29 marzo 2009

Reacciones


Cuando la noticia del suicidio se extendió por La Fambra, la gente de la calle se quedó sorprendida, pues nadie esperaba del ahora suicida Hilario una cosa tal. Había sido un profesional que pasó algunos años en la ciudad y nunca se le habían conocido irregularidades, excentricidades ni extravagancias, como no fueran las inherentes a ser filósofo que algunos tenían ya por tales. Nadie se lo explicaba. Sin embargo, los mayores sabían que siempre había habido suicidas, que éstos no eran fácilmente detectables y que, curiosamente, el viaducto, desde su misma construcción, les atraía como la luz a los insectos. Se ve que desde aquella altura, y una vez superado el difícil momento de la decisión, comprendían que ya no había marcha atrás y, según dicen los expertos, el suicida verdadero busca algo totalmente efectivo. El viaducto lo era.
El hecho en sí pasó rápidamente a un segundo plano pues, al no ser Hilario de allí, sus restos se llevaron a su ciudad natal, en Galicia, y su viuda, que tras todos los trámites del entierro pidió el traslado, se marchó enseguida y para siempre de La Fambra.
Sin embargo la sombra de la duda y, en algunos casos, también el recelo y el temor se extendieron entre la gente del entorno cultural del que Hilario había sido asiduo. Durante mucho tiempo las cosas no volverían a ser como solían. En las tertulias que el profesor frecuentaba el ambiente se enrareció y nadie parecía querer hablar con nadie ni fiarse de aquellos con los que hasta entonces habían departido alegremente de los temas más variados. Algunos no creían que Hilario se hubiese suicidado, pero no se atrevían a decirlo abiertamente. Así que afirmaban que Hilario no podía haber hecho aquello o, al menos, no podía haberlo hecho sin alguna razón poderosísima. Una razón importante que, a un hombre estable como él aún siendo filósofo, le hubiera desequilibrado por completo. Como el asunto de la política era tabú, nadie se atrevió a mencionar que la muerte de Hilario pudiera tener algo que ver con ella. Sin embargo, algunos tenían indicios del enredo del filósofo con Valeria y, ¿cómo no?, el morboso asunto comenzó a propagarse por La Fambra con esa velocidad que hace lenta la que la pólvora dicen que tiene.
Lo cierto es que los rumores de todo tipo tomaron cuerpo en los distintos mentideros de la ciudad. Si Valeria había pasado desapercibida para parte de la población hasta ese momento, su nombre fue desde ese día de boca en boca y su figura se puso en el punto de mira de todos los dedos índices que pululuban por la villa… Que si Valeria le había dicho que dejara a su mujer por ella, que si Valeria le había amenazado con que todo lo iba a saber su mujer de una vez y por su boca, que si Valeria le había hecho chantaje pidiéndole dinero por mantener oculta su relación, que si Valeria estaba embarazada e iba a montar un escándalo, que si Valeria le había hecho enloquecer dándole celos con un joven, un tal Lázaro, que llevaba unos meses en La Fambra, que si Valeria no sabía de cual de los dos era el hijo que llevaba en su vientre, que se lo había querido adjudicar al profesor porque era el mejor situado, que ahora sería ese tal Lázaro el que habría de cargar con la criatura fuese o no suya… Y, según pasaban los días, la inventiva popular ideaba nuevos matices y detalles que hacían la historia paulatinamente tan complicada como inverosímil aunque, hay que reconocerlo, cada vez más interesante.
La víctima propiciatoria, elegida por la sociedad de La Fambra, para darle una explicación razonable al suicidio de don Hilario Soares, catedrático de filosofía del Instituto de Enseñanza Media y todo un señor, fue Valeria, una muchacha con los dieciocho recién cumplidos y todo lo que ello llevaba consigo. Ella, que al principio quedó tremendamente impresionada por la muerte de su profesor y amigo, no se esperaba tal cosa. Se le hizo el vacío en las reuniones donde antes era bien recibida. De ser considerada una mujer sin prejuicios pasó a ser tenida poco menos que por una ramera. Y, la chica, tuvo que acostumbrarse a que la gente volviera la cabeza al cruzarse con ella para hacer que no la veían y no saludarla, a oír comentarios a sus espaldas una vez que dejaba atrás los corrillos de la Calle Mayor y a ver cómo quien antes estaba deseando invitarle a su mesa, se deslizaba fuera del bar cuando ella entraba. Sólo le quedó Lázaro. Y ella, considerándole su único asidero, no se atrevió a decirle la verdad sobre todos aquellos comentarios por temor a perderle también a él.

Lázaro sabía que tenía que tomar una decisión con respecto a la propuesta de Mansoz. Pensó en contarle a Valeria toda la historia del asunto que se le había presentado pero, finalmente, no lo hizo. Tal vez desanimado porque Valeria no tuvo la confianza que esperaba de ella en aquellas circunstancias, tal vez porque pensó que el contar ciertas cosas era poner en peligro, sin necesidad, a otras personas y también a sí mismo. Es caso es que Valeria, contra lo que Lázaro esperaba, tampoco se sinceró con él ni le confió su historia con Hilario.
Desanimado por el ambiente de la ciudad, por la reacción de ensimismamiento y tristeza de Valeria y sobre todo por su silencio sobre Hilario, Lázaro se dio cuenta de que todo aquello tenía todas las trazas de terminarse, es más, que convenía a todos que así fuera. Viendo el cariz que tomaban las cosas en La Fambra, tanto desde un punto de vista general como para él en particular, se decidió a escribir su informe a Mansoz y, convencido definitivamente, decidió además que fuera el último. Pronto entraría el mes de junio y el curso terminaría. Con el último dinero, que pensaba recoger en su postrera visita al burdel, acabaría su trabajo en La Zambra y volvería a casa. Después habría de buscarse la vida y seguir estudiando. Ya se vería cómo.

Sr. Inspector Mansoz:

Aprovechando su sensato consejo me he tomado unos cuantos días antes de enviarle esta meditada nota que, por lo que más abajo le explico, será nuestra despedida y el fin de una relación que creo que a los dos nos ha reportado beneficios.
Deseo agradecerle, en primer lugar, su ayuda económica durante estos meses por unas informaciones que, las más de las veces, fue para mí un agradable trabajo el reunir y supongo que un relativo fastidio para usted el leer.
Ante el fallecimiento de don Hilario Soares, debo decirle que el ambiente socio-cultural que hasta ahora había frecuentado en La Fambra, y al que usted me tenía vinculado para recibir las oportunas informaciones, está totalmente enrarecido y las personas que antes eran fácilmente accesibles han dejado de serlo para convertirse en sujetos retraídos a los que es difícil sacar palabra de asunto alguno. Parece como si todo el mundo estuviese prevenido y, para qué negarlo, asustado por la brusca desaparición del profesor Soares.
Ante esta tesitura, y desconociendo por completo el ambiente político clandestino al que debería vincularme según sus indicaciones, le comunico mi decisión de desligarme del proyecto que tan amablemente me ofreció en la última reunión que mantuvimos. Le ruego que no lo considere un desaire personal ni lo tome como una falta de agradecimiento, sino como una muestra de responsabilidad por estar convencido de que no podría desempeñar su encargo con la debida eficiencia y por lo tanto debo declinar, agradecido pero realista, su amable y siempre generoso ofrecimiento.
No dude que olvidaré todo cuanto sé de este asunto, tal como usted me pidió, y en mí quedarán y de mí no saldrán todas las confidencias que de su confianza y amabilidad recibí.
El próximo día treinta de mayo pasaré por el sitio acostumbrado para recibir mi última mensualidad y, cumpliendo con el acuerdo entre caballeros del que hablamos en la última reunión, será mi última visita con ese o con cualquier otro fin a dicho local.
Quedando a su disposición le saludo atentamente y le quedo agradecido.
Lázaro

