25 mayo 2006

La última defensa


Lo de que nadie queremos ser conscientes de nuestro final, por graves que estemos, es una gran verdad, pero es simplemente una defensa más de nuestro organismo que, por mal que estemos, se niega a considerar ninguna enfermedad como definitiva, al fin y al cabo llevamos viviendo muchos años saliendo de una y de otra. El organismo tiene espíritu de victoria y, si es preciso, la mente nos engaña a nosotros mismos porque la mente forma también parte de la trama del organismo. Una defensa más y, por cierto, muy útil y necesaria. Sólo muy poco tiempo antes de la muerte, a veces sólo horas o minutos, solemos darnos cuenta de que "ya". Lo he visto en algunas personas. No sé si te dije que cuando murió mi padre estuve yo sólo con él y que tuvo una agonía de unas tres horas. Yo, que era un crío, pensaba que se moría sin darse cuenta, pero él ya lo sabía. Entonces, en uno de sus fugaces momentos de lucidez, le dije muy angustiado: "Padre, te estás muriendo", él me miró y dijo muy bajo y como para sí: "Este chico es tonto". Le dije lo que para él era una evidencia, o mejor, ya una realidad. Fueron las últimas palabras que intercambiamos. Desde ese día sé muy bien que no soy ningún talento.
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23 mayo 2006

Políticos


La política es el arte de no decir la verdad, eso sí, con muchísima educación y, a poder ser, con simpatía y carisma. Aquellos políticos sin simpatía o carisma nunca serán líderes; los que carecen de educación jamás serán triunfadores y, finalmente, los que sean tan simples como para decir la verdad no serán políticos por larga que sea su existencia, la vergüenza les habrá obligado, con toda seguridad, a dimitir en algún punto del camino que les podría haber llevado a llegar a serlo.
El político profesional no tiene moral ni ética ni vergüenza, al político de carrera le sobran estas rémoras, el político triunfador es un histrión del relativismo cuyos límites nadie conoce, y es mejor en su cometido cuanto más lejanos estén esos límites, cuanto más insospechados y ocultos.
Las prostitutas pierden su capacidad de seducir al perder, tarde o temprano, la juventud y la belleza. También el tiempo deteriora la capacidad de confundir de los mejores estafadores. Las facultades de ladrones y asesinos se merman con el paso de los días. Sin embargo un buen político profesional jamás pierde la facultad de engañar a sus semejantes. Un político ejemplar no titubea en mentir a sus propios hijos. El político está siempre casado con su papel y, lo que es más, sólo a él le es fiel.
Qué bellas serían las democracias si no fueran el mejor de los habitats para estos seres, los políticos venidos a medrar. En ellas sólo unos pocos seres existen que, algunas veces, les superan en perfidia y que, de cuando en cuando, son aún más abyectos: algunos clérigos retrógrados y unos pocos periodistas a sueldo porque, sin menospreciar a nadie, al menos, los políticos son elegidos.
Creo que para la mayor parte de mis contemporáneos la palabra política suena a sinónimo de descrédito y a presunción de corrupción. ¿Qué habrán hecho los políticos para conseguirlo?
No lo digo por alabarles, pero ser político es haber caído en lo más bajo.
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22 mayo 2006

Hasta que la muerte nos separe.



