante quince días y así vivieron mezclados como hermanos árabes y cristianos, esas dos estirpes enemigas más allá de la muerte. (Fueron tan grandes las celebraciones, que hasta se alancearon toros como en Tordesillas, sin incidentes, no les digo más.)

Pasados los quince días, tras buscar la frontera, que ya estaba en otra parte, les devolvió a su reino (casados por la Iglesia, se supone). La generosidad, la hidalguía, el afecto y el agradecimiento sazonaron la grata despedida y en ella se oyeron mil cumplidos. Pero cada cual tenía que volver a su fe, a su patria y a sus esencias puras. Esto era ineludible. Y los dos bandos, con los pendones ondeando enhiestos y las retadoras armas brillando en la distancia, partieron en contrarias direcciones, o sea, en la misma dirección pero en distintos sentidos. Mañana ya, podrían matarse con saña, que para eso eran enemigos irreconciliables hasta el vómito. Que ya valía de tanto pasteleo. Había que volver a la normalidad, que no otra cosa sino ésa, la más elemental, constituye la historia de los pueblos. La violencia, digo. Que marcaba tendencia en las guerras de entonces.

Fue poco tiempo después, tras pasar la frontera por donde estaba ese día, cuando don Muño Sancho dio con el ejército de un moro poderoso. Pero, con inquebrantable fe en su Dios, le presentó batalla. La dicha fe abdujo al cristiano caballero y, convencido de que aquella ocasión sería la excepción del viejo dicho: “Dios protege a los buenos cuando son más que los malos”, se lanzó con los suyos ferozmente contra los agarenos, despreciando la inferioridad numérica.

Pero enseguida se vieron rodeados de enemigos y a don Muño un hachazo le segó un brazo de cuajo. Los suyos le animaron a salir de la batalla, pues no era deshonor retirarse con semejante herida (considerada en la época parcialmente incapacitante por conservar el otro brazo para seguir la lucha armada).

¡Antes morir como Muño Sancho, que vivir como Muño Manco! Contestó el bravo caballero.

Y animó a los suyos, por la fe en el Dios que les guiaba, a meterse en el cogollo de la lucha y allí, rodeados, murieron todos por su fe, con el orgullo intacto, pero, eso sí: cosidos a puñaladas y lanzazos. Tanto fue así que en toda la Cristiandad, para mayor gloria de Dios, más se consideró el hecho martirio que batalla.

Sucedieron ese día dos cosas. La una fue material y muy humana, la otra, anímica y portentosa. Dejaremos la trascendente para el final, pues sin duda se trata de una deleitadora ambrosía espiritual.

Tras la desigual batalla, se vio a un notable, entre los sarracenos, buscar por entre los montones de cadáveres. Topó primeramente con el brazo (eso le dio una pista) y, a no mucha distancia, con el resto de don Muño. No era otro que el moro Albail, el que, con los ojos bañados en agua de tristeza, recogió los restos de su benefactor (y seguramente padrino de boda). Dicen las crónicas que lo envolvió en un xemet bermejo y lo depositó en un féretro de abenut forrado de guadalmecí con abrazaderas y cierres de plata. (Ya, ya, yo tampoco sé lo que es el xemet, ni el abenut, ni el guadalmecí…Pero no me digan que no les suenan estas bellas palabras a lujazo total.)

Y, bajo bandera blanca, lo llevó a San Sebastián de Silos, donde don Muño descansa para siempre.

Pero  viajemos ahora con el alma, a esa velocidad que dicen que es, al menos, la misma que la luz posee. A la fuerza hay que hacerlo, pues en esta historia se relata que Muño Sancho y sus caballeros, fenecidos todos en batalla, fueron vistos en Jerusalén en la fecha y hora de su postrer combate. (Un caso portentoso, sin medios telemáticos)

Un conocido de don Muño lo reconoció en las proximidades de los Santos Lugares y raudo anunció al Patriarca la presencia de tan distinguido caballero y de su séquito. Avisado el Patriarca los recibió en procesión solemne. Los caballeros oyeron misa con recogimiento y cuando, terminada ésta, todos se dieron la vuelta para hablar con ellos, repararon en que los caballeros habían desaparecido ( y, además, sin hacer declaraciones y sin dejar siquiera un comunicado). El Patriarca, sorprendido por lo insólito del hecho, mandó tomar nota de él y de su punto, fecha y hora y, también, mandó emisarios a Castilla. A la vuelta de éstos se conoció que el caballero Muño Sancho y sus mesnaderos habían muerto en batalla el día de la fecha.

“De la guerra santa, a la paz eterna. Antes muerto que manco. Don Muño dio el gran salto.” Así se pronunció el Patriarca ante esa nuevas.