Le pareció a Lázaro que la carta pondría un digno final a su relación con la policía de La Fambra y, calculando que enseguida se vería sin dinero, indagó entre los estudiantes mayores de la residencia sobre la posibilidad de encontrar algún trabajo en verano. Uno de ellos, un tal Blasco, le dijo que en un hotel de la Costa Brava catalana, en el que él había trabajado varios veranos durante lo que los hosteleros llamaban la temporada, andaban buscando personas de sus características. Le dio unas señas y le dijo que, si le interesaba, les escribiera mencionando su nombre que, seguramente, le darían trabajo para toda la temporada que finalizaba a primeros de octubre. Aunque, le advirtió también que tendría que incorporarse cuanto antes si quería que no le quitaran la plaza otros candidatos que anduvieran más listos.

28 marzo 2009

Conjeturas


Aquella noche no pudo dormir. El comisario le había confirmado que la relación de Hilario con Valeria era anterior incluso a su llegada a La Fambra. Maldita sea, por más que disimulara, cómo le dolía la doblez de Valeria. Sí, de acuerdo, estaba callando porque no quería aquella discusión que hubiera supuesto su ruptura con ella. Se decía a sí mismo que era el sexo lo que le mantenía unido a Valeria y que con ella iba a seguir gozándolo hasta que quisiera. Y sí, se había propuesto considerarla un objeto de placer que se usa para eso y nada más y, también se había dicho, que con el tiempo la desecharía, se iría de ella. Vamos, considerándolo de otro modo y sin rodeos, había planeado hacerla su puta particular, así por las buenas, sin que ella fuera consciente de ello. Le pagaría con su misma moneda. Ella, según tuvo ocasión de comprobar, había hecho de él un cornudo cuando le vino en gana. Porque eso era lo que ella había hecho con él aunque no con el desparecido Hilario al que, por lo menos, le había dejado decidir, a sabiendas de la que había, el seguir o no con ella. Él iba a aprovechar la situación, como se había planteado hacer, cuando se serenó tras descubrirlo todo. Sin embargo, no sería posible, tal vez, que no hubiera sido sincero con ella porque le asustaba la idea de perderla. No sería que, antes que romper con ella llevado por la ira, la prefería incluso compartida. No sería este deseo lo que había querido disfrazar de desdén porque su machismo le decía que esa era una salida aceptable para la mentalidad dominante en su entrono. A Lázaro le resultaba embarazoso responderse a estas preguntas, la educación que había recibido se lo hacía difícil. Así que llegado a un punto, su mente se negaba a pensar, se bloqueaba y se evadía voluntariamente hacia otros asuntos.

- Claro, muy bonito, como que a nadie le gusta ir descubriéndose así de rastrero. Después de tanta infancia y pubertad idealista, después de tanto río y tanto mar, después de tanta mandanga… resulta que la vida te demuestra que lo que eres es, primero, un soplón por dinero y, luego, un cornudo y un consentidor por el vicio de acostarte con una tía cojonuda… Me paso yo tanto idealismo por salva sea la parte… y, para acabar así, ¿tanto misterio?
- Vaya hombre, llevaba usted muchos capítulos sin interrumpir. Es que no se da cuenta de que Lázaro estaba descubriendo el mundo verdadero. Ese mundo que a todos nos mete en encrucijadas donde tenemos que elegir, donde nada es sencillo… Además las historias deben de tener alguna enjundia que motive al lector… que le haga pensar…
- No, si ya veo. Ya veo yo lo que le está costando hacerse al dinerito y al sexo. Cuánto sacrificio. ¡Menudo sinvergüenza!, si ya lo dice el refrán del agua mansa líbreme Dios que de la brava ya lo hago yo.
- Bueno, vale. Ahora, si ya se ha quedado tranquilo, ¿me dejará seguir con la historia?
- Siga, siga, que me parece que lo que con ella vamos a aprender va a ser goloso. Y yo que creía que la novela picaresca había pasado de moda… ¡Hay que joderse con tanto mistiquito mosquita muerta! ¡Y mira luego por dónde salen!

Bueno pues el hecho es que Lázaro extendió su circunloquio y, cuando se le hizo insoportable el que tenía sobre Valeria, pasó a otras consideraciones. También, por ejemplo, se percató de que la policía no vacilaba en utilizar la vida íntima de cualquiera para esclavizarle. A Hilario por echarse en los brazos de una menor que, por cierto, lo sería según la ley que por todo lo demás… Y si la policía iba de moral y le achacaba a Hilario semejante desmán, no era acaso él otro menor al que estaba pagando por soplón esa misma policía. Cómo para fiarse.
Por otro lado tenía sus dudas sobre si Hilario, abrumado por la amenaza que pendía sobre su situación familiar y, sobre todo, por la delación que de él había obtenido la policía, habría decidido suicidarse avergonzado de sus actos. Eso era lo que pretendía el comisario que dedujera. Pero y si, tal vez, la propia policía hubiera acabado con él por accidente o intencionadamente por razones que a Lázaro se le escapaban. El suicidio desde el viaducto podía haber sido un montaje capaz de enmascarar, para un forense transigente y afín a la policía, lesiones anteriores. Además, por lo que le conocía, no era Mansoz precisamente una persona a la se le pusiera cosa alguna por delante ni de la que uno pudiera fiarse. Recordó Lázaro cómo le recalcó varias veces que la puesta al descubierto de Hilario había sido cosa suya, como diciéndole que también él tenía su parte de responsabilidad en el asunto del profesor y que tampoco a él le interesaba que dicho asunto trascendiera. Y pensar que cuanto había escrito del filósofo lo había hecho al buen tuntún, como una ocurrencia más, sólo para hacer que la policía le fastidiase. Y claro que le fastidió, y hasta qué punto. Lázaro recapacitó sobre las veces que, sin poder llegar a comprobarlo, desconocemos el alcance de nuestros actos ni la trascendencia que para los demás pueden tener.

- O sea, que ahora, tras soplón, cornudo y consentidor, se le pedía también el ser encubridor y con un poquito de suerte, y a nadita que se lo pensase, un maldito topo traidor… No, si ya te digo. Menudo ejemplar el Lazarín este.
- Haga el favor de callar y no anticipe acontecimientos que, además de interrumpir y hacerme perder el hilo, está usted predisponiendo y confundiendo al lector. Que ya está bien, hombre, que no tiene usted ningún derecho. ¿Me hará el favor de callarse? Además, no ve que el muchacho tenía problemas serios de conciencia. ¿O es que no entiende usted nada?
- ¡Huy, sí señor! ¡No faltaría más! ¡Cómo no, claro que me callo! ¿Confundir y predisponer yo? ¡Huy, que no, que no! De ninguna de las maneras. Dios me libre. Ni por pienso.

