29 noviembre 2009

La tapicería roja


Aquel viejo y yo nos habíamos cogido ley con los años. El afecto hace los lazos que le parece conveniente y te saca parientes que nada tienen que ver con los de los otros lazos, esos que llaman de sangre, y que te vienen dados, sin tu participación ni tu criterio.
Le gustaba, como a mí, el asado de cabrito. Pero no podía comerlo con su familia porque, por esas extrañas fobias que ni él ni yo acertábamos a comprender, a ninguno le gustaba. Por eso ese día le invité en aquel pueblo. Comimos bien, no podía beber vino pero bebió, no debía comer en exceso pero comió, no debía tomar copas pero se tomó la mitad de la mía, me animó a pedir otra, y procedió como con la anterior pero sin pedir copa porque él, me recalcó, lo tenía terminantemente prohibido. El hombre pasó un rato feliz. Y con esa dosis de bienestar que caldea las conversaciones en las sobremesas me contó, animadamente, muchas cosas de su vida, del inicio de su gran negocio, de las peripecias de entonces, de las variadas ratonerías del mundo. En un determinado momento de la conversación recordó el lujosísimo casino de aquel pueblo. Me describió, muy embelesado en ello, cómo era, sus estancias, su mobiliario de lujo, sus elegantes tapicerías rojas haciendo juego con las cortinas de terciopelo del mismo color, las mesas de juego, la biblioteca, el coqueto ambigú, los buenos ratos que había allí pasado, la gente que había conocido, las mujeres… tantas cosas evocó de aquel casino que se le ocurrió que fuéramos a él para tomar allí un café de despedida. Cuando llegamos estaban, precisamente en ese día, desmontándolo todo, arrancando tapicerías y cortinas, sacando zafiamente los muebles o desgajándolos de las paredes con una brutalidad que casi dolía, sin importarles que se astillaran antes de llegar al vertedero. El viejo quedó paralizado viendo como desmontaban su sueño. También yo quedé atónito no sólo por el espectáculo sino por la desgraciada coincidencia. Recogió del suelo un trocito de aquella tapicería roja, lo miró como medio minuto, se lo guardó en el bolsillo y nos dímos la vuelta. Ya no dijo nada hasta que nos despedimos. Con una muda tristeza nos obsequió la causalidad en aquella tarde que no pudo ser feliz del todo sino que, bien mirado, se convirtió en todo lo contrario.
El viejo hace ya años que no está y, yo, cuando paso por aquel pueblo, siempre recuerdo como arrancaron ante sus ojos su mítica tapicería roja.

26 noviembre 2009

El exorcista


El exorcista, franciscano maduro, narra como milagros los cuarenta exorcismos que hizo con éxito. Si fracasó en alguno, lo calla, pues, si le hubiera sucedido, no hubiese sido ocurrencia sensata el hacer tan imprudente publicidad al Enemigo.
Siempre relata minuciosa y cronológicamente los hechos acaecidos, aportando datos muy precisos, fechas, nombres, testigos y referencias. Tal y como conviene en las narraciones serias de estos hechos.
Pero, entremedias de ellos, hay una excepción. Es uno de esos prodigios que, a tenor de la fecha, hizo el primero.
La primera impresión es que se trata de una errata o confusión pero, al citar varias veces la fecha sin variarla, parece que no fue tal. Tampoco lo pone el primero, siendo ésta la única vez que no respeta la cronología. Como si hubiera tenido una distracción, lo mete entre los demás milagros numerándolo, excepcionalmente, con un orden caprichoso.
Por la fecha, lo practicó con tan sólo 19 años. Cosa curiosa, no sólo por lo precoz, sino porque el siguiente, que él numera como primero, lo haría casi a los cuarenta. Siendo ya hombre maduro y de costumbres graves como la jerarquía de la Iglesia recomienda.
Además, en este prodigio, es en el único en el que nuestro concienzudo fraile no puede precisar los nombres de los interesados ni de las familias, cosa rara en él, ni tampoco menciona testigo alguno salvo él mismo.
Recuerda, sin embargo, que la interesada era una moza recién casada, de 20 años, de la que había olvidado nombre y familia, según dice. Ella, obviamente poseída por el Maligno, mostraba, por encima de todo, un gran aborrecimiento a su marido y, cómo no, a todo lo divino.
Por los buenos oficios de nuestro fraile, llevada la moza a una ermita cercana bajo la advocación de una virgen poderosa, consiguió nuestro neófito exorcista su milagrosa sanación.
Solamente cita dos detalles más: que su madre, que había ofrecido una alhaja si la hija curaba, no cumplió después con la promesa ni se supieron las razones de ello; y que la hija, luego de curada, comenzó a querer al marido tanto como antes lo aborrecía.
Por último, cita que, tras los más de veinte años trascurridos, la interesada vive, está bien de salud y mora, felizmente avenida con el marido, en un pueblo cercano.
Me he quedado pensando que la vanidad es tan atrevida como selectiva la memoria. Pensar más cosas sólo sería hacer conjeturas o, peor aún, escuchar los susurros del Engañador al oído. Vade retro.

