27 febrero 2017

11.-El Aprendiz: Valeria


Fueron los de la asociación Pantomima quienes pidieron a Lázaro colaboración. Eran una compañía de aficionados. Había de preparar, junto con otros, los decorados para una obra que dirigía uno de aquellos profesores jóvenes. Necesariamente se puso a  las órdenes de algunos de aquellos excéntricos pintores de Alfambra.

Pronto le extrañó a Lázaro lo inhabitual de aquellos decorados. Avanzados era como los calificaban algunos de sus autores. Otros, a sus creaciones, les llamaban experimentales. Y todos coincidían en llamar a aquellas obras vanguardistas.
El muchacho pensó que los llamaban así porque apenas tenían que ver con las representaciones a las que iban a servir de marco y, al no ser decorados normales, no querían llamarles incongruentes, fantasmales o insólitos. Y así, los más atrevidos, decían que los decorados eran avanzados y, los no tan osados, les llamaban experimentales. Pero todos coincidían en lo de vanguardistas.

Las obras que se permitía representar eran dramas costumbristas en los que se evitaba cualquier referencia a la vida real del país. Eran obras clásicas en las que se debatía el honor, la fama, el engaño, los celos, la ambición, el amor, etc., pero hechas de tal modo que en nada se pudiera relacionar su contenido con la realidad cotidiana. Todas debían ser autorizadas por las autoridades religiosas y civiles que, mediante ese filtrado, hacían parecer al teatro, en lugar de universal, como un conjunto de historietas jocosas o moralizantes, que se exhibían como cuadros ajenos a la vida real.

De las películas comenzó a pensar lo mismo, por más que la locuacidad de los cinéfilos les sacasen aristas, punzantes y críticas, a aquellas cintas, donde sólo había historias que la mayor parte de la gente consideraba ajenas, lejanas y anacrónicas o, cuanto menos, ubicadas en lugares y épocas que nada tenían que ver con ellos.
Y así Lázaro descubrió por qué las mujeres tenían acceso al teatro y al cine: obras moralizantes, sexo excluido y autores elegidos.

Por aquella época ya había conocido a una chica, tan joven como él, que, excepcionalmente, frecuentaba también aquellos círculos. Ciertamente no tanto como los varones, pues la cosa no estaba bien vista entre mujeres. Era una chica vivaz, inteligente, de ojos expresivos, muy buena figura y una melena corta y rubia. La muchacha estaba muy bien y era lo despabilada y simpática que las chicas solían ser a la edad de Lázaro. Él no estaba todavía curtido en relaciones femeninas y así, Valeria, le pareció al muchacho lo más atractivo que en Alfambra podría encontrarse.

Fue el día de aquella representación en un pueblo, no muy lejos de Alfambra, cuando Lázaro tuvo la primera ocasión de intimar con Valeria. Ella iba acompañada por una amiga. Un par de horas antes de la representación, en la que ambas hacían de actrices, Lázaro hizo de acompañante para ellas y los tres dieron un paseo por el pueblo.
Caminaron por las calles irregularmente empedradas. Había caballerías atadas a las rejas y gallinas por las calles picoteando entre los desperdicios. Las frezas de las acémilas, los sirles de ovejas y cabras y las bostas  de las vacas daban a los suelos un manto orgánico y, al aire, un tufo familiar, ácido y montaraz.
Llegaron, ascendiendo por calles angostas, al camino que subía al castillo y pronto alcanzaron el gran portón de la vieja fortaleza en ruinas. Era el punto de llegada y de retorno, pues no quedaba ya lugar más alto al que subir, como no fuera a la muralla de almenas desdentadas o a las ruinosas torres agrietadas que le quedaban al maltrecho alcázar.

Desde lo alto miraron el paisaje como si fuera algo nuevo, porque nuevo era para ellos. Por debajo de sus pies, en la parte del cerro que daba a la solana,  aparecía el desordenado mosaico ocre de tejas circundando chimeneas, y de adobes lamidos ya por muchas lluvias. El ajedrezado irregular de los tejados estaba salpicado por algunas techumbres hundidas, por el blanquear de la cal en bastantes fachadas, por la azulina desvaída de algunos cercos de ventanas, y también por el pequeño hueco, visto en la distancia, de la Plaza Mayor, localizable fácilmente por el hito de la torre cuadrada de la iglesia. Era el templo el único edificio que abultaba y sobresalía entre la amalgama de casas anárquicas en sus plantas y alturas. Aquel laberinto de calles estrechas, de trazado y anchura irregular, sólo era visible desde arriba. Hacia abajo, las casas se diseminaban paulatinamente e iban cediendo suelo al campo en una lenta transición pero, antes de entregarlo totalmente a los cultivos, estaban las eras, el cementerio de tapias terrosas, la ermita del cruce, la carretera arbolada que iba a la capital y los caminos de tierra que se perdían entre las fincas de cereal, viñedos y olivares.

Junto a la entrada cerrada de la fortaleza, y después del corto silencio que impuso la contemplación del panorama, Lázaro se volvió y miró lo que quedaba del alcázar medieval.
Inspirado por las piedras sillares, por el foso lleno de maleza y por la general decadencia que emanaba el lugar, improvisó un pequeño discurso intimista, lleno de evocaciones románticas, de voluntariosa inventiva hacia quienes pusieron y engarzaron, quién sabe cuándo, aquellas hileras de piedras en un orden que había perdurado, al menos parcialmente, desafiando al tiempo y a la constante e incansable gravedad.
Sorprendidas por aquella especie de inesperado monólogo, las dos muchachas escuchaban. Animado por la atención femenina, Lázaro dio más hilo a su fantasía e imaginó para ellas a las gentes que habrían pasado bajo la entrada de la fortaleza, algunos felices de ser acogidos, otros temerosos de ser llevados a ella, y también fantaseó con los cambios de manos sarracenas a cristianas de la fortaleza y viceversa. Evocó los avatares de tantas guerras y cómo todo, después de tanto tiempo, se había convertido en lo que ahora veían, y aquellas gentes todas: constructores, moradores, transeúntes, guerreros, nobles y villanos habían desaparecido para siempre tragados por la atarjea imparable de la historia.
A pesar de su romántica y sobreactuada perorata, algo hubo de haber en ella que impresionó a Valeria y a su amiga.

Cuando regresaron al centro del pueblo, donde la representación habría de tener lugar, Valeria se quedó con él mientras la otra muchacha se marchó presurosa a juntarse con el resto de la improvisada compañía, a preparar maquillajes y vestidos y, sobre todo, a zambullirse en ese mar de nervios que, antes de la representación, comparten los actores aficionados y noveles y, si hay que creerles, también los profesionales.

En su afán por deslumbrar a Valeria, Lázaro habló con ella sin cesar de sueños, de teatro y de literatura. Y se esforzó en contarle, vehementemente, cómo los sueños, siendo producciones de la mente, son inesperados, no dependen de la voluntad y no se sabe ni cómo empiezan ni como acaban y, a veces, ni siquiera se recuerdan. Luego le dijo que era hecho probado que a las obras de la mayoría de los artistas les ocurría lo mismo e, iniciadas, ni el propio autor sabía, las más de las veces, cómo iban a terminar. Y que, todo aquello, era un símil de la propia vida.

La obra se representó en el gran salón del casino, habilitado y ambientado para el acontecimiento. Se pusieron tantas sillas en él como pudieron encontrarse y se trajeron otras de tijera e incluso, los más desconfiados, llegaron a la representación con asientos traídos de sus casas.
Los cómicos, como decían en los pueblos, eran siempre un acontecimiento en aquellas vidas con pocos altibajos. Vidas con itinerarios fijos que, en el caso de los hombres, eran de la casa al campo, del campo a la taberna y de ésta a casa con pocas variaciones y, en el de las mujeres, aún con menos, pues el paradero de la taberna era sustituido, como mucho, por el de la iglesia y el lavadero, la primera de pecados y el segundo de ropas. Y sólo los domingos, mujeres y hombres, con alguna deserción por parte de éstos, coincidían todos en el templo como era de precepto.

