30 abril 2009

El hotel


Eran 80 habitaciones. La señora Montse, esposa de Agustí, y su hija Julia gobernaban la limpieza de las mismas y la lavandería disponiendo de una docena de mujeres para estas faenas. Dirigían también las cocinas y decidían los menús para clientes y trabajadores del hotel. Era, sin embargo, el pulido Chef Reina, con sus cocineros y pinches, el que ejecutaba sin interferencias los menús de cada día y las comandas a la carta. Ambas, madre e hija, eran serias y laboriosas y sabían conseguir de los empleados una gran eficiencia. Tal vez fuera porque eran muy ordenadas y sabían mandar, aunque siempre discretas, amables y serias pero manteniendo un punto de distancia. Contrastaban mucho con las chicas que, bajo sus órdenes, hacían las tareas de limpieza. Éstas eran proclives al desorden, a las risas, a perder el tiempo y a golfear con el primero que se pusiera por delante, siempre que nadie las viera. Eran todas aquellas chicas alérgicas a cualquier disciplina. Sin embargo la aparición de madre e hija, juntas o por separado, hacía que aquella parva de chavalas ruidosas se convirtiera en un conjunto de eficientes limpiadoras. Venían, por lo general, las chicas del servicio de Extremadura y de Andalucía. A aquéllas más espabiladas y vistosas les enseñaban a servir como camareras en el comedor.
El encargado de hacer todas las compras y mantener al día despensas y cocinas era el propio señor Agustí. Era también el que, cuando era necesario, coordinaba las distintas partes de aquella empresa para que todo funcionara bien y el que informalmente presidía la reunión, de los seis de la familia, que todas las tardes de los sábados tenía lugar en la dirección. En ellas se corregían fallos y se enderezaba, sin que alguna vez faltaran las voces, todo aquello que tendía a torcerse.
En la planta baja Joan y Artur, hijo e hijo político de Agustí, el segundo casado con Julia, se encargaban de la recepción. Los dos se desenvolvían con soltura en francés y alemán aunque su inglés sólo les permitía salir de los apuros. Además, en la planta baja, había un gran hall, una sala común muy espaciosa (para lecturas, televisión, reuniones, etc.) y un comedor amplio y muy bien iluminado a cargo del señor Maurici, el serio y concienzudo maître, y los camareros y camareras bajo su supervisión. En la misma planta pero en la parte interior estaban las cocinas, las despensas y el comedor del servicio. A la derecha de la recepción había también un pequeño pabellón de habitaciones.
Senén, un pícaro extremeño de 16 años, menudo, de mirada astuta y manos ágiles, era el botones. Ayudaba a los clientes con las maletas y las bolsas y manejaba los ascensores con los que se accedía a las tres plantas donde estaban las habitaciones a las que, naturalmente, se podía acceder también por las escaleras.
La recepción era amplia y rectangular. Uno de los lados pequeños del rectángulo daba a la entrada principal, una gran cristalera con puerta central de bronce dorado y doble hoja. En el lado opuesto estaba el mostrador de la recepción con una entrada lateral, una centralita de teléfonos a la derecha, un par de sillas y los útiles de oficina necesarios. Detrás de la recepción había una puerta y una pared cubierta con un gran espejo. La puerta daba acceso al despacho del director que a la vez era la oficina desde la que se administraba el hotel y el lugar, como se ha dicho, de las reuniones. El gran espejo no era tal, sino que estaba simulado y, para los que mirasen desde la dirección, era una ventana que les permitía observar sin ser vistos el hall entero. Algo así como eso que se ve en las películas de policías. Naturalmente ese detalle no lo conocía nadie excepto los dueños y Lázaro que al cabo de unos días fue requerido para entrar en dirección y pudo comprobar la utilidad del tal espejo. En la dirección estaba también la caja fuerte del hotel donde los clientes podían depositar dinero o joyas que temieran perder.
A la derecha del mostrador de recepción había otro mostrador mucho más pequeño y perpendicular a él, separado por el pasillo que conducía al pabellón de habitaciones de la planta baja. Era el mostrador del conserje, tras el cual un gran casillero numerado contenía las llaves de cada una de las habitaciones, los documentos de los clientes en tanto no los retirasen, la correspondencia que mandaban o la que les llegaba y algún efecto personal que los huéspedes podían dejar allí transitoriamente. Ese era el puesto de Lázaro y, a partir de las 12 de la noche y hasta las 8 de la mañana, el del portero de noche.
Una pequeña avenida asfaltada llevaba desde la cercana carretera, la de Canut de Mar y Boadella, a la puerta principal del hotel Casals, de modo que se podía llegar a ella cómodamente en coche. Cuando un cliente dejaba el coche allí, uno de los recepcionistas, Joan o Artur, lo aparcaba en el aparcamiento del hotel o lo metía en el garaje que había en los sótanos del edificio. A ningún empleado le estaba permitido hacerlo. Al ser los coches de los clientes máquinas muy valiosas: Mercedes, Porshes, Ferraris, BMWs… en su mayoría, los atildados recepcionistas y miembros de la dirección de la empresa no se arriesgaban a que cualquier empleado inexperto abollara o rallara alguna de aquellas fortunas con ruedas.
Justo enfrente de la entrada principal estaba el gran bar. Era cuadrado, muy amplio, con numerosas mesas en el interior y con una barra recta paralela a la pared de uno de sus lados y los otros tres cerrados por cristaleras. A la izquierda del bar y comunicada con él, la gran piscina. La piscina, con trampolines a varias alturas, estaba rodeada de jardines con numerosos sauces frondosos repartidos aquí y allá. Había una gran cantidad de veladores, repartidos sobre el cuidado césped, para que los clientes pudieran disfrutar tomando sus consumiciones en traje de baño y servidos por camareros que, a su llamada, traían las comandas desde el bar acristalado. Uno de los camareros era Blasco, el muchacho de la residencia de La Fambra que dio las señas del hotel a Lázaro. El bar lo dirigía el jefe de barra, Estanis, otro andaluz veterano en el servicio del hotel al que, a pesar de ser serio y maduro, nadie le llamaba de usted ni le ponía delante el señor ni el don.
A continuación de las instalaciones de la piscina estaban las pistas de tenis cuyo uso se contrataba en recepción, en una especie de estadillo donde podían verse fácilmente las horas libres y las ocupadas de cada día.
Un tanto alejada de la piscina y del edificio principal del hotel había una boîte, una especie de discoteca pequeña que hacía que los clientes menos dinámicos no tuvieran necesidad de desplazarse al cercano Canut de Mar para disfrutar del ambiente discotequero. Cualquiera, sin tener que coger el coche y tener que buscar donde aparcar en el multitudinario Canut, podía tomarse una copa con la trepidante música de moda a todo volumen o bailar hasta el amanecer. La discoteca, debidamente insonorizada, estaba en los sótanos de un edificio cuyos pisos superiores eran las viviendas de los dueños del hotel y de sus hijos.
Lázaro tardó poco en percatarse de cómo funcionaban las cosas en aquel hotel. Tardaría algo más en comprender el funcionamiento de las relaciones interpersonales. Sin embargo, lo que le sorprendió más fue como los clientes, en su mayoría franceses y alemanes, se comportaban durante sus vacaciones. Era nuevo para él ver, a la mayoría de aquellas personas, en traje de baño la mayor parte del día, tanto fuera del hotel como dentro de él, y, a muchos de ellos, emborracharse a cualquier hora del modo más desinhibido.
Por otro lado notó cómo miraban a los españoles del servicio con un poco de conmiseración y condescendencia, adoptándoles en su afecto como si se tratara de simpáticos animalitos, casi de mascotas.
Comprendió también, poco a poco, cómo para aquellas gentes de la Europa civilizada y rica el sexo era sólo una faceta más de la vida, algo normal, y no, como para los españoles, una obsesión y un acontecimiento que incluso muchos elevarían casi a la categoría de milagro.