24 noviembre 2009

Alcarrias y laderas

Con ese falso, pero confortable, sentido de la propiedad, que la soledad y el silencio me regalan, camino por las alcarrias desiertas, tenuemente iluminadas todavía por el primer sol. Asomo a los barrancos y veo las laderas umbrías dormir bajo la escarcha y, mientras me muevo, observo como, entre el sol y la sombra, suelta la tierra un vaporcillo fino, como de humo transparente, vaho de una respiración lenta, latente y casi perezosa.
Contemplo las laderas de color verde mate y gris ceniza y con variados ocres de madera. Están pobladas de olivos que negrean descuidados, casi escondidos entre la maleza que ya nadie escarda, con una maraña de ramas inútiles que ya nadie poda, con el poco fruto que ya nadie recoge. Veo bancales hundidos con los balates medio desmoronados, tainas arruinadas, sin tejas y con las puertas arrancadas, albercas vacías y arpadas, huertos olvidados invadidos de cenizos, carcasas hueras de colmenas viejas, suertes perdidas que yacen como si el manto de la escarcha fuera el velo que tapara su triste abandono. Por contraste, siento en las manos y la cara cómo el aire frío, de la mañana en calma, se templa despacito por el sol amigo. Y me gusta. Por lo demás, silencio. Además, claro, de esa desolación de fuera que pugna por asentarse dentro, como el gusano tenaz de la melancolía.
Qué fue de los pastores y el ruido a esquilas de aquellos rebaños; adónde fue a parar tanta fatiga construyendo piedra sobre piedra aquellas paredes, tainas y bancales desde hace la mitad de media eternidad; qué habrá sido de aquellos hortelanos minuciosos, de aquellos afanosos labradores celosos de sus lindes y mojones; y dónde mirarán ahora aquellos amos cuyos ojos, dicen, engordaban caballos.
Ni siquiera el ronroneo lejano de algún motor contesta. Es lo que tiene el preguntar sandeces, me digo, y sigo caminando mientras me recreo, distraído, entre tanta belleza abandonada. Los descubrimientos tecnológicos del siglo XX nos han hecho creer que es posible vivir de espaldas al medio geográfico. Ya veremos qué pasa, voy pensando.
Tres corzos brincan cerca, asustados por mi súbita intrusión. En cuatro saltos cruzan el barranco y, con la elasticidad asentada en los lomos, ascienden ágiles ladera arriba. Enseñan desde lejos la imagen blanca de sus cuartos traseros y se paran una vez, a observarme, antes de desaparecer. Sólo, a lo lejos, el ladrido sobresaltado del macho rompe la costra de silencio. Lo agradezco.

23 noviembre 2009

Pica, bezoar y energúmenos


Fray Miguel de Yela (1617-1681) en una obra llamada “Aparición y Milagros de Ntra. Sra. del Madroñal” ofrece algunas descripciones del comportamiento de los poseídos por los demonios. Estos relatos son, como mínimo, curiosos, y en ellos un par de cosas me han llamado la atención, seguramente, por el hecho de haberles encontrado una relación aparente con otras.
Por un lado, describe el comportamiento de los poseídos, los energúmenos, quienes experimentaban tal explosión de energía interna, de ahí su nombre, que, por ejemplo, para sujetar a una mujer en el momento de crisis se necesitaban, a veces, ocho hombres y no siempre eran capaces de lograrlo. Que, otras veces, cuando se escapaban corriendo nadie era capaz de alcanzarles y habían de terminar acorralándoles para lograr cogerles y que, en otras ocasiones, para conseguir moverles se necesitaba una fuerza muy superior a la normalmente estimada. Todas, curiosas descripciones de los energúmenos, de las que levantó acta “in verbo sacerdotis” que era su forma de jurar.
Por otro, narra también fray Miguel cómo, a las personas poseídas, una vez liberadas del o de los demonios por obra de Ntra. Sra. del Madroñal, se les provocaban vómitos depurativos con aceites benditos y otros bebedizos, para que echasen de su cuerpo las cosas que los diablos les habían dado de comer. Y así, en muchos casos, ya en el primer vómito echaban hasta media arroba de porquerías: gusanos, cabellos, pellejos y otras cosas maléficas, como azufre revuelto con pelos, alfileres, agujas, monedas, carbones…
No he podido evitar, al leer sobre estos vómitos, el recordar los fenómenos de pica y bezoar que hoy se conocen y se estudian. Por ejemplo, un clásico actual sobre nutrición, el profesor E. Rojas Hidalgo en su libro “¿Qué es una alimentación sana?” Aula Médica Ediciones, 2001, dice lo siguiente:
“La ingestión de substancias con escaso o nulo valor nutritivo constituye una anomalía que suele aparecer accidental o intencionadamente. Por lo general, esta última posibilidad es la más frecuente y aparece en sujetos con alteraciones psíquicas o imbuidos por tradiciones, costumbres o prácticas trasmitidas en familia. Se trata de la pica, distinta de los bezoares que son menos frecuentes y se producen por la ingesta de substancias no digeribles”.
“Los bezoares por ingestión de cabello aparecen en sujetos con trastornos psiquiátricos con hábitos de tricofagia.”
“También se han encontrado bezoares formados por conglomerados de antiácidos (hidróxido de aluminio, sucralfato…), fragmentos de alfileres, uñas, botones y monedas. No es infrecuente encontrar polibezoares constituidos por metal, plásticos, madera, etc. Estos tipos de bezoares suelen aparecer en niños y en individuos psicóticos.”
“La voz pica procede del latín y significa urraca, pájaro que picotea todo. Las personas afectas ingieren substancias no nutritivas que van desde el yeso, pinturas, tizas, gomas de borrar, jabón, cuerdas, ropa, insectos, almidón, arcilla, cabellos… hasta madera, hielo, algodón, papel, cerillas quemadas, piedras, grava, carbón, hollín, ceniza, arena…”
“La pica se observa en niños y es más común si padecen pronunciados defectos mentales. En la edad adulta aparecen más frecuentemente en sujetos histéricos, individuos afectados por infecciones parasitarias y mujeres embarazadas.”
Quizás pueda ser ésta una explicación plausible, aparte de la indudable acción diabólica, a los vómitos descritos por fray Miguel. También podríamos buscar otras más imaginativas o novelescas como, por ejemplo, recordar que bezoar es una voz que, en su origen, significa antídoto. Se consideraba que los bezoares poseían cualidades mágicas y medicinales contra alteraciones y males tan diversos como la senectud, la picadura de serpiente, las plagas y los malos espíritus. Teniendo esto en cuenta y la abundancia de sanadores, curanderas y curieles, así como la superchería imperante en la época, salvada la Iglesia, puede que, cuando los pacientes posesos le llegaran a fray Miguel, hubieran ya pasado por el tratamiento de algunos de ellos.