La representación resultó un éxito porque un éxito era entonces casi cualquier cosa que superase la rutina cotidiana. Aquella buena gente aplaudió con ganas y luego desalojaron el salón, ayudaron a recoger las sillas y se marcharon con las que habían traído.  
Las actrices fueron felicitadas y  lo fueron tantas veces o más de las que se precisaba. Besos y abrazos por doquier al acabar, no ya cada acto, sino cada escena y, no digamos, al final de obra. Pero, dejando aparte estas minucias y algunas escapadas y pequeñas ausencias, antes y después de la representación, y olvidando otras triquiñuelas y picardías, todo fue lo bien que se esperaba. Así que, recogido todo el decorado, los vestidos y todo lo demás, la improvisada compañía se subió al autobús y, siendo ya noche cerrada, volvió a Alfambra.

En el viaje, Valeria y Lázaro se sentaron juntos. En la penumbra del autobús pronto se hizo el silencio. Valeria inclinó la cabeza sobre el hombro del chico y cerró los ojos. Él le pasó el brazo por el hombro y posó la otra mano en sus muslos. Y, en el viaje, aquella mano lenta, torpe, indecisa, nerviosa y excitada exploró los suaves y cálidos senderos que halló bajo su falda.

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25 febrero 2017

10.-El Aprendiz: La pomada del ego


Esa noche, en la soledad del lecho, rumiaba su nueva situación. El íntimo cobijo de su propio calor no conseguía disiparle la inquietud y, menos aún, le procuraba una huida hacia el sueño que, aunque efímera, le liberara por unas horas de su desasosiego.
Había comenzado a hacerse cargo de su vida, y justo cuando empezaba a saborear su libertad, se veía manejado como una marioneta. El comisario le había denigrado al vergonzoso oficio de chivato. A él, que tres días antes, se durmió risueño,  orgulloso y pagado de su suerte. Bien le había perdido aquella tonta vanidad, aquella inconsciencia pueril. ¿Cómo podía haber sido tan tonto?
Indignado consigo mismo, descubrió que vivía en un mundo en el que alguien, simplemente con un gesto, podía ponerle a su servicio. Y él, abrumado por la vergüenza y el temor, se veía impelido a obedecer, al chasquido de los dedos de un extraño, con la temerosa sumisión de un perro.
Se revolvía en la cama sin cesar. Tenía que pasarle a él, que se tenía por idealista, que, desde tan joven, se había imaginado a sí mismo preservando a ultranza su albedrío, a él, que soñaba con ser distinto del común de los seres mezquinos y materialistas. Y, ahora, tenía que disfrazar el ideal soñado bajo el ropaje denigrante, pero real, de un soplón.
Intentaba encontrar explicaciones, justificarse, buscar una salida. Pero todo era en vano.
Aquel dinero le pareció una broma del destino, una equivocación sin consecuencias, una anécdota burlona. Nunca había imaginado caer en la jaula en que se hallaba. Mansoz no le permitió devolverlo, como ingenuamente le pidió, para recobrar su libertad. Al contrario, lo usó para enredarle en su tela de araña y hacerle patente lo insignificante de su condición. Por aquel momento de tonta vanidad se veía obligado a acatar sus condiciones, a tragarse su orgullo y vender su dignidad.
Dolido y furioso, como una presa enlazada e incapaz de soltarse, se deshacía en desprecio hacia sí mismo en mitad de un insomnio torturante. No asimilaba que algo así pudiera haberle ocurrido. Pero así era y no encontraba salida a la rastrera encerrona de aquel hombre.

Durmió apenas dos horas. Se despertó temprano. Apenas consciente, le sobrevino de nuevo el sobresalto. Poco a poco se calmó. No encontraba solución y, por tanto, había de acostumbrarse a aquella situación. Si no, viviría continuamente obsesionado. Vivir con un ego vendido no era fácil, pero Lázaro se puso a la tarea.

Sin embargo, su ego también le traicionaba sutilmente. Ahora, le susurraba otros recuerdos diferentes y amables:
Parecía mentira que el liviano dinero diese tanto aplomo a quien siempre careció de ambas cosas.
El día de antes había entrado, como un señor, a tomar el vermú en el hotel Cervera, el más elegante de la ciudad. Lo hizo sintiéndose seguro, con ese aire serio y distinguido que, como había comprobado, hasta la policía apreciaba. Por primera vez gozó del placer de sentirse solvente, con aquella tranquilidad nueva que le daba el dinero en la cartera. Había estrenado aquella sensación y, desde luego, le había encantado. Por supuesto, si pensaba en el origen de aquel bienestar, había de sentirse avergonzado pero, una vez acostumbrado, tampoco era tan grande el oprobio. Todo era relativo.
En su monólogo interior convino en que, tal vez, la cosa no fuese para tanto. Al fin y al cabo, no hacía mal a nadie. Por otro lado, se repetía, el hacerse confidente era una tarea que, mientras no se conociera, no suponía un baldón. E inmediatamente se sorprendió usando para su triste oficio esta palabra: confidente. No era chabacana como chivato, ni rastrera como soplón. Era, sin duda, una palabra mucho más amable, que no denotaba necesariamente alevosía, que incluso se podía decir de los amantes, de los enamorados, de los que sentimentalmente tenían alguna concordancia.
Y comenzó a untarse su herida con esa pomada, a curarla con esa palabra tan suave, gelatinosa e imprecisa: confidente.
Luego pensó de nuevo en el dinero. Y comenzó a preguntarse si, cualquier potencial crítico, no hubiera aceptado aquella tentación de haberse visto en el brete. Incluso sin coacción, seguro que muchos habrían deseado poder acceder a ese dinero fácil. Terminó por estar seguro de que ninguno se habría resistido a recibir esa dulce mordida. Y la balsámica pomada seguía actuando, calmando su mala conciencia.

Y así, Lázaro, a lo largo de los días, fue masajeando su moral para relajarla, flexibilizarla y hacerla tan elástica que todo le cupiera y, de este modo, le ayudara a llevar su existencia con comodidad, en lugar de hacérsela difícil y penosa. Había razonamientos para todo, con tal de huir del reino de los remordimientos.
En la misma línea, y para continuar ahormando sus tragaderas, pensó que lo que ocultasen aquellos estudiantes y profesores serían, sin duda, cosas sin importancia, por mucho que el celoso comisario, en sus sospechas, quisiera magnificarlas. Sus amistades se limitaban a ser gente cultivada, con ideas originales, con conocimientos plurales y diversos, gente que gustaba de conversar y discutir sobre asuntos de los libros y la vida. ¿Qué interés podía eso tener para el policía? Daría igual que él le contara lo que opinaban sobre tal o cual autor, los libros que leían, cómo veían el futuro del arte escénico o de la música, o los mundos imaginarios que les desvelaban aquellas películas extrañas.

Además, y sobre todo, Lázaro se prometió que sus revelaciones a Mansoz serían siempre irrelevantes.
¿De qué preocuparse entonces?
Unos informes insulsos, llenos de vaguedades, le iban a proporcionar un buen nivel de vida sin que, por ello, sus admirados intelectuales sufrieran ninguna consecuencia. Concluyó en que todo iba a rodar bien para él y sin ningún perjuicio para los demás. Estaba claro: había encontrado un modo sencillo y cómodo de ganar dinero, vivir bien, codearse con los intelectuales de Alfambra y poder comprar todos esos libros que le deslumbraban. Y poco a poco el sapo se le deslizó por la garganta y, cada vez, se le iba haciendo más fácil de tragar.