27 abril 2009

Apuntes desde un aula vacía


Había sido palacio, también convento, llegó a ser cuartel y hasta cárcel provisional. Últimamente, abandonado por todas las otras administraciones, el edificio se convirtió en escuela.
Doña Luz había visto terminar ese curso del mismo modo que vio acabarse tantos otros. Sintió también en aquél el nerviosismo de los estudiantes, el calor del verano que ya se echaba encima, la actividad de los exámenes, el azacanado afán de todo el mundo por dejar concluidas las tareas, junto con todos los papeles de la sempiterna burocracia, y el relax al cerrar el viejo recinto y comenzar las vacaciones. Pero aquel fin de curso fue distinto y doña Luz, cuando todos marcharon tras la celebración del día último, las felicitaciones y la despedida, regresó sola al vetusto edificio.
Le abrió Pedro, el conserje, un tanto sorprendido. Doña Luz se excusó diciendo que olvidó una cosa y vino a recogerla pero que perdiera cuidado que, en cuanto lo hiciera, le avisaría para que cerrara y le entregaría las llaves de su aula.
Recorrió el gran patio externo, el patio de tierra apisonada, el que un día fue jardín de la nobleza, después huerta de frailes, luego pista de instrucción de soldados y solarium de presos. Era el gran patio donde la muchachada, ajena a la historia, jugaba sobre los mismos lugares en que se galanteó, se rezó, se trabajó, se disparó y hasta empapó la tierra el sudor de los presos y la sangre de algunos fusilados. Y pensó doña Luz que algunos espacios son, pese a las apariencias, como el escenario de un teatro por el que se mostraron sucesivamente, pero sin ser fingidas, las pasiones de los seres humanos. Ahora el patio aparecía polvoriento y vacío, sin los gritos y las carreras de la muchachada que en él se acostumbraba a ver. Sólo algunos gorriones buscaban afanosos y desesperados las acostumbradas migas, inexistentes ya ese día, que se desprendían de los bocadillos y meriendas tomados aceleradamente mientras se corría, con la mirada pendiente de un balón o atenta a los compañeros de juegos.
Atravesó luego el patio interior. Tenía bellos soportales renacentistas donde se guarecía el alumnado en los días lluviosos y estaba circundado por paredes vestidas de mosaicos antiguos y brillantes con alguna esquirla lastimosamente saltada y alguna que otra falta mal sustituida. Sobre los soportales desiertos, la airosa galería acogía en silencio, caldeada por el aire de la tarde, los arrullos de las tórtolas turcas que, sin alma que les molestara, se posaban en los antepechos. Subió doña Luz por una amplia escalinata. Tenía balaustrada y escalones de una piedra tan pulida como desgastada en su centro por los variados inquilinos del palacio en los casi cinco últimos siglos.
El aula de doña Luz ocupaba un rincón de aquella galería. Los últimos años los pasó establecida en ella y, aunque tuvo que enseñar en otras, consideraba aquella como su lugar propio dentro del recinto. Se sentó por última vez a su mesa y miró las mesas ordenadas y vacías que apenas unos días atrás, casi unas horas, rebosaban de caras de muchachos y muchachas ansiosos, llenos de vida exultante, con los ojos brillantes de juventud y vigor, que trasmitían algo parecido a como si tuvieran prisa y urgencia por vivir.
Doña Luz hizo un repaso de su vida. Decidió no pensar en la cuadriculada inflexibilidad de la administración. Saltó también por encima de los recuerdos de aquellas estúpidas envidias entre docentes celosos de sus competencias. Se sacudió las malas percepciones de algunos padres a los que las trayectorias escolares de sus hijos les traían al pairo. Tampoco quiso recrearse en los muchos esfuerzos que entregó a la profesión y que habían volado a ningún sitio del mismo modo que los gritos en el patio de la chiquillería. De la propaganda, de los grandes planes ministeriales y de los cambios políticos hechos por conveniencia, sin ton ni son, no quiso molestarse ni en perder la cuenta.
Y allí, sola, sentada en su sillón y con un futuro en blanco por vivir, hizo un recuento de lo mucho que aquella profesión le había dado.
Recordó sus inicios. Cuando llegó con todos sus estudios tan recientes, con sus notas excelentes de chica aplicada, con aquella aureola de persona tan preparada y solvente. ¡Qué bonitos recuerdos! Y sonrió doña Luz mirándose a sí misma a través del tiempo, tan joven entonces y tan inconscientemente incompetente. Aunque de esto tardó un tiempo en percatarse. El mismo que tardó en poner los pies en el suelo y darse cuenta de que la mayor parte de sus elevados conocimientos no le servían sobre el terreno para nada.
Fue repasando su vida. Si alguna cosa le quedó clara en tantos años fue que el oficio de enseñar, que eligió, lo único que verdaderamente le proporcionó fue aprendizaje y aprendizaje de por vida. Aprendió a hacerse dúctil, a adaptarse a los medios, a las personas, a los lugares, a las mentalidades, a la administración, a los compañeros, a los padres, a los cambios, a los planes ministeriales y a otros males variados que se cansaba de enumerar… Se preguntaba si todo aquello, al final, no era semejante a un juego en el que todo tenía una importancia relativa. Se contempló a sí misma sabiendo cosas útiles y habiendo olvidado todo aquello, innecesario, que le hicieron aprender en beneficio de otros, para justificar lo necesarios que esos otros eran.
Al contrario que a algunos compañeros, con el paso del tiempo, se le fue la profesión haciendo leve. Se había vuelto muy diestra no sólo en la enseñanza, sino en el trato con todas las personas. Los años le pesaban, era cierto y no podía decir que no fuera el momento de dejarlo. Pero más le pesaba y le pesó siempre la monotonía, todo lo que la profesión tenía de reiterativo, de administrativo, de burocrático, de ajeno, en definitiva, a su verdadera tarea…
Pensó por un momento en su futuro. ¿Qué haría mañana? ¿No la habría devorado aquella maquinaria y, sin obligación alguna, terminaría sin saber qué hacer? Era una pregunta que le torturaba porque, de ser cierta, el sistema la habría asimilado tanto, por su facilidad de adaptación, que fuera de él no habría sitio para ella. En cierto modo, podría decirse que el sistema la habría matado y, ahora, enviaba sus despojos a ocuparse de su casa, a tomar el sol y a darse cuenta poco a poco de cómo las mermas físicas hacían de ella una inútil dependiente.
Luz se dio cuenta de que tal vez fuera no sabría vivir o que, al menos, tendría que aprender a hacerlo. Y sintió miedo. Llevaba demasiados años en aquel trabajo. Las continuidades duran mucho y sin embargo las rupturas, que nos avocan a cambios radicales, son cosa apenas de un momento.
Y, de repente, vio la luz. Se dio cuenta de lo que había ido a buscar. Lo encontró allí, donde lo había tenido tantos años. Y se marchó con su imaginación recuperada. Porque la imaginación es todopoderosa. Y la suya estaba sumamente enriquecida por el buen hacer, por el trato, por la inteligencia, por el haber conocido tanto y tanto, por el haber amado y sufrido entre aquellas paredes que fueron, hasta ese día, las paredes de su vida. Miró su aula por última vez y, al salir, se espantaron las palomas y volaron saliendo por lo alto del patio renacentista con la misma fuerza que su mente buscaba el otro mundo nuevo que tras aquellas paredes existía. Y doña Luz se hizo luz para escribir, desde ese punto, el libro nuevo de su vida.

25 abril 2009

Mi paisano


Parecía que no iba a llegar el momento. Esta mañana Isidro, como tantas otras, iba en su bici de carretera. Me vio a cincuenta metros mientras pedaleaba. Se orilló, frenó y, con una sonrisa de esas que, con algo de esfuerzo, les salen del alma a los hombres entecos, me tendió la mano afablemente. Encantado por saludarle, hice lo mismo. ¡Coño, Isidro!, pensé. Un hombre con alergia a la grasa y devoción al deporte. Su escueta figura lo demuestra. ¿Qué quieres? Sí, me dio la puta envidia.
- Pero, Isidro, si eres un mito, ¿Qué haces saludando tan atento a este pisaverde? (pensé para mí, aunque le tendí la mano en silencio sabiéndome descubierto)
Pero él, parando la bici a mi lado, me dijo:
- Soros, qué ganas tenía de saludarte. El otro día te vi pero no sé por qué no pude pararme. ¿Me notarías la cara rara que se me puso?
- Pero, hombre, si venías por el otro lado, con tráfico, qué más daba…
- No, qué yo te quería saludar, joder.
- Bueno, veo que, al final, me has localizado.
- Es que me gustan las historias que cuentas de nuestra tierra.
- Ya sabes, a medida que me hago viejo, me va dando por escribir.
- ¡Buah! – soltó Isidro, como diciendo: Ni puto caso.
Que alguien como él me dijera eso me dejó parado. Si alguien conoce estas tierras, de veras, es él. Isidro tiene un mapa vivo grabado en la memoria con las alcarrias, las vegas y la sierra. Es un mapa artesano y personal hecho más bien a pie que a mano, con paciencia infinita y tomándose todo el tiempo necesario en el terreno. Por las lindes y las trochas, por los cotos y aquellos terrenos libres de hace mil años, por las laderas y los baldíos y los rastrojos y los eriales y los barrancos y las solanas y las umbrías… y yo qué sé cuántas más palabras puede haber para describir los terrenos naturales y todos los que a peón puedan zurcirse y trasponerse.
- Nunca me imaginé que, alguna vez, estuviera deseando llegar a casa para ponerme a escribir frente al ordenador– me sorprendió diciendo.
- Yo tampoco imaginé nunca que un tipo como tú pudiera parar su bici sólo para saludarme. (Esto no se lo dije pero lo pensé, como casi todo en este diálogo)
Y cuando nos despedimos, en medio de mi estúpido mutismo y de su afectividad sincera y espontánea, cuando yo ya estaba a cierta distancia, Isidro dijo:
- Y que los dos nos conocemos de toda la vida.
- Y que los dos somos amigos del Vicente.
Y ahí paró la conversación. Digo yo que porque, tal vez, coincidimos en un amigo común y verdadero. Porque Isidro estuvo atento pero yo, por mi parte, más insulso no pude estar. Sin embargo, por sus merecimientos y la sinceridad de sus escritos, lo que me hubiera pedido el cuerpo hubiera sido darle un abrazo al paisano Isidro. Porque de los hombres honrados en sus memorias uno, sin duda, es él. Pero, qué quieren, uno es más tímido que listo y más cortado que sincero y así me quedé debiéndole un abrazo a quien, hablando de recuerdos cercanos, más lo mereciera. Los de por aquí, que es que somos así. Estadizos, parados y un poco ásperos, pero que de sentir, sentimos. Se lo juro.
- Un abrazo, Isidro.

23 abril 2009

Madrid, mediodía


Cumplida mi visita me dispongo a deshacer el camino andado en la mañana. Es mediodía. Busco el lado sombrío de las calles porque el sol a estas horas ya ofende. Los comercios están todos abiertos excepto los que cerraron para los restos. La actividad está en su apogeo.
Sin darme cuenta me pongo al paso de los ciudadanos, es decir, a andar como si todos me disputasen el terreno. Al llegar a la calle de la Montera reparo nuevamente en la estupidez de mi velocidad y, reportándome, vuelvo al paso normal, al paso del que pasa por los sitios mirando. Me llaman la atención, en esta calle, las jovencísimas prostitutas, casi adolescentes o sin casi, de los países del Este. También las muchas negras que a ello se dedican pero que, en general, parecen más mayores o, tal vez, de más talla o más entradas en carnes.
La Puerta del Sol está llena de gente. Muchos son extranjeros. Gran parte de ellos son turistas y, entre ellos, abundan los guiris sobre todo. Sentado en un cartón puesto en el suelo hay un hombre en calzoncillos que muestra los muñones de las dos piernas amputadas con la mirada triste, pero ensayadamente digna, de un nazareno urbano. Tirada a su lado tiene una silla de ruedas plegable y delante un platillo con monedas. No muy lejos hay una mujer que, sentada también en un cartón sobre el suelo, muestra una pierna y un brazo extraña y horriblemente deformados. Cruzo la calle y, bajo la placa que señala la altura sobre el nivel del mar en Alicante (650,75 m por si a alguien le interesa), hay otro mendigo de la amputación que muestra los dos muñones limpios de ambos brazos. Empiezo a darme cuenta de que también hay putas por doquier y ya de todos los tipos y pelajes. Esta mañana no vi ninguna. Se ve que en el oficio no se requiere madrugar. También hay abundante policía. Los agentes están colocados estratégicamente por parejas y aun por tríos en las esquinas y los cruces. Los hombres anuncio han surgido como setas. Los hay por todas partes. Sobre todo proliferan los que anuncian, entre otros pequeños locales comerciales, las oficinas en las que se compra y vende oro y se empeñan joyas. Por un momento me imagino que me he colado por una rendija del tiempo en la España de la novela picaresca. Escapo por Carretas hacia la plaza de Jacinto Benavente. Más meretrices orondas y colipoterras maduras, con la carrocería bien pintada, hacen ofertas tentadoras a los vejetes que pululan por la plaza y rebajas a los puteros habituales asediados, como todos, por la crisis. Hay más hombres anuncio y algunos transeúntes desaseados con mochilas sobadas y astrosas se mezclan con todo tipo de gentes que circulan por la plaza. Una mujer desgreñada con un saco de dormir azul celeste, orlado de brillante suciedad en cada uno de sus pliegues, camina despistada oscilando de un lado para otro, como una náufraga perdida entre la multitud. El saco es un reguño desordenado bajo uno de sus brazos y uno de los extremos casi arrastra por el suelo.
Gano al fin la calle Atocha. En un diminuto despacho de lotería metido en la entrada de un portal cegado compro lotería. Ya me encamino, relajado, calle abajo hacia la estación. A medida que me alejo del centro desaparecen los hombres anuncios, no hay lisiados ni amputados y el número de pilinguis por metro cuadrado baja muchísimo, aunque de vez en cuando alguna, apoyada en algún portal, me guiña el ojo al pasar o me mira devolviéndome el descaro con que la miro yo.
Entro en una tienda de ultramarinos regentada por un chino y me compro una cerveza. Me siento en un banco al final de la calle Atocha y me la tomo viendo pasar la gente y mirando el rotundo perfil de la estación. Tenía sed.
Tomo un tren que sale a las 13,20. Apenas arranca, un hombre demacrado con barba de no se sabe cuantos días y con un macuto mugriento a la espalda habla sin titubeos y con cierta elocuencia a los viajeros que llenamos el vagón:
“Disculpen que me dirija a ustedes de este modo. Seguramente son todos ustedes buena gente que viene o va a trabajar y que no se merecen el que yo les moleste con mis problemas. Sin embargo, me veo en la necesidad de hacerlo por la urgencia del hambre y el deseo de supervivencia que es inherente al ser humano. Tengo 41 años y tres hijos y ha sido la falta de trabajo, a la que nos ha llevado esta crisis, lo que de ellos me ha separado, impulsándome a buscar trabajo fuera de mi tierra donde las oportunidades, imagínense ustedes, son aún menores que aquí. Pero la adversidad del destino ha hecho que, no solamente no lo encontrase, sino que me vea en la situación en la que ustedes me contemplan. Apelo al nombre de Dios, si ustedes son creyentes, para que me ayuden con la voluntad y, si ustedes no lo fueran, apelo a la común solidaridad humana para que, de igual modo, me ayuden con una moneda que les sobre. Muchas gracias.” Terminadas estas palabras, humilde como un franciscano pero digno como un Quijote, recorrió el vagón recogiendo el fruto, si lo hubo, de las mismas y luego se pasó al siguiente coche. Apenas había salido entró un segundo, de idénticas trazas, que realizó una intervención similar. Luego un tercero…
Los viajeros como el que oye llover, hablan de sus cosas:
- Fidel es mazo buen chaval.
- A mí me lo vas a decir, tía, que es mi colega.
- Y es mazo de guapo, tía.
- Ya te digo. Pues la zorra de novia esa que tiene se mosqueó un día conmigo porque íbamos por la calle y nos pilló abrazaos. Y va la tía y me dice: ¿Qué haces tú abrazá al Fidel? Y yo, pues tía lo abrazo porque el Fidel es mi colega de siempre, ¿vale? A mi qué coño me importaba su novia. ¿Qué no, tía?
- Ya te digo. Y desde que se lo hace en el gimnasio, el Fidel mola tope mazo, tía.
Y el tren se aleja del centro repartiendo su contenido humano en los suburbios chelis de Madrid y en las ciudades cercanas. El tren, a la vuelta, parece más de cercanías que a la ida.