Francisca sufrió con su marido la lucha de éste contra un cáncer que en pocos meses se lo llevó de este mundo. Habían sido una pareja que se quisieron. Casi treinta años de felicidad y unos pocos meses de penas con la enfermedad de él. Eso había sido su vida.
En el momento de su muerte se hallaban ella y el cadáver reciente en una habitación de un hospital de la Seguridad Social. La gobernanta de la planta informó a la viuda, que estaba como ausente sentada junto a la cama de su marido muerto, de que, tras la muerte de su marido, debía avisar a una funeraria para organizar la recogida del cuerpo, su embalsamamiento, su exposición en una sala del tanatorio, sus funerales y su entierro…
Francisca dijo que no lo entendía. La gobernanta, con la paciencia propia de quien conoce la indefensión que provoca la muerte de los seres queridos, le repitió lo que tenía que hacer y le dijo, además, que si deseaba que alguien le ayudara.
Francisca dijo que no, que no iba a hacer nada. Que ya había acabado todo.
¿Cómo que no va a hacer nada? ¡Su obligación es encargarse de todo lo referente al entierro y demás! El hospital ya no tiene nada que ver en esos asuntos. Haga usted el favor de reaccionar, señora.
Francisca se levantó mansamente y tras dar unos lentos pasos hacia la puerta de la habitación, se volvió y dijo: “Siempre he oído que el matrimonio era para toda la vida, que era un contrato hasta que la muerte nos separase. Pues acaba de hacerlo señora. Así que adiós. Mis obligaciones y mi compromiso se extinguieron con la vida de mi marido. Lo dice la ley.”
Francisca se marchó y no pudieron localizarla ni el personal del hospital, ni parientes, ni nadie. Lo que hicieran con el cadáver de su marido nunca se supo, pero no fue objeto de especulaciones funerarias, visitas de compromiso, pésames de obligación, exposición en vitrina, honras fúnebres ni ritos religiosos. Los muertos después de muertos, ya no tienen contratos ni compromisos. Francisca lo comprendió.
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Setas de primavera



Lo cierto es que ahora no es época de setas, sin embargo como por la Sierra de Pela ha llovido bastante y las temperaturas son buenas, se dan las circunstancias para que las setas salgan y, éstas, ignorando que no es su época y anárquicas como ellas solas, pues van y salen. La naturaleza que pasa de todo, oye. Campechana que es ella. Nunca mejor dicho.
La setas de cardo solo requieren limpiarse bien, cortando a rape de las setas los rabitos, luego ponerlas en remojo para que tomen el agua justa (no usar mucha agua), luego se cuecen en no mucha agua y se guarda el agua de cocerlas en un recipiente aparte. Finalmente en una sartén con aceite de oliva y ajo se fríen, añadiendo poco a poco el agua jugosa de la cocción, cuando ya se se han embebido al máximo y les queda una salsa espesita mezcla de sus jugos y del aceite, entonces están listas. Junto con el boletus edulis, la seta de cardo es lo más exquisito que he probado en setas. Cuando subimos al pueblo, a dar una vuelta al padre de mi mujer, suelo irme mañanas o tardes enteras al campo. Es una zona muy curiosa, esta sierra está entre las dos principales comunicaciones de Madrid con el norte, hacia el oeste la actual Autovía I que va a Burgos y a Francia por el País Vasco y hacia el este la Autovia 2 que va a Cataluña y a Francia por Port Bou. La A-1 corta la sierra por Buitrago y la A-2 lo hace por Medinaceli. Durante la Guerra de la Independencia con los franceses el trozo de sierra entre Buitrago y Medinaceli fue escenario de la lucha guerrillera más activa contra los franceses. Esta lucha se basaba en cortar los suministros, abastecimientos, municiones y dineros que necesarimente habían de venir hacia Madrid procedentes de Francia por una de estas dos rutas. El más famoso de los guerrilleros era El Empecinado que, aunque mucha gente lo imagina como un patán con mucho valor, era en realidad un general del ejército regular español que nacido muy cerca de Aranda de Duero conocía lo zona como la palma de la mano. Durante los años de la Guerra este general con un ejército pequeño de unos 6000 soldados volvió locos a los franceses en esta zona. Atacaba las lineas de suministro e inmediatamente se escondía en la sierra. Jamás pudieron con él. Ellos, en venganza, robaron todo lo que pillaron y quemaron muchos pueblos de la zona para que los insurgentes no pudieran tener apoyo de ellos. Así que además de pasear y coger setas imagino las crueles escenas que habrán contemplado los lugares por los que paseo. Por otro lado en muchos lugares hay restos prehístoricos, por lo que de vez en cuando me encue
ntro algún hacha pulida de piedra o algún fragmento o alguna cerámica interesante y veo algún refugio prehistórico con pinturas muy rudimentarias... el campo está lleno de cosas, de afanes de otros que vivieron mucho antes que nosotros, de pistas que nos deja la historia, sólo hay que saber verlas...
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18 mayo 2006

La ciudad cambia.