Con respecto a la propuesta de Mansoz lo más prudente sería rechazarla. Él desconocía el mundo de la política y más aún el de los partidos clandestinos. Por otro lado ya había visto a dónde le había llevado la relación con ese mundo a Hilario. Afortunadamente aún faltaban unos cuantos días para elaborar el informe en el que tendría que escribir su última palabra. Recordó cómo Mansoz le dijo claramente que, en caso de negarse, ya podía olvidarse de los dineros que le entregaban cada fin de mes en el burdel y, consiguientemente, de la buena vida que había llevado hasta la fecha. Aquel policía conocía muy bien la naturaleza de las personas. Por eso le pidió que se tomara el tiempo necesario para que la impresión de la muerte de Hilario le dejara percatarse de la situación que más le convenía. Bueno, en el peor de los casos, le quedaba también una última visita al burdel para recoger la última paga.

24 marzo 2009

Infundios


A partir de entonces Hilario rehuía la presencia del muchacho y éste, consciente de que el filósofo le evitaba, se sentía más seguro y, en su afán de fastidiar a Hilario, dio en mencionarle como de pasada en los informes quincenales que enviaba a Mansoz. Que si el profesor Hilario Soares era una persona muy significada en el ambiente cultural más progre de la ciudad, que si era el líder indiscutible del círculo de personas izquierdosas que pululaban por la villa aunque él se lo hiciera de discreto e incluso en sus declaraciones como filósofo, y para disimular sus tendencias, tuviera el valor de declararse aristotélico-tomista, que si el profesor tenía mucha relación con gente que periódicamente visitaba La Fambra… Lázaro hizo en sus informes continuas insinuaciones sobre Hilario pero ninguna afirmación segura. Lázaro pensó que dar esas informaciones vagas no le causarían ningún mal grave pero que seguramente servirían para que la policía le incordiara con las subsiguientes desagradable molestias. Así pasaron un par de meses.
Estando en la residencia de estudiantes una mañana en la que éstos acababan de salir hacia sus respectivos destinos, Lázaro recibió una llamada telefónica de alguien que se identificó como López, uno de los policías que le paró en el viaducto la noche de su visita a comisaría, y le dijo que, urgentemente y del modo más discreto, debía pasarse por comisaría a instancias de Mansoz y que éste le esperaba lo antes posible sin excusa ni pretexto.
Estaría feo decir que Lázaro perdió el culo para acudir a la llamada de Mansoz, pero es que así fue. Cruzó el viaducto con tal prisa que no se detuvo a averiguar lo que algunos grupos de curiosos y desocupados observaban. Supuso que comentarían alguno de los frecuentes accidentes de circulación que, dado el intenso tráfico que atravesaba aquella obra en dirección a Levante, solían producirse. Enseguida llegó a la comisaría. Nadie que pudiera asociarle con la policía le vio llegar.
Esta vez Mansoz no le hizo esperar. De hecho le dio la impresión de que el comisario le aguardaba.
- He de agradecerle el gran servicio que nos ha prestado –dijo el comisario a modo de saludo.
- ¿Tan útiles les han sido mis informes? –dijo un Lázaro sorprendido pero que había aprendido las enseñanzas de Mansoz y, así, optó por seguir la corriente al comisario al no comprender a qué venía tanta efusividad.
- Sí, en efecto lo han sido. Nadie sospechaba de Hilario Soares. Yo fui el primer sorprendido cuando usted comenzó a citarle en los últimos tres o cuatro informes.
- Pues, ya ve usted –dijo Lázaro dando una larga, pues aún o sabía por donde iban los tiros.
- De hecho, habíamos llegado a un grado tal de confianza en él que, desde hace bastante tiempo, era nuestro mejor confidente.
- ¿Cómo? –y Lázaro ahora no es que se mostrara intrigado, es que de veras lo estaba.
- Lo que está oyendo.
- Pero, ¿quiere usted decir que igual que…? –continuó el muchacho.
- Sí, exacto. Igual que usted –le cortó el comisario- Sólo que, en su caso, es usted un colaborador más reciente. A don Hilario le fichamos casi un año antes que a usted. Por eso no desconfiábamos de él y solamente –y esto lo recalcó el comisario- gracias a sus sagaces informaciones seguimos estos últimos dos meses todos sus pasos.
- ¿Y sólo me ha llamado usted para felicitarme?
- Bien, sólo en parte. ¿Sabe usted cómo nos hicimos con la colaboración de don Hilario? –cambió de tercio el comisario.
- Pues, ni idea.
- Es algo confidencial pero, dado el punto al que las cosas han llegado, se lo contaré. El profesor se había liado con una de sus alumnas, con una menor. Este hecho, unido a que el profesor estaba casado, nos bastó para contar con su colaboración.
Lázaro comenzó a darse cuenta de que se encontraba en un punto en el que no sabía qué le contaba el comisario para su información y qué para que supiera lo enterado que estaba el propio comisario. Era una especie de juego en el que el policía tenía experiencia. Así que Lázaro, consciente de ello, lo siguió sin inmutarse.
- Lo comprendo, señor comisario.
- El caso es que cuando descubrimos, gracias a sus informes –volvió a recalcar Mansoz- su relación clandestina con algunos grupúsculos izquierdistas, vamos abiertamente rojos, el hombre se vino abajo y, ante su situación personal y nuestra capacidad de persuasión, terminó confesándolo todo y delatando a todos sus colaboradores y enlaces. Así pues llegamos a la conclusión, obviamente de acuerdo con él, de que no sería necesario encarcelarle ni hacer público el asunto, pues nos sería mucho más útil haciendo de topo para nosotros.
- Muy inteligente por su parte, señor comisario. Pero, ¿por qué me cuenta a mí todo esto?
- Porque ahora hemos pensado que usted podría ser la persona idónea para esta tarea. Por eso le estoy poniendo al tanto sin reservas.
- Pero yo no tengo contactos ni soy conocido en esos medios. Sería un error. Además ya tienen a don Hilario que no podrá negarse dada su situación. Él es la persona idónea, no yo –dijo Lázaro que, aparentando serenidad, estaba loco por escurrir el bulto y escapar de una situación sumamente comprometida en la que de ningún modo deseaba verse implicado.
- Pero, ¿cómo?, ¿es que aún no se ha enterado usted? –dijo con exagerada gravedad el comisario.
- ¿Enterarme?, ¿de qué?
- Al amanecer han encontrado el cadáver de don Hilario bajo el viaducto.
Esta vez Lázaro se quedó de veras sin habla. El comisario le observaba impertérrito, queriendo detectar cualquier gesto revelador en la cara del muchacho. Sin embargo, lo único que observó es que éste estaba aterrorizado. No se equivocaba, el policía estaba acostumbrado a ver a muchos hombres asustados.
Lázaro se dio cuenta por ver primera del peligroso juego en el que se encontraba metido. Tenía necesidad de pensar pero, para eso, primeramente necesitaba calmarse.
El comisario se percató a su vez de que Lázaro, quizás por su juventud, no era capaz de asimilar aún lo que acababa de oír. Así que, antes de que recuperase el uso de la razón y luego el de la palabra, le dijo:
- Piense usted la situación. Piense con calma. Vea los pros y los contras. Pondere todo el asunto. Tenga en cuenta todo lo que le he contado –volvió a recalcar – Usted nos ha servido muy bien y nosotros no olvidamos, pero de ningún modo queremos implicarle en algo que exceda su capacidad.
- Creo que no puedo meterme en algo así.
- No tome decisiones precipitadas. Deje pasar unos días. Piense que, si no acepta, habremos de darle por quemado y prescindir de sus servicios. Naturalmente usted, en tal caso, debería de olvidar todo lo concerniente a esta historia. Piénselo y comuníqueme su decisión en el próximo informe. En caso negativo dicho informe sería el último, del mismo modo que la de este mes sería su última visita al burdel. ¿Entendido?
Lázaro hizo un paréntesis en su asombrado y ensimismado mutismo para asentir con la cabeza y siguió sentado sin moverse. Parecía hipnotizado.
El comisario enarcó las cejas y, al mismo tiempo que movió la mano haciendo un gesto mixto de despedida y de que eso era todo, mostró los dientes ensayando una sonrisa que no pasó de ser una mueca extraña. Lázaro tardó aún unos segundos en reaccionar y, cuando lo hizo, se levantó y salió del despacho sin decir nada.
Al atravesar el viaducto de regreso se paró junto al grupo de jubilados que miraban, señalaban y comentaban entre sí. Por el fondo del barranco, entre las cuidadas huertecillas que había a ambos lados, pasaba una carretera secundaria. Casi en el centro del asfalto destacaba un gran chafarrinón central de sangre con algunos salpicones hacia fuera. Era la huella que había dejado el cuerpo de Hilario al final de su viaje gravitatorio de ochenta metros. Unos barrenderos comenzaban a echar baldes de agua, procedentes de las acequias de las huertas, y barrían la mancha rítmicamente con grandes cepillos de raíces.
- ¿Por qué lo habrá hecho? –decía uno de los mirones.
- Cualquiera sabe –dijo otro.
- ¿Se tiró él? –terció un recién llegado.
- Sí. Dicen que hubo algún testigo –puntualizó un enterado.
- Hay manos que pueden empujar sin que se vean –sentenció uno más trascendente.
Lázaro se alejó despacio del lugar, convencido de que debiera hacerlo para siempre.