21 noviembre 2009

El simple secreto de la tierra


La veía todas las mañanas al ir al colegio. Bueno, la verdad es que, poco a poco, averiguando una calle nueva cada día, terminé encontrando aquélla donde vivía y, enseguida, también el portal de la casa que habitaba.
La veía venir, inalcanzable, disimulando mi torpeza de preadolescente mientras disfrazaba aquella emoción desconocida. Después de tantas mañanas, una, reuní la osadía necesaria para volverme a verla tras cruzarme con ella sin mirarla. Quería contemplarla de espaldas, e impunemente verla irse, porque pensaba que a ninguna otra cosa tenía derecho. Me encontré con su cabeza vuelta que, inmediatamente, se giro hacia adelante, igual que hizo la mía instada por un reflejo culpable de vergüenza desconocida y sorprendente.
Y pensaba, por desconocimiento, algo de lo que pienso ahora, por aproximación. Quizás comencé a imaginarlo entonces: a hacerme a la idea de que ellas eran el centro de la tierra.
Con los años reparé en que todos veníamos de una. Que hubo una que nos puso en la tierra y sólo, a través de otras, conseguimos continuar en ella. Como si, de un modo u otro, no se libraran nunca de llevarnos en su seno. Como si su seno fuera nuestro sino involuntario, indispensable, inconmovible: un destino certero.
Puede que, hace muy poco, me viniera el juicio, ese que siempre pensamos que tenemos, y con él la idea de que reside en ellas algo telúrico, como la gravedad, que, sin conciencia nuestra, nos imanta. Un aroma especial que, por adictos, ya ni percibimos. Una invitación tranquila, a veces, o intempestiva, como la necesidad, a entrar donde salimos. A recobrar. A refugiarnos sin saber lo que hacemos, incluso pensando que hacemos lo contrario. Inconscientes, como animales orgullosos pero desvalidos e, incluso, raras veces sensatos.
¿Será el miedo a la intemperie?, me dije, arropándome de cinismo una vez más. Pero viendo a una mujer mover un visillo o correr una cortina, con un gesto grácil de la muñeca, comprendí que son capaces con idéntica facilidad de quitarme los pesares de encima, de ahuyentar los miedos escondidos del que no entiende las cosas importantes que, ellas, por el contrario, llevan escritas en el alma e impregnadas en las manos. Como si en el fondo de nosotros residiera siempre un niño y sus manos, de madres o de amantes, tuvieran la virtud de poseer la calma. Y fueran, por si algo les faltara, maestras de lo desconocido. Y, como compañeras, confidentes y amantes poseyeran, sin saberlo, el simple secreto de la tierra.

20 noviembre 2009

El santero


“…el Diablo, Satanás, y los otros demonios fueron por naturaleza creados buenos por Dios, pero se volvieron malos por su culpa…” (IV Concilio de Letrán)