Conocí el comedor que había en Educación y Descanso. Los sitios baratos los conocíamos todos. Era un lugar muy económico donde solían ir a comer las gentes que venían de los pueblos a los mercados de los martes. También, cuando se hicieron los primeros polígonos industriales, las primeras gentes que vinieron de Andalucía, Extremadura, etc. iban a comer allí hasta que se traían a la familia y se hacían con casa y organización propia. Eso era a últimos de los 60 y primeros de los 70. El edificio de Educación y Descanso aún existe y está cual estaba. También sigue existiendo, cerca de Educación y Descanso, la vieja Calle de Bardales, una calle estrechita y animada que tenía y tiene bastantes bares y comercios. Allí está, eso sí remodelada, una de las casas de comidas más antiguas de la ciudad, se llama Casa Víctor y aún la gobiernan los mismos propietarios de toda la vida. También sigue estando allí la tienda de Marián el de las conservas y encurtidos, la taberna de El Figón...
No puede decirse lo mismo de la Calle Mayor. Es cierto que “La Flor y Nata” sigue existiendo, pero no “La Mallorquina”, ni la taberna de “La Palentina”, ni la confitería de Saldaña, ni la juguetería de San Bernardino, ni “El Ventorrero”, ni las pescaderías de “Los Maragatos” en la Plaza Mayor, ni la “Tijera de Oro”, ni el restaurante “La Murciana”, ni la papelería de Gutemberg, ni el puesto verde de Pepito en la Plaza de Santo Domingo, ni el puesto del Atanasio en un portal de la Calle Mayor, y también desaparecieron los barquilleros y las castañeras... Claro que la Calle Mayor sigue existiendo, pero ya no es lo que era. Los edificios modernos han sustituido a la mayor parte de edificios antiguos y nos han dejado un poco huérfanos de recuerdos a los de mi quinta. Tendrá que ser así. El progreso que nos pasa el rodillo por los pliegues de la memoria y cómo si nos hiciera un favor, oye.
Tampoco se ven ya (murieron los pobres) a los mendigos locales, algunos de ellos medio juglares, el Mangurrino con su guitarra, su puro y su clavel, el Pifa el recadero, el tío Silva... ahora la calle mayor tiene acordeonistas rumanos, violinistas húngaros y algún que otro desarrapado autóctono que sigue a la puerta de San Nicolás esperando a esos “clientitos” de corazón tierno que le arriman un euro y le miran un segundo a los ojos. Vaya lo uno por lo otro, no se puede tener todo. Siempre se ha dicho.
Lo cierto es que la ciudad se está transformando en estos últimos años. Antes era una ciudad pequeñita donde todos nos conocíamos al menos de vista. Pero, no sé por qué, los políticos tienen a gala hacer que las ciudades se hagan grandes. Parece que se está en el intento de hacernos una ciudad de unos 250.000 habitantes sin tardar mucho. A mí eso no me gusta nada. Pero, no sé por qué razón, los políticos se sienten orgullosos de estos logros. Qué curioso, ahora están haciendo una campaña para que la gente no utilice el coche en la ciudad. Los atascos que se producen actualmente son increíbles para la gente que conoció la localidad hace 30 años. Por otro lado los coches que se fabrican son cada vez más potentes y veloces. Y por otro lado, ¡madre, cuántos lados tiene la realidad!, las fábricas de coches, cada vez que bajan las ventas, parece que van a dejar en el paro a media humanidad y que la catástrofe es inevitable. O sea, que debemos comprar coches para que no se hunda la industria pero no utilizarlos para no congestionar la ciudad. Claro que si decidimos utilizarlos, iremos con nuestros flamantes coches capaces de andar a 200 Kms/h a una media de 3 Kms/h. No sale uno de una contradicción para meterse en otra.
Cuando yo era chico ju
gábamos a “policías y chendarmes” y cuando íbamos a escondernos alguien decía ¿Dónde vale? Y otra voz solía contestar ¡Vale todo menos la estación!. También era notorio todo lo que hacías y tu madre no tardaba ni media hora en saber los gatos que habías perseguido, el cristal que habías roto o el timbre al que habías llamado 20 veces... Era, ¿cómo diríamos? Un proyecto educativo global. Nos educaba todo el mundo, porque todo el mundo nos conocía. Por algo urbanidad viene de urbe. Que no todas las palabras vienen así porque así, o caen del cielo al buen tuntún.
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16 mayo 2006

