30 abril 2007

Mayo 68


El Sr. Sarkozy va a regenerar La France. El mismo que llamó basura a los jóvenes de los suburbios, él que provocó con sus palabras una oleada de violencia que calcinó cientos de coches y denigró la imagen de Francia en el mundo durante semanas. ¡Atención!, va a regenerar La France. Él es la persona designada por sí mismo y, por lo que se ve, por las mayoría de los franceses para acabar con la debacle. Originada sin duda por aquellos ácratas principios del Mayo del 68. Aquellos aires de cambio que esos principios trajeron a la anquilosada Europa, Sarkozy va a anularlos y a devolvernos, se supone, a los respetuosos y dignos tiempos de cuando entonces, tiempos, según este señor, llenos de valores y respeto. Y, ¿en nombre de qué?, pues de la moral, una palabra que a él no le da miedo. Según los herederos del mayo del 68, dice Sarkozy, “todo vale”, “no hay diferencia entre el bien y el mal”, “no hay diferencia entre lo cierto y lo falso”, “no la hay entre lo bello y lo feo”, “el alumno vale tanto como el maestro”, “la víctima cuenta menos que el delincuente”, “no existe ninguna jerarquía de valores”, “la autoridad se ha acabado”, “al igual que la cortesía y el respeto”, “no hay nada grande, nada sagrado, nada admirable, ninguna norma, nada está prohibido.” Y además la heredera y administradora de este nefasto equívoco de la historia es la izquierda y más concretamente los socialistas que denigran la identidad nacional, atizan el odio de la familia, de la sociedad, de la nación y de la República. Fácil, esta lista de descréditos y entendible para cualquier ciudadano. ¿Pero cuántos ingenuos la creerán?
Desde el Mayo del 68, a mí que no soy francés, grandes verdades sostenidas hasta entonces se me cayeron y me cuestioné cosas que me hicieron avanzar, incluso moralmente pese a Sarkozy. Por ejemplo, dejé de creer que quien bien te quiere te hará llorar, para pensar que quien bien te quiere te hará feliz, también aprendí que la autoridad no se tiene, se gana; también me di cuenta que la letra con sangre no entra; de que la diferencia entre lo cierto y lo falso no se impone, se razona y que, en cualquier caso, raramente te la aclarará un político; que el bien y el mal se relaciona más con lo justo y lo injusto que con cualquier religión o creencia; que la cortesía y el respeto hay que darles para recibirlos; que el alumno, en tanto que persona, no en tanto a conocimientos, vale tanto como el maestro y hay que aspirar a que en el futuro valga más en educación y conocimientos… El espejo que nos muestran los que mandan, nuestros inefables políticos, no es precisamente lugar en el que los ciudadanos podamos mirarnos para ver todas esas virtudes morales que se adjudican y predican. Pero si el señor Sarkozy va a tirar la primera piedra, ya veremos cómo encaja las le caigan a él.

28 abril 2007

Solo


Solo. Una vez más repasaba su vida. Las fantasías que nunca fueron a ningún lado pero que continuaban viajando por el inmenso espacio de su cerebro. Esa imaginación, a veces, tan certera. Esa clarividencia tan extraña como inútil. En su adolescencia comprendió que todo estaba donde nadie lo buscaba y, por eso, lo que él buscaba, que eran los demás, nunca estaban allí. Descubrió cosas que le sirvieron para toda la vida y que por las noches le hacían dormir bien, sin embargo, su vida no fue un triunfo sino más bien lo contrario. No le pesó, excepto cuando joven. De nada sirve encontrar una verdad si no la quiere nadie. Se dio cuenta de que, perito en certezas, era al mismo tiempo un ignorante en utilidades. Lo que él sabía a nadie le interesaba, a nadie le servía. Así que, aunque joven, de siempre fue un viejo y, en la vejez, siguió cultivando la misma planta extraña de la certeza pero, ya sin fe, a nadie le decía lo que pensaba. Resignado, había aprendido ya que a nadie le interesaban sus hallazgos. Del mismo modo que los viajes, que uno narra a los amigos pensando que les interesan, son un modo de dar la paliza al prójimo, lo que encuentras es mejor dejarlo para ti pro indiviso, lo mismo que lo son en exclusiva los dolores, el sueño o el recuerdo.

24 abril 2007

Como hermanos.