22 abril 2009

Madrid, primera hora


Subo, ya más tranquilo, la calle Atocha. A medida que lo hago reparo en las hermosas puertas de madera de algunos edificios antiguos. Muestran algunas los símbolos cuadrados de hermosos laberintos, otras los rombos protectores, otras el chevron, otras bellos ajedrezados, otras diseños serrados, otras esquemáticas flores de loto… Lástima que en alguno de los esconces que hacen las entradas de los comercios haya gente durmiendo o, más bien a estas horas, aguantando el relente en sacos de dormir ajados. No tienen a donde ir, no tienen prisa.
Las tiendas no han abierto o están abriendo y algunas, sobre todo de las más pequeñas, se ve que cerraron para siempre por la crisis. Hay colas esperando en las oficinas de información, en las de Hacienda y en las de asuntos para extranjeros, éstas especialmente nutridas, donde los inmigrantes se organizan para que la atención se reciba en el orden debido y sin conflictos.
Al llegar a la plaza de Jacinto Benavente hay gran ajetreo de coches de reparto que surten a los bares, restaurantes y mesones de la zona centro, muchos de los cuales están enclavados en zonas que hoy son peatonales.
Por la calle Carretas me pongo en la Puerta del Sol en un suspiro. La Puerta del Sol está en obras y la salvo como puedo para, enseguida, encaminarme por la calle de la Montera hacia la Gran Vía. Siguen los repartos y la mayoría de los comercios comienzan a abrir también por esta zona. El tráfico de la Gran Vía es tan denso como de costumbre. La cruzo y me meto por la calle Fuencarral. El comienzo de esta calle, estrecha y con árboles parece la de cualquier pueblo.
Enseguida me topo con algún recuerdo cuando, a la izquierda, echo una mirada a la calle de San Onofre. Parece como si viera salir a la puerta de su portal a la tía Petra secándose las manos en el delantal y diciéndome enseguida:
- El tío Rufino no puede andar muy lejos, date una vuelta que estará tomando café por aquí cerca, yo no voy porque no puedo dejar la portería. Dile que se venga contigo y ya quedamos para comer. Porque, ¿te quedarás a comer, no?
Pero no, ni la Petra ni el Rufino, aparecerán ya por allí ni por parte alguna y, súbitamente, cambio de opinión y, en lugar de meterme por San Onofre, continúo por Fuencarral para evitar que la punzada del recuerdo profundice más de lo debido.
Madrid es la ciudad de las obras, la calle Fuencarral tiene un gran tramo en ellas. Llego a Tribunal esperando toparme con la singular portada barroca del hospicio pero resulta que también está en obras. Lo tapa completamente un lienzo con la fachada dibujada. Curioso intento de evitar que tanta obra afee la ciudad. Así que, mientras me decepciono de nuevo, me viene a la memoria otro pariente que vivió en la cercana calle de Churruca. Quizás porque aún no he desayunado, recuerdo que teniendo unos doce años aquel pariente me invitó a hacerlo por allí cerca, en un bar de la calle Fuencarral. Se le ocurrió al buen hombre rematar el desayuno con una copa de anís dulce y, sin considerar mi edad, pidió que a mí me la sirvieran en forma de palomita. Apenas tomé la mitad de la blancuzca palomita me salió del estómago cuanto antes en él había entrado con el consiguiente susto y disgusto del pariente y mi primera experiencia desagradable con el alcohol. Recordé que era un bar estrecho y largo que al fondo, a la izquierda, tenía los servicios y también un comedor. Y como por ensalmo, siguiendo Fuencarral adelante, aparece. Es el bar Peñacruz. Entro en él y, con la excusa de ir a los servicios, localizo éstos y el comedor interior. Luego reparo en que dentro hay dos putas. La una es muy joven y guapa y está con un muchacho que pega más que sea su cliente que su chulo. Toman café con leche y el chico, con cierta delicadeza, pide tostadas con unte de tomate y aceite. La otra es más mayor y descarada y está con su maromo, mano a mano, tomándose unas copas de orujo de hierbas que en ese momento el camarero repone generosamente. Tomo un café con leche y una rosquita de hojaldre casera con cabello de ángel y luego estoy tentado de pedir un anís, pero decido tener algo más de seso que mi pariente y desecho la idea. Enseguida me voy pensando cómo, de milagro, algunos lugares se conservan mientras lo normal es que todo cambie sin cesar. De mi pariente, ni mentarlo, otro que no aparecerá.
Llego a la glorieta de Bilbao y, maldita sea, la zona donde estaba la cafetería La Campana también está en obras. Otro recuerdo cegado. Así que sigo y enseguida me planto en la glorieta de Quevedo. Sigo por Bravo Murillo y entro en la confitería Mallorca. Una de las dependientas me atiende solícita y me pone una docena de pasteles tan diminutos que he de decirle que complete con los que quepan en la bandeja so pena de hacer el ridículo allá donde los lleve. La muchacha se ríe. Luego le pregunto que si hacen pan al estilo de los pueblos y me señala lo que hay al otro extremo del largo mostrador de la pastelería. Me dice que son baguettes. Le contesto que ya lo había notado pero que no me había atrevido a decirlo por mi poco dominio del francés. Se ríe nuevamente y me dice que he de pagar en la caja a la salida. Le digo que primero voy a hacer una llamada y me paso a la barra de enfrente, que es de la cafetería del mismo local. Pido un café. Mi llamada es para ver si la persona a la que debo visitar se encuentra en casa. Lo está.
Mientras tomo el café observo como, en una esquina de la barra, un tipo que anda por los sesenta se deja hacer cucamonas y caricias por una joven que no pasa de los veinticinco. Desde luego el lugar es muy discreto y las horas las menos sospechosas para amores ilícitos pero, por mucho que babosee el madurito con su atractiva amiga, creo que tales relaciones son siempre ficticias. Recojo los pasteles, voy a pagar y la dependienta que me atendió, a la que paso, me hace un gesto simpático y ambiguo, como diciendo: así son las cosas.

21 abril 2009

Madrid


Subo por los pelos al tren que a las ocho y un suspiro sale hacia Madrid. Aún tengo asiento. Para en todas las estaciones. Por eso el trasiego de viajeros es constante. Vamos pasando Azuqueca, Meco, Alcalá, Torrejón, San Fernando, Vallecas, Pozo, Entrevías… Todo el mundo va en silencio. Nadie saluda ni da los buenos días aunque se te siente casi encima. Nadie mira a los demás, si no es de reojo, ni soporta que los demás lo miren sin torcer el gesto. Por si el aislamiento, que todos respetan como si fuera un compromiso firmado, no fuera suficiente hay quien lleva auriculares, hay quien gafas de sol, hay quien se enfrasca en la lectura, hay quien sin más se duerme recostándose sobre el de al lado que, pacientemente, lo aguanta… Los más concentrados, totalmente alienados, no paran de maniobrar con el teléfono móvil enviando y recibiendo mensajes, incapaces de retirar los ojos del dispositivo, como imantados por la luz de la pantallita, tal que insectos. Procuran el aislamiento personal de los demás viajeros, el del cuerpo a cuerpo, pero no pueden vivir incomunicados por el móvil, por más de unos minutos, porque de él son adictos fieles. En medio del silencio y de la incomunicación mutua, la megafonía del tren anuncia a los viajeros, con voz mixta entre comercial y metálica, la estación de Atocha. Allí bajamos la mayoría. Son las nueve.
Nada más abandonar el tren, además de la incomunicación que ya traíamos y que nadie abandona, comenzamos a andar todos a un ritmo vertiginoso. Busco a ese sargento invisible y enérgico que nos marca una marcha tan vivaz pero no lo encuentro. Imagino que la ciudad tiene un aire cargado de estrés por la respiración de generaciones y que éste, al respirarlo, nos ha inoculado a todos el espíritu de caballos de carreras. ¡Pero si es que vamos todos como si todos fuéramos con coche pero sin él!
Emerjo de las entrañas del suelo en el Paseo de la Infanta Isabel codo con codo, sin perder un tranco, con los que conmigo salieron. Miro al Ministerio de Agricultura de impresionante portada. Ya está bien. Me digo que ya vale de correr y, en cuanto camino de un modo indolente, me doy cuenta de que, aparte de entorpecer a veloces viandantes que me rebasan, es primavera. La cuesta Moyano está hoy, y a estas horas, desierta de libreros. El Paseo del Prado luce la exuberancia del Jardín Botánico, pero no voy hacia él. Cruzo el paseo e inicio la subida de la Calle Atocha. Los muchos restaurantes que en esta calle había se han transformado en chinos, turcos, tailandeses… y hasta uno de aquellos tan castizos, donde era típico comer bocadillos de calamares, ha cerrado. La Joya se llamaba y estaba en la misma esquina. Me paro a contemplarlo y a recordar los tiempos aquellos e inmediatamente me doy cuenta de que en esta ciudad no se ve bien que nadie esté parado (inmóvil digo) y que, enseguida, la gente te mira con algo de extrañeza porque aquí los ciudadanos ven normal el movimiento y la quietud les irrita y espanta o, como poco, les mosquea.