Con el paso de las semanas llegó a pensar que hubiera sido cosa necia el haberse negado en redondo a colaborar con el comisario. Su vida se había hecho desde aquel encuentro, amedrentador en principio, una especie de etapa de recreo y placer. El dinero había terminado de limar cualquier duda o escrúpulo que pudiera quedarle. El dinero era el adobo de las personas.
No se le ocurrió pensar al inexperto Lázaro que Mansoz le había introducido en ese ambiente porque sabía de la condición humana mucho más que él.

Aquellos sobres, que comenzó a recibir puntualmente, le eran entregados con todo respeto y disimulo los finales de mes, en cuanto asomaba la nariz por el burdel del arrabal. Eso le dio a Lázaro la falsa idea de ser alguien. Y también le gustó.
Gracias al dinero su aspecto había mejorado, se había comprado ropa, se aficionó al tabaco caro, a la buena mesa y a los vinos viejos. También sus relaciones personales se ampliaron, pues ya no tenía que excusarse de asistir a cenas o comidas con el pretexto de tener quehaceres. El dinero disolvió en el olvido sus escrúpulos, pero también mermó notablemente la dedicación que debía a los estudios. De hecho, era él quien ahora citaba a sus amigos para cenar de vez en cuando y escuchar sus charlas sobre filosofía, literatura, cine, poesía...
Olvidando el origen de su suerte, pasaba cada día disfrutándola. Pronto estuvo habituado a esa narcosis.
La pomada de justificación, con que calmaba su mala conciencia, había terminado de hacer su efecto.

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22 febrero 2017

9.-El Aprendiz: La ingenuidad

Trascurrieron tres días. Y bastaron para que el sentimiento de culpabilidad se alejara del muchacho con la fugacidad de una bengala.
El primero de ellos lo pasó Lázaro en suspenso, temeroso de que algún acontecimiento se produjera. Una inquietud extraña se había apoderado de él. Todo el día tuvo la inestable sensación de ser un equilibrista sobre un cable. No salió de la residencia, como si el edificio pudiera esconderle y preservar su anonimato.
Al amanecer del segundo día comenzó a relajarse. Todo seguía igual. Volvió a la aburrida rutina del trabajo y a la excitante pasión del ocio. Aderezó este último con la búsqueda de libros nuevos y con las charlas de esas amistades recientes que le deslumbraban. La angustia y la inquietud del primer día, que ahora daba por injustificadas, se habían disipado como la niebla. El paso del tiempo, se dijo, apisonaría el olvido. Eso se empeñó en pensar Lázaro y, a fuerza de pensarlo, terminó por creerlo.
El tercer día ya daba el muchacho aquel asunto del sobre por zanjado y, crecido interiormente, se avergonzaba de sí mismo por haber tenido las temerosas dudas de un tonto pusilánime. Se creyó fuerte, con el peso del dinero calentando su bolsillo.

Eran más de las doce. A medida que se alejaba del centro, los pocos viandantes iban desapareciendo. Al regresar aquella noche había de atravesar el viaducto, como todas, en dirección a la residencia. A aquellas horas no vio a nadie transitar por el puente. Apresuró el paso.
Había pasado las últimas horas en la cafetería Eslava con varios de aquellos profesores y estudiantes a los que tanto admiraba y a los que pudo invitar aquella noche a una ronda, silenciando el origen de su inesperada esplendidez.
Caminaba entusiasmado, lleno de ilusión, pensando en los libros que aquella mañana había encargado en la librería de la cuesta de San Salvador. Le habían dicho que dentro de una semana, a lo sumo, los tendría allí. Ansioso por descubrir esos nuevos tesoros su cabeza imaginaba mil aventuras intelectuales nuevas.

Llegando al centro del viaducto un hombre con gabán de unos treinta años, al cruzarse con él, le pidió fuego. Tras echarse la mano al bolsillo y darle lumbre, el del gabán, a la luz del mechero, le mostró discretamente una identificación de policía. Lázaro salió de su ensimismamiento como si de repente hubiese pisado en el vacío y cayese en un pozo. Súbitamente nervioso, no llegó casi a distinguir aquella documentación de cuya autenticidad, sin embargo, no dudó. En ese momento, otro hombre, algo más joven, que debía seguirle, llegó por su espalda y así Lázaro quedó entre ambos.
-Lleva usted poco por aquí, ¿verdad? –dijo el del gabán.
-Sí, apenas tres semanas –contestó Lázaro tímidamente con voz queda.
Los dos hombres le observaban con desconfianza pero, enseguida, su actitud inicial, prevenida y amenazadora, se relajó al notar el susto del muchacho.
Tras unos segundos de silencio, el que fumaba dijo:
-¿Sabe usted que en la parte del ensanche, al lado del viaducto al que usted se dirigía, hubo un campo de prisioneros?
-No, no lo sabía –Lázaro casi había perdido la voz. Pero su mente encajó el tiempo verbal como un puñetazo: ¿Cómo que me dirigía?, pensó alarmado.
El policía sonrió, seguramente satisfecho de la inseguridad y el temor que había producido en el joven, y, tras unos segundos, añadió:
-Pues sí, lo hubo. Todas las mañanas los penados atravesaban este viaducto para ir a reconstruir la ciudad, en ruinas por la guerra, ya sabe. Algunos, cansados de la dureza de su vida, saltaron por esta barandilla para no enfrentarse a un destino que veían oscuro, sin salida. Claro que, de eso hace ya bastantes años y, sin duda, a un joven como usted estas cosas no le interesarán.
Lázaro, entre los dos hombres, miró la barandilla de hierro fundido y, debajo, la negrura nocturna y sin fondo del barranco con sus ochenta metros, tenebrosos y mudos, de vacío. La compañía de los dos policías y la visión del barandal, tenuemente iluminado por el alumbrado público, no le daban ninguna tranquilidad.
La orden escueta del policía le sacó de sus temerosas conjeturas.
-Acompáñenos. El comisario Mansoz desea conocerle.
Tan impresionado estaba Lázaro por el encuentro, que no se atrevió a hacer pregunta alguna y, sumiso, les acompañó en silencio. Dieron la vuelta y, con Lázaro entre ambos, llegaron a un coche discreto, sin distintivos policiales, que estaba aparcado en el extremo del puente. No se veía a nadie por los alrededores. En el vehículo tornaron hacia el casco viejo de Alfambra.

La comisaría era un bloque aislado, amplio y anguloso, con la estética de los edificios oficiales reconstruidos en la época a la que hizo alusión el policía. A la puerta  vigilaba un guardia de uniforme que les hizo una señal, franqueándoles la entrada al garaje subterráneo.
Por unas escaleras estrechas subieron a la planta principal. En el recibidor había un mostrador a esas horas vacío. Pasaron al interior de la comisaría y entraron en la antesala de un despacho. Dejaron allí a Lázaro tras mandarle que se sentara en un banco de madera y decirle que esperase hasta que se le avisara. Durante un buen rato lo único que oyó fueron las pisadas de los dos policías alejándose.
Lázaro estaba muy nervioso. Pensó que aún le quedaba la mayor parte de lo que le habían dado en el prostíbulo y, muy alterado, contó los billetes que tenía en la cartera. Estaba dispuesto a confesarle todo al comisario y a pedir las disculpas que hicieran falta. Lo poco que gastó se lo devolvería en cuanto reuniera algún dinero. Al día siguiente anularía el pedido de los libros.
Al cabo de un rato salieron los dos policías y se dirigieron a la calle sin mirarle. Se prolongó una espera que al muchacho le hizo consumirse en conjeturas.