Camino al colegio



La calle Arcipreste de Hita era la que yo recorría de pequeño para ir a mi primer colegio. Vivía en la Puerta de Bejanque o, para ser más exactos, en la penúltima casa de la Carrera, justo frente a la taberna de Pedro Sotillo. Bajaba desde esta plaza de Bejanque, por la antigua Carretera de Zaragoza y la tercera bocacalle a la izquierda era la calle Arcipreste de Hita. Había que dejar atrás la plazuela de Bejanque, donde estaba el Comercial Ciclomoto, la tienda del señor Nicolás Gamo, la alpargatería de la Elvirita, después la "autógena", luego la calle de la Mina y la tienda del señor Ventosa, luego el garito de Perico "Legaña" el guarnicionero, luego otra bocacalle, la de Calnuevas, y finalmente llegábamos a la cuesta del Arcipreste de Hita. Abajo, casi al comienzo, vivía Mary que cogía las medias y en la esquina había un estanco, el estanco de la Leo. Cuando yo subía la pequeña cuesta que hace la calle, lo hacía por la acera derecha. Ésta estaba, y aún está, pegada a la Tapia del Palacio de la Duquesa del Sevillano y miraba las ventanas que daban a la acera izquierda a distintas alturas. Por entonces el barrio estaba habitado y, según iba al colegio, podía ver a los hombres en camiseta afeitándose cerca de la luz de las ventanas con el espejo colgado de una de las hojas. También el aroma del café de los desayunos descendía por la calle. Los ruidos de las cucharas y de los útiles de cocina salpicaban casi como campanilleos la mañana. Tengo recuerdos muy grabados de esa calle. Era una calle empedrada a la antigua y con dos aceras hechas de losas de piedra. Yo, con total seguridad, tenía por entonces menos de 7 años.Hoy la ventisca del tiempo y el furor de las inmobiliarias lo ha borrado casi todo.
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13 mayo 2006

Reto

La luz de la infancia, los colores, los olores, las percepciones todas... no se repiten. Todos los recuerdos frescos de la infancia se ajan con los años. Tuvimos entonces una capacidad de observación que fue libre pero que con el tiempo se nos domesticó. La educación fue el nombre del proceso. Ella nos amoldó al entorno y nos retiró de ese proceso salvaje que es la libre observación, esa que se hace sin criterios y sin filtros, al buen tuntún.
La educación nos ha integrado en el común pensar, nos ha incluido en la ola poderosa del pensamiento dominante, en pocas palabras, si nos dejamos hacer, o a poco que lo hagamos, nos convierte en “hombres de bien”, o sea, en exiliados de nosotros mismos, en sucedáneos del hombre libre... Eso sí, nos lleva junto a los políticos, los religiosos, los gobernantes, los hombres de empresa... los ortodoxos... (no sé como llamar a toda esa gente en conjunto y luego dicen que nuestro léxico es rico).
El idioma tiene que crecer continuamente, el pensamiento se lo demanda, pero por otro lado el pensamiento se crea a la medida de los que deciden, esa es la idea y la contradicción. La vieja expresión “Hay que hacer las cosas como Dios manda” lo dice todo. Existe un pensamiento dominante y, fuera de él, todo es radicamente cuestionable y cuestionado en cuanto atenta contra esa ortodoxia universalmente aceptada de un modo tácito. Vivimos instalados en un tipo de pensamiento muy limitado, remora de los intereses de unos pocos. Los humanos no podemos permanecer mucho tiempo más con una capacidad de pensamiento tan encauzada y voluntariamente limitada. Nuestra mente da para más. Somos creadores. Esa es la raíz de nuestra problemática existencia. Ese es el reto.
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Efímero