El santero era un hombre viejo pero enteco. Poco pelo, barba poblada, blanca hacia abajo y negra en la boca, solía ir de hábito con una especie de sobrepelliz que recordaba a los gabanes alentejanos. Entre sus manos grandes y huesudas un devocionario sobado y de pastas grasientas encontraba seno, aunque nadie le vio nunca leerlo ni tampoco soltarlo. Con el gesto grave, fruncido el ceño, la mirada intensa y persistente, no era hombre que gastase muchas palabras ni saludos y parecía que, más que boca, necesitaba exclusivamente la mirada para decir lo que quería. A su ermita, cuando anochecía, acudían los pobres de pedir: pordioseros de pueblo, mendigos de ciudad. Los niños le tenían miedo y rara vez se acercaban a los alrededores de la ermita.
Un perro lobo grande y más flaco que gordo vivía con él, amarrado, durante el día, a la reja de una ventana, suelto por las noches. El perro no ladraba y estaba alerta con las orejas tiesas de continuo y sólo se deshacía de temor y sumisión cuando el santero se acercaba. En su presencia se pegaba al suelo y, si ésta persistía más de lo habitual, se orinaba.
Se decía que los pobres habían de darle parte de sus limosnas para gozar del improvisado albergue en que convertía cada noche la cueva donde la ermita se ubicaba. Aún más bajo, casi en un susurro, comentaban que, si había alguna mujer, la metía con él en los aposentos de la ermita y se cobraba de ella la caridad que le hacía. Pero ellas lo negaban porque les daba de cenar, les convidaba a vino y porque no querían que otro día no les recibiera.
Ioana era demasiado joven para hallarse en aquella situación. Mas, extranjera, sin familia, en mitad de aquella crisis y habiendo ya probado todo se encontró por primera vez sin nada: casa, comida, dinero, amigos. Aquella noche la pasaría en el improvisado albergue, después, agotadas todas las posibilidades, haría lo que menos deseaba: intentaría volver a su país.
El rijoso santero reparó enseguida en ella cuando sus ojos ávidos miraron a la miserable concurrencia que para aquella noche tenía esperando. La juventud de la muchacha no era frecuente entre las hordas de pobres que había conocido. El viejo, de inmediato, le ordenó que pasara a sus dependencias cerrando tras de ella la puerta, dejando que todos los demás se organizaran a su suerte en aquel antro ahumado de la cueva. Cegado por la deslumbrante frescura de la muchacha no les pidió siquiera, aquella vez, el acostumbrado donativo para pasar la noche. El grupo de indigentes se organizó, haciendo de la improvisación una virtud, y los más veteranos hicieron fuego en una esquina y se agolparon todos con mantas, sacos y abrigos en la cueva que, al poco, ya se había caldeado. Sacaron sus pedazos de pan, sus cajas de vino peleón, sus latas de conservas, sus trozos de embutido y cuantas sobras les habían dado por las casas del pueblo cercano. Y con aquella cena compartida sellaron un trato de amistad que duraría, al menos, para aquella noche. Ninguno se durmió sin haber cenado algo y, todos lo hicieron, protegidos por aquella solidaridad tan frágil como pobremente sellada. Pero a la especie humana le basta poco para sentirse bien.
Nacida en Sibiu, al pie de los Cárpatos rumanos, Ioana estaba acostumbrada al frío seco y denso de las montañas y también, y eso lo pensó mirando al viejo, a los hombres maduros obsesionados por mujeres jóvenes y solas. Los ojos del santero le habían hablado en el idioma viejo que ella conocía desde niña. Sabía de cabo a rabo lo que quería. Pero no sentía miedo alguno porque se sabía protegida. Recordó a su abuela, la vieja Hebe, y, metiendo la mano en el bolso lo notó. Allí estaba. Había estado a punto de venderlo pero la vieja le había dicho que no se deshiciera de aquello, que aquel amuleto había acompañado a las mujeres de su familia desde que ella tenía memoria. Sintió el frío del metal y su tacto sedoso y se serenó.
Miró al santero. El deseo casi le hacía babear. Había perdido esa fachada mística con la que tan bien sabía dignificarse. Ahora parecía simplemente lo que era: un viejo baboso ansioso por palpar su carne joven. Se volvió a él. Notó como su seguridad le hacía detenerse asombrado por una falta de sumisión que hasta entonces no había conocido. Le miró a los ojos fríamente. Los ojos oscuros del santero brillaban como ascuas, pero la mirada directa y fría de Ioana pareció que enfriaba aquel fuego. El santero titubeó. Se detuvo en su camino a ella. La mirada de la mujer parecía una barrera insalvable. El santero acababa de notarlo. Temió que sus deseos no se cumplieran pero, cuando aquella mirada casi le había helado, vio como la joven mujer, tranquilamente, comenzaba a desnudarse con toda naturalidad, como lo haría si fuera a darse un baño o a cambiarse de ropa. No había en sus movimientos ningún extraño, ninguna brusquedad, no salió de su boca una palabra y, bajo la ropa que se iba quitando, aparecieron las redondeces de un cuerpo perfecto, moldeado, con toda la gracia de las curvas puras, sin arrugas, iba apareciendo su cuerpo firme y sereno con la misma rutina cotidiana que el sol por la línea del Este.
Desnuda como el día se plantó ante el viejo. Éste, impresionado tanto por la belleza de la mujer como por su actitud, quedó indeciso. Lo primero que hizo temblorosamente fue dejar el devocionario, que nunca salía del seno de sus manos, sobre la mesa. Luego, llevado por las prisas ante el regalo inesperado que tenía delante, se puso nervioso y no supo si desnudarse o abalanzarse en directo sobre aquel cuerpo tentador. Entonces Ioana, sin vacilación alguna, sacó el amuleto de su bolso aprovechando aquella indecisión y levantándolo ágilmente lo dejó caer sobre el devocionario del santero. Quedó éste clavado en la mesa, atravesado de parte a parte por el puñal de plata de Ioana. Tenía una hoja ancha con un grabado de dos serpientes enlazadas a lo largo de ella. Tembló el santero al contemplarlo clavado en su devocionario. Miró aterrado a la mujer ante el destello de aquella plata.
Ella, desnuda, sin pudor alguno, con las piernas ligeramente abiertas y los brazos en jarras, mostrando ostentosamente la gravidez atrayente de su pecho y el pelo rizado de su pubis le espetó con dureza:
- Ven aquí y veamos, viejo, lo que sabes hacer. Si me complaces puede que te lleve conmigo a Transilvania.
El santero rompió a temblar. Miró el devocionario pero no se atrevió a recogerlo. Retrocedió y salió de la estancia. Atravesó aterrado el recinto de la cueva ante las miradas extrañadas de los pobres que yacían al amor del fuego. Buscó al perro en la noche oscura y en su única compañía pasó la noche. El animal, que por una vez le perdió el miedo, le prestó su calor hasta el amanecer. A la mañana siguiente marchó el santero con el perro y nunca más se les volvió a ver.