-Pase usted –dijo desde la puerta del despacho un policía uniformado cuando Lázaro, tras media hora de espera, se sentía totalmente abrumado por la incertidumbre.
Entró al despacho y vio cómo un hombre, con gafas y de unos cincuenta años, ojeaba papeles tras una gran mesa rectangular iluminada por la luz potente de un  flexo plateado. Parecía muy concentrado. El despacho era amplio y tenía sobre la pared, detrás del comisario, un crucifijo y los retratos oficiales. Estaba iluminado, además de por la lámpara de mesa, por una araña sencilla. Por lo demás, carecía de adornos, excepto unas cortinas oscuras y sobrias y media docena de sillas, dos frente a la mesa y las otras cuatro pegadas a las paredes. El comisario no era un hombre corpulento, estaba bastante calvo y el pelo, que aún conservaba en los laterales y detrás del cráneo, era rizado y negro, bajo la nariz aguileña lucía un bigote fino y unas patillas no muy largas le afilaban el rostro dándole un aspecto casi agresivo, medio agitanado y con un punto chulesco y retador.
Cuando al fin levantó hacia él la mirada y se quitó las gafas, pudo Lázaro observar unos ojillos oscuros y vivaces que se clavaban en él con descaro y le recorrían inquisidoramente de arriba a abajo sin que el comisario pestañeara ni moviera un músculo de la cara.
Le ordenó secamente al policía de uniforme que les dejara solos. En cuanto éste salió, quiso Lázaro hablar para aclarar lo del sobre, pero el comisario le contuvo con un gesto y le hizo seña de que se sentara. Entonces, el inspector se presentó escuetamente y después dijo:
-Bajo ningún concepto es bueno que una persona hable mientras no se le pregunte. Recuerde usted esto de ahora en adelante.
- …
-Usted, seguramente, piensa que está aquí por ese episodio sin importancia del prostíbulo. O que, al menos yo, no quiero dar importancia por el momento –dijo Mansoz recalcando la última frase.
- …
-Pues no es así, no está aquí por ese episodio. Pero, si usted me lo hubiera dicho y yo no lo hubiera sabido, usted me habría dado una información gratuita sin motivo. Así que, en adelante, tenga usted cuidado con lo que dice sin que le pregunten.
El comisario hablaba despacio, recalcando ostentosamente determinadas palabras y sin dejar de mirarle a los ojos. No había amenaza en su tono, pero con su seguridad al hablar y su mirada firme mostraba un dominio apabullante que el educador no había observado antes en nadie.
-¿Pero, entonces? –se atrevió  a decir Lázaro totalmente desconcertado.
-Para la gente del burdel usted seguirá siendo policía, no se inquiete por eso. No tendrá que devolverles el dinero. Es más, si sus visitas por allí no son demasiado frecuentes, hasta es posible que le inviten a pasar el rato con alguna de las pupilas, si le peta, o a tomar unas copas si le apetece. Ese no es el asunto.
El comisario dijo esto en un tono intrascendente y aburrido, cansinamente, con una desgana que tranquilizó levemente al muchacho aunque, la última frase, le devolvió la intriga.
-Pues, entonces, no sé…
-Sí, no sabe usted por qué está aquí. Se lo explicaré. Usted lleva muy poco tiempo en la ciudad. Aquí nos conocemos todos enseguida. Mis hombres, por ejemplo, están perfectamente identificados. Así que usted va a colaborar con nosotros porque es un buen ciudadano y porque nosotros sabremos agradecer su colaboración.
-Pero, ¿en qué?
-No hace falta que le explique lo bien que ha caído usted en el ambiente, digamos… “intelectual” de esta ciudad. Me refiero a esos círculos de… “modernos eruditos” que a usted le gusta frecuentar y a cuyos miembros admira. Hemos comprobado que, quizá por esa ingenuidad que usted no es consciente de tener o por su ilimitada capacidad de admiración hacia esos… “tipos” o, tal vez, por su aspecto correcto y comedido, ha sido aceptado entre ellos sin recelos. Y eso es interesante para la policía, porque ésos son ambientes vedados para nosotros pero que, sin embargo, nos interesan mucho. ¿Entiende?
Al muchacho se le hizo la luz.
-¿No querrá usted que sea un soplón?, que pase por lo que no soy… -se ofendió Lázaro, perdiendo de repente su boba candidez y también la poca calma que le quedaba.
Pero el comisario Mansoz fue tajante:
-Cállese. Anteayer pasó usted muy bien por policía y tampoco lo es. Y ya ve que yo no se lo recrimino. Y podría hacerlo con más rigor del que imagina y con unas consecuencias que a usted se le escapan.
El comisario se mostró abiertamente amenazador pero, al instante, prosiguió en un tono benevolente:
-Sin embargo, he decidido aprovechar sus habilidades en beneficio de nuestra sociedad, es decir, de todos. ¿Estará usted de acuerdo en que la policía debe velar por el bienestar de los ciudadanos? ¿No es así?
Lázaro creyó oportuno asentir con la cabeza.
El comisario sacó entonces un cigarrillo de una petaca metálica que tenía sobre la mesa. Golpeó la punta del pitillo varias veces, pausadamente, contra la piedra azul de un ostentoso sello que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda. Luego lo encendió con un Ronson chapado en oro, dio una calada profunda y exhaló lentamente el humo hacia el techo. Tras esa pausa, continuó:
-¿Soplón, dice usted? –hablaba ahora con un tono de bondadoso cinismo- Le estoy pidiendo colaboración ¿No le parece mejor llamarlo así? Necesitamos una persona como usted. No le pido nada extraordinario. Sólo tendrá que llevar la vida que lleva ahora y relacionarse con la gente con que se ve habitualmente. Puede seguir con su aspecto o cambiar a otro más extravagante o desaliñado como esos… “intelectuales”, pero necesito toda la información que de ellos alcance a conocer y, desde luego, sería de crucial importancia, si descubriera usted la relación de alguno de esos… “individuos” con asociaciones clandestinas, con partidos ilegales, ¿comprende?
-Pero si yo vengo aquí, a la comisaría, pensarán…-quiso buscar Lázaro el escape de una excusa.
-Usted no pisará esta comisaría bajo ningún concepto, a no ser que mis hombres le detengan y, en ese caso, lo harán de tal modo que quedará usted libre toda sospecha –zanjó el comisario.
-Entonces me va a ser difícil comunicarme…- balbuceó el inicio de otra excusa al muchacho.
Pero Mansoz le cortó nuevamente:
-No. Cada quince días, si todo discurre normalmente, escribirá usted una carta sin remite al apartado de correos número 30, dirigida a la Editorial Fidélitas. En esos informes me tendrá usted al tanto de cuando deseo saber. Pero, preste atención, si se entera de algo que le parezca de especial interés, me lo hará saber lo antes posible, sin esperar a los quince días habituales entre informe e informe, ¿de acuerdo? No olvide la dirección ni el apartado.
-Pero, mire, yo estoy arrepentido. Había pensado en devolver el dinero y no deseo…
-No hay peros que valgan. No le estoy dando a usted más alternativas, ni su arrepentimiento me sirve –y Mansoz recobró su tono de cinismo chulesco- ¿No le gustó hacer de policía? Pues ahora lo va a hacer de verdad y, lo que es más, para servir a su país como es su obligación, ¿comprende? No lo olvide, cada uno tenemos que aportar nuestro grano de arena para que reine la estabilidad y el orden. Es nuestro deber. A finales de cada mes pase por el burdel, ellos le darán un sobre con el triple de lo que le dieron la primera vez. Si nos encontramos, usted no me conoce.
-Pero, entonces, ¿es que me van a pagar los del burdel?
-Eso no es asunto suyo. Espero no tener que hacerle traer aquí. No me gustan las estupideces, ni repetir las cosas. Puede marcharse –el comisario bajó la cabeza y, sumergiéndose de nuevo en sus papeles, hizo un gesto leve con la mano en el aire, como el que espanta una mosca molesta.

Lázaro dejó el despacho y atravesó las dependencias policiales sin darse cuenta de que lo hacía casi de puntillas, con ávida prisa por salir de allí. Se cruzó con el guardia uniformado e indiferente de la puerta y sintió la atmósfera fría y oscura de la calle. Encendió un cigarrillo y lo aspiró con ansia. Se encaminó hacia la residencia por las calles vacías, bajo las luces mortecinas. Atravesó el desierto viaducto con paso firme, acelerado, sin mirar a los lados. No acertaba a comprender lo que le estaba sucediendo. Y cómo, por una chiquillada sin sentido, se había metido en semejante ratonera.