18 abril 2009

El expreso Costa Brava


Llegó el día de la partida. Lázaro marchaba a trabajar en la hostelería a Canut de Mar. Era la tarde noche de un día de primeros de junio. Su tío Manuel le bajó a la estación para despedirle. Por aquel entonces Manuel estaba sin trabajo. Vivía en casa de una hermana casada y no tenía un duro. Al ver que Lázaro se iba, éste tuvo la impresión de que a Manuel ganas le daban de marcharse con él. Al llegar el tren, le preguntó si llevaba el billete y si llevaba dinero. A la primera pregunta le dijo que sí y a la segunda que unas monedas.
- Pero, ¿cómo consienten que te vayas casi a Francia sin dinero?
El hombre, visiblemente conmovido, sacó su cartera y le dio todo cuanto en ella llevaba, sin dejar ni un solo billete. Lázaro sabía que era todo lo que tenía. Luego le dio un abrazo y se dio media vuelta porque no quería que el muchacho le viese llorar. Su imagen, con el traje arreglado y teñido de negro que había sido de su padre, el mismo que llevó a La Fambra pero ya más ajado, y su pinta de muchacho decidido sólo daban muestra evidente de un audaz desamparo. Desde sus tiempos boyantes de La Fambra hasta ahora era como si hubiese empequeñecido, encogido, como si hubiese perdido la apostura que aquella confianza ficticia, que llegó a tener, le daba. Cuando salió el tren, Manuel no se volvió pero agitó la mano porque sabía que Lázaro le estaba mirando. El tren dejó la estación de su ciudad y se metió en la noche que ya estaba cerrada.
El expreso Costa Brava era un tren que venía de Algeciras y que subía hasta Port Bou en la frontera con Francia. Durante el día hacía el recorrido de Algeciras a Madrid y por la noche el de Madrid a Port Bou. El tren iba lleno de magrebíes con chilabas y un montón de equipaje, de soldados que estaban haciendo la mili en África y volvían a la península con sus bolsas y petates y, en general, de gentecilla de medio pelo, como Lázaro. De todos los que viajaban en aquel tren ninguno tenía pinta de tener donde caerse muerto. Era difícil encontrar un sitio entre aquel marasmo de personal. Todo el mundo se había tumbado donde pudo para pasar la noche y los acomodados, que ya llevaban muchas horas de tren, ignoraban totalmente a los que no encontraban sitio. Los aposentados, dormidos o fingiendo que lo estaban, pasaban indolentemente de los demás, aunque algunos mostraran sus billetes con derecho a asiento. Había quien protestaba y amenazaba con llamar al revisor pero los acomodados ignoraban sus protestas, y hasta su mera existencia, con la misma indolencia del que toma el sol. A Lázaro eso no le preocupaba. Tenía un desasosiego que le hacía inmune a la incomodidad. Buscó un lugar libre junto a una ventanilla, en un pasillo, y allí, a ratos de pie y a ratos sentado sobre su pequeña maleta de cartón piedra, pasó la noche. No durmió nada. Llevaba la ventanilla abierta por la que le entraba el aire fresco de la noche y el olor a carbonilla y a humo de la máquina. Iba pasando por muchas y muchas estaciones, todas desconocidas. El Costa Brava paraba en casi todas. Ansioso y anhelante de la llegada del nuevo día, no se apartó de la ventanilla en toda la noche. Lázaro, con el alma atenazada por las sombrías profecías de su tío Prim, pensaba y repensaba: ¿Cómo me irá?, ¿ganaré dinero?, ¿podré volver orgulloso a mi casa dentro de unos meses con un montón de billetes? O, por el contrario, llevarán razón Prim y Mauri y volveré sin un duro, como un desgraciado. ¡Qué vergüenza, si me pasara esto!
Luego, siguiendo con las previsiones que se le habían anunciado, pensó: ¿será verdad que son tan putas las tías extranjeras y que como te descuides te dejan sin un duro?, tengo que tener mucho cuidado… Los pensamientos se sucedían veloces, atemorizantes, como el trac-trac, trac-trac monótono de aquel tren que cada vez le alejaba más de su ciudad. Así, en aquella laguna de incertidumbre, transcurrió la larga noche.
Amaneció en Tarragona. El tren estaba parado en la estación. Recordaba Lázaro, como en un sueño, una explanada gris ante sus ojos, totalmente quieta, frente a la estación. Al principio le pareció una inmensa llanura de cemento grisáceo con esa extraña luz irreal del amanecer calmo y brumoso. Era tan irreal que pensó que se había dormido y estaba viendo una extraña visión. Tuvo que convencerse a sí mismo de que, por fuerza, aquello había de ser el mar y no la explanada inconmensurable, gris, quieta y vacía que parecía. Aquella primera visión del mar le defraudó. ¿Y era allí donde los ríos cantarines y sonoros iban a parar? ¿A aquella triste quietud?
Tres horas después el Costa Brava se detuvo en su estación de destino: Canut de Mar. Desde allí tomó un autobús que le dejaría en el Hotel Casals.
El hotel estaba entre Canut de Mar y Boadella, a unos dos kilómetros del primero. No iba Lázaro muy tranquilo en el autobús porque todo el mundo le miraba fijamente, de un modo extraño, apenas daban en él. Claro que, como le habían dicho que aquello era Cataluña, pensó que quizás se le notara que no era catalán y puede que, a los de allí, su fisonomía les pareciera algo curiosa. Pero, en efecto, la gente no dejaba de mirarle, no era una aprehensión suya.
El chófer del autobús le indicó donde estaba el Hotel Casals y le dejó frente a él. A Lázaro le impresionó el edificio. Tenía un ancho acceso por la parte izquierda que permitía a los vehículos y a las personas acercarse a la entrada principal o acceder al hermoso bar con terraza y piscina que ésta tenía enfrente. Nada más iniciar su entrada por ese acceso oyó unas voces dirigidas a él pero, como sabía a qué iba, continuó su camino sin detenerse.
No habían pasado ni cinco segundos cuando vio venírsele encima dos enormes perros. Uno era un bóxer y el otro un pastor alemán. Casi se paralizó del susto. Antes de que se diera cuenta cada uno de los perros le tenía apretado, mordiéndole uno cada pie, contra el suelo. Al mismo tiempo los dos perros gruñían amenazadoramente como si avisaran de que no se moviera. Quedó inmóvil y aterrorizado. Le seguían voceando que se fuera, que aquello era propiedad privada. Estaba desconcertado y sorprendido. Mira que si ahora no me quieren aquí, pensó. Y se dio cuenta de que el dinero que tenía no le daba ni para volver.
De repente salió por la puerta principal un señor mayor y se vino hacia él.
- Perdone, buenos días... –dijo Lázaro, intentando congraciarse con quien se le aproximaba.
El hombre le miró y, como si acabara de darse cuenta, dijo:
- Usted debe ser el Lázaro.
- Sí, sí señor...
- ¡Fat, Dat! -ordenó inmediatamente con dos voces secas, y los perros soltaron a Lázaro y mansamente se retiraron a su espalda- Perdone, Lázaro, pero ya verá usted que por aquí hay mucho vagabundo que se mete por cualquier parte. A usted estos perros no volverán a confundirle.
El hombre tenía más de 60 años y le hablaba en castellano con un fuerte acento catalán que, claro, Lázaro era la primera vez que identificaba. Tenía aspecto de pallés, vestía con modestia pero iba muy limpio, era calvo y fuerte y tenía las manos grandes como el que ha trabajado con ellas toda su vida. No lo parecía pero, según Lázaro supo después, era el dueño de todo aquello. Era el señor Agustí. Educadísimo, siempre le trató de usted durante los cuatro meses de la temporada de verano en que el muchacho trabajó para él.
- No trabaje usted hoy, Lázaro, dedique el día a descansar que no habrá dormido bien.
- Mire usted, señor Agustí, yo he venido aquí a ganar dinero y empiezo a trabajar ahora mismo –dijo Lázaro, que tras la noche de incertidumbre y dudas, llegaba totalmente concienciado.
- Bueno, hombre, como usted quiera, pero, por favor, suba primero a la habitación que le asignarán y lávese un poco. Baje con camisa blanca y corbata y, en cuanto sea posible, le haremos un uniforme.
A pesar de su buen trato aquel hombre le miraba también con una cierta extrañeza. ¿Habrá por aquí tan pocos castellanos? Sus prejuicios no le dejaban imaginar otra cosa antes las persistentes miradas de todo el mundo. Al poco una señora le condujo a una habitación a la que se accedía por un patio que estaba en la parte posterior del edificio. Subiendo unas escaleras que daban a una galería había una sucesión de habitaciones con una ducha y un servicio común. Allí tenía su habitación, compartida con otro miembro del personal del hotel, y, anejo a ella, otro servicio con ducha.
Al ir al servicio para lavarse, encontró en el espejo la imagen de alguien que le costó reconocer. Era un chico con el pelo rizado, un trajecillo teñido de negro como si viniera de enterrar a alguien, la cara asustada y, eso sí, toda ella negra de carbonilla como si se hubiera disfrazado para hacer de rey negro en la cabalgata de su pueblo. Sólo alrededor de los ojos aquello blanqueaba un poco. El humo y la carbonilla del tren habían hecho su efecto a lo largo de la noche. Los catalanes no habían notado que fuese castellano. No había sido una cosa genética. Podía tenerlo claro.