19 noviembre 2009

Cercanías


La palabra le llenaba de sugerencias. Al principio le pareció sacada de alguna estación. De esas estaciones de olor inconfundible que los trabajadores llenan de prisas con el amortiguado amanecer de cada día. De esos andenes que visitan algunos desocupados para disfrutar sabiéndose a salvo del mundo afanoso del trajín. O, quién sabe, quizás para añorarlo. Porque las personas no se calman con tener, porque el tener sabe a pasado, y lo placentero es desear, sentir la incertidumbre cosquilleante de lo que puede suceder o no. Y ahí se encontró con el tablón cruzado del refrán, cerrándole el camino: “Es mejor tener que desear”. Y se dijo, qué chata es la vida, para qué cortedades nos educan.
Luego pensó en otras cercanías. En cercanías sin andenes. En cercanías, eso sí, con esperas, con esperas largas y sabias. En la cercanía de algunos seres que se dan a quien quieren porque son seres voluptuosos. Iba a decir sin conciencia. Pero no es eso, es que su conciencia no la quieren para separar lo bueno de lo malo, como decía el manual de instrucciones que les dieron, sino lo placentero de lo ordinario. Nada ordinario les da placer y tienen claro que desean vivir una vida extraordinaria en sentido literal. Hay veces que se encuentran esas cercanías y son como una vida nueva dentro de otra. La vida de personas que se te regalan.
Sí, la palabra cercanías le agradaba. Era una palabra que, casi, le daba calor. El calor de esas confidencias tan reconfortantes como el sexo o, quizás fueran, una parte ignorada de él. Una parte tan intensa y sutil que los censores del mundo, aplicados a lo obvio, se olvidaron de penalizar y quedó suelta para que quienes sepan encontrarla la degusten. Eso sí, con la condición de no quedársela, ni profanarla divulgando cosas tan sagradas. Esa cercanía pide implícita renuncia a la propiedad. Ese pilar brutal de esta cultura nuestra que se empeña, obtusa, en tener pero no en desear.

15 noviembre 2009

La canción más triste

Había que reconocer que don Abilio era un hombre excéntrico. No hacía falta tener la agudeza de un medidor de tendencias, ni la finura intelectual de un experto en encuestas, para percatarse, a más de cien metros, de que era un señor muy extravagante.
Lo primero que se apreciaba era lo inusual de su vestimenta: riguroso terno oscuro y capa española, con sombrero negro a veces. De cerca, se imponía su corpulencia, su obesidad algo torpe y el deslizarse de ese cuerpo de navío por las aceras, dejando a su paso, a cada lado, sendas estelas de pestín a sudor más o menos rancio. Carrilludo de cara, estaba su cabeza redonda coronada por una calvicie de las que dejan el cráneo brillante, casi pulido, que destellaba al sol gracias a esa grasilla protectora que la piel sabiamente dosifica. Intentaba paliar su miopía con unas gafas de cristales tan gruesos que quedaba la duda de si por ellos llegaría a ver algo o eran, solamente, tapaderas para sus ojos de topo. Pero, sobre todo, eran esas gafas de cristales recios, concéntricos y que parecían superpuestos, las que le mostraban más alejado del mundo que cercano a él.
Era profesor de filosofía y, tal vez por ello, hombre ensimismado, que hablaba poco y que, de habitual, mostraba un aspecto pensativo. Cualidades todas que no le impidieron, ya en la cincuentena, fijarse en una alumna suya menor de edad y meterla en casa. Mas, como vivía con su anciana madre, que se opuso a sus amores y repropió su comportamiento, resolvió el asunto prescindiendo de ella. La ingresó por ahí en un asilo, vamos, en una palabra, la sacó de su vida.
No eran esas todas sus rarezas. También se hizo famoso, sobre todo, por dirigirse por la calle a cualquiera para preguntarle de sopetón, como me hizo a mí, sobre las cuestiones más inesperadas.
- ¿Cuál cree usted que es la canción más triste?
- Pues no sé decirle.
Un mes después, cuando daba yo por olvidada la cuestión, me paró de nuevo.
- La he encontrado.
- ¿El qué?
- La canción más triste.
Y, tras rogarme que reflexionara sobre ella, me la cantó a voz en grito:
“Ya no vienen los que antes venían
a cantar al alba con gran devoción
los gaiteros se han marchado a Estella,
los tamborileros para Castejón.
Nos han dejao solos a los de Tudela
por eso cantamos de cualquier manera,
nos han dejao solos los de Castejón
Arriba la bota, arriba la bota, arriba el porrón”

Recalcó especialmente lo de “Nos han dejao solos a los de Tudela”. Y debo decir, para dejar los hechos bien claros, que don Abilio, aunque gastaba capa más buena que mala, no era bebedor.