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20 febrero 2017

8.-El Aprendiz: El malentendido

Lázaro, enfundado en un traje que había sido de su padre y que su madre había arreglado y mandado teñir de negro, cayó por casualidad en uno de los antros de Alfambra. Pero eso él no lo sabía.
Fue una noche, algo tarde, en la que salió solo y paseó pensativo y taciturno. Era un momento más de esa soledad que, algunas veces, se empeñaba en regalarle su vida independiente recién estrenada. Uno de aquéllos en los que daba en plantearse su presente y su futuro.
Fue al principio. Hacía pocos días que había llegado y apenas conocía Alfambra. Era una de las primeras noches del otoño.
Deambulando sin rumbo por la parte más arrabalera, en el extrarradio de la ciudad, dio con un bar que aún tenía la luz encendida. Entró en él por azar, como bien podía no haber entrado. Nada externamente le llamó la atención.

Apenas dentro, notó algo extraño en aquel local que había tomado por un simple bar del arrabal. Más que el establecimiento en sí, fue la actitud de los camareros lo que le extrañó. Éstos, apenas entró, le observaron inquietos, presas de un súbito nerviosismo, y lo mismo los pocos parroquianos que tomaban copas en la barra y que, al instante, apagaron sus conversaciones.
El muchacho alto y atlético, y con una seriedad derivada de su melancolía, parecía mucho mayor enfundado en aquel traje negro. Se quitó unos guantes de cuero también negros y los metió cuidadosamente en uno de los bolsillos de la chaqueta. Notó que los guantes desteñían y le habían manchado las manos con restos de tinte. Preguntó a un camarero y éste, con envarada seriedad, le indicó los lavabos con cierto remilgo.

Más que servicios, aquéllos parecían unas letrinas cuarteleras. Los retretes eran agujeros sucios en un suelo de cemento y estaban separados por unas cuantas mamparas de contrachapado medio desvencijadas, tenían las puertas rotas y astilladas y las cerraduras arrancadas y sin pomos. En la penumbra que procuraba una bombilla de luz mortecina, casi como un pabilo de vela, le pareció vislumbrar una rata corriendo, pegada a la pared, que se escabullía por uno de los agujeros. De las cisternas pendían cuerdas oscuras y sobadas, acabadas en un nudo más sucio y satinado de mugre que el resto, y todas ellas goteaban, dando a la sórdida estancia un fondo de sonido acuático, de tuberías rezumantes, monótono y rítmico. De un clavo de la pared pendían unas hojas de periódico, cortadas en cuatro, que servían para rematar la higiene. Fuera de las letrinas había dos lavabos, el uno roto y el otro arpado, cuyos grifos daba grima tocar por el sedimento oscuro que en el metal se acumulaba en tomos y costras, notorios hasta con aquella luz tan pobre. Al acercarse a uno, dos cucarachas negras lo abandonaron para escabullirse por la junta con el muro. Tras lavarse las manos, sofocando la arcada que le provocaba el hedor de los retretes y procurando no contaminarse por el tacto con aquel recezo que se acumulaba por doquier, salió cuanto antes del cochambroso servicio.

Apenas fuera, notó Lázaro que los dos camareros, ante su aparición, dejaron repentinamente de cuchichear entre sí y cómo, los pocos parroquianos que quedaban, le miraban de reojo. Pidió un café y, mientras lo probaba, sintió que no se relajaba la atención hacia él.
Al poco bajó un hombre maduro del piso superior por unas escaleras que daban a un extremo de la barra, por la parte de los clientes, y se dirigió a él, sin dudar, apenas lo localizó.
-Le ruego que nos disculpe por lo sucio de los servicios, pero desde esta mañana que se limpiaron…y, además, estamos a punto de remodelarlos.
Lázaro se asombró por el educado detalle del encargado del local pero, sobre todo, por la desfachatez de sus palabras. Aquellos servicios acumulaban la porquería al menos por trienios, como los funcionarios hacían con la preciada antigüedad de los suyos.
-Da igual, no he venido a ver los servicios –dijo Lázaro cándidamente sin saber a qué atenerse, pero con seriedad, sin ningún aspaviento que pudiera avergonzar al encargado.
Sin embargo, sus palabras produjeron un efecto inesperado.
-Sí, ya supongo que desea usted ver la parte de arriba. Estoy seguro de que le va a parecer bien ya que, según creo,  no conoce usted el local.
-Pues sí, no conocía este local y hoy, al dar con él y verlo abierto, me he decidido a entrar –dijo cortésmente Lázaro, sin perder la seriedad pero sin comprender nada.
-Suba, suba por aquí, por favor –y el encargado le condujo con deferencia escaleras arriba.
Lázaro, intrigado y sorprendido, se dejó conducir y le siguió sin hacer preguntas ni desvelar su timidez.

Internamente la curiosa situación comenzaba a divertirle, como si fuera un juego que se le hubiera presentado inesperadamente. Tras abrir una puerta recia, de cuarterones de madera, y recorrer un corto pasillo, el encargado abrió una segunda puerta más liviana que les condujo a una especie de salón amplio y rectangular. El salón tenía un ambiente cálido y confortable, con una salamandra encendida en una esquina. Había un par de sofás amplios, tapizados en terciopelo rojo y con los respaldos altos, ostentosos y ondulados, y, junto a las paredes más largas, unos butacones del mismo estilo con mesitas bajas frente a ellos, y un minúsculo ambigú con estantería y con un aparador donde se acumulaban copas y botellas de licores. La decoración era extraña y recargada: cuadros con angelotes, otros con malas imitaciones de Rubens con mujeres carnosas, y cortinas con ostentosos lazos en tonos pastel que daban a otra puerta, y otras más, a juego, que cubrían las tres ventanas. En ese momento las cortinas de la puerta se ondularon y enseguida, entre ambas, salieron dos hombres, uno joven y otro que aparentaba los sesenta. El mayor iba congestionado y sudoroso y el joven bromeaba con él.
- Coño, tío Damián, no me imaginaba que aún valiera, pero parece que aún empuja usted, ¿eh?
-Vamos abajo a tomar una copa, Paco –repuso el mayor un poco sofocado, carraspeando y mirando aviesamente al risueño joven.
Sin embargo, apenas vieron al encargado acompañando a Lázaro, se callaron y pasaron ligeros, como escabulléndose, a tomar el pasillo que les llevaba a la escalera.

Lázaro miró intrigado a su interlocutor y éste, aparentemente azorado, le dijo que tenían todo en regla, que, en ese momento, tenían tres mujeres en la casa pero que, de todas ellas, tenía notificación la policía y que, como siempre, había un buen entendimiento mutuo. Lázaro escuchaba atónito a aquel hombre, pero calló porque no supo qué decir. Fue entonces cuando, sacando un sobre, el encargado se lo introdujo discretamente en uno de los bolsillos de la chaqueta, al tiempo que decía:
-Espero que sigamos como de costumbre. Ya saben que aquí sólo encontrarán ustedes colaboración. Ha tomado posesión de su casa. Venga por aquí cuando guste.
-Bueno, no esperaba encontrarme con esto, quiero decir, tan bien montado, pero le agradezco su amabilidad. Tomaré el café y me iré.
-Bien, como quiera. Aquí nos tienen ustedes para lo que gusten.
Con la misma seriedad que había mantenido, Lázaro, dejó al encargado y bajó a la planta baja. No se entretuvo en terminar el café, que de ningún modo quisieron cobrarle, y abandonó el local, manteniendo, ya intencionadamente, su aire serio, adusto y sombrío.

