14 noviembre 2007

Olor a espliego

Hubo un tiempo en que fue cazador. Y lo fue por su gusto por la soledad, el campo, el juego y las piezas en la mesa. Así que no era un cazador de cuadrilla, ni de merendolas, ni de partidas, ni de vísperas de cañas, ni de copas a la vuelta… Él y su perra la Fary, solos, sin comida, sólo con una cantimplora de agua y de sol a sol, cazaban. Sólo caza menor a rabo, de perro se supone. Luego, las piezas, cuando las había, se comían en casa. Las dos ollas, rebosantes de aceite, una para el escabechado de liebres y otra para el escabechado de perdices, se iban reponiendo y gastando a lo largo de la temporada. Oye, qué cosa más rica. Eran tiempos en los que costaba menos matar una perdiz que lo que costaba una perdiz muerta. La caza era entonces un producto exclusivamente para la mesa.
La otra caza, la mayor, no existía todavía y cuando empezó a existir quedaba para los señoritos del todoterreno, el loden verde y los rifles con mira telescópica (especie entonces emergente) que, bien almorzados, se ponían en los puestos a las 11 de la mañana, a veces, hasta con la querida, a esperar que los ojeadores del pueblo y los de las rehalas les metieran los corzos o los jabalíes en los mismos morros. Y, luego, para colmo y tras valiente hazaña, mírale a un corzo a los ojos, parece que has matado a alguien de la familia. Si dicen que hasta lloran. Que no, que no, caza mayor no. Pero ahí estaba, el dinero no respeta nada.
La noche de antes se acostaba temprano pensando dónde estaría el bando de perdices de cada pago o donde dormiría la liebre aquella noche y cómo amanecería el día siguiente, pues en función del tiempo que hiciera iría a una parte o a otra y buscaría en unos lugares o en otros y entraría por las laderas más alto o más bajo o buscaría a la liebre en los baldíos o en los rastrojos o en los regueros… Las heladas, los vientos, la lluvia o la calma eran factores determinantes, el calor también, pero en otoño e invierno eran rarísimos los días de calor en la zona.
La Fary era su perra y lo fue hasta que murió de vieja con casi veinte años, ya sorda del todo, casi ciega y durmiendo en un flotador por la artrosis generalizada. A la Fary su madre la parió en el monte del Marojal y, desde allí, llevó a la perra y a los otros cachorros de la camada uno tras de otro a la casa del Paquito de Riofrío, su amo. Al Paquito le pareció de muy buena señal y raza el gesto valiente y constante de la perra y le regaló al cazador a la cachorra última que trajo, esa fue la Fary.
La primera vez que el cazador sacó a la Fary al campo era aún muy pequeña y, además de asustarse de los tiros, se cansaba, por lo que el cazador la tenía que meter en un macuto que llevaba a la espalda y desde allí, con la cabeza fuera le acompañó en sus primeras experiencias de caza, curioseándolo todo desde su improvisada atalaya . Pero pronto espabiló y, como el cazador era en su afición solitaria tan constante como ella en acompañarle, aprendió a seguir el rastro de codornices, perdices, liebres y conejos y, si era posible a pararlos y marcarlos a muestra. Algunas veces su instinto era tan fuerte que, pese a la obediencia que el cazador le tenía impuesta, se adelantaba a las perdices y las levantaba fuera de tiro. Ella sabía que lo había hecho muy mal y temía volver al encuentro de su socio por el dolor presentido de la reprimenda. Sin embargo, cuando lo hacía bien, cobraba la perdiz y venía orgullosa a dársela en la mano a su amigo. Sabía que le aguardaba la felicitación y la caricia. La Fary adoraba al cazador.
Un día un chiquillo del pueblo se fue con el cazador y, admirado el chaval de que la perra le trajera las perdices a la mano, le preguntó que cómo le había enseñado a cobrarlas tan bien. El cazador, muy serio, le contó esta historia con mucho detalle y calma:
- Mira, majete, los perros cuando son cachorros corren detrás de todo lo que se mueve o les llama la atención. Hay que tener mucha paciencia con ellos pues lo mismo se quedan parados delante de una mariposa, que delante de una moñuda o de una alondra o de una perdiz… Así que hay que sacarles al campo y con mucha paciencia esperar que levanten, aunque sea al azar, una perdiz. Si disparas a la perdiz y ésta cae, el perro irá hacia ella corriendo y cuando la coja pues, guiado por su instinto, se pondrá como loco ante su primera perdiz e intentará comérsela. Tú no debes dejarle que lo haga de ninguna de las maneras, aunque te cueste un poco, debes de quitársela de la boca con mucho cuidado y sin pegarle. Luego te sientas tranquilamente en una piedra y, ante el perro, que no te quitará ojo ni a ti ni a la perdiz, te pones a pelarla. En esta operación hay que tener especial cuidado. Hay que pelarla muy bien, esmerándote en quitarle los cañones del cuello y de las puntas de las alas, que son los más duros, sin dejar uno. Bueno, pues una vez que tengas la perdiz totalmente pelada y bien pelada, ¿a que no sabes lo que hay que hacer?
- Pues no, ni idea, ¿qué hay que hacer?
- Echársela al perro para que se la coma. Y esperar a que se la coma toda, tranquilamente.
- Y eso, ¿para qué?
- Pero hombre, ¿es que no te das cuenta? Desde ese día, el perro te traerá todas las perdices que coja para que se las peles.
Con el paso del tiempo la Fary y su amo y, si me apuran, casi también las perdices desaparecieron del mapa de la caza. También, con el tiempo, el chico se dio cuenta de que el cazador le había tomado el pelo, pero la historia le encantó, no la olvidó jamás y guardó siempre en su memoria un rinconcillo con olor a espliego con el recuerdo del cazador y su perra la Fary.

2 comentarios:

Blasco Navalta. dijo...

bonita historia, me gusta si señor , un saludo Soros.

Soros dijo...

Gracias, hombre. Y perdona por no haber visto hasta ahora tu comentario.