05 noviembre 2009

El amanecer de la contradición


Amanecía lentamente, como amanece siempre, sólo que, con aquel frío intenso y seco, parecía que el día estuviera aquejado de una pereza en blanco y negro, de una grisura extraña y hueca, que sólo tienen algunas mañanas especiales de invierno en la meseta. El campo, blanco como si hubiese nevado, estaba tan silencioso que parecía huérfano de cualquier atisbo de vida. El aire helado no se movía, como si pesara más que de costumbre y toda aquella atmósfera parecía nueva e irreal, igual que un regalo envuelto y aún sin estrenar. Tal vez, pensó, apenas durante un segundo, que justo la hora del amanecer fuese la más fría del día. Seguro, se dijo.
La escarcha brillaba, espesa, dura y densa, con las primeras luces, recubriéndolo todo: el suelo, las hierbas, las matas, las cortezas de los árboles, los olivos, los rastrojos, las viñas, los cardos… hasta el hielo de los charcos con una capa polvorienta, escamosa y crujiente. Ésta crepitaba bajo sus botas haciendo que, en aquel silencio, le pareciese que el sonido podía oírse a mil metros y que producía un estrépito innecesario y escandaloso en aquel vacío que, más que roto, parecía profanado por sus pisadas intempestivas. Sin embargo, embobado por el espectáculo, se quedó absorto un largo rato observando aquel panorama que se le antojaba irreal, imaginario, casi fantasmal y, sobre todo, estático y suspendido en el tiempo. No se atrevía a moverse porque le parecía que, de hacerlo, se desbarataría aquel encantamiento, aquella visión casi sobrenatural.
Caviló en que, de no ser por su afición por la caza, se habría perdido aquel espectáculo y también tantos otros similares como en sus días de madrugador de la escopeta había visto. Y fue una de las veces en que padeció lo contradictorio de aquella pasión. Aquella mañana en el paraje de Cerro Pozo, lindando con Valdelhombre, se le quedó grabada para los restos. Y, aunque se sacudió la impresión de la cabeza, siempre le quedó en ella la cuestión de por qué un hombre, capaz de apreciar aquellos sublimes espectáculos y emocionarse ante ellos, tenía, luego, sangre fría para disparar. Contradicciones. Pero, entonces, sólo quería cazar y esquivaba todo pensamiento que le desviase de su ardiente deseo. Sin embargo, la duda, ahí quedaba, en estado latente. Aunque él quisiera ser entonces ciego y sordo y, además, se empeñara en ello hasta el extremo.
Aquella noche había dormido mal. Como siempre que tenía una jornada de caza al día siguiente se la pasó calculando, sobre el terreno ya conocido, dónde estarían las perdices al amanecer, donde volarían según el día y qué ocurriría si por las causas que fueren, ese día, habían trastocado sus querencias y no las hallaba donde suponía. La maquinaria de su cabeza tenía todo previsto aunque, sobre el terreno, tenía prestancia y rapidez para cambiar de rumbo en un momento dado, si la caza lo exigía. Pasó la noche imaginando. Y, como siempre, lo último que imaginó fue cuáles serían y dónde estarían, en ese momento, los animales que, por su causa, habrían de estar muertos al día siguiente, apenas unas horas después. También se preguntaba en base a qué los hombres nos habíamos adjudicado jurisdicción sobre todos los seres vivos de la tierra. Pero, nuevamente, como esos pensamientos estorbaban su loca pasión, los desechaba. Pero ellos se quedaban allí, como garrapatas, agarrados a su conciencia.
El día de antes había avisado a Luis, el encargado de La Dádiva. Tal como Gaudeano le había dicho, para que no se alarmase si oía tiros.
Había dejado el coche a tres kilómetros, mucho antes de que amaneciera, porque no quería que nadie estuviera esperándole cuando volviera a él.
Conociendo el terreno palmo a palmo, se había adentrado en el coto hasta la linde más lejana al caserío, desde donde los tiros apenas se sentirían.
Sólo llevó un macuto del ejército con dos litros de agua, la canana de treinta tiros y una reserva de otros cincuenta, porque nunca estaba de más que sobraran cartuchos. Había decidido despedirse de aquella finca en condiciones.