17 abril 2009

Admonición


Enseguida comprendieron al verle, su madre y los demás, que las cosas no habían ido bien en La Fambra y que esa vuelta, inesperada y sin avisar, no significaba nada bueno. Sin embargo no hubo reproches y se conformaron con las explicaciones que Lázaro dio.
En su casa las cosas, económicamente, no iban bien. Su madre no se lo dijo pero no hacía falta. Buscó la dirección que Blasco, el pupilo de la residencia, le dio en La Fambra. Era la del Hotel Casals en Canut de Mar.
Lázaro escribió y le comunicaron, a vuelta de correo, que estaba aceptado, que se presentara cuanto antes.
Se lo dijo a su madre. Ella puso el grito en el cielo. ¡Irse a trabajar a la Costa Brava!, pero si aquello estaba casi en Francia, ¡a quién se le ocurría! ¡De ninguna manera!
No obstante, ella, que le conocía bien, sabía que no podría pararle. Asustada, por lo que le pudiera ocurrir, decidió pasarles el asunto a los hombres fuertes, a los duros de la familia, que eran como dos patriarcas gitanos sólo que en payo. Los dos por cierto se llamaban Ángel. Sí, como el custodio. Eran dos tíos políticos de Lázaro.
Lázaro, molesto porque su madre no se considerara suficientemente capaz para asumir por entero su decisión, pensó en no acudir a la llamada de ninguno de los dos patriarcas y hacer lo que tenía en mente. Sin embargo, tras serenarse, dudó de que aquella decisión fuese acertada y, aún en contra de su primer pensamiento, decidió entrevistarse con ambos y ver si, al menos, su madre se calmaba.
El primer Ángel, el tío Ángel Prim, le citó en su despacho, cosa que sonaba bastante seria, solemne y hasta amedrentadora. Pero a Ángel Prim le encantaban esas solemnidades novecentistas, algo trasnochadas, y a Lázaro no le extrañó el lugar elegido para la cita.
Estaba el despacho en un almacén de antigüedades que, junto con un socio al que todos llamaban Mauri a pesar de ser casi sesentón, tenían en una zona comercial de la ciudad. Todo fue entrar Lázaro en el despacho, cerrarse la puerta a sus espaldas y caerle encima una retahíla de reproches, admoniciones, advertencias e historias ejemplarizantes destinadas, sin duda, a disuadirle de sus propósitos. Sin embargo, éstas sólo contribuyeron a incrementar su corto conocimiento de la vida, de las personas en general y de su tío Ángel Prim y su socio Mauri en particular, aparte de llenarle de nuevos temores que a él no se le habían ocurrido. A lo largo de la entrevista se sucedieron frases similares a éstas:
- Pero, ¿es que tú nos vas a hacer creer que te vas a Canut de Mar a trabajar?
- Pero, ¿es que tú te crees que nosotros no hemos tenido dieciocho años?
- Pero, ¿es que tú te has creído que Mauri y yo somos gilipollas?
- Pero, ¿es que tú te has pensado que Mauri y yo nos hemos criado debajo de un tomillo?
- Tú no vas a hacer en Canut de Mar ni un puto duro y, además de con los bolsillos vacíos, vas a venir hecho un vicioso y, puede que también, un enfermo. Pero, ¿tú sabes dónde te vas a meter, muchacho?
- Pero, ¿no comprendes que ya tendrás tiempo de irte de mujeres y que lo que tú tienes que hacer es trabajar y ayudar a tu madre?
- Mira, ¡pregúntale a Mauri, que ha vivido mucho, lo que le pasó en Cádiz cuando era joven por encelarse con una chica!
Mauri, a desgana, narró sucintamente los hechos tirando del tono más paternal, cariñosos y convincente que encontró:
- Pues mira, hijo, que me pillé unas purgaciones que me duraron dos meses y el día que me iba, como despedida, sus tres hermanos me dieron una mano de hostias, según ellos, por haber abusado de la niña y, ya de paso, me quitaron la cartera y el reloj.
Lázaro se calló y miró al suelo porque aquello último le resultó familiar. Su tío Ángel Prim, interpretando su gesto como una primera señal de arrepentimiento, volvió a la carga.
- ¡Lo estás viendo, es que os creéis que lo sabéis todo y no tenéis ni puta idea de nada, que sois unos jodíos críos que vais por ahí a comeros el mundo!, ¡y es el mundo el que os come a vosotros!, ¿qué te crees, que no nos hemos enterado que te han echado de la residencia de La Fambra? ¡Qué vergüenza! ¿Es que no podías haber trabajado allí, si esas fueran tus verdaderas intenciones? Pero, claro, La Fambra se le ha quedado muy pequeña al señorito…
Ángel Prim siguió así durante una hora, poco más o menos, incrementando el número de los ejemplos aleccionadores que a Lázaro, por fuerza, le habían de disuadir de su actitud. Pero, eso sí, cada vez que tenía que poner un ejemplo de alguna golfería rastrera, vivida en propias carnes, no elegía las suyas, como sujeto del ejemplo, sino las del sufrido Mauri. Éste andaba ya un tanto quemado. De todas aquellas narraciones ejemplares y moralizantes el protagonista, cubierto de escarnio, era siempre e indefectiblemente el señor Mauri.
Así Lázaro se fue enterando de las juergas desmesuradas, las borracheras, las noches locas, los días seguidos de noches en blanco por el juego, las aventuras sexuales de pago y las surgidas con el voluntariado y todos los excesos conocidos, como si lo leyera pormenorizado en un manual titulado ABC de la golfería. Por otro lado le mostraron toda la gama de consecuencias orgánicas colaterales que estos hechos suelen traer consigo (enfermedades de la piel, horribles resacas, problemas de estómago, venéreas, peleas, trifulcas, robos, despilfarro de dinero…) pero, eso sí, siempre, inexorablemente, en la piel del rijoso de don Mauri.
Llegó un momento en que el pobre Mauri, ya mosqueado del todo, cuando su socio Ángel Prim le urgió por enésima vez para que contara al muchacho alguna otra desgracia, a la que, ¡cómo no!, una pérfida mujer le llevara seduciéndole con sus encantos y aprovechándose de su nívea candidez, se plantó. Y esta vez Mauri estalló y no se cortó en su furia pues, dando un puñetazo en la mesa, se revolvió como una pantera y encarándose con su socio le dijo:
- ¡Mira, Ángel, me tienes hasta los mismísimos cojones!, y luego, dirigiéndose al muchacho añadió:
- ¡Dile a tu tío que te cuente él su puta y aciaga vida, porque en todas esas ocasiones, que tanto insiste en que te cuente, estuvo también él y le pasó como a mí y aún peor algunas veces, ¡joder! ¡Qué ya está bien, coño!
Así se enteró Lázaro de que aquellos dos seres, hasta ese momento para él próceres ejemplares, habían sido dos crápulas de muchas campanillas. No se daban cuenta que él, a su edad, si no era ya un ser puro, porque no lo era, andaba todavía en los arrabales más cercanos a la virtud.
Sin embargo Lázaro, para ser tan joven, no perdió la calma. El muchacho, con sus mejores modos, les agradeció todas sus advertencias y consejos pero les dijo que o le buscaban un trabajo, además de bien aconsejarle, o se iba a Canut de Mar donde ya lo tenía apalabrado.
Ocurrió lo previsible. Como es mucho más fácil predicar que dar trigo, los ofrecimientos no fueron más allá de estos consejos y, aparte de quedar ambos a la altura del barro ante Lázaro que por personas ejemplares les había tenido hasta ese día, no alteraron el firme propósito de éste. Y así su decisión se mantuvo firme porque, de trabajo, no hubo ofrecimiento alguno.
Lázaro se despidió amablemente de Ángel Prim y de Mauri. Ellos quedaron cumplidos por haber intentado disuadirle de su idea y algo atufados entre ellos. Lázaro, fuertemente ejemplarizado por sus devaneos, marchó contento por no haber mudado de propósito y, sobre todo, por no haber regañado con ellos. Se alegró de que su experiencia con el director de la residencia le hubiera servido para algo.
Pero lo peor aún no había pasado. Le esperaba el segundo patriarca. Y éste no estaba tejido con los mismos mimbres que Mauri y su socio. El otro ángel, Ángel Olmo, había sido la representación de su terror personal en la infancia. Era un hombre hecho para tratar con adultos. No entendía en absoluto a los niños. Lázaro no lo era ya, pero la imagen de Ángel Olmo era para él la de un hombre gruñón, machacón, expeditivo, foco de regañinas sin fin, con un genio de mil demonios y un aspecto amenazador que aparecía ante él revestido del profundo temor que le inspiró en su infancia. El segundo ángel, le recibió en la cama. Su tía ya se había levantado mucho antes de que él llegara. Era una mañana de domingo y al tío le gustaba quedarse en la cama leyendo, cómo no, libros de guerra, los más, y también de historia pues ambos eran sus lecturas preferidas. Aunque este encuentro le pareció que discurriría como el anterior, o si acaso más dramáticamente por los antecedentes de Olmo, no lo fue en absoluto. Fue más parecido a esas escenas de las películas de la mafia donde un padrino tranquilo y experimentado escucha, con paciencia y fingiendo gravedad, los proyectos de un jovencito inexperto pero audaz que desea hacer algo al margen de la cobertura familiar.
La verdad es que aquel Ángel Olmo era un hombre mucho más correoso que Prim en todos los aspectos. Toda la vida había sido un mercader, un tratante, un comerciante vocacional, hasta con los gitanos había hecho tratos favorables, se había tirado la guerra entera en las trincheras, tenía un montón de condecoraciones...y físicamente imponía. A aquel hombre no se le podía engañar. En efecto, si se mantenía serio, su rostro de piedra no dejaba escapar un gesto que delatara su pensamiento. Un gánster de Chicago no hubiera impuesto más respeto. Unas cejas anchas y oscuras, como dos cepillos, ponían un acento circunflejo a la dureza de su rostro. Un pipiolo como Lázaro no tenía ninguna oportunidad ante aquel capo. El muchacho habló sin titubeos desde el principio. Eso le salvó, Olmo, experto en tratos, intuía los resquicios que ensombrecen la verdad en cualquier vacilación. El tío le dejó hablar tranquilamente, sin apremiarle, y, a los dos minutos, aquel tahúr que había desplumado a los veteranos italianos de su compañía jugando al mus bajo fuego de mortero, ya se había dado cuenta de que simplemente tenía delante a un chico que quería trabajar en el verano para darle el dinero a su madre y pasar el invierno estudiando. Como zorro viejo se percató al instante de que tenía delante a un infeliz adornado de buenas intenciones. Hizo que la conversación se prolongara. Lázaro, animado por la inesperada receptividad que encontró en el tío, habló y habló, sin percatarse de que justamente era eso lo que su tío quería. Cuando el muchacho le hablaba de los derechos, de la justicia, de la bondad...Olmo no le contradecía. A veces se limitaba a sonreír muy suavemente (como diciendo: hijo, hay que joderse lo tonto que eres, lo que te falta por aprender) y otras le hacía preguntas, abundando en el tema que trataban. Por sus respuestas se daba cuenta de que Lázaro era sólo era un muchacho sin apenas experiencia en nada, un inocente, un ignorante sin picardías. Curiosamente, Lázaro, desde aquel día apreció en aquella especie de gánster, que tantas veces le había hecho temblar de niño, un afecto que no esperaba. Cuando Lázaro se fue, Angel Olmo llamó por teléfono a su madre, la tranquilizó y le recomendó que le dejara hacer al muchacho sus planes. Y aquello fue el inicio de una amistad duradera.