Y muchos cristianos de fe firme, concluyeron que lo mismo que Albail, el moro desposado, mostró un alma agradecida y noble y devolvió tras la muerte el gran favor que don Muño le hizo en vida, no quiso ser menos el Señor Nuestro Señor, Dios de los Ejércitos Cristianos, procurando a don Muño y a sus fieles mesnaderos, que habían dedicado su vida a honrarle con las armas, la postrera visita prometida (aunque fuera por bilocación, dada la urgencia del caso). Y así, por más fugaz que fue la estancia, se vieron trasportados a los lugares a los que, de vivos, prometieron ir. Y viajaron de muertos con la ligereza y discreción que la liberación del cuerpo mortal suele producir en los humanos. Pues todos sabemos que el cuerpo sólo es un ancla que nos mantiene a la fuerza unidos a la tierra y que, cuántas veces, nos impide visitar esos ansiados lugares con encanto que todos, alguna vez, hemos tenido en mente.

Aún hoy, en nuestros días, pese a la violencia controlada que reina en el mundo, pese a la hostilidad contenida que se filtra hasta en las calles de la Jerusalén eterna, muchos de los visitantes se trasponen de gozo en ella y (como si también ellos estuviesen bilocados) exclaman desde lo más profundo de sus ser: ¡Dios mío, qué paz se respira en Tierra Santa!

Y es que todos creemos, sin pruebas fehacientes, que la paz ha de estar en algún lado. Y quizá cuando, como don Muño, logremos alcanzar la velocidad de la luz, demos con ella.