Uno se siente un ser genial cuando, por la noche, fluyen las ideas y los pensamientos inundan la mente y la desbordan. Pero no es así. Los sentimientos de la noche son vanos. Raramente se recuerdan al día siguiente. Sin embargo, en la noche, cuando se producen, son tan poderosos que uno los cree indestructibles. Las personas somos así de vanas. Así de efímeros son nuestros sentimientos. Grandiosos cuando pensados pero olvidados al segundo, borrados de la arena de la mente por la ola nueva de lo actual que viene y va incansable.
Los momentos de la noche nos desvelan espléndidamente sabios ante nosotros mismos. Somos todopoderosos del pensamiento, gigantes de la razón. Dura poco la grandiosa sensación, al otro día no existe nada. Toda la sabiduría fue borrada por la marea del amanecer. Ahí quedamos nosotros, seres indefensos, una vez más. Rocas batidas por las olas y, otra vez, estériles de pensamientos, vacíos de ideas en la playa desierta de la soledad.
¡Qué sabio fui anoche! ¿Qué pensé? No importa, no lo recuerdo pero sé que era genial. Sí. Como toda mi vida, sin guía.
Descubría que desde que, de pequeño, me desasí de mi madre no he vuelto a encontrar punto firme donde descansar. Lentamente se desvela la vida como camino hacia la indefensión y la vulnerabilidad más desvalida.
Sigo con ilusión, estoy como loco por creer, pero ya es muy difícil que me engañen. Es tal el afán por creer que, a veces, ya no me importa descubrir que me quieran engañar. Perdono todo por la ilusión de seguir creyendo. No me importa implorar: Dime que me quieres, aunque sea mentira.
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12 mayo 2006

Barrio Viejo


Mis cuatro hermanas fueron a estudiar al colegio de las Adoratrices.
Desde la Puerta de Bejanque, lugar donde prácticamente vivíamos, salían cada mañana las cuatro Marías con sus serios uniformes oscuros de las Adoratrices y sus camisas blancas, cada una con su cartera y su bocadillo y Mari Rosi, la pequeña, con un patito amarillo de juguete que le acompañó toda su infancia.
Había que cruzar la calle Capitán Boixareu Rivera y tomar la calle del Arrabal del Agua por la esquina donde estaba la taberna de Pedro Sotillo. Era entonces, la Calle del Arrabal, una calle muy proletaria y populachera de esas donde se oía gritar a las mujeres y pegarse a los chicos. Una calle llena de perros sueltos y gatos huidizos y jilgueros colgados en las puertas de las casas o en los dinteles de las ventanas. Era una calle como eran las calles entonces. Al comienzo de la misma, a la izquierda, estaba la fábrica de gaseosa, refrescos y también de hielo conocida como “La Industrial”; aún no a media calle, a la derecha, estaba la vaquería de Ángel y Pedro, donde mi madre nos mandaba cada día a por dos litros de leche con una lechera de aluminio un poco abollada; un poco más arriba, también a la derecha y junto a un callejón que daba a La Concordia, estaba la casa de Pedro El Rico que, según se decía, era el patriarca de todos los gitanos de la provincia y el único mediador respetado y válido en todos sus pleitos; siguiendo calle arriba iba uno topando con la huerta de Antonio Orozco, la tiendecilla de Toquero, la taberna de Peinado, la callejuela de Budierca y finalmente una fuente de hierro fundido rematada por una piña junto al quiosco del churrero y buñolero. Allí empezaba el Paseo de San Roque. Había que tomarlo hacia la izquierda y subir por el centro de él, sin meterse en ningún caso y menos de noche, por las espesuras de los jardines que, mal cuidados, se apiñaban en la zona izquierda. En algunas épocas se rumoreó la existencia de “sátiros” que acechaban a las niñas cuando éstas, a última hora de la tarde, salían del colegio. Naturalmente todas juntas y por el centro iluminado del paseo.
Antes de llegar al colegio estaba la ermita de San Roque al que
todavía algunos irreverentes llamaban Roque el Rojo, por haber sido sacado de la ermita en tiempos de la Guerra Civil y exhibido delante de su ermita con un cartel al pecho que decía: Camarada Roque.
Después de la ermita y dejando a la derecha un pequeño depósito de agua, que de pequeños nos asustaba con el ruido procedente de su interior oscuro, estaba enseguida la puerta grande que daba acceso al recinto. El colegio fue edificado por la Condesa de la Vega del Pozo, también Duquesa de Sevillano y fue palacio, luego sede de una academia militar y por último colegio e internado. Es uno de los pocos edificios grandes de la ciudad que no ha cambiado en absoluto y que cualquiera que lo hubiera visto hace 60 años lo encontraría igual. Eso sí, las grandes superficies de terreno que rodean el colegio ya han mermado un poco. Muchas de ellas han dejado de ser huertas o terrenos de cultivo. Algunas se destinaron a albergar el recinto ferial; en otras se han hecho calles y edificios y es que el Todopoderoso ni siquiera excluye a sus esclavas, las hermanas recoletas, de la tentación urbanística. Que a quien no es capaz de tentar el demonio, ni la carne… pues le tienta el mundo que para eso no para de girar machacando voluntades inocentes.