23 marzo 2009

En el suelo


Titubeaba Lázaro. Había dejado de estar en las nubes. No sabía qué actitud debía tomar en cuanto se encontrase con Valeria o con Hilario. En un principio, y llevado por la intensidad de sus sentimientos y la vehemencia de su juventud, se imaginó despreciándola a ella cargado de razones, echándole en cara su actuación y, enajenándose por la rabia, llamándole golfa y zorra y todas esas expresiones contundentes al uso que parecían de manual en casos como el suyo… En cuanto a él, le podría sorprender cogiéndole por la pechera en un lugar en que estuvieran a solas y decirle: Ahora sé, maldito cabrón, por qué no haces más que joderme…
Fue, sin embargo, en ese momento de futura ira imaginaria, cuando recordó su entrevista con Mansoz. Vinieron a su mente las palabras que le dijo el policía cuando él, totalmente entregado y antes de que mediara pregunta alguna, le iba a contar lo ocurrido en su primera visita accidental al burdel. Así que decidió reprimir sus primeras intenciones y, en vez de dejarse llevar por la pasión, utilizar lo que sabía en beneficio propio. En honor a la verdad le iba a costar un gran esfuerzo reprimirse, pero se sintió orgulloso de haber desterrado de su mente esas manidas reacciones viscerales que, sobre desagradables para quienes las presenciaran, serían inútiles para él más allá del momentáneo desfogue. Le congració consigo mismo el propósito de comportarse de otro modo, que le pareció, mucho más taimado y por consiguiente mucho más adulto. Tal era la idea que de los adultos Lázaro se iba formando.
Imaginó que, aparte de otras explicaciones que pudiera encontrar, Valeria se comportaba así por algo evidente. Sencillamente le gustaba el sexo. Pensó Lázaro que no necesitaba devanarse la sesera para haber llegado a esa conclusión pero, a veces, obviamos lo más sencillo. Con él por ser una persona de su misma edad y también alguien libre y sin ataduras con quien podía dejarse ver en cualquier sitio y momento sin causar a las gentes de La Fambra extrañeza alguna. Verles juntos era lo suyo.
Por otra parte su relación con Hilario, sin descartar el sexo, bien podía ser para ella una relación llena de morbo, primero por ser él su profesor, segundo por ser una relación clandestina dado el estado civil de Hilario, tercero porque él podía ejercer sobre ella, con la experiencia de los treinta años, una atracción diferente y quizás más interesante de la que el joven Lázaro pudiera suscitarle.
Pensó también, sin certeza ninguna, en la probable vanidad de Valeria. Bien podía sentirse halagada, a sus dieciocho años recién cumplidos, por el hecho de que un hombre de la categoría social e intelectual de Hilario se hubiese fijado en ella hasta el punto de arriesgar su matrimonio por su compañía. Así Lázaro, que nunca había ponderado el peso que puede tener la vanidad en el comportamiento de las personas, se hizo por vez primera tal consideración en el caso de Valeria.
Con respecto a Hilario, Lázaro no sopesó demasiado las razones de su relación con Valeria o, en todo caso, bastaba con mirar a Valeria caminar por la calle para que cualquiera pudiera imaginar las razones que cualquier hombre tendría para estar con ella. Tal vez fue ella una tentación, tan a la mano para Hilario, que éste no fue capaz de rechazar.
Podía que todo hubiese contribuido y también que nada hubiese sido decisivo. Mas, por encima de todo, Lázaro decidió que, cualquiera que hubiesen sido las circunstancias de ambos, a él no le importaban un bledo y que, en lugar de declararse abiertamente conocedor de su relación, solamente utilizaría lo que sabía para su propio beneficio.
¿Iba a ser capaz de seguir acostándose con una mujer que lo hacía con otro a sus espaldas? Al principio esta consideración le repugnaba y se dijo que no, que finalmente no sería capaz, que no lo haría. Mas al cabo de darle vueltas se dio cuenta de que Valeria no había tenido escrúpulo alguno en hacerlo. Por qué habría de tenerlo él. Quizás el proceso mental consistía en convertir a las personas en objetos, en desposeerlas del afecto que las hace únicas para nosotros. Y sí, si Valeria podía ser un objeto de placer para él, ¿qué razón, a la vista de los acontecimientos, le impedía el utilizarla? Podía hacerlo con total frialdad y, en el caso de que ella buscase algún compromiso, ya sabía a qué atenerse. Se zafaría de ella. Valeria no era de fiar.
Se dijo también que, a Hilario, no le iba a permitir más esa suficiencia. Ahora le conocía una debilidad. Sus desprecios se habían terminado. Dicho de otro modo, Lázaro, se propuso vengarse sin amenaza ni escándalo alguno y, desde luego, sin dar en ningún caso el menor espectáculo.

Pasó una semana que Lázaro dejó trascurrir sin frecuentar los círculos habituales para que sus ánimos se enfriasen por entero y así, con los pulsos tranquilos, poder reafirmarse en la idea que se había propuesto.
Valeria le llamó aquella tarde preguntándole si le ocurría algo, que estaba preocupada por no haberle visto en los últimos días. Al oír a la muchacha hablarle tan tranquila, con total desenvoltura, sin pizca de titubeo en la voz, a punto estuvo el impulsivo Lázaro de no poder contenerse y echar sus buenos propósitos a rodar. Sin embargo, venciendo su inclinación, contestó por primera vez con falsedad y, en un tono cansado e intrascendente, le dijo que había tenido más trabajo del habitual y que se había volcado en los estudios algo más de lo que solía. Lázaro se sorprendió a sí mismo al oírse. Valeria repuso que le había buscado en los lugares habituales pero que, al no saber nadie nada de él en los últimos días, había temido que estuviera enfermo.
Al día siguiente quedaron, una vez más como solían, para dar uno de esos paseos que habitualmente acababan en alguna de las praderas recónditas de la ribera del río. Tan bien supo Lázaro llevar aquella cita que Valeria, intuitiva como era, sólo acertó a notar en él un poco más de seriedad y también un cierto desapego en el sentimiento de protección que Lázaro solía prodigarle. Pero curiosamente, esos pequeños cambios, que intuyó. le gustaron y le hicieron creer en un Lázaro más maduro cuyo comportamiento se parecía por momentos más al de un hombre que al del muchacho que hasta entonces había conocido.
Lázaro se sentía seguro de sí mismo y aprendió lo bueno que era para sus propios deseos tener la boca callada cuando convenía. Fue también consciente de cómo Valeria, en lugar de recelar de él, parecía sentirse más a gusto a su lado por esa especie de pose un algo dura que los sentimientos le habían provocado pero que tan hábilmente había adoptado, a propio intento, como un actor que cuidara todos los detalles.