Todo comenzó porque, al nacer Eduardo, su hermano tenía ya cinco años y la llegada del nuevo no parece que fuera bien aceptada por el mayor. El pequeño se sintió siempre desplazado, despreciado, vejado, intruso, fuera de lugar y abiertamente maltratado por el hermano mayor, que nunca perdonó al pequeño que irrumpiera inesperadamente desplazándole de los mimos y cariños que, como hijo único, tuvo garantizados mientras lo fue. Pero, según dicen algunos con mucha seguridad, la naturaleza es sabia y compensadora, y así, Eduardo, a los 13 años ya medía 1,87 mientras que su hermano mayor no pasaba del 1,65.
A los 17 años, y después de una sesión más de fraternales bofetadas que cayeron sobre Eduardo por algún motivo fútil, fue cuando éste se revolvió inesperadamente y derribó a su confiado hermano de dos puñetazos. Cuando el hermano mayor, violentamente enfurecido por una reacción y una derrota a la que no estaba acostumbrado, iba a responder con una violencia madura y redoblada, Eduardo, con una navaja en la mano se le encaró y le dijo: “¡Si me vuelves a poner la mano encima te saco las tripas fuera y te arranco el corazón, lo juro!” Según relato espontáneo del interesado el remedio fue mano de santo, su hermano jamás volvió a golpearle. Sin embargo su odio hacia él se enconó y pasó a sublimarse en formas más sutiles y refinadas de desprecio y ninguneo. Y es que el rencor, como toda persona cultivada sabe, a la vez que se hace más profundo puede perfeccionarse mucho. Al cabo lo que somos, ya está dicho.

23 abril 2007

Los visitantes


Por la tarde, después de la sobremesa y de la entrega de nuestros primeros regalos, Eduardo dijo que traía todo lo necesario para embotellar un cierto vino generoso que su padre había comprado hacía años y que nos había traído en una vieja garrafa. Sin embargo, antes de esto, me dijo que se creía en la obligación de comunicarme algo, ya que estaba en mi casa y creía que yo debía de saberlo. Miró a su amigo Manuel y me indicó que Manuel iba siempre acompañado de una “pucha” pues no en vano era su guardaespaldas y ayudante y en el mundo nunca sabía uno con lo que podía encontrase. Al notar mi cara de extrañeza y mi gesto de interrogación ante la palabra “pucha”, hizo un gesto a Manuel quien inmediatamente sacó de debajo de su chaquetón una monumental pistola de la que me dijo que era reglamentaria y que su calibre era del 9 mm parabellum y que tenía de ella todos los papeles en regla. Esto último se conoce que lo dijo para que no me preocupara. Inmediatamente le repliqué, con mucho miramiento y tacto, que eso en nuestro entorno no le iba a ser necesario y que le rogaba que no la sacara a la calle. Manuel, ante mi asombro más que disimulado, me dijo con tranquilidad que, por supuesto, no iba a utilizarla pero que sabía por experiencia que si había algún problema de relieve, su pucha, apuntando a la cabeza del interesado, solía resolver asuntos de apariencia complicada. Le repetí mis recomendaciones y le rogué que no la sacara de casa. Procuré disimular mi preocupación, que era muy grande, y pensé para mí: Pero, ¿a quién he metido en casa? Mi mujer se quedó lívida con esta inesperada revelación, pero los dos procuramos disimular y no nos echamos a llorar allí mismo. Siempre hay que guardar las formas. Entereza, amigo.

22 abril 2007

Dios y los poetas.



Pese a sus orígenes, educación, posición y clase, se declara persona acérrima de izquierdas, apartidista, de ateísmo militante y, por encima de todo y sobre todas las cosas, de creencias poéticas tan acendradas como irrenunciables. Hay quien cree en Dios y quien cree en los poetas, ambos ofrecen bellas realidades intangibles pero, eso sí, de los poetas algo se sabe con certeza por su rastro humano y, de Dios, lo que nos dice la Iglesia que, por axioma bien conocido, no puede ni engañarse ni engañarnos. Así que a la vista de los hechos que cada uno apueste al caballo que más le guste. Uno no tiene empeño alguno en convencer a nadie.
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06 abril 2007