Al salir le invadió una especie de jocosidad interior que no se pudo convertir en sonrisa, ni en risa franca, por no poderla compartir con nadie. Aquella confusión le sabía a travesura infantil. Sólo el intenso frío, que como si tuviera peso caía desde el cielo estrellado, le hizo apretar el paso para llegar pronto a la habitación de la residencia.
Había quedado atrás la medianoche. Apresuró el paso para vencer el relente.

Como una sombra atravesó las solitarias calles del centro. En la plaza de la explanada anterior al viaducto se topó con sorpresa con una decena de guardias uniformados. Recogían del suelo una gran cantidad de octavillas que alfombraban la gran rotonda. Lázaro, extrañado, se detuvo. Los guardias, absortos en la recogida de panfletos, no le habían visto. Curioso por el espectáculo a aquella hora intempestiva, Lázaro hizo ademán de agacharse a coger un papel. Un cabo le vio en ese momento y de inmediato, poniendo la mano en la pistola que llevaba al cinto, le iluminó con una linterna y le gritó:
- ¡Alto! ¡Documentación!
Lázaro se quedó inmóvil y de inmediato sacó lentamente el carnet de identidad. Mientras, el cabo, ya frente a él, le iluminaba la cara con la linterna.
- ¿Dónde va usted?
- A la residencia de estudiantes. ¿Qué ha ocurrido? ¿Puedo coger un papel de esos?
- Pero, ¿qué dice usted? Ni se le ocurra. No toque nada y circule –y le devolvió el carnet, tras comprobarlo, poniéndoselo a la altura de la cara.
Mirando las octavillas del suelo, sólo pudo distinguir dos palabras, cuyos caracteres grandes resaltaban sobre el resto del texto: libertad y justicia. Con las miradas amenazadoras y desconfiadas de los guardias fijas en él, se alejó rápidamente y se perdió en la oscuridad del viaducto.

Pronto llegó a la residencia. Al entrar a su cuarto encendió la luz y sacó el sobre que el del burdel le metió en el bolsillo. Dentro había cinco billetes de mil. Comprendió de inmediato que ser policía en aquellos tiempos, y vaya usted a saber si acaso en todos, era un chollo. De hecho, ya lo era el que por tal le hubieran tomado. Por un policía recién llegado, evidentemente.
Sin embargo, recordando a los guardias que recogían panfletos, le volvió el juicio:¿Por qué lo había aceptado?
Una sombra de temor y duda empezó a sustituir su absurda alegría infantil por la inesperada confusión. Pero, evidentemente, ya no podía dar marcha atrás.
Y quiso dar refugio a su inquietud diciéndose que, si acaso la policía o el del burdel le reclamaban el dinero, con devolverlo y disculparse por la broma bastaría.
Pero, ¿y si todo pasaba desapercibido? Él jamás se había visto con tanto dinero. Quizás fuese mejor darle tiempo al tiempo. Al fin y al cabo, era un dinero que le habían dado. Ni lo había obtenido con engaño ni lo había robado. Simplemente se limitó a quedarse calladito y a aceptar lo que la suerte quiso depararle.
¿Estando tan canino, no sería del género tonto devolverlo por las buenas? Siempre había oído decir a los viejos que se coge lo que te dan y se suspira por lo que queda. Él no era nadie para contradecir los refranes antiguos. Y, con esa y otras manidas tonterías que tan menudo se oyen, intentaba justificar ante sí mismo su falta de reacción ante aquel inesperado y extraño suceso. Era, se decía, como si se hubiese encontrado un décimo premiado de la lotería.

Miró el dinero de nuevo y se sintió orgulloso de, con sólo su porte, haber sido merecedor de recibirlo. Pensó que ya era hora de que la vida le sonriese con algo de fortuna.
Vanidoso, se miró en el espejo del armario, poniéndose alternativamente de frente y de perfil, e intentando adivinar lo que su gesto adusto podría transmitir a quien no fuera él o no le conociera. Alto, serio, fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, vestido de negro de pies a cabeza, su aspecto podía cuadrar bien con la estética de un policía de paisano.  Éstos, aun vistiendo de civil, gustaban de hacerse notar y respetar allí donde ya eran conocidos y temidos.
Pues bien, si por tal le habían tomado, no sería él quien les desengañara, del mismo modo que no fue él quien les mintió ni, con una sola palabra o gesto, insinuó que fuera policía. Con no volver a aparecer por el garito, cosa solucionada. Y así pensó el muchacho que el incidente quedaría resuelto y olvidado.
Y se durmió con la dulce ingenuidad de un experto en nada y un ignorante en todo lo demás.

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19 febrero 2017

7.-El Aprendiz: La disciplina

Levantar a los alumnos puntualmente, sin que remolonearan, era primordial. Pero era labor rápida y no solía presentar problemas. El trabajo más tedioso del día era vigilar los estudios de la tarde que duraban tres horas. En ellas los residentes habían de estudiar las distintas materias y preparar el trabajo para el día siguiente.
A las sesiones de estudios del comienzo de curso acudió excepcionalmente el preceptor. Era hombre enteco y de pocas palabras. Solía pasearse, entre aburrido y displicente, por entre las filas de mesas de las aulas, en medio de un silencio que sólo turbaba el roce de libros y cuadernos. Sin embargo, entre tantos muchachos, era inevitable un comentario, una risa, alguna palabra, algún signo de vida. Cualquier pequeña anomalía era suficiente para que el preceptor cruzara la cara al responsable sin más explicaciones. Luego, resonando aún el eco de los bofetones, seguía su paseo silencioso, con las manos atrás, como si nada hubiera ocurrido, como si aquella crueldad formara parte de la vida cotidiana, del orden del mundo. Su indiferencia, determinación y frialdad impresionaban a Lázaro.
No conforme con eso, animaba a los educadores con sus palabras, por si su ejemplo no bastara, a que le imitasen y no perdonaran la menor incidencia. De este modo, cada educador en su sala de estudio se convertía en un pequeño representante del temor, de un temor desproporcionado y absurdo que podía convertir cualquier nimiedad en objeto de un castigo tan humillante como incuestionable.
Toda indisciplina, según el preceptor, había de cortarse de raíz. Así los estudios, pontificaba, se iniciaban con un inalterable orden y luego ya, bien encarrilados, no presentarían problemas a lo largo del curso. Aquel tipo de disciplina expeditiva, decía, ahorraba trabajo y prevenía conflictos venideros. Había que iniciar las cosas bien a toda costa, aunque fuera inculcando un temor, según él, sano y necesario.

El sano temor fue siempre para Lázaro cosa incomprensible. Sin embargo, era muy rentable según el preceptor. Y debía de serlo porque, con presentarse un par de semanas y dejar aquel régimen instaurado, no tuvo ya necesidad de volver más, como no fuese a pasarse por caja o por el comedor. Y así sembró aquel espíritu del miedo entre los estudiantes y legó tan práctico método a los educadores.
El director y el jefe de estudios eran figuras conocidas, por supuesto, pero apenas vistas por las dependencias más concurridas del centro. Algo así como cargos honoríficos, cuya aparición se reservaba para asuntos solemnes y ocasiones importantes.
De este modo, terminaban los educadores llevando toda la carga de la residencia y, ya que su mínimo sueldo, benéficamente otorgado, era simbólico y desproporcionado para el peso que habían de soportar, se les revestía, en cambio, de gran autoridad.