El primer encuentro con Hilario lo tuvo en compañía de Valeria y de otros habituales de aquellas tertulias socio-culturales. Hilario entró en la cafetería y puso la inevitable cara de fastidio al ver a Lázaro, pero enseguida pasó del disgusto al desdén y saludó obligadamente:
- Hombre, ¿ya te has repuesto? –dando por sentado que había estado enfermo.
- Sí, estoy ya bien. Ya sabes, mi vida es tan lineal como mi pensamiento. Tú es el que pareces llevar una vida más compleja, ¿cómo te va? ¿Te las arreglas bien? –repuso Lázaro con el gesto serio y una seguridad a la que Hilario no estaba acostumbrado.
- ¿Cómo? ¿Qué quieres decir? –no le quedó otro remedio que contestar a Hilario, pues todos se sorprendieron por la salida de Lázaro.
- Pues lo que he dicho, que mi vida es simple y cualquier cosa que se me presente tiene solución fácil. Que me preocupa más tu vida, la laboral, la cultural, la afectiva, la familiar y todas esas esferas que cultivas y que la hacen tan atractivamente compleja.
Hilario, antes de contestar y casi mientras Lázaro terminaba sus observaciones, echó una mirada a Valeria tan breve como intensa. Sin respuesta en los ojos de ella, contestó intentado ser intrascendente:
- No creas, mi vida es tan común como la tuya.
- ¿Ah sí? ¿Es posible que tengamos los dos algo en común? Me cuesta creerlo, sería la primera vez que lo admitieras.
Hilario, algo desconcertado, miró a la barra y dijo:
- Perdonadme un momento, voy a saludar a Laborda que hace un siglo que no le veo.
Y se alejó hacia la barra en un acto de retirada que ninguno acertó a comprender pero que a pocos pasó desapercibido.

22 marzo 2009

Benedicto y el lince.

Benedicto, el bendito hechicero blanco de la cristiandad occidental, de viaje ahora por África provocando estampidas de carisma, dice que el uso del condón no es una medida adecuada para el sida, sino que por el contrario fomenta la promiscuidad de los nativos. Dice también que el aborto no es una opción para las mujeres, oprimidas por las servidumbres de su sexo, sino un atentado contra la vida desde el primer momento de su existencia. Y la iglesia católica de España dice que aquí se protege más al lince que al nasciturus.
Y, ponderando todas estas cosas, pienso yo que cuánta razón lleva el gran hechicero blanco, jefe del estado Vaticano, porque el cigoto está vivo y bien vivo. ¿Por qué no se protege al cigoto y sí al lince, al que ni siquiera podremos llegar a bautizar?
Es una buena pregunta la del gran hechicero blanco y ni siquiera pierde fuerza al ser formulada a través de los obispos ibéricos que, aunque ortodoxos, no le llegan a la altura de los zapatos al pontífice.
Sí señor, tiene su miga. Pero, siendo consecuentes con el papal razonamiento, también los gametos que originan el cigoto están vivos, y siendo los gametos origen del cigoto, se tolera sin embargo, sí lo digo bien alto y con vergüenza, se tolera repito, que los sacerdotes sacrifiquen sus espermatozoides en estériles e involuntarias poluciones nocturnas por desbordamiento, claro, porque es evidente que los clérigos españoles son responsables y no se la menean jamás, y que las monjas dejen que sus óvulos mueran mustios sin fecundación, como quien dice sin placer, pena ni gloria y, a veces, incluso con dolor. Y, esos gametos, viven. Sí, sí, sí viven, viven. Es tontería pretender ignorarlo.
Pues sí, se tolera. Y, digo yo, ¿no es esto un atentado a la vida y al mandato que, según dictó el Creador, decía creced y multiplicaos?
No sería hora de acabar con semejante desvergüenza. Que no queden los gametos de nadie, hombre o mujer, menos protegidos que el lince ibérico. Que las cofradías lo propalen a los cuatro vientos, que los hinchas de los equipos de fútbol lo manifiesten, que se comenten estos temas en el bingo, que todo se revele en el Internet para mayor gloria de Dios, que las homilías de los castos clérigos lo divulguen por doquier... Y que los Papas y obispos, siquiera para dar ejemplo, tengan al menos una docena de críos, reconocidos abiertamente como hijos del amor, fruto de un apropiado uso gametario de las energías de sus años mozos y/o maduros, antes de ascender al pontificado y/o al espiscopado y digo lo mismo, debidamente organizado, de las monjitas y del clero varonil. Eso les revestiría de autoridad y todos los cristianos del orbe sabrían que, cuando esos señores hablan, saben de qué hablan y no como ahora que, por la imposición del celibato, se ven obligados contranatura a pecar contra la vida en su mismísimo origen y, encima, a predicar lo contrario por el voto de obediencia.
Porque, ¿no atentan seriamente contra la vida quienes por medio del celibato se oponen a ella malrotando las potencias que el Señor puso en ellos? Pero, ¡por Dios santo!, ¿es que los gametos carecen de vida? ¿Es que nuestra santa madre, la Iglesia, protege más al cigoto que a los gametos? ¿Es que se puede dejar a los gametos por ahí, totalmente desprotegidos, como si fuéramos unos ignorantes de su función? ¿Es que es filosóficamente más consistente proteger más al acto que a la potencia? Seamos consecuentes y conscientes y, si al fondo queremos llegar, lleguemos. ¿Es que podemos permitir e incluso fomentar voluntariamente tal perdida de potencias vitales sin atentar contra las normas más elementales del código natural? No, y mil veces no. ¡Viva Benedicto!, por fin alguien dice las verdades. ¡Qué le den por saco al lince, protejamos la vida al completo de una puta vez, coño! ¡Venga, va!
Sólo una última reflexión. Si el Jefe del Estado Vaticano aplicase en su estado esas normas de respeto a la vida, veríamos, el resto del orbe, con satisfacción como el índice de natalidad del tal estado se convertiría en un ejempo de lo que es aplicar el respeto a la vida dentro de las propias fronteras. Pero, claro, tampoco tienen linces.