04 noviembre 2009

Morir de éxito


No era un experto en relaciones públicas pero, aún no siéndolo, cada vez le quedó más claro que, si no hubiera sido por Gaudeano, aquellos otros tres jamás le habrían invitado y, menos todavía, permitido que se codeara con ellos. Así que no era de Gaudeano de quien tenía que ganarse los favores sino de Laureano y los demás. Dicho de otro modo, tenía que halagar a quienes no le querían, en lugar de, como sería lógico, corresponder a su benefactor. Y, dándose cuenta de la contradicción, volvió a su cabeza aquel viejo refrán, casi tan viejo como la lengua castellana: “Manos besarás que quisieras ver cortadas”. Y se dio cuenta entonces de la verdad que contenía.
Viendo que, con tal de cazar en La Dádiva, tragaba con todo, le fueron convirtiendo gradualmente en el chico de los recados. Era cada vez más normal, para aquellos señores acostumbrados a dirigir empresas, que le dieran instrucciones tan específicas y directas como éstas:
- Ya sabes, como siempre, subes arriba del todo y llevas la mano alta un poco adelantada, pero despacio, metiendo ruido y dándote a ver. No olvides el ir despacio, dándoles tiempo a las perdices a que se vayan descolgando ladera abajo.
Ellos, esperaban, en diagonal, repartidos a lo largo de la cuesta y colocados siguiendo la querencia de los pájaros, a que, levantados por el de los mandados, éstos pasaran hacia abajo siguiendo la línea de sus escopetas.
- Métete tú por los terrones y mira a ver si las vuelas hacia los olivos, por entre los que iremos nosotros más tapados.
Los terrones solían estar, en otoño, semi encharcados y caminar por ellos era penoso por ir continuamente anclado al terreno, casi clavando un palmo de cada pierna en él, a cada paso que se daba. Sin embargo, las perdices, espantadas por su presencia y con poco escondite en los terrones, volaban con presteza fuera. Ellos, cubiertos entre los olivos, y sobre terreno firme, las veían metérseles encima sin tener que sudar como caballos atascándose por aquellos lodazales.
- Nosotros nos quedaremos aquí, abiertos en abanico, como de puesto. Tú entra al cerro, tomándole el giro de lejos y dale la vuelta despacio a ver si nos las metes encima. ¡Ah, y procura dar voces, no se te vuelvan hacia atrás!
Y así, sin disimulos, le mandaban ya de ojeador abiertamente y, encima, dando voces. Bien sabía las pocas oportunidades que tenía de disparar él.
- Tú coge la mano de la linde, por si acaso…
Aquellos “por si acaso” eran de lo más hirientes, pues significaban, ya de antemano, que no se esperaba que perdiz alguna volara hacia él.
De este modo lo tuvo siempre claro. Se había convertido en algo así como un esbirro a las órdenes de aquellos tres porque, Gaudeano, aunque era bueno, no era tonto y, en cualquier caso, allí estaban aquéllos para impedirle que lo fuera. El advenedizo era un auxiliar, un chico para todo. Sin embargo, tanto se divertía, con tanta fuerza le tiraba aquella pasión ciega por la caza, que nada le pesaban los ninguneos y los abusos, cada vez mayores, de aquellos hacendados.
Sin embargo, como además de la afición, en la vida cuenta mucho la práctica, a fuerza de tirar a perdices casi siempre largas, cogió práctica en ello y llegó a quedarse con perdices verdaderamente difíciles. A ello le ayudó un cambio de escopeta. No comentó el cambio, ni sus compañeros, tan pendientes como estaban de sí mismos, se percataron. Dejó su escopeta a un amigo y, ese amigo, le dejaba a él una escopeta paralela de Victor Sarasqueta padre, algo antigua y pesada, pero muy bien equilibrada, con unos cañones extra largos y el máximo de choque en ellos. Una escopeta que su amigo se compró, por el prestigio de la marca, pero que nunca le fue de utilidad por lo poco que abría en las distancias normales. A él, como enseguida tuvo ocasión de comprobar, le vino de maravilla para poder abatir alguna perdiz, en la misión que los señoritos le encomendaban cada domingo. Como lo normal era ver las perdices pero, casi siempre, fuera de tiro o al límite, aquella escopeta que plomeaba tan bien y se encaraba tan rápido le vino que ni pintada. Por añadidura comenzó a usar plomo de quinta, bastante más grueso que el habitual, de séptima, en su meta de matar perdices largas. Eso tampoco lo comentó con los señoritos pues, seguramente, les habría parecido poco deportivo. Así se evitó los comentarios.
A los demás, tan encima les metía los pájaros, que llegaron a tirar con cañones cilíndricos o del mínimo choque para abatirlos con más facilidad. Él lo supo porque les gustaba alardear de sus escopetas Purdey, como ya se dijo, con dos juegos de cañones y para cuyo pedido, contaban, había que esperar más de seis meses, por ser armas hechas por manos artesanas y ninguna igual a otra.
Ese fue, sin embargo, el comienzo de su caída en desgracia. A aquellos tres señores, aquellos tiros impensables, aunque inicialmente alabados como excepcionales, cuando empezaron a ser frecuentes y, no digamos, cuando se hicieron habituales, les llegaron a descomponer sin que pudieran disimularlo.
Así que, como a veces se dice, se puede morir de éxito. El advenedizo comenzó a hacerlo tan bien, tirando a las perdices largas, que el trío dirigente empezó a presionar, cada vez más fuertemente a Gaudeano, para que dejara de invitarle a la finca.
Fue aquel último domingo, antes de Navidades. Tomaron las cañas de después de la caza y Laureano, Licinio y Julián se marcharon. El advenedizo y Gaudeano se quedaron tomando la espuela.
Gaudeano, tras dos temporadas cazando e invitándole, le veía tan engolosinado que le daba pena no quedar ya con él para el siguiente desvede. Por otro lado, no podía resistir por más tiempo las presiones de los otros y, fundamentalmente, las de su hermano. Por eso, ese último domingo antes de aquellas Navidades, en las que ellos ya dejaban de cazar en La Dádiva, cuando se quedaron solos, le dijo:
- ¿Dónde vas a cazar estas fiestas?
- Pues en lo libre, como siempre.
- Es que la temporada que viene vamos a cazar muy poco en la finca, para que se repueble –pretextó- y seguramente no saldremos más que algún que otro domingo mi hermano Laureano y yo, –mintió- así que si te apetece venirte un par de días por la finca estas Navidades, tú solo, a pegar cuatro tiros…
El advenedizo comprendió que, al fin, las presiones de los otros tres sobre Gaudeano habían hecho mella en él. Lo comprendió. Milagro había sido que aquello hubiera durado dos temporadas. Además, el buen Gaudeano, quiso darle un par de días extra y en solitario para que se despidiera de la finca. Era más de lo que había esperado y mucho más de lo que había imaginado aquel día de pesca en que se lo presentaron dos veranos atrás. Pero, claro, no podía ser. Aunque hubiera ido los jueves a cazar a lo libre como siempre, para que no se le olvidase lo que era la caza normal, había cazado como un señorito los domingos de dos temporadas. Nunca lo hubiese soñado.
El advenedizo, fingiendo que no había acusado el golpe, le agradeció sinceramente a Gaudeano el par de días extra. Y Gaudeano, dando el mal trago por pasado, le dijo que avisase a Luis, el encargado de la finca los días que fuera, para que éste no se alarmase por los tiros.