15 abril 2009

De vuelta


A medida que el autobús se alejaba de La Fambra, Lázaro quiso rememorar su estancia en la ciudad pero no pudo. El agotamiento le venció y le hizo pasar la página de golpe. Se quedó dormido.
El aire tibio del viejo autocar, su suave traqueteo, el trajín inusual de las últimas horas, el cuerpo tullido por los golpes y el frío de la noche pasada al relente le pusieron a dormir casi en el acto. Apoyó la cabeza en la ventanilla y no le dio tiempo a más: fin de capítulo. Se le fue la luz y el relax se apoderó de él.
Habrían pasado tres horas cuando su cuerpo se sintió ir adelante por la inercia de un frenazo y su cabeza fue a dar con el respaldo del asiento que tenía delante. Se despertó aturdido sin saber muy bien donde estaba.
- Marachote, veinte minutos de parada – voceó el conductor, abriendo la puerta y bajando del autobús.
Los ocupantes, con las piernas agarrotadas por el tiempo de quietud, se apearon de él estirándose y entraron en la cantina de Marachote. En una esquina había una mesa cuidadosamente preparada con su mantel, servilletas, cubiertos, vasos y platos. Enseguida la ocuparon el conductor y su ayudante. Una chica joven con un delantal blanco, que se movía airosamente, les puso delante inmediatamente sendos platos con un par de huevos fritos, un chorizo y un lomo. Antes de que pudieran pedirlo trajo también una panera repleta de trozos de pan blanco y una botella de vino tinto a granel, espeso, casi negro, tapada con un corcho. Lázaro, al ver los dos platos humeantes, sintió más cruel que nunca el retortijón del hambre. Hacía más de veinticuatro horas que no probaba bocado. Tenía necesidad y le dolía la cabeza. Se echó mano al bolsillo pero al instante recordó que no tenía dinero. Se dio cuenta de que ni al hambre ni a la falta de dinero estaba acostumbrado. Sin embargo, había entrado en aquella cantina por inercia. No había sido buena idea. Ahora estaba allí, como un tonto, sin poder apartar los ojos de la comida, con las tripas sonándole y la boca aguada.
- ¿Qué va a ser? –le dijo un mozo con una chaquetilla blanca que atendía la barra.
- Nada, gracias. No me encuentro muy bien –dijo Lázaro improvisando una disculpa.
El mozo le miró de mala gana y continuó atendiendo a los que se acercaban a la barra. Lázaro se apoyó en ella de espaldas y vio como la gente se había sentado a las mesas y mientras unos pedían de beber otros sacaban tarteras con filetes empanados, tortilla de patatas, embutidos, pedazos de jamón curado, pimientos fritos, empanadillas, torreznos… y un olor variopinto a comida apetitosa le llegó de todos lados.
Un hombre mayor, frente a él, se apoyó una hogaza de pan en el pecho, poniéndola de canto, y le sacó una cuña hermosa con la navaja. Al terminar de hacerlo sus ojos se cruzaron con los de Lázaro. El hombre, curtido por los años, le dio el trozo de pan a una mujer que iba con él. Partió un segundo pedazo sin dejar de mirar al muchacho. Luego le dijo a la mujer que sacara el jamón y, mientras, él cortó un tercer trozo de pan. Lázaro miraba al suelo. El hombre troceó el jamón y tomando una buena loncha la puso sobre una de las cuñas de pan.
- Prueba, chaval, que es de mi pueblo. Seguro que en la capital no coméis cosas de éstas, ¡de qué parte!
- Muchas gracias –y lo cogió Lázaro con la cabeza gacha, con una vergüenza que le impidió añadir nada más, mientras sentía como la saliva se le agolpaba en la boca.
El hombre movió de lado la cabeza y sonrió, guardándose el pensamiento que tuvo en sus adentros. No dijo nada y dejó que Lázaro comiera sin molestarle. La mujer le miraba extrañada y por lo bajo dijo:
- ¿De qué le conoces?
- Para algunas cosas no hace falta conocer a la gente –dijo secamente el hombre, mientras hacía pequeños trozos de su loncha de jamón sobre el pan con la navaja cabritera.
Y la mujer, acostumbrada a no insistir y menos a destiempo, no dijo nada.
Cuando el chófer y su ayudante terminaron de almorzar se acercaron a la barra a tomar café. Era la señal para que todos pagaran lo consumido y regresasen al autobús.
El hombre que le había convidado hizo una seña a la mujer y ésta recogió todo y lo metió ordenadamente en un capacho grande de hule oscuro.
- ¡Qué vaya bien!
- Muchas gracias –dijo Lázaro casi más con la sonrisa y el brillo de los ojos que con la tímida palabra y siguió a la pareja hacia el coche.
Sus benefactores se bajaron en Alcolea, un pueblo a una hora de Marachote. El viejo y el chico se despidieron con una última mirada.
Dos horas después el coche paró donde siempre, frente al palacio. Habían llegado. Lázaro, con la mente aún habituada a La Fambra, lo abandonó como el que rompiera el cordón umbilical que definitivamente le apartara de ella.
Con la maleta y la bolsa subió andando por la Calle Mayor. En todos lados el río, el puente, el palacio, la Calle Mayor… La vida estaba revestida de monotonía. Estaba de nuevo en su ciudad y la vida, después de aquellos efímeros destellos de La Fambra, parecía de nuevo la misma película en blanco y negro de siempre.

12 abril 2009

Viajar también es mentira


Poquito a poco, y si tanta actividad como a la que estamos aparentemente avocados nos lo permite, nos podemos ir dando cuenta de lo que pasa.
Parece que hay que tener una casa y luego una segunda residencia (mar, montaña, pueblecito con encanto… / crucifixion, lapidation, flagelation…). No hay que tener dinero, hay que invertirlo, mostrando así nuestro lado más solidario, para que florezcan urbanizaciones por doquier y el mundo avance y las empresas ganen y generen generosas puestos de trabajo y así el hombre llegue a poseer la tierra. Que, por lo visto, equivale a ocuparla.
Hay que tener coche. Todos solíamos empezar, cuando entonces, por el denominado modesto utilitario, por lo del poco consumo y la facilidad para aparcar, que con el tiempo, y siempre por motivos de seguridad, cambiábamos por algún cochazo, dejándole el utilitario a la señora que, al parecer, le bastaba y aún sobraba con la seguridad que el cochecillo tenía. El sueño americano era tener aparcados, a ser posible en ostentosa batería a la entrada del chalé, el cochazo, el utilitario, el deportivo, el todo terreno, los de los chicos, la moto bicilíndrica, la de todo terreno y el vespino de la niña, el squad del travieso adolescente y la moto náutica subida en su carrito por si surgía un desplazamiento urgente a la costa atraídos por la llamada inapelable y atávica del aire iodado.
Y, luego ya, y tan importante o más que todos los anteriores mandamientos, está la obligación inexcusable de viajar. ¿Nos hemos preguntado alguna vez si nos gusta viajar?
Pero qué cosas, si viajar le gusta a todo el mundo. Ese sentido de libertad, esa sensación de autonomía, el llegar a sitios desconocidos, el descubrir lo inesperado, el disfrutar de parajes insospechados, el degustar los platos de sabor nuevo, el observar la rica variedad de tradiciones y culturas, el sentido del viaje que es como la vida, un transcurrir de aprendizajes y descubrimientos… ¡Cómo no nos va a gustar viajar!
Pues lo siento pero:
Ya no hay viajes, hay desplazamientos masivos.
Ya no hay viajeros, hay turistas.
Ya no hay itinerarios, hay destinos decididos por agencia.
Ya no hay alojamientos, hay reservas de hotel con tiempo de antelación.
Ya no hay contemplación tranquila, hay el constante chasquidito de la fotografía digital.
Ya no hay entornos naturales a observar, hay centros de interpretación de lo que vemos.
Ya no hay gastronomía local, hay comida convergente o rápida.
Ya no hay nada inesperado, hay rutas o visitas guiadas.
Ya no hay parajes insospechados, hay lugares atascados de coches todo terreno.
Ya no hay sitios tranquilos, hay sitios llenos de semejantes con su impedimenta.
Ya no hay viaje, existe, bien fundamentada, una industria basada en ese viajar que, supuestamente, nos encanta.
Bueno que nos han dicho que ha de encantarnos pero que, evidentemente, no es así. El verdadero viajar, como siempre, va a quedar en poder de unos cuantos afortunados que, bien por poseer recursos infrecuentes, puedan hacerlo cuando lo deseen o bien que, por ser pobres de pedir o meros vagabundos, se desplacen por la geografía por sus propios medios y en el tiempo en que les pete. Los demás creemos que viajamos pero hacemos el ridículo. Creo que esto de viajar voy a dejarlo. Viajar también es mentira.

03 abril 2009

El adiós


En casa de Camelia Lázaro se dio una ducha y, con su ayuda, se lavó y curó las heridas que tenía en cuerpo y cara. Había hematomas grandes en el cuerpo pero, seguramente siguiendo las instrucciones del macarra, no le habían pegado demasiado en la cara o, por lo menos, se encontraba reconocible y sólo con algún chichón, producto sin duda, de haber rodado por el suelo. Camelia limpió sus ropas y las dejó lo más decentes que pudo. Luego desayunaron juntos. Ella había ido a la vieja tahona del pueblo, que abría muy temprano, y comprado una hogaza grande, tostada y crujiente. Desayunaron huevos fritos mezclados con torreznos de esponjosa y crujiente corteza. La mezcla de aquel pringue sabroso y caliente estaba muy apetitosa. Además todo mojado y rebañado con el pan recién traído y aún tibio hizo que Lázaro se entonara definitivamente. Más que un desayuno fue un almuerzo. El café de una segunda cafetera puso buen fin a aquello.
- Perdona –dijo Lázaro –por las confidencias que te he hecho y que tenía apalabrado que de mí no saldrían.
- No tiene importancia –dijo Camelia.
- Es que son cosas cuyo conocimiento encierra peligro, informaciones que …
- Calla, Lázaro, si tú supieras las cosas que me cuentan.
- ¿Qué quieres decir? ¿Es que no te parece raro que yo…?
- Mira, Lázaro, las prostitutas somos como los vertederos de los sentimientos molestos, de los remordimientos. Todo lo que los hombres no se atreven a contar o lo que les avergüenza o lo que les tortura o lo que les preocupa, viene a parar a nosotras… si supieras cuanto yo sé dudarías, como me pasa a mí, de todo. Pero como la experiencia no se trasmite, de nada sirve que te diga. Contarte historias sería tontería. Ya irás aprendiendo, so pena que en alguna de éstas te dejes el pellejo. Dios no lo quiera.
Camelia, a media mañana y una vez que Lázaro estuvo más o menos aseado, le llevó de nuevo a La Fambra y aparcando su utilitario frente a la entrada principal de la residencia le dijo:
- Bueno, Lázaro, hasta aquí hemos llegado. Yo tengo que volverme y dormir lo que pueda hasta que abran el local. Qué te vaya bien. Supongo que no te volveré a ver.
- Nunca se sabe, pero creo que no.
- Pues, adiós entonces.
- ¿Puedo besarte?
Sorprendida, Camelia miró a Lázaro y dijo con una sonrisa y llena de buen ánimo:
- Pues claro, hombre, es lo menos.
Lázaro, por los nervios, le besó torpemente en los labios y apresuradamente bajó del coche y, desde la puerta del recinto de la residencia, le dijo adiós con la mano y ella pudo leer en su boca, y sobre una sonrisa, la palabra gracias. Camelia arrancó el coche y volvió despacio a su casa del pueblo. Durante el trayecto tomó un pañuelo de papel de la bolsita que llevaba en el salpicadero y se sonó la nariz.

Al entrar Lázaro en el recibidor de la residencia enseguida percibió algo extraño por la mirada intranquila del conserje. A todas luces parecía que el viejo le estaba esperando. Santiago, el conserje, era un hombre mayor, a punto de jubilarse que, tan pronto como vio a Lázaro, frunció el ceño y se acercó a él con su cara bondadosa de hombre tranquilo cruzada por una señal seria de preocupación.
- El señor director me ha encargado que le diga que ha de recoger sus cosas y marcharse –dijo Santiago, de sopetón, como el que cumple con una penosa obligación pero sabe que no puede eludirla.
- ¿Pero, cómo es eso? -se alarmó Lázaro.
- Me ha encargado que le diga que usted ha abandonado el servicio, que esa noche no ha dormido en la residencia y que además esta mañana no ha venido a trabajar…
- Pero es que he tenido mis razones. Me gustaría hablar con él.
- Pues no va a ser posible. Esta mañana le llamó el comisario Mansoz y, apenas habló con él, tomo esa decisión. Luego me dijo que iba a reunirse con el resto del equipo directivo fuera del centro y que estaría ocupado toda la mañana. Que le dijera lo que acabo de decirle y que su decisión era inamovible.
- Pero, Santiago, no puedo marcharme así. Hasta mañana no sale el coche en el que puedo irme y además… no tengo un céntimo.
- Pues ha de irse, Lázaro, el director no ha dejado ninguna duda. Hágame el favor de recoger sus cosas y en cuanto acabe debe entregarme sus llaves y dejar la residencia.
Lázaro abrumado se dejó caer en una de las sillas que había en el recibidor. Se inclinó y apoyó la cabeza entre las palmas de sus manos mientras los codos descansaban sobre sus rodillas. Estaba totalmente abatido. Ahora veía las consecuencias de haberse enfrentado con el director por un lado y de no haber aceptado las pretensiones de Mansoz. Todo ese idealismo, ese rechazo a la injusticia y todas esas consideraciones tan idealistas y cabales habían conseguido que le pusieran de patitas en la calle a la primera de cambio. Lo de no seguir los dictados de Mansoz como un cordero le había dejado radicalmente sin dinero, le había granjeado un palizón y el salir, casi de una patada, de su trabajo. Eso por listo, a ver si para otra vez espabilas, cilorrio, más o menos fue el mensaje que recibió en su despedida. Y Lázaro empezó a cavilar si no le hubiera convenido más ir a lo suyo y haber seguido haciendo el topo y viviendo bandera. Que la honradez mira a dónde le había traído desde los sitios suntuosos donde la picardía le tenía instalado. Aquellas últimas horas habían sido como un epitafio a su idealismo juvenil y al deseo de recuperar caballerosamente su honradez empañada. Y, para colmo, Mansoz y el director confabulados. Como el conserje dijo, era tontería el insistir. Le convenía irse y cuanto antes.
Recogió lo que tenía y volvió a meterlo en la vieja maleta aquella de cartón piedra. Tenía alguna ropa nueva que compró en sus meses de esplendor económico y también algún calzado. Se arregló con la vieja maleta y una bolsa grande. Tampoco pudo despedirse de nadie pues a aquellas horas todo el mundo andaba en sus quehaceres. Fue a entregar sus llaves a Santiago antes de marchar.
- No debió usted enfrentarse al director cuando el asunto de la Semana de la Juventud, usted no sabe cómo las gasta esta gente.
- Me temo que ya no tiene remedio. Muchas gracias por todo y que le vaya bien. Creo que el año que viene se jubila usted, Santiago –dijo Lázaro para cambiar de tema y fingir que ya se había sobrepuesto a su desgracia.
- Pues, sí.
- Que sea enhorabuena y que lo disfrute –dijo Lázaro al tiempo en que le tendía la mano al viejo.
Santiago se echó entonces mano a un bolsillo y, mirando precavidamente a los lados, le entregó un sobre marrón de los de la correspondencia oficial.
- Tome. He llamado a la estación y me he enterado de lo que vale el autobús. Más no puedo darle, pero para el billete siquiera…
Lázaro estuvo a punto de abrazar al viejo pero, mirándole a los ojos, le dio las gracias con un largo apretón de manos y con un nudo en la garganta se despidió.
- Adiós, señor Santiago. Muchas gracias.
- Adiós, muchacho.