A Lázaro, al principio, le gustaba el verse respetado, siendo algo así como un suboficial en un cuartel. Pero, poco a poco, se fue dando cuenta de que el asunto se basaba en que ellos hicieran el trabajo y, como el dar autoridad no suponía gastos, recibiesen a cambio tanta como quisieran y aún más si la hubieran pedido. La caja de la autoridad no tenía límites en el presupuesto de La Casa y por eso se otorgaba con mano generosa a quien conviniese.
Así, aquellos personajes generalmente ausentes, que cobraban cumplidamente por sus cargos y responsabilidades, no hacían sino repetir:
-        ¡Jamás un educador será desautorizado por mí!
Pero, Lázaro, sabía que eso era como decir que jamás protestarían del trabajo que los educadores hacían por ellos, y conservar así su privilegiado y cómodo estatus sin apenas esfuerzo por su parte.
Por otro lado, los educadores eran jóvenes y no se percataban de ese juego y, convertidos en diosecillos por aquel legado de autoridad, imitaban el despotismo y los modos del preceptor con bastante frecuencia y a veces, si cabía, con mayor desparpajo.
Y así aquellos jóvenes eran educados en un miedo que se administraba libre y discrecionalmente desde aquel incuestionable principio de autoridad.
Y aquel ambiente se calcaba de un día para el siguiente, sin diferencias, como el que pone un matasellos idéntico en el que sólo cambiaba la impresión de la fecha.

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17 febrero 2017

6.-El Aprendiz: La rutina

El trabajo de educador era intermitente aunque diario, pero monótono, aburrido e insignificante, y, tan pardo y gris, como el plumaje de un gorrión.
Lázaro enseguida notó que a los educadores se les hacía sentir, con más o menos sutileza, que el alojamiento y  la manutención ya debiera compensarles suficientemente. Pero sí, había también una pequeña gratificación mensual. El alojamiento disfrazaba pomposamente el hecho de que permanecieran día y noche en su puesto y, por tanto, hubiera siempre responsables en caso de emergencia. La gratificación no pasaba de ser una propina que el cicatero administrador, por su altanería, hacía parecer una limosa salida de su propio bolsillo.
Eso Lázaro lo averiguó más adelante. El administrador les entregaba siempre la paga con retraso. Quiso, en un principio, pensar que la actitud del pagador era casual. Pronto se cercioró de lo contrario. Y, cuando Lázaro comprobó la renuencia y el retraso sistemático en los míseros pagos, cayó sobre él la sensación humillante de la beneficencia y la denigración que proporciona el ser mirado como un zángano, como un beneficiado.

Desde una sala pequeña se controlaba la megafonía, especie de cornetín hablante  y centro de señales, con la que se dirigía aquella institución. Desde ella, a las siete de la mañana, se activaba el toque de sirena para que se levantaran en los distintos pabellones, y se ponía, a continuación, un long play a gran volumen para que los residentes no volvieran a dormirse. Y así, una vez arrancados del sueño por el estridente toque y envueltos luego por la música, se fueran lavando, vistiendo, ordenando sus cosas y haciendo las camas.
El educador de semana había de ir pabellón por pabellón controlando que los estudiantes estuvieran en pie y no se hubieran rendido al sueño rebelde, macizo y denso que es privilegio de la juventud. Debía asegurarse de que todos hubieran salido del cálido nidal de la litera pese al frío de los pabellones y pasillos. Lázaro, a lo largo del tiempo, fue aprendiendo que otoño e invierno en Alfambra eran una sola estación heladora y que aquellos momentos, finales de la noche y próximos ya al amanecer, eran los más gélidos de la jornada.

El día que abrió por primera vez las puertas de los pabellones, sonaba en la megafonía la música que él mismo había elegido por azar, sin mirar, llevado por la inexperiencia y por la prisa. Resultó ser Nat King Cole en español. Cantaba “Las mañanitas”, “Perfidia”, “Ansiedad” y otras letras más. Aquellas canciones se le antojaron sin sentido para el caso, pero ahí estaban, sonando con una melancolía romántica e incomprensible a aquellas horas y en aquellas  circunstancias:
“…Ya viene amaneciendo, ya la luz del día nos dio, levántate de mañana…”
“…Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez…”
“… Ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor…”
Lázaro guardó en su mente aquella música melosa, cantada en español con acento norteamericano. Y, como una impronta, la usó desde entonces para despertar a los internos en sus días de guardia. La pequeña atmósfera interior de somnolencia, frío y silencio, con aquella música de fondo, era una mezcla extraña, de esas que, por lo mismo, no se olvidan. Y, en sus mañanas de rompedor de sueños, Nat King Cole sustituyó a las marchas militares de uso habitual y casi preceptivo. En la penumbra de los pasillos desiertos y gélidos, en aquel silencio que los muchachos se obstinaban en no romper por el vano deseo de no resucitar del sueño definitivamente, aquella voz parecía un empuje suave y amistoso, insistente y sereno, mecedor, casi maternal. Los demás educadores siempre se burlaron de aquella costumbre que Lázaro mantuvo rompiendo la tradición musical, marcial y paramilitar, de La Casa.
Mas, aquellas delicadas melodías, se acompañaban del fuerte hedor acre que recibía al abrir cada una de las puertas de los pabellones. Salía una vaharada capaz de hacerle tambalearse como si fuera un golpe. Era un olor ácido, húmedo y caliente, a humores, secreciones y orinas, mezclado con el olor a pies, que todo lo dominaba y lo vencía, y que hacía de base para cuantos otros olores se añadiesen. Aquella peste densa se agarraba también a la garganta como si tuviera una parte sólida pero invisible. Las temperaturas no propiciaban lavados exhaustivos y, más bien, los exigían rápidos, para salir del paso y despabilarse.
Para desayunar acudían todos los muchachos al gran comedor y los responsables,  los cuatro o cinco educadores, presidían la mesa.  El de semana rezaba la breve bendición de los alimentos de manera seca, con un tono viril y castrense que desvirtuaba la oración, que se supone humilde siempre, con un toque de insolencia; y el coro de muchachos respondía con un rotundo, unánime, rápido y lacónico amén, ansiosos por romper el ayuno. Después los jóvenes marchaban a sus destinos y no se les esperaba, normalmente, hasta la hora de comer. Al desayuno, los cargos nominales de la residencia, no asistían. Seguramente para no dar al acto más importancia de la rutinaria o, tal vez, porque era demasiado temprano.
Lázaro, al ver marchar a los muchachos, se reconocía en ellos pese a su apariencia recia, su afectada seriedad y, sobre todo, sus desmedidos esfuerzos por disimular su juventud.
Desierta la residencia, tras el desayuno, no tenían los educadores tarea que hacer. Después llegaba la comida y la vigilancia del comedor y, de nuevo, libres hasta los estudios de la tarde. Luego la cena y el evitar que los residentes alborotaran en los dormitorios antes de coger el sueño definitivamente. Y así iba Lázaro, varado en aquel trabajo ocasional y primero, rellenando de rutina sus días.

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15 febrero 2017

5.-El Aprendiz: La otra Alfambra

Habitualmente se tiene por serio aquello que coincide con lo acostumbrado y las personas, en su limitada vida, suelen acostumbrarse a lo que encuentran.
Alfambra era también, y sobre todo, una ciudad seria. Una ciudad estructurada, rancia y de principios, con todos los puestos de mando debidamente asignados a mentes responsables. Las personas que controlaban la rutina del orden miraban de soslayo a aquella morralla de gente intelectual que, como indigentes de ideario, apátridas de las esencias tradicionales y eternas e imitadores de todo lo foráneo, pululaban por la ciudad con cansina desgana, arrastrando desgarbadamente los pinreles, con aquella inconfundible desidia que rayaba en la provocación si es que, abiertamente, no lo era.

Eran estas personas las que tenían las riendas de la paz y del orden, las que detentaban los puestos oficiales, las que controlaban la burocracia, las que regían los juzgados, las que encabezaban la banca, las que dirigían los negocios, las que mecían con mano firme, pero paternal y amigable, la cuna de la patria y del catolicismo, los dos pilares que soportaban todo, desde el fondo del barranco hasta la cúpula de la catedral. En fin, eran la gente de primera clase, la representación oficial de la ciudad. Afortunadamente tenían el timón de la nave en sus manos y hacían que el tajamar surcase con firmeza el rumbo marcado.