¿Qué queda de todo esto? Muy poco. Casi todo lo citado es préstamo del recuerdo. El recuerdo es lo que tiene, que es leal y generoso. El recuerdo es un caballero que siempre sabe estar a la altura de las circunstancias. Ese no deja colgado a nadie, es un señor. Desinteresadamente nos presta todo lo que fue y nos deja que lo miremos un ratito en el video particular de la memoria. Luego, a su sito las cosas, que decía mi abuela. A la esquina inexistente la taberna de Sotillo; con La Industrial, fábrica de hielo y gaseosas, no hay que olvidar colocar bien el ruido perenne de sus máquinas que si no el recuerdo no funciona; a la vaquería no le quites ese olor dulzón mezcla de leche, alfalfa y estiércol de vaca porque si lo haces también se desvanecerá (aún queda el edificio de ladrillo de la vaquería, donde de noche mugen los fantasmas de las vacas); la huerta del Sr. Antonio es ahora el Parque Sandra (otra joya del urbanismo) y ya no tiene pilón, ni acequias, ni molino de pienso, ni gallineros, ni emparrados, ni perales, ni manzanos, ni salen ya del suelo las lechugas, los tomates, las patatas, los espárragos, ni existe ya el acerolo de la esquina, ni la Sra. Pilar regaña a los chicos por tirar piedras a los gatos que corren por las tapias; de la casa de Pedro el Rico no conviene quitar su figura juncal, con impecable traje, chaleco y sombrero, su reloj de bolsillo, su bastón vara, su cara severa y enjuta, y la gitana, eso sí, cinco metros detrás, que el machismo en la época no se conocía
, si a la casa le quitas al dueño se desmorona sola; la taberna de Peinado aún está en pie, cerrada, con las ventanas rotas, el interior lleno de polvo, con su mostrador y algunas frascas y vasos, como si aún tuviera esperanza de recibir un limpión y que volvieran los viejos clientes (pero, como dicen ahora, fijo que va a ser que no); la fuente de la piña y el quiosco del buñolero también se los llevó el viento, en el parque de San Roque ya no hay sátiros pero el Ayuntamiento ha puesto estanques con patitos, se conoce, que para compensar; la ermita de San Roque (ya nadie la llama del Camarada Roque) sigue en su sitio y del colegio de las Adoratrices lo dicho: Totalmente igual. Algo es algo.
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11 mayo 2006