Con la maleta y la bolsa estuvo deambulando por la ciudad. Pero procuró no dejarse ver por los lugares donde pudieran conocerle, le daba ya vergüenza su estado de necesidad recién estrenado y también el tener que dar explicaciones de su marcha. Menos mal que había desayunado hasta hartarse en casa de Camelia. Lo que le dio Santiago alcanzaba para el autobús pero no podía gastarlo. El autobús salía a las ocho del día siguiente. Con la maleta y la bolsa deambuló sin saber dónde meterse pues no tenía ni para tomarse un café. Le sorprendió el ocaso junto a la casa que hizo el abuelo marino de su amigo, en un pequeño parque municipal que había delante de ella y desde donde se veía La Fambra a la derecha y la vega del río, aunque no con la impresionante vista que todo ello tenía desde el puente de la casa-navío.
Pensó que allí podría pasar la noche durmiendo sobre uno de los bancos. El parquecillo era un sitio discreto y no era lugar de paso. Y así se quedó dormido pensando cómo cambia la suerte y cómo, de ser persona con dinero en el bolsillo y situación holgada, había pasado en apenas un día a quedarse sin nada, ni siquiera un lugar donde dormir la última noche y encima le habían apaleado como despedida. Y cómo, finalmente, sólo una puta y un viejo conserje se habían apiadado de él.
A las dos de la mañana un intenso frío que le estaba haciendo tiritar le despertó. Con eso no había contado. Se puso más ropa encima pero a pesar de ello el frío no cesaba. Se levantó y comenzó a caminar en círculo para entrar en calor abriendo y cerrando los brazos vigorosamente, fue entonces cuando vio el periódico metido en una de las papeleras. Enseguida lo desplegó y se metió varias hojas bajo la ropa pegando con el pecho y otras tantas con la espalda. Enseguida sintió un agradable calorcillo y pensó que eso le ayudaría a pasar aquella parte mas fría de la noche. Así fue.
En cuanto clareó recogió su maleta y su bolsa y comenzó a caminar con el frío relente de la mañana hacia la parada de autobuses. No sabía la hora exacta porque le habían dejado sin reloj. Cruzó por última vez el viaducto y el recuerdo del suicidio, de Valeria, de los paseos, del amor, del desengaño… todo vino a él en un momento y se paseó por su cuerpo helado. Pero, aunque dolorosas, eran ya sensaciones pasajeras que se deshacían en su interior igual que los girones de neblina que, procedentes de los huertos, se deshilachaban lentamente bajo el impresionante viaducto.
Llegó a la plaza y cruzó la explanada hacia la izquierda, bajó las escaleras amplias y pronunciadas que llevaban a la zona de la parada de autobuses. Los tres o cuatro bares de la explanada estaban concurridos y la clientela, que como él venía a coger su autobús, tomaba cafés o copas de aguardiente o de coñá o encargaban bocadillos o desayunaban a la espera de que su autobús llegase. Lázaro sacó el billete en la pequeña ventanilla. No se había engañado el conserje, le dio el importe exacto. Se acercó al pasamanos desde el que se dominaba la escalinata que bajaba a la estación del tren, el rio y el instituto donde su rival Hilario trabajó. Se quedó allí, al calorcillo del sol que empezaba a acariciar tibiamente el pasamanos y su vista se perdió por las frondosas choperas de los paseos felices con Valeria. La bocina del autobús le sacó de su ensimismamiento. Subió diligente, mostró su billete, acopló maleta y bolsa en unas redes que servían de portaequipajes y el coche salió sin más. Dejaron atrás ciudad y río y Lázaro se sintió arrastrado de nuevo por la corriente imprevisible de su vida.


02 abril 2009

Caballerosidad


Acabado su trabajo en la residencia, hecho el silencio y entrada ya la noche, Lázaro se encaminó al burdel para llevar a término lo que, según lo comunicado a Mansoz en su último informe, sería su última visita al local. Ese día sería el día del cierre definitivo de su colaboración informativa con la policía y el del final de los ingresos de Lázaro a cuenta, según todos los indicios, del erario público.
Según caminaba hacia el tugurio, que se ubicaba al otro lado de la ciudad, le dio tiempo a pensar. Iba Lázaro ponderando lo correcta y desapasionadamente que había razonado. Cómo se estaba apartando oportunamente de todo aquello y cómo, de un modo educado, tranquilo y agradecido, se las había arreglado para salir caballerosa y educadamente de la red que Mansoz le había preparado. Tal como las cosas se habían puesto no debía continuar en su labor de confidente. Iba pensando que, tal vez, Mansoz no fuera tan ruin como pensó en un principio pues le había dejado, pese a las tentaciones pecuniarias inherentes al trato, la posibilidad de un abandono discreto, digno y anónimo de sus actividades. Pero dejando a Mansoz, iba Lazaro úfano de sí mismo por cómo, después de casi un año engolosinado por ese bienestar económico tan muelle, había sido capaz de no perder el tino y seguir los dictados de su buen criterio. Y es que Lázaro aún tenía confianza en la palabra de los hombres, a la que sin probadas razones tenía por sagrada, y lo mismo le ocurría con la caballerosidad que hasta los más truhanes, pensaba el infeliz, reservaban para los que tenían por iguales.
Al entrar en el bar, apenas traspasado el umbral y en cuanto los camareros le vieron, notó como uno de ellos, tal vez un tanto precipitadamente, se fue escaleras arriba. Sin duda subió para avisar al encargado. No le extrañó, era lo normal cuando se presentaba en el local los días acordados, todos los fines de mes en el último año.
Tenía ganas de orinar por lo que pasó a los servicios que descubrió el primer día. Todo seguía en el mismo estado de asquerosa decrepitud y suciedad. Orinó y, apenas se había lavado las manos con mucha prevención en el lavabo menos roto, buscó algo limpio con lo que secárselas pero tuvo que echarse la mano al bolsillo y secarse con su pañuelo pues, no digamos toalla, sino ni siquiera papel encontró. Fue en ese momento cuando se abrió de un golpe la puerta de los servicios dejando entrar algo más de luz procedente del bar.
De los tres hombres que habían entrado dos le miraban y el encargado se volvió con parsimonia para atrancar la puerta. Tan pronto como la puerta estuvo cerrada y bien candada el encargado dijo:
- El comisario Mansoz nos ha contado lo bromista que es usted. También ha tenido la delicadeza de decirnos que hoy nos haría su última visita, así que les he pedido a estos amigos que acudieran para despedirle. Y así lo vamos a hacer, como usted se merece, de modo que nos conserve siempre en su memoria.
Los tres hombres se aproximaron a Lázaro y éste, sorprendido y asustado, al tiempo que recibía un tremendo puñetazo en el estómago, escuchó:
- No le marquéis mucho la cara.
Fue lo último que oyó. Después le vino una tanda de golpes, una hacienda de puñetazos y una catarata de patadas por todos lados hasta que, cayendo al suelo, perdió toda noción.