Se decían gente recia, herederos de un poder ganado por la mano, cara a cara y por las bravas, en el rigor y la dureza del combate, sin escatimar en fuego, dolor, valor y sangre heroica. Tenían además gran honra en ello pues, no en vano, pensaban que levantaron la nación con sus caídos aunque, para ello, hubieron de tumbar a otros muchos primero.

Así descubrió Lázaro una parte de la historia silenciada, la nausea de un fracaso. Y con el tiempo fue conociendo las tristes batallas personales de héroes anónimos de ambos bandos. Y averiguó que siempre, en las memorias íntimas de estos personajes, llegaba un punto que ninguno de ellos quería rebasar, una zona sumamente oscura e inquietante que, como humanos, les aterraba a todos y, todos por igual, deseaban locamente amortajar con el olvido.

Pero mandaban unos. Eran un grupo de elegidos a los que muchos, por verdadera convicción, secundaban. Aunque no faltaban quienes les bailaban el agua por conveniencia y también quienes les otorgaban su aquiescencia con callado temor.
Los mandatarios se sentían una élite distante, y hubieron de refrenar muchas veces su ira, y aparentar condescendencia, con todos aquellos que, llevados por los distintos modernismos imperantes, no veían virtud en su tolerancia, sino normalidad y, así, ponían su paciencia a prueba tanto los días acabados en ese como en o.
Entre estas personas sonaban vibrantes, como toques de clarín, los apellidos de militares, de jueces, de cargos de la curia, de financieros, de ciertos catedráticos, de terratenientes, de empresarios, de rentistas y, luego ya sonaban también, pero con sordina, toda la cohorte de barandas, la caterva de aduladores, el grupo de vivillos, el hatajo de oportunistas, la bandada de correveidiles, el pelotón de alcahuetes, el manojo de pisaverdes, la pollada de saludadores y besamanos, el enjambre de pelotas, y la manada, creciente siempre, de estómagos agradecidos, que acompañaban inevitablemente, como las nubes de tábanos a las acémilas, a todos aquellos dignos cargos plenipotenciarios.

Llevaban muchos años al mando. La gente madura y los viejos recordaban muy bien de dónde les venía el poder y por eso les temían, y recelaban incluso de su mera presencia y aun de su cercanía. Pero la gente mayor iba desapareciendo y los jóvenes, por contra, ignoraban lo que los viejos sabían. Así se atrevían a hacer cosas de las que sus mayores se habrían guardado y, tal vez, eso era lo que le daba a Alfambra ese aparente aire de libertad, de despreocupación, y, sobre todo, esa tibia tolerancia intelectual que Lázaro tanto apreciaba sin percatarse de lo volátil que era.

Por otro lado, el viejo régimen, con sus muchos años de engolillada antigüedad y con experiencia en el arte de sucederse a sí mismo, andaba deseoso de mostrar al mundo que no era cierto lo que de él se decía. Que no había caducado la vigencia de su ideario y que, si ahora había una controlada libertad, era porque en su día ellos se alzaron para sofocar el loco libertinaje y la fatua anarquía disolvente. Querían demostrar que el régimen se había puesto al día y estaba dispuesto a tolerar las ideas más variopintas y erráticas siempre, naturalmente, que no degeneraran en desorden ni pusieran en peligro la paz que ellos habían conseguido tan esforzadamente, aunque hubiese sido a costa de una guerra. Y así, daban las libertades que querían, o taimadamente las administraban, tras, en su origen, haberse llevado todas por delante. Y, con la astucia y el ánimo templado del que por destino natural detenta el mando, pensaban que el permitir aquellas cosas, con las que ni en el fondo ni en la forma comulgaban, le daba al régimen ese toque de apariencia plural, democrática y tolerante que en la Europa poderosa, aunque floja y carente de principios, estaba tan bien considerado.
Acostumbrados a la moneda de la adulación y al cheque en blanco del temor, que ellos calificaban de respeto, aquellos prohombres se revolvían y retorcían interiormente al observar a toda aquella barahúnda de intelectuales abominando de la Iglesia, siguiendo corrientes contrarias al creacionismo, exponiendo las teorías absurdas de la evolución, leyendo a autores marxistas o de claras tendencias izquierdistas y, además, yendo por las calles con aquellos pelos, con aquellas barbas y con aquellas pintas. Provocaciones andantes es lo que eran y, además, hablando de libertad a todas horas, como si en aquella ciudad no pudiera seguirse otro protocolo o patrón de albedrío que no fuera el que preconizaban aquellos extravagantes visionarios.

Lázaro enseguida se hizo cargo. Comprendió que en Alfambra había al menos tres ciudades: la de los que mandaban y la de aquellos que se consideraban culturalmente por encima de los mandatarios o, cuanto menos, ajenos a ellos, como si el alado intelecto tuviera el privilegio de sobrevolar impunemente las garras, firmes en la tierra, del poder. Y luego, estaba el vulgo.
El grupo de intelectuales despreciaba al conjunto de prebostes preocupados por los cartesianos conceptos de mantener su paz y su orden a ultranza. Y, por su parte, los mandatarios soportaban, tragando bilis, a aquella pandilla de rojos y ateos a los que, en el fondo, odiaban con saña. Y luego, como siempre y por medio, estaba el tercer grupo, el de las personas que temían a las autoridades con tanta intensidad como ignoraban a aquellos vanguardistas de salón y, las muy ilusas, tenían como única aspiración el que los unos y los otros les dejaran en paz, comiéndose el cocido en su rincón, sin sobresaltos, inseguridades, temores ni amenazas. Y es que la gente humilde suele tener extrañas e irreales pretensiones.

En Alfambra aprendió Lázaro lo alejadas que estaban la política y la gente. Era aquélla, la de la política, una esfera aparte, intangible, casi innombrable. Era cosa de un grupo restringido de inquebrantables fieles, alejados y metidos en un balón blindado. La lejana esfera del poder flotaba allá, en un sitio indefinido, custodiado e inalcanzable, al que, si alguna vez se acercaba algún ajeno, lo hacia casi siempre por obligación y siempre con temor. Y se aproximaba tomando una precaución sobresaltada, revestida de respeto zalamero o de miedo a secas, como si fuera al encuentro de una bicha que aparentaba estar dormida. Algo en lo que no se podía confiar pero sí temer, temerlo siempre.
Era la política un poder que, entonces, filtraba su imagen, siempre monolítica y solemne, por medio de la dócil prensa, del amaestrado sindicato, del azul omnipresente del partido único, de los alcaldes designados, del preceptivo NODO con su propaganda, de la televisión monocorde y paternal, de las emisoras del Movimiento, y también del palio, ese símbolo que la Iglesia Católica prestaba para que, bajo él, se balancearan las ostentosas borlas que adornaban un fajín de general, y que, simbólicamente, parecían entronizar en lo sagrado ese modo, tan peculiar entonces en la vida española, de hacer las cosas por las santas gónadas, masculinas por supuesto, recibiendo después una ovación unánime y cerrada como la que se espera en un albero.

Se tiene por serio aquello que coincide con lo acostumbrado y las personas, en su limitada vida, suelen acostumbrarse a lo que hay. Ya está dicho. Lázaro, mentalmente inerme ante cuanto veía, prefería lo nuevo por ilusionante, porque de lo viejo, sin conocerlo a fondo, recelaba. Y comenzaron a ser sus intuiciones las que le condujeron, sin recto juicio, a lo que le parecía más ansiado. Los sedientos de libertad, cultura y novedades sufrían, por entonces, los espejismos propios de estas carencias en el desierto en que habitaban.
Así que un día, al ver a un padre atribulado salir con su hijo melenudo de la comisaría, oyó en labios del padre una frase que mostraba una escala de temores claros y una alusión castamente disfrazada:
- Hijo, pase que lleves esas pintas, pero, por Dios te lo pido, no te metas en política. Antes prefiero, fíjate si te digo, que te mees en la cama.[1]


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[1] Eufemismo que por entonces quería decir: dejar a una chica embarazada.