17 marzo 2009

El trago


Apenas pudo Lázaro disimular su evidente alteración. Miguel de la Villa atribuyó la repentina desazón de Lázaro a la impresión que le había producido el descubrimiento de aquel observatorio inusitado y a la concentración mantenida en el largísimo rato que paso mirando. Lázaro no lo negó pero, lejos de desengañarle, no le dijo que no fue el observatorio sino lo observado fortuitamente desde él lo que le había roto algo por dentro. Miguel, amablemente, le invitó a volver para disfrutar de aquellas vistas cuando quisiera pero Lázaro, dando las gracias con mucha cortesía y una seriedad que su amigo no esperaba, supo con seguridad que no volvería más a aquel observatorio, pues el sitio quedó asociado en su mente al primer desgarro serio que el muchacho sufrió en un lugar donde, hasta ese momento, sólo la felicidad le había acariciado. Aquellas vistas jamás le harían disfrutar, como pensó su amigo, sino todo lo contrario.
Tras balbucear unas excusas poco convincentes por precipitadas, le dijo a Miguel, que no supo a qué atribuir su repentina seriedad y prisa por marcharse, que volvía a la residencia de estudiantes porque sus deberes le requerían en ella. Salió de aquel observatorio y así lo hizo, pero no fue sino para asistir, desinteresado totalmente y ausente, al estudio de la tarde y a la cena y, tan pronto como los dormitorios se apagaron y se hizo el silencio, abandonó el edificio y salió caminando sin rumbo. Todo su ser estaba como acolchado interiormente por una angustia que le subía garganta arriba sin poder brotar por parte alguna y, por otro lado, su mente, repentinamente asustada por el imprevisto, estaba completamente aturdida y en desorden.
Atravesó el viaducto apresuradamente sintiendo el miedo a la oscuridad y al vacío que había bajo éste, cualidades ambas que ahora también él compartía en sus adentros. Y le dio miedo el viaducto por eso de que las cosas afines pudieran atraerse. Y fue ese un pensamiento que le asustó por nuevo, por no haberlo sentido antes ni en ningún otro lugar.
Era tarde y quedaban pocos sitios abiertos y, por las ventanas de los bares que aún tenían luz, podía verse a los camareros recogiendo y afanándose por cerrar cuanto antes para marcharse a casa. Así que Lázaro, para no incordiar a aquella gente cansada y deseosa de terminar su larga jornada, no entró en ninguno de aquellos bares del centro. Caminó hacia los arrabales sin ser muy consciente de que lo hacía. Sin pensarlo mucho se encontró empujando la puerta del bar que había en el bajo del burdel y donde su presencia fue acogida con la distante expectación de siempre, aunque con algo de extrañeza por no ser final de mes. Pidió una copa, lo que era inusual cuando visitaba aquel local y el encargado, sin duda avisado, bajó enseguida. Al ver cómo el camarero le iba a servir un cubalibre detuvo a éste con un gesto e invitó a Lázaro a subir al salón del primer piso donde se encontraría más confortablemente y en un ambiente más discreto. Lázaro se lo agradeció y le siguió escaleras arriba.
Una vez que Lázaro se sentó en uno de los sofás de la sala de la salamandra y los angelotes y los cortinones en tonos pastel, que aquello parecía la antesala del Olimpo, el encargado le sirvió un cubalibre con ginebra inglesa que tomó de la estantería del pequeño bar de la sala y le dejó allí, acosado por el flujo incesante de sus desordenados pensamientos. Bullía su mente en sentimientos alborotados e ideas fugaces. Por el momento, unos y otras continuaban sin sedimentarse, moviéndose sin orden dentro de aquel cerebro. Era como si la cabeza de Lázaro estuviera repleta de pájaros asustados que torpemente chocaran entre sí. Bandada chillona imposible de apaciguar, de hacer callar y poner en un orden que permitiera pensar y colocar una cosa detrás de otra.
Ahora todo comenzaba a tomar cuerpo y sentido en la mente de Lázaro. La admiración de su querida Valeria por el profesor era algo más y también algo distinto. Pero, en tal caso, por qué inició un romance con él. Acaso no se veía con Hilario antes de que comenzaran a frecuentarse y a iniciar lo que Lazaró pensó, hasta ese día, que había sido un compromiso. Y luego venía la actitud de Hilario, a la que ahora encontraba explicación pues el hecho de que se incomodara porque Lázaro se metiera por medio denotaba sin duda que, antes de que Lázaro entrara en escena, Hilario y Valeria se veían. Comenzaba a verlo claro, las cosas iban casando, tenían sus razones. Pero si era así, por qué Valeria se entregaba a él de un modo que siempre le pareció sincero y cómo podía hacer lo mismo con Hilario al día siguiente o vaya usted a saber si un rato después. El que Hilario no pusiera las cartas boca arriba tenía una razón clara: estaba casado. Y a todos estos hechos les daba Lázaro vueltas y más vueltas incapaz de verlos desapasionadamente y buscándoles las explicaciones más complicadas y, a veces, peregrinas. Daños, le parecían entonces, insufribles los que padecía. Y no se daba cuenta de que la mayoría de lo que aprendemos por la vía de los sentidos nos entra, con dolor o sin él. Aunque Lázaro, dolido como estaba, no estaba para asumir tales conclusiones ni ganas tenía.
Fue entonces cuando reparó en que una mujer, que aparentaba entre veinticinco y treinta años, le estaba sirviendo una segunda copa pues hacía un momento que había acabado la primera. La mujer le sirvió sin hacer ningún comentario y con una cara que no era ni alegre, ni seria, ni triste. Seguramente, advertida de quién se suponía que era, no deseaba pasarse en ningún sentido. Era guapa, de mediana estatura, morena y con el pelo sumamente liso y lustroso, cortado a media melena y con un flequillo sobre la frente que terminaba recto un dedo por encima de las cejas. El escote del vestido dejaba ver el inicio de los senos, pero sin exageraciones de mal gusto, y una raja lateral de la falda, más discreta que ostentosa, mostraba, según se moviera, hasta medio muslo de apariencia suave y un color muy blanco que contrastaba con el negro raso de su vestido. Si aquella mujer era una prostituta, y por el sitio donde estaba no había duda de que lo fuera, no le daba la impresión a Lázaro de que la agraciada morena diera el tipo de tal. En todo caso un maquillaje algo excesivo en los ojos y unos labios, a juego con las uñas, de un tono rojo intenso, como recién pintados, le daban un toque que se salía algo de lo habitual. Ante aquella mujer hecha y derecha, Lázaro se azoró un poco y ella, que lo notó al instante, le facilitó las cosas diciendo:
- Parece que estás algo preocupado.
- ¿Cómo lo sabes? –respondió Lázaro con una seguridad fingida.
- Llevo sentada ahí al lado casi media hora y he notado que ni me habías visto.
- ¿De veras? Tal vez hacía como que no te veía.
- No. Yo sé que no me has visto.
- Llevas razón, no me había dado cuenta de que estabas.
- ¿Qué te preocupa? ¿Alguna mujer, algún negocio?, aunque a tu edad seguro que se trata de una mujer –dijo la prostituta sin titubear pero sin darse ningún aire.
- Sí, y no sé a qué carta quedarme con ella.
- Es lo bueno que tenemos las putas. Con nosotras está siempre todo muy claro… Me llamo Camelia, ¿y tú?
- Lázaro.
Y ante las palabras de Camelia, pensó Lázaro, con el corazón rebosante de rencor, que habría que ver cuál de las dos al final resultaba más puta si Valeria o aquella tal Camelia, la morena aplomada y tranquila que, sin resultarle molesta, se había sentado a su lado en el sofá y se había declarado del gremio sin alterarse ni dar la nota.