Alguien con no mucha fuerza le zarandeaba. Él tenía la mente perdida y una sensación un tanto dulce, estúpida y vaga pero de frío muy intenso.
- Vamos, chico. Levanta. Vamos que llevas tirado mucho tiempo. Arriba que te vas a helar.
Tras mucha voluntad por parte de quien le zarandeaba, Lázaro abrió los ojos. Tardó unos larguísimos segundos en reconocer a Camelia, la prostituta que le consoló aquel día del observatorio. Entonces hizo un intento por levantarse pero notó cómo le dolían las costillas y la espalda y después que le dolían también el estómago y las nalgas y el bajo vientre… y recordó que le habían dado una paliza en los chocrosos servicios del burdel. Se miró y vio que estaba sucio, maloliente con manchas en el pantalón y chaqueta cuyo origen era preferible no indagar exhaustivamente.
- ¿Dónde estamos? ¿Por qué estoy aquí?
- Estás tirado en un callejón, aquí cerca del bar donde trabajo, ¿recuerdas? En cuanto a por qué estás aquí eso tú lo sabrás.
Camelia tenía un coche pequeño aparcado a apenas cien metros de allí. Le ayudó a llegar a él. Lázaro quiso mirar su reloj pero no lo tenía.
- ¿Qué hora es?
- Está casi amaneciendo.
- Llévame al otro lado del viaducto, tengo que llegar a la residencia donde trabajo.
- Pero, ¿tú te has visto?, déjate de historias. Vivo cerca de aquí, en un pueblo pequeño. Te llevaré conmigo y en mi casa te aseas un poco y te lavas para que estés presentable. No creo que tenga importancia que, por un día, llegues tarde al trabajo.
Lázaro no replicó, se sentía agotado. Ella puso el coche en marcha y despacio atravesó las solitarias calles de la ciudad en la penumbra del amanecer. La calefacción del modesto coche entonó un poco a Lázaro, entumecido por el frío y por los golpes recibidos. Ansiosamente se palpó los bolsillos. Tenía la cartera pero, al sacarla, comprobó que sólo le habían dejado la documentación. En los bolsillos tampoco tenía una sola moneda. Le habían dejado sin un céntimo, pues todo cuanto tenía en efectivo acostumbraba a llevarlo encima. Pese a su preocupación, en los quince minutos del trayecto, no pudo evitar el quedarse dormido, con las mejillas repentinamente ardiendo por el cambio de temperatura y por la febrícula que en su cuerpo se iniciaba. Ella le espabiló y le ayudó a entrar en una casa baja, pequeña y fría de un pueblo cercano al que Lázaro, al quedarse dormido, no había podido identificar por los indicadores de la carretera. Le acomodó en un sofá, le echó una manta por encima y enseguida encendió una estufa de leña con unos papeles y unas astillas y ésta, al arder en ella dos grandes tacos de madera que Camelia echó, templó en pocos minutos la habitación.
- Bueno, me quieres decir qué es lo que te ha pasado.
Lázaro tenía aún la mente confusa. Tampoco sabía si debía contarle a aquella mujer aquel enredo pero, sin saber la razón, dijo:
- Haz café, por favor, ahora te lo cuento todo.
Camelia, sin dilación, encendió un hornillo de butano que estaba en una habitación adjunta que hacía de cocina, sacó de un armarito una cafetera de aluminio de esas que se dividen en dos partes y se enroscan y se puso a la tarea. Lázaro mientras tanto sopesaba el cumplir o no cumplir con lo que le había dicho, lo de explicarlo todo. Pero repentinamente, sintió vergüenza de sí mismo. Camelia le había recogido, una persona que le conocía de un día, bueno de una noche, le había recogido. Sin encomendarse a nadie le había llevado, en su coche, a su casa. Y todo esto sabiendo que él sabía que era una prostituta. Y le dio vergüenza el encontrarse dudando de quien tan desinteresadamente le ayudaba de aquel modo y así, cuando ella trajo la bandeja con la cafetera humeante y las dos tazas, él ya tenía decidido contarle la verdad. Y se vio contándole a Camelia todo lo que a Valeria le había ocultado y no supo decir por qué lo hacía.
Cuando terminó, ella sacó de un armarito de formica brillante, imitando madera exótica, una botella de coñá, sirvió dos copas y dijo:
- Lázaro, tienes mucha suerte.
- ¿Todavía te parece que tengo suerte? –dijo él –¿Es que no te has fijado como me han puesto?
- Sí, ya te veo. Pero lo tuyo en un par de semanas habrá desaparecido.
- Y qué te parece, entonces, ¿qué tendrían que haberme hecho?
- Tú habrías seguido la suerte de Hilario. Te ha salvado el hecho de que lo de Hilario es muy reciente y no se han arriesgado a repetir la suerte. Incluso en los días que vivimos dos muertes por suicidio, en tan poco tiempo y entre gentes afines, habrían dado mucho que sospechar. Eso te ha salvado –y cambiando de tema, dijo – Sabes, me alegro de que no seas policía. No me lo pareciste el día que te conocí.
- Por eso no me quisiste cobrar.
- No fue por eso. Fue porque fuiste cariñoso.

01 abril 2009

Despedida


Valeria, a raíz de tanta comidilla, había perdido la alegría propia de sus años y se había vuelto, abrumada por tanto comentario, menos callejera y más reservada. Aunque, como todo en la vida, el interés popular por su affaire iba paulatinamente decayendo en La Zambra, el rechazo sentido por Valeria tuvo en ella un efecto mucho más persistente y doloroso. Fue como una demolición interior. Apenas salía si previamente no había quedado con Lázaro o con alguna de las contadas amigas que le quedaron. Fue el primer escarmiento serio que le dio la vida, un aviso de que por más que se lo propusiera no se iba a librar, y menos en La Fambra, de su condición de mujer. Condición, ya para los restos, de mujer lanzada, por decirlo con buenas palabras, esas que en la ciudad usaban poco. Y todo ello no tenía desperdicio porque al que hubiera podido reprochársele su conducta era a Hilario, porque al fin y al cabo casado estaba, pero no a ella que era una mujer libre. Pero lo de mujer y libre no casaba bien en las mentalidades de La Fambra. Los viejos prejuicios habían aflorado a la primera oportunidad, como ocurría siempre, y se habían cebado con ella dejándole una marca para los restos. Sin embargo, bien por el hecho de su muerte o por el de ser hombre, más probablemente, a Hilario todo le quedaba cumplido. El tiempo pasaba y era lo único que contaba a favor de Valeria, porque la gente de todo terminaba cansándose y lo más reciente sepultaba inexorablemente lo antiguo. Y así como la cúspide de la primavera enterró definitivamente al crudo invierno de La Fambra así el paso de las semanas sepultó lentamente el recuerdo del suicidio de Hilario y cuanto le rodeó. El mes de mayo estaba terminando.

Salía de vez en cuando con Lázaro pero ya raramente caminaban por la ciudad o entraban en los bares o en las cafeterías que frecuentaban unas semanas antes. Casi todas las veces fueron sus paseos por la ya familiar vega del río. Sin embargo, la relación entre ambos había perdido la espontaneidad de las conversaciones, la sonrisa fácil y la alegría sensual y desenfrenada de antes. Era como si algo les hubiese convertido en pocos días en viejos conocidos.
Lázaro, en uno más de aquellos largos paseos, le dijo a Valeria que, con las vacaciones veraniegas de los muchachos de la residencia, su estancia en La Fambra se terminaría. Ella continuó caminando, mirando al suelo, como si no le hubiera oído. Caminaron en silencio casi media hora. Ella, sin mirarle y sin dejar de andar, le preguntó qué haría después. Lázaro dijo que, de momento, volvería a su casa pero que después ignoraba lo que sería de su vida. Habría de buscar algún empleo para vivir y seguir estudiando. Ella de improviso, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo, le pidió que la llevara con él. Lázaro siguió caminando sin contestar, sorprendido y asustado por aquella salida. Sin romper el silencio, caminaron mucho más de lo habitual aquella tarde. También hablaron mucho menos. Por una vez no acabaron en el suelo de cualquier pradera junto al río.
Cuando se dieron cuenta de lo alejados que estaban de la ciudad estaba anocheciendo. Dieron la vuelta y comenzaron el regreso a La Fambra empujados por la premura del ocaso. En la ciudad se distinguían diminutas ya, desde tan lejos, las primeras luces encendidas a la caída de la tarde. Más adelante, ya oscuro definitivamente, la luz de un tren que venía en dirección contraria rasgó la noche a una velocidad uniforme y su traqueteo se acercó y se alejó de ellos con idéntica monotonía cadenciosa hasta devolverles de nuevo a su silencio. Llegaron cerca de la ciudad sin perder el mutismo. Era noche cerrada y sólo el tenue blanqueo del camino de tierra, al que sus ojos se habían acostumbrado, hacía que pudieran seguir por él. Entraron en la ciudad al cabo de media hora. Llegaban ya al callejón donde debían separarse. Ella en dirección a su casa y Lázaro en dirección, como siempre, al viaducto para llegar a la zona del ensanche donde la residencia estaba. Lázaro veía llegar el callejón a ellos como si tuviera movimiento propio, como si no estuviera sucediendo.
- ¿Ves aquella estrella? –dijo Valeria de improviso señalando uno de aquellos puntos luminosos –la que brilla tanto y está justo debajo de aquellas cinco que están tan juntas.
- Sí –dijo Lázaro.
- Yo la miro muchas noches. Si quieres, puede ser nuestra estrella. Cuando yo la mire me acordaré de ti y cuando la mires tú te acordarás de mí. Seguro que alguna noche coincidiremos.
- Seguro.
Lázaro no se creía que se hubieran separado así, sólo soltándose la mano. Le parecía estar soñando. Sin embargo, así fueron las cosas. Ninguno de los dos tuvo valor para volver la cabeza y mirar irse al otro. Una sensación de irrealidad le invadió todo el resto del camino hasta llegar a la residencia. Un sentimiento de abandono le acompañaba.

En la residencia las cosas no iban muy bien últimamente. Los muchachos estaban revueltos con el influjo solar de la primavera, excitados por el olor mezclado de los cientos de flores brotando y soltando enseguida sus pólenes, alterados por el nerviosismo de los exámenes finales y la, ya próxima y sentida, idea de liberación del fin de curso. Todo eso era normal y constituía el ambiente, bien conocido, de los finales de curso en todas las instituciones pobladas por jóvenes.
Éstos tenían además alguna queja interna referente a la residencia. Se quejaron a Lázaro de que, para una fiesta que pomposamente llamaban Semana de la Juventud, la dirección del centro les pedía un dinero que, según ellos, sólo se gastaba en agasajar a las autoridades con merendolas mientras ellos lo pasarían con un balón en los patios. Lázaro les dijo que eso no podía ser, que hablaría con el director y que le plantearía su postura porque, evidentemente ellos, la juventud, debían ser el eje de la fiesta.
No le gustó nada al director que Lázaro, que al fin y al cabo era uno de los educadores de su residencia, se erigiera en representante de los alumnos. Sin embargo, pensando taimadamente que, si le decía la verdad, los alumnos se negarían a pagar aquel plus que se les pedía, le aseguró a Lázaro que se harían actividades para los alumnos con ese dinero y que de los extras en comida se beneficiarían todos. Lázaro, incapaz a sus años de dudar de la palabra de ese prócer que a él le parecía ser el director, trasmitió satisfecho la contestación a los alumnos y éstos, un tanto renuentes pese a todo y menos crédulos que Lázaro, pagaron.
Fue grande la decepción de todos y más aún la de Lázaro cuando, llegada la semana indicada, sucedió lo que los alumnos pronosticaron y lo que Lázaro menos se esperaba: que el director faltase a su palabra.
Hay edades en las que uno se atreve a casi todo, por ridículos que terminen siendo esos atrevimientos. Así que Lázaro tuvo el valor, llevado por una más que justa indignación, de enfrentarse con el director y, sin amilanarse ante la presencia de quien le pagaba, decirle que no le parecía honrado ni justo lo que había hecho. El director, aunque era un viejo zorro que en su vida ya había oído de todo, encajó las palabras del muchacho de muy mala gana y, pese a sus espuelas, se le puso la cara de vinagre. Sin embargo se contuvo y, de momento, nada hizo contra aquel payasete que se había erigido en defensor de los humildes.
Lázaro, pensando haber amilanado al director por la gran fuerza que pensaba que daba a sus palabras la razón, salió de la entrevista orgulloso como un paladín, con la satisfacción inmensa de haberle recriminado su actitud a su jefe y, además, en su propio despacho. No era entonces capaz, ni lo fue en mucho tiempo, de darse cuenta de que el maduro director tenía mucha práctica en tragarse sapos y culebras de todos los tamaños y que sus quejas de muchacho, además de no tener trascendencia alguna y de no ir a ninguna parte, no llegaban ni a renacuajos y tanto le inquietaron al director como las protestas de los monaguillos afectan en el pulso a los obispos. Sin embargo, Lázaro creyó que le había dado un golpe mortal, o al menos duro como pocos, a aquel director manejante y mentiroso. Y así quedó contento por lo hecho e ignorante de que en cualquier momento podía verse cacareando y sin plumas. Pero, como su ingenuidad y su simpleza caminaban del brazo, quedó orgulloso y contento del éxito aparente de su queja pues, corrido como le había dejado al director, seguramente en el futuro tendría más cuidado con lo que prometía. Seguro que sí.
Los alumnos, por su parte, le dijeron que el director se había valido de él para conseguir sus fines y, Lázaro, tuvo que admitirlo. Su protesta sirvió para tanto como su charla inicial con el preboste, aquella en la que el director le mintió. El viejo fue práctico y él tonto pero digno, desde luego. Nuevo todo para Lázaro pero, sin embargo, lo de siempre.