Eran los años 50 y la ciudad estaba dividida en dos partes. Lo había estado siempre por un barranco que, bajando hacia el río, la separaba. La de ahora era también una división entre personas, la que causó la guerra durante muchos años. Al Oeste del barranco estaba la ciudad tranquila, la de la gente de orden, como se decía entonces; al Este del barranco la de los desarrapados, la escoria, los perdedores.
El barranco comunicaba las dos partes de la ciudad mediante un puente árabe con una torre de la misma factura y tiempo. También tenía una curiosidad, los primeros edificios de la zona noble de la ciudad, al lado Oeste del puente, en esa sutil frontera entre las dos demarcaciones, eran un antiguo palacio, transformado en cuartel de la Guardia Civil, otro palacio transformado en Seminario y la Iglesia Concatedral. Casualidades.
Un paseo por la zona bien de la ciudad nos llevaba a la Calle Mayor, el eje de su esqueleto. En ella estaban los mejores comercios, las viviendas de la gente más rica con sus espléndidos miradores, las cuatro iglesias principales, el casino, los bares más selectos, los restaurantes de renombre y, al final las amplias instalaciones de un cuartel militar con Caja de Reclutas. La gente vestía bien o, al menos, correctamente. El ambiente era de una tranquilidad costumbrista y provinciana, donde raramente ocurría algo de interés.
Un paseo por la zona al Este del puente nos llevaba de inmediato a callejuelas en cuesta llenas de basura, con perros flacos y aulladores, gatos huidizos, niños descalzos y, los más pequeños, con el culo al aire, voces agudas de mujeres hartas de penurias, hombres mal vestidos y peor encarados que mataban el tiempo en las dos o tres tabernas del barrio de las que salían las voces de los borrachos a cualquier hora del día o de la noche, hogueras por las calles, vertederos que daban al barranco, del que emanaba un olor pestilente por desembocar en él las alcantarillas de la ciudad, plazoletas miserables en las que se tiraba la basura en el mismo centro…El hambre y la miseria, se percibían por doquier. Y todas las otras desgracias, que no faltaban, quedaban ya desdibujadas y como añadidas a éstas.
Don Alejandro, era el párroco de la Iglesia Concatedral. Eran los tiempos