Fado Vadio



En Lisboa, hace años, una noche de enero bastante fría, mientras tomábamos ginginha servida en una taberna del Rossio pero tomada en la calle en pie, vimos actuar un coro improvisado de vagabundos que tocaban unos pobres y viejos instrumentos en el frío de la noche, apoyadas sus espaldas contra una pared de la plaza. Tocaban fados en la calle formando una pequeña banda improvisada. Era una banda inusual y surrealista, iban vestidos con ropas ajadas por el uso, con abrigos viejos, sucios y bastante rotos y se protegían las manos del frío con guantes de goma de los que se usan para fregar. Después de cada fado pedían la voluntad al público, que les echaba monedas en una canastilla que tenían a sus pies. Un hombre joven, famélico, mal vestido también, y que cojeaba, se acercó a ellos y les pidió que le dejaran cantar un fado acompañado por sus pocos y pobres instrumentos. Los vagabundos accedieron. El hombre joven cantó. Lo hizo mejor que nadie y la gente le aplaudió y le echó bastantes monedas. Él las recogió, dio las gracias al resto del grupo por haberle dejado actuar y se despidió marchándose calle adelante.
Yo le dije a mi mujer: Ese es nuestro hombre.
Le seguimos unos metros y enseguida le llamamos. Le dije que queríamos escuchar fados de verdad, pero no donde iban los turistas, sino en el Barrio Alto donde van los portugueses verdaderos, que eso era lo queríamos ver. Le dije que le habíamos oído cantar y que nos parecía que él tenía que saber dónde se cantaban buenos fados de verdad, interpretados por gente que lo hacía de corazón, no para obtener unas monedas de los turistas. Él nos dijo que le tendríamos que llevar en taxi, convidar a cenar y luego llevarle de regreso a su casa de nuevo en taxi. Le dije que de acuerdo.
Así nos vimos tomando un taxi y, en compañía de nuestro improvisado amigo, que se llamaba Mario, subiendo al Barrio Alto.
Mi mujer estaba asustada por mi atrevimiento y me dijo que hiciera el favor de no beber y de tener cuidado, que lo que estábamos haciendo era muy peligroso. Yo le prometí que tendría cuidado y que bebería poco. Al cabo de un rato estábamos en un local atestado de gente sentada en mesas corridas con bancos, donde los asistentes se apuntaban en una lista para cantar fados o para declamar poesía. La jefa era una mujer madura, que tenía toda la pinta de ser una vieja meretriz, y que tenía por nombre o mote Milú Ferrero o algo así. Los camareros tenían todos una facha muy sospechosa y el jefe de los camareros un aspecto evidente de maricón (paneleiro, que dicen los autóctonos) que tiraba para atrás pero, eso sí, era un gigante de casi dos metros el tío.
Durante el espectáculo, protagonizado por la propia concurrencia, se exigía silencio y si alguien osaba hablar era duramente recriminado. La comida no era de calidad y la bebida tampoco pero el espectáculo fue inolvidable. En esto aparecieron dos hombres a los que la jefa buscó sitio inmediatamente (justamente frente a nosotros) y les sirvió con celeridad unos aperitivos mucho más selectos que al resto de la concurrencia. Los hombres enseguida repararon en nosotros y especialmente en Mario que no hacía más que esconder la cara.
-¿Tú qué haces aquí?, se dirigieron a Mario de modo directo.
-Estoy con estos españoles amigos que me han invitado.
-¿Es eso cierto? Me preguntó uno de ellos.
- Sí, así es. (Ya me había dado cuenta de que eran policías)
- ¿Saben ustedes con quien se han juntado? Mucho cuidado con él. Y, tú, Mario, mucho cuidado con lo que haces con estos señores que nosotros hemos estado muchas veces en España y siempre fuimos muy bien tratados, que no te tengamos que buscar mañana por el centro o en tu barrio.
En esto se me ocurrió invitar a los policías y me aceptaron la invitación, aunque sólo bebió uno de ellos, pero al ir yo a pagar al camarero alargándole un billete de 5000 escudos, uno de ellos me agarró por la muñeca y le dijo: ¡Observa bien que te da 5000 escudos y no 500! (Con lo cual, por ciego que fuera, me quedó muy clara la calaña del local).
Los policías hablaron con nosotros largo rato y Mario aprovechó para comerse todo lo que nos habían puesto y beberse todo el vino. El hombre estaba hambriento y muerto de necesidad. Enseguida comprendí que era un drogadicto. El pobre era muy joven y su cojera se debía a una herida infectada en una pierna.
Los policías nos dijeron que al sentarse nos habían tomado por portugueses, pues mi mujer, con su pelo tan recogido, les había parecido de la tierra. Luego se marcharon y nosotros lo pasamos estupendamente escuchando fados y poesía sin parar, hasta que a las 4 de la madrugada nos marchamos con nuestro cicerone Mario. Le llevamos a su casa en un taxi y le dimos un poco de dinero para que se lo gastase en comer... Dios sabe lo que haría con él.
Regresamos a nuestro camping muy contentos y emocionados de haber pasado una noche en un lugar verdadero, con gente verdadera y con problemas verdaderos. Los fados, en ese ambiente, me conmovieron especialmente, pues además de la música y la letra podíamos ver los gestos y las caras emocionadas de los cantantes, todos con sus cachenés oficiosamente reglamentarios. Una noche inolvidable en Lisboa. Y todo empezó tomando una ginginha en la calle.
Al taxista que nos llevó al Parque de Campismo de Monsanto le pregunté: ¿Cómo recoge usted gente a estas horas?
El hombre me dijo con solvencia: No crea, solo recojo a la gente que me parece de confianza, a los que tienen buena pinta.
Su afirmación tenía mucho peso, sobre todo teniendo en cuenta que fue Mario quien paró al taxi.
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