03 enero 2018

Empatiza


-Sr. V. P., ¿cuál es su nacionalidad?
-Rumana.
-¿Por qué vino a España?
-Porque el salario mínimo es tres veces mayor que en Rumanía.
-Pero, por esa misma razón, podía haber elegido Francia, donde es seis veces mayor que en su país. ¿Por qué eligió España?
-Pesaron en mí más las razones de afinidad, de hermanamiento. No sólo por el idioma, sino porque hasta en nuestro himno se menciona el nombre de Trajano. Trajano, nada menos, ¿se da cuenta?, ese ilustre español. Además los franceses son muy suyos, ya lo saben, a ustedes les vuelcan los camiones y les tiran el vino. A nosotros nos echan, vamos que ni nos dejan explicarnos, en cuanto nos ven, de patitas a la frontera, son abominables, qué rumanofobia tienen, mucha Revolución Francesa pero, sí, sí. Esto, sin embargo, es diferente. Siempre he sentido especial afinidad por los españoles, como si Rumania fuera una especie de república asociada a España, como si fuera casi una especie de Cataluña en la Europa del Este. Aunque yo, eso de que España nos roba, no podría decirlo nunca, sería un desagradecido.
-Bueno, bueno, pero Trajano, aunque nacido en España, era un romano de su tiempo y, además, en su himno también se menciona que por las venas de ustedes corre sangre de romano. ¿Por qué no fue a Italia?
-No, no. Mire, no me líe usted. Aquí encontré un trabajo en la construcción, vivía bien, pero durante la crisis lo perdí. No han vuelto a llamarme. Luego ya, vino una cosa tras de otra. Además en Italia ciertas labores están ya muy acaparadas y no se perdona el intrusismo. Italia, ante el mundo, da la imagen de ser un país dulce, pero no lo es, créame. Me imagino que usted estará al día. Hay que ser conformista, a veces, lo enemigo de lo bueno es lo mejor.
-Explíquese usted, Sr. V. P., por favor.
-De Italia, ni de ningún otro país, quiero decir más, porque yo, como sentirme, me siento español. Sí, soy rumano, pero me siento de aquí. No se puede luchar contra los sentimientos. Pero aquí, en España, tras quedar en el paro, pronto se me agotó el subsidio de desempleo y me vi en la calle. Pedí limosna en ella durante meses y viví en albergues de caridad e incluso dormí a la intemperie. Poco a poco las limosnas fueron menguando. Enseguida me vi, primeramente, ignorado, luego, mirado con desprecio y, finalmente, aporofobiado a tope, sin piedad, con esa aporofobia mala, pero mala, mala, ¿sabe cómo le digo? Me costó, juro que me costó mucho, pero fue entonces cuando renuncié a mis principios cristianos (“Es mejor pedir que robar”, por resumir) y, aprovechando mis conocimientos de F.P. en las ramas de cerrajería y electrónica, me asocié para delinquir, lo reconozco y, por todo ello, sufrí persecución por la justicia, talmente como los bienaventurados. Y todos estos hechos los acepto y no los niego, porque a ellos me abocó la miseria y porque de ellos estoy arrepentido mogollón. Afortunadamente, estoy en un país, de democracia contrastada y justicia garantista, que velará por mi derecho a la redención y, después de un castigo justo pero proporcionado, me reintegrará a esta sociedad a la que pertenezco y que ya identifico como mía. Aquí se aborrece el delito, sí señor, pero se compadece al delincuente. ¡Yo soy español, español, español! ¡Oé, oeoeoé…!
-Bueno, bueno, no se venga arriba, Sr. V. P. ... Comprendo su entusiasmo por nuestro país, cosa que le honra y que el país merece, pero guarde la compostura que debe ante este tribunal. ¿En cuántos robos ha participado?
-Hombre, robos, robos, dicho así… Muy pocos, casi no me acuerdo. Pero siempre sin violencia, mire usted. Somos cristianos en Rumanía y odiamos la violencia. Para que se haga una idea, ni siquiera amenazábamos si éramos sorprendidos. Por eso siempre, en nuestras actuaciones, hablábamos en rumano, para no asustar siquiera. Eso tranquilizaba mucho a las víctimas. Ya se daban cuenta de que no éramos ladrones malos de esos que dicen: “Quita de ahí, que te rajo” o “Como no te estés quieto, te corto los güevos” o “Como grites, te saco los ojos con el destornillador”. No, no, nosotros éramos ladrones no violentos, se nos notaba a la legua. Sólo robar y huir, ni tiros, ni puñaladas… qué va, qué va… bueno, ni siquiera una triste hostia, se lo aseguro. Ladrones pacíficos a tope. Lo mismo que le digo una cosa le digo la otra. Mire, en realidad, los de mi gremio somos una especie de okupas del dinero: al que no lo usa, se lo ocupamos. Lo mismo que hacen los perroflautas con los pisos, vamos. Una realidad social totalmente admitida y amparada por la jurisprudencia. Una especie de aplicación del derecho natural. Si lo miran así, seguro que lo comprenderán mejor. Perdonen por el ejemplo, pero es que a veces cuesta mucho que a uno lo comprendan.
-Y, ¿no le da vergüenza que, con sus actos, pueda destrozar la fama y el buen nombre de miles de compatriotas suyos que vienen aquí a trabajar honradamente?
-Pues sí. Eso lo he pensado alguna vez, es el punto más débil de mi argumentación, lo reconozco. Sin embargo, ponderando detenidamente sobre este hecho, yo me pregunto: ¿Hay algún colectivo que se libre de tener en su seno alguna oveja negra, algún descarriado? ¿O es que ustedes no tienen delincuentes autóctonos? ¿Deberíamos ser nosotros, los rumanos, una excepción? ¿Estaríamos entonces verdaderamente integrados? No quiera hacer de mí una excusa para la xenofobia, ustedes viven en una sociedad avanzada que está contra eso. Y, por otro lado, del mismo modo que mis compatriotas aquí, trabajando honradamente, contribuyen al aumento del PIB, ¿acaso no creamos los delincuentes puestos de trabajo? ¿No somos también generadores de empleo? ¿Qué me dice de los cerrajeros, los carpinteros, los fabricantes de alarmas, las fábricas de puertas blindadas, los guardias de seguridad, los psicólogos, los ansiolíticos, los tranquilizantes, la misma policía…? ¿Es que desde nuestra incorporación a la sociedad española no se han incrementado los puestos de trabajo en algunos sectores? Estaría usted ciego si diera la espalda a estos hechos. Y, como le digo, todo a cambio de una delincuencia de baja intensidad, que incentiva la ocupación laboral y que rehuye la violencia y los enfrentamientos: una delincuencia pacifista. Una cosa, en su género, casi aséptica.
-Pero, pese a lo que dice, ustedes se enfrentaron a la Guardia Civil.
-¡Cuidado, eh, cuidado! Que esos ya venían con muy malos modos, que esos sí que venían en plan agresivo, ¡menudos violentos!, que existe el derecho a la defensa propia, que, pese a lo que digan algunos catalanes, esto no es una dictadura… Pues claro que nos defendimos, hasta ahí podíamos llegar. ¡Vamos, hombre!
-Sr. Juez, no necesito más declaraciones de mi defendido, un hombre que demuestra ser más patriota que muchos españoles, un verdadero españófilo. Su detención, evidentemente, se debió a una desproporcionada violencia por parte de las fuerzas de orden público ante unos delincuentes pacíficos, socialmente desfavorecidos y aporizados por la coyuntura económica. Por ello pido la anulación de este juicio y la puesta en libertad de mi defendido, naturalmente, sin cargos. Y, además, reclamo un alegato final de este tribunal en contra de la aporofobia, pues ha quedado constancia de que mi defendido fue aporofobizado sin miramientos y, como consecuencia, se vio abocado irremediablemente a la delincuencia pacífica de baja intensidad. La elección menos mala, póngase en su lugar. Empaticemos todos, señoría. ¡He dicho!