Cuando Lázaro despertó se encontró con un brazo sobre la espalda desnuda de Camelia. Se sobresaltó y se incorporó rápidamente en la cama y, enseguida, saltó de ella. Tomó el reloj que había dejado en la mesilla. Eran las seis de la mañana. Había de volver lo antes posible a la residencia pues los estudiantes se levantaban a las siete.
- ¿Qué te ocurre? –dijo Camelia incorporándose somnolienta y encendiendo la luz de la habitación desde una perilla que colgaba sobre la cabecera de la cama.
- Me tengo que ir. Dime qué te debo.
- Por estrenarte con una del gremio, invito yo. No quiero que tengas mal recuerdo –dijo Camelia con tranquilidad – Si vuelves, ya será otra cosa.
- Mi recuerdo será bueno, pero tengo que pagarte –dijo Lázaro con decisión.
- Mi cuerpo es mío –dijo tranquilamente Camelia sentada en la cama al tiempo que se encendía un cigarrillo- Es de lo poco que tengo claro.
Lázaro la miró fijamente. Camila, aspirando una bocanada, con los hermosos pechos desnudos y la mirada serena le devolvió la mirada. ¿Cómo una mujer tan entera y tan bella tendría aquel oficio?, pensó Lázaro. Luego se dio la vuelta y, ya totalmente vestido, salió de la habitación. Sin duda le faltaba mucho por aprender de la vida pensó el muchacho mientras salía de aquel garito por una puerta lateral y el fresco de la madrugada helada de La Zambra le cortaba la cara. Todavía no había amanecido.

16 marzo 2009

El puente de mando


La aversión hacia Hilario fue creciendo sin pausa. Y ocurrió así por los propios méritos del filósofo y en correspondencia al desprecio que éste evidenciaba hacia Lázaro. Hoy, los sicólogos dirían que era, la tal aversión, algo así como un efecto rebote. Además los buenos ojos con que Valeria miraba al profesor no hicieron más que exacerbar, con celos ocultos y añadidos, la inquina sorda que Lázaro albergaba contra el filósofo y a la que, hasta ese momento, se había visto impotente para dar salida. Por otro lado el docente, lejos de deponer su actitud, perseveraba en ella. Y así el transcurso del tiempo fue asentando estos venenosos sentimientos en el muchacho, dejando siempre latente en su cabeza un sentimiento que guardaba para el día que pudiera resarcirse de tanto desdén y humillación sin motivo aparente.

Aquella tarde de primavera Valeria salió a pasear con Lázaro por un camino de tierra que se alejaba entre choperas río arriba. Ella vestía un traje chaqueta verde verbena con una falda ceñida, a él le pareció que el color del traje era muy llamativo pero Valeria estaba muy guapa con él y su belleza fresca y juvenil hacía que incluso la estridencia de aquel color le sentara bien a la muchacha. Charlaron y caminaron largo rato pero su mutua atracción pudo al cabo de una hora mucho más que el resto de las cosas y en un lugar apartado, río arriba, se entregaron ansiosamente al sexo en la ribera herbosa. Luego, saciados de él, tornaron cogidos de la mano deshaciendo el camino antes andado y regresando indolentemente a la ciudad mientras las sombras de los chopos se alargaban y, con el irse de la tarde, llegaba el frescor. Valeria no habló mucho y Lázaro, feliz con aquellas expansiones amorosas, se sentía tan agraciado como si se encontrara protegido y compensado de lo desagradable que pudiera rodearle por aquella especie de premio, tal como él lo veía, que era el amor espontáneo y acogedor de la muchacha. Él pensó que en el regreso a la ciudad habían conversado mucho, pero no fue así. Apenas se dirigieron la palabra absortos como iban, mecidos ambos en un sentimiento de agradable calidez que se trasmitía por las palmas de sus manos enlazadas. Así, Lázaro, pensó una vez más, irreflexivamente, que los sentimientos se comunicaban por telepatía y que lo que uno sentía era compartido y conocido forzosamente y a la par por el ser que caminaba a tu lado cogido de tu mano, porque eso era el amor y no otra cosa. Aquel tipo de ensoñaciones, capaces de confundir la comunicación con el recrearse en sus propios sentimientos, eran muy propios de él.

Pasaron un par de semanas con la lentitud que los días tenían en La Fambra. Uno de aquellos estudiantes, Miguel de la Villa, le tenía prometido invitarle a su casa para echar una ojeada a la biblioteca de su padre y charlar un rato sobre libros, aparte de enseñarle las portentosas vistas que desde aquel lugar, que ocupaba la casa familiar, podían contemplarse. A Lázaro le sobrecogía la impresionante mansión que el padre de Miguel tenía en una de las colinas que había en el ensanche, en el lado nuevo de la ciudad, pasado el viaducto, y desde la que se dominaba, a ojo de halcón, la vega allá abajo hasta perderse en el horizonte de choperas verdes y huertas cuidadas, la ciudad a la derecha con sus torres y todos los montes circundantes en un radio de muchos kilómetros. La construcción de aquel chalet grandioso y desproporcionado no era precisamente bella, original ni artística. Tenía, sin embargo, una peculiaridad que Lázaro no acertaba a captar y que hacía única, por inusual, a aquella construcción un tanto mastodóntica para ser una simple vivienda familiar. Miguel, notando su perplejidad, le contó que el edificio había sido edificado intencionadamente por su abuelo de aquel modo. El viejo, que había sido almirante de la armada, primero eligió aquel enclave y después construyó toda la casa a semejanza del puente de un gran barco y por eso tenía aquellas formas tan exageradas, tan geométricas y de tan poco uso tierra adentro y que, también por eso, las vistas eran las que se tendrían desde el puente de mando en un barco que navegara por aquella abrupta y accidentada orografía. Entonces comprendió Lázaro la extraña disposición de aquel edificio tan sorprendente y raro.
Luego, una vez en el mirador principal, en lo más alto de aquella mansión observatorio se sintió definitivamente impresionado. Las vistas eran aún más extraordinarias de lo que había imaginado y, por si fuera poco lo que desde allí pudiera verse, había media docena de prismáticos militares que permitían acertar a ver detalles de cuanto se observaba, que de por sí ya era mucho. Lázaro estaba tan entusiasmado por el descubrimiento de aquel lugar tan exclusivo e impensado que olvidó la fealdad geométrica que el edificio presentaba externamente, falto de cualquier detalle artístico o decorativo, e incluso quedó momentáneamente aparcado, en un segundo plano, el interés por la gran biblioteca que albergaba en una de sus salas y que Miguel acababa de enseñarle. Durante mucho rato quedó Lázaro absorto en las vistas, tan callado como si fuera mudo.
El sol de la tarde, que quedaba a espaldas de aquel punto de observación, iluminaba toda la vega y la ciudad sin posibilidad de deslumbrar en absoluto, al contrario, como si proyectara una luz intensa dedicada a iluminar portentosamente todo cuanto allá abajo existía y también el cogollo de la ciudad entera que se extendía en el gran cerro de la derecha pasado el diáfano viaducto del gran ojo central.
Tan absorto notó Miguel al asombrado Lázaro que, tomando un libro que estaba leyendo, se sentó a un lado y continuó tranquilamente con su lectura, dejando que Lázaro probase con calma la potencia de aquellos prismáticos, hechos todos, para observar en el mar a muchas millas de distancia. Lázaro agradeció el silencio de su amigo y aquella educada discreción que le permitió pasar un rato de excelente contemplación, observando desde allí los detalles de la ciudad y luego los de la estación, el barrio bajo y la vega como nunca antes había tenido la posibilidad de hacer.
Fue al enfocar las lejanas choperas de la vega, cuando aquella brizna de verde más brillante atrajo su atención. Tomó los prismáticos de más alcance. Al principio no podía creer lo que veía. La brizna verde que llamó su atención era el traje de Valeria que, como una señal destelleante en movimiento, destacaba de verde más vivo entre los tonos verdes. Estaba con alguien a quien Lázaro no podía identificar pero a ella sí, sin duda, no había quien llevara un traje de aquel color en toda La Fambra. El corazón de Lázaro latía con tal fuerza que lo notaba en el cuello y en las sienes. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Quién era aquella persona? Ambos se acercaban, se abrazaban, sin duda se estaban besando, no había duda. Luego siguieron caminando y sus figuras se ocultaron tras un cañaveral. A los pocos minutos un coche salía de detrás de las cañas y aún en él y por un momento pudo Lázaro ver el destello verde como una diminuta chispa, bajo la luz aún intensa de la tarde, del vestido de Valeria. Se disipó su duda. Era el coche de Hilario. A Lázaro se le hizo un nudo en la garganta.