01 noviembre 2009

El día de Todos los Santos


Al parecer tal día como hoy solía celebrarse la festividad de Todos los Santos. Y es que había santos conocidos pero también, se llegó a la conclusión, de que los había desconocidos. Y esto no es cosa mía, que lo dice la misma Santa Madre Iglesia. A mí esto me pareció siempre muy bien y, de verdad, tenía razones para ello.
Primeramente, porque, por una vez, la Iglesia se declaraba, con humildad ejemplar, ignorante y desconocedora de algo sacro, aunque sólo fuese un triste censo y, por tanto, se inhibía y no decía la última palabra sobre el tema, como tiene por costumbre. Y miren, seriamente, para mí estas cosas son de agradecer.
Además, de este modo, la Iglesia se consideraba, por una vez, imperfecta en algo. Pues, ni siquiera ella, tan sobrada de medios, podía hacer, como es debido, un arqueo, estadística, estadillo o inventario de todos los santos que en el mundo han sido. Y, pues claro, si es natural.
Por otro lado, qué gusto para esos santos ignorados que, quizás, fueron santos con menos medios y más merecimientos que otros, que se estableciera un día para ellos, siquiera uno: el día del santo desconocido. Que, para el caso, aunque no lo anuncien así, viene a ser lo mismo. ¿No les parece?
Claro que, al mismo tiempo, la Iglesia, con mucha vista, que todo hay que decirlo, puso este día también por otras razones. Me explico: porque si, pongamos por caso, a un buen cristiano se le olvidaba honrar a, es un decir, San Celedón, en el día de su cabal fecha, pues no pasaba nada. Lo único que tenía que hacer, el buen cristiano, era dedicarle sus honras el día de Todos los Santos y éste, Celedón, las recibíría con carácter retroactivo y no se quedaba sin ellas. ¿Ven qué fácil? Ahí estuvieron listos los padres de la Iglesia. Fue como poner un sustituto a todas las fechas. Así se evitó la caída de veneraciones por olvido. Y muy bien, porque eso fue dar facilidades al culto que falta hacía.
Otra cosa, que se quiso resolver con la instauración de este día, fue el overbooking de santos que se produjo en el año natural. Piénsese que al principio, la iglesia, era una empresa humilde, con altas miras, sí, pero modesta y, claro, no tenía más que unos pocos santos, que si los evangelistas, que si los apóstoles… bueno, poco más que la alineación de un equipo de fútbol y casi sin suplentes. Sin embargo, con el paso de los años y el incremento de la plantilla, por el triunfo de la fe, pues llegaba un día y ¡hala’, que han martirizado a doscientos; ¡ahí va!, que han echado trescientos a los leones; ¡toma ya! , que han crucificado a otros seiscientos…. Y así. Por un lado, todos los que participaban de la misma fe, estaban contentos de pertenecer a una iglesia tan seria y de tanto éxito pero, las cosas como son, se quedaron en cuatro días sin calendario con tanto mártir y tanto santo. Luego, ya, pusieron procesos de canonización para impedir el acceso al santoral en cuatro días, y los abusos de venga de santos y de mártires, porque aquello es que ya no parecía serio. Así que, en este aspecto, pues, qué quieren que les diga: otro acierto. Si es que no se puede decir otra cosa.
Eso sí, hay algo que no me convence. Y, lo digo como lo siento, lo veo como un fallo: que a los santos, sólo los nombran ellos, o sea, la jerarquía eclesiástica. ¿Pues no están viendo los fallos que cometen? ¿Pero es que no ven que ellos mismos han tenido que poner esta festividad porque la cosa se les iba de las manos? Pues, hombres de Dios, pidan colaboración. Yo creo que debían dejarnos nombrar santos también a los que no somos religiosos, porque, si algunos nos parecen santos a nosotros, que somos unos descreídos, imagínense lo que habrían de parecerles a la gente piadosa. Sería infalible.