01 enero 2018

Hola, 2018


El primer soplo del año sabe a pereza. También a recuperación. Cada año que pasa nos maltrata en silencio y el primero de enero suele ser un día en blanco. Un día de tregua, para evaluar daños y asegurarnos, totalmente convencidos, que no repetiremos otra vez los errores que venimos repitiendo desde siempre. Esta vez también estamos totalmente seguros de lograrlo. El tiempo, ponderamos filosóficamente, es ese amigo invisible que nos regala siempre lo mismo: optimismo y fuerza. Sin embargo, el tiempo, que siempre caza a la espera, a lo largo del año nos verá caer una vez tras otra en los mismos cepos. Sorry que os diga.

Voy a llevar una vida regular. Y uno se imagina metódico, con las ingestas de comida adecuadas y a su hora y basadas en el más estricto equilibrio dietético, con el necesario ejercicio físico diario adecuado a la edad, tomando con moderación alguna cerveza, para favorecer la diuresis, o algún vino, de altas cualidades enológica tanto en boca como en aromas retronasales, así en plan social, los fines de semana, sintiendo, en fin, que en todos los sentidos somos los dueños de nosotros mismos… Una relación idílica de nuestro cuerpo con el espacio, con el tiempo, con los nutrientes y, en general, con todas las substancias que nos rodean, por tentadoras, sedantes o eufóricas que estas sean. Una relación ordenada que timoneará con mano firme nuestra mente sensata. Da gusto sólo de pensarlo. ¡Huy, jujujuy, qué bien!

Pero la misma organización del tiempo es, en sí, una gran trampa. Para empezar las semanas tiene días laborables, muy favorables para el autocontrol, pero también tienen “findes” y “juernes”, muy propicios para el despendole ciego.
Pero la cosa no para ahí, el camino de espinas es muy largo. En la organización del tiempo hay fiestas: La Semana Santa, los carnavales, la Navidad (del sorteo del Gordo al del Niño), la Semana Grande, la Semana Blanca, las fiestas del pueblo, las que relucen más que el sol (Corpus Christi, Jueves Santo y el día de la Ascensión), el jalogüín, el día de los enamorados, el del padre, el de la madre, el día del trabajo, el blacfraidei, los puentes, las despedidas de soltero, las bodas, los bautizos, las primeras comuniones, las onomásticas, las comidas de empresa, las escapadas a lugares con encanto, los aniversarios, las juras de banderas, el día universal de la simpatía… y, sobre todo, esas bien merecidas vacaciones.
Vivimos un tiempo en el que las fiestas nos acechan a cada paso, como las minas antipersonal esperan, traidoramente ocultas, a la fiel infantería. Ambas cosas deberían estar prohibidas por conciertos internacionales de obligado cumplimiento, hasta para Trump, por el peligro que representan para vidas y bienes. Nuestros hombres públicos (y mujeres públicas) deberían desvelarse altamente resilientes en su implementación. El ahorro público generado debería destinarse a la aporofilia, pero así, por las buenas.

Pero, pese a todo, siempre hay personas íntegras y estoicas que luchan cada día con ese sinfín de efímeras tentaciones y, al igual que contra las olas del mar luchan los hombres viriles (y las mujeres femeninas), no se dejan arrastrar por tentadores espejismos a ninguno de esos oasis caleidoscópicos de desordenada fiesta con que el año les irá tentando.
¿Estarán a salvo estos espíritus abnegados y puros? No y mil veces no, porque incluso los seres de voluntad más férrea, niquelada, rocosa y diamantina, lejos de ser admirados por sus congéneres, se verán tentados por ellos. “Venga, hombre (mujer), que un día es un día”. Fíjense en la evidencia, aparentemente inofensiva: “Un día es un día”. Hasta Rajoy podría haberla inventado y, sin embargo, cuánto mal ha hecho a la Humanidad.
Si esta tentadora frase no hubiera hecho sino abrir una grieta en la resistencia del individuo atemperado, enseguida la acompañarán otras destinadas a generar el boquete definitivo en la coraza de su virtud: “Date un capricho. Pero si estás estupendamente. Cuántos (cuántas) quisieran estar como tú a tu edad.” Y se gozarán en su caída. Así son los familiares y amigos. ¡Qué perfidia!
Año nuevo, vida nueva… y otra vez que no, que no y que no. No hay manera.