12 marzo 2009

Inesperada reticencia


Llevaba Lázaro unos cuantos meses viviendo de modo regalado. Cumpliendo con lo imprescindible de sus obligaciones en la residencia, posponía los estudios reglados a los que se hallaba ligado y sólo dedicaba sus esfuerzos a leer de modo anárquico, a acudir a las tertulias de sus admirados amigos, donde ya se atrevía a intervenir de vez en cuando, y a compartir cada vez más ratos con Valeria.
Los informes quincenales para Mansoz le robaban poco tiempo y eran para él una especie de entretenimiento cruel en el que se deleitaba contando cosas de las que hablaban en las tertulias, procurando abundar en ellas, a sabiendas de que maldito lo que le importarían al comisario. En cierto modo disfrutaba haciendo perder el tiempo a aquel hombre que lo tiranizaba, pero el hacerle leer sus aburridos informes llenos de comentarios pretenciosos y voluntariamente extensos sobre literatura, filosofía, cine, arte, etc. era su forma pobre de vengarse y demostrarle, eso creía Lázaro, lo muy por encima de él que, culturalmente, aquel ambiente, que el funcionario se obstinaba en espiar y controlar, se encontraba. Aunque Lázaro bien se había acostumbrado a esa tiranía por el dulce contrapeso del dinero. Dinero cuya posesión le estaba creando hábitos nuevos, antes desconocidos e impensables, que ahora le encantaba satisfacer y así no era Mansoz el que le tiranizaba sino que el dinero lo hacía en su lugar. Pero de esto Lázaro no se daba cuenta.
Como todas sus relaciones, profesores y estudiantes, tenían obligaciones y no solían verse hasta por las noches, como no fueran sábados y domingos, a Lázaro le sobraba tiempo para, a la menor excusa, intentar verse con Valeria. Veía en ella una chica decidida, con un arrojo que en La Fambra no era frecuente entre las chicas de su edad. Ella estaba también estudiando pero con frecuencia accedía a las peticiones de Lázaro y sus ratos en común fueron paulatinamente en aumento. A Lázaro le gustaba mucho aquella chica y ella enseguida se dejó querer por compartir con él edad, gustos, deseos y, últimamente, bastante tiempo. Tal vez también, aunque eso a Lázaro no se le ocurría, por ser el corazón amante de su edad que, suspirando por ella, tenía más a mano.
El primer día que tuvieron sexo descubrió él, admirado como siempre por la reacción de las mujeres, que Valeria lo estaba deseando y le dio a la experiencia un valor mucho más profundo y trascendente de lo que convenía, pues le pareció que ambos habían entrado en otra esfera más íntima y que el mundo de sus sentimientos había desembocado, por la vía del sexo, en una comunión y en una especie de unidad que en la muchacha, Lázaro, daba idénticamente por sentida sin intercambio de palabras ni prueba alguna de ello. Y precisamente, sin necesidad de palabras había de ser aquello, y así lo tenía por cierto y seguro, como cosa de cajón. No se le ocurrió consultar tal sentimiento con ella por parecerle cosa cierta e indudable que debiera ser el sexo la prueba más firme de la seguridad de los afectos. Y así quedó Lázaro atrapado en una especie de sincero sentimiento que trascendía lo sexual pero que con ello se retroalimentaba. Lázaro se había enamorado.
El grupo con el que ambos se relacionaban enseguida se percató de la relación que entre Valeria y Lázaro se había establecido y todo parecía ir bien si no hubiera sido por las reticencias hacia el sentimiento de Lázaro con que uno de los profesores, hasta ese momento indiferente, empezó a ejercitarse. Primero lo hizo con disimulo y después con inequívoco, creciente y ostensible desparpajo, hasta que a Lázaro se le hicieron evidentes y por ello dolorosas e hirientes las más de las veces sus palabras. Además de las reticencias, las cosas se fueron enconando pues, el tal profesor, que lo era de filosofía, era un hombre de unos treinta años y no perdía la ocasión, cada vez que Lázaro abría la boca, de dejarle en ridículo burlándose de sus pobres conocimientos de aprendiz en todo, de desmontar cualquier argumento que al muchacho le pareciera consistente, de mostrar un frío desprecio ante cualquiera de sus intervenciones y opiniones o de ningunearle tanto como le fuera posible a la menor ocasión y había que reconocer que, un hombre de su cuajo y formación, tenía posibilidades para hacerlo en todo momento y que si no lo hacía más veces al día era seguramente por pereza.
De todos los desprecios que Lázaro había empezado a probar en su sufrido amor propio era el peor la auto asumida superioridad de su interlocutor. Sin duda esa enorme solvencia, que el profesor de filosofía esgrimía y ante la que él nada podía hacer, le descomponía, pues siempre se quedaba carente de argumentos en las discusiones, falto de rapidez en las respuestas, corto de reflejos y yermo de imaginación al intentar devolver los golpes que las descaradas ocurrencias y el brillante ingenio de su interlocutor le propinaban. Así le fue tomando a Hilario una inquina cada vez más fuerte y enconada pues el filósofo, en las tertulias, no le tenía ni siquiera por persona a considerar y le desdeñaba tan pronto le veía aparecer, sólo con mirarle compasivamente y mostrarle su sonrisa tranquila de superioridad. Llegó un momento que la mera presencia de Hilario era una molestia insufrible para Lázaro, a tal punto de incompatibilidad llegaron.
A Lázaro, interiormente, le llevaban los demonios a la vista de aquella altanería de corte tan fino y sutil y, a veces, también más descarada. Sin embargo, fingía que no le incomodaba la actitud de Hilario y procuraba no perder los papeles e impedir que un arranque de temperamento le impeliera a suplir con violencia, aunque sólo verbal fuera, lo que le faltaba de madurez, temple, formación, ironía y conocimientos. Pero la tirantez entre los dos se hizo evidente y las sonrisas burlonas entre los habituales se hicieron frecuentes ante las brillantes intervenciones de Hilario para, siempre que podía, dejar en evidencia, cuando no en el ridículo más crudo, a Lázaro.
Para colmo de desdichas Valeria era alumna de Hilario y a ella, según decía, el profesor le caía bien y, al parecer, no sentía como propios los acerbos ataques verbales de éste al muchacho. Es más, Lázaro, alguna de las veces, observó de reojo cómo la chica miraba al profesor con esos ojos de admirada entrega que, como fue aprendiendo a lo largo de su vida, se les ponen de vez en cuando, o tal vez sólo cuando quieren ellas, a las mujeres.