Primer amor


En la época en que subía a diario por la Calle Arcipreste de Hita en mi camino al colegio, a los 7 años, tuve mi primer amor. Naturalmente, por entonces, yo no sabía lo que era eso. Sin embargo el hecho de que yo lo desconociera no impidió que sucediera.
Vivía mi familia en una casa de dos plantas y cámara o buhardilla, en la Carrera. Esta casa tenía un patio en su parte posterior que daba a los locales de Comercial Ciclomoto, un taller mecánico que vendía motos y reparaba coches y motos. En la pared del patio que lindaba con Comercial Ciclomoto había dos ventanas que daban a la oficina del taller. Un buen día contrataron a una chica de unos veintitantos años. Ella era alta, muy esbelta, con la piel pálida, los ojos de un azul transparente y con un pelo rojo que para mí (pobre mico) era más brillante que el sol a mediodía; tenía además unas pocas pecas en la cara que, a mi apasionado juicio, lejos de afearla, le hacían mucho más única y atractiva. Desde el día en que descubrí a aquella sirena pelirroja algo se me ablandó por dentro del pecho. Del mismo modo que el imán atrae al hierro, yo lo fui por aquella ventana desde la llegada de la bella. Mis momentos de embelesamiento contemplándola a través de los cristales eran cada vez más frecuentes. Yo, totalmente aturdido, sentía cosas extrañas, pero no sabía qué me pasaba. Por apenas llegar al alféizar (dada mi poca estatura) y por esos extraños brillos que producen los cristales y que hacen que a veces no se vea lo que hay detrás de ellos, casi nunca fui descubierto. Aquella joven trabajaba muy afanosa en su contabilidad, sus facturas, sus albaranes... casi siempre concentrada en su trabajo. Casi nunca se percató de mi perseverante observación tras el cristal a sólo unos metros de ella. Las pocas veces que se dio cuenta, fue todavía mejor porque me regalaba una sonrisa que a mí me dejaba paralizado, incapaz de parpadear siquiera, mientras el rubor se apoderaba de mis mejillas y de mi frente, y un extraño fuego se me iniciaba en el estómago. Ella sonreía cariñosamente a un niño, pero el efecto de su sonrisa me ahogaba, era para mi devastador. Así pasaron algunos meses. La chica seria, en su trabajo; yo, hipnotizado, observando lo que era para mí un pozo de paz tibia y de sosiego: su sola presencia. Recuerdo que por entonces Don Julián, el cura de San Ginés, nos estaba preparando para la primera comunión. A veces nos hablaba de los ángeles, de los arcángeles y de los querubines como seres de belleza inimaginable, como seres perfectos, de infinita existencia, de los que Dios se rodeaba para su mayor gloria. Pero, para mí, ya podía decir Don Julián lo que quisiera: Era imposible que nadie en este mundo, ni en el otro, ni en ningún punto del universo por muy infinito o ángel o arcángel o querubín que fuera, pudiera ser más bello que aquella pelirroja de mirada transparente que se afanaba tras los cristales. Ya podía empeñarse Don Julián. Que no y que no.
Sin embargo, la felicidad, como en aquel entonces comencé a aprender, era bien escaso y perecedero. Un día noté que había algunas sonrisas más de las normales entre un mozo del taller y mi adorada beldad. Mi primer pensamiento, alejado como yo estaba del conocimiento de la vida, de los arcanos del amor y, mucho más aún, de las ansias de la carne, fue que mi adorada jamás aceptaría de aquel energúmeno más que los sucios albaranes que le traía del taller y eso, a fuerza de fuerza, sin mirarle siquiera a la sucia cara. Era impensable que un ser tan bello pudiera tener la más mínima relación con aquel zafio y, si tal ocurría, más me valdría de entonces en adelante el dudar hasta de la misma existencia del Altísimo.
Por desgracia para mí persona y derrumbe de todas mis creencias, la atracción entre aquellos dos veinteañeros, lejos de esfumarse como una mala pesadilla, fue en aumento como la velocidad de caída de los cuerpos. Pude ver cómo pasaron de los besos furtivos a los abrazos más entregados, que a mí me parecían salvajes y hasta físicamente dañinos para mi adorada. Hasta que empecé a notar que, ante lo que a mí me parecían malos tratos, ¡ella sonreía gozosa!, mirando a su maltratador. Yo no entendía nada y, ante mis continuadas observaciones tras el cristal, lo mismo que antes un sentimiento de placer me ahogaba, ahora me asfixiaba la pesadumbre y el dolor más negro. Sin poderlas contener, las lágrimas me rebosaban por los ojos. Aquella hermosa chica pelirroja de la que nunca supe el nombre, sin tener casi ni conocimie
nto de mi existencia, fue la primera mujer que me hizo añicos la jícara donde se guardaba mi alma de niño. Desde entonces sé que amar y sufrir son los dos extremos puntiagudos del mismo hierro. También que la definición de lo inesperado es que puede aparecer en cualquier momento. Y también, desde entonces, las mujeres no han dejado de sorprenderme. Empecé a aceptar lo que los días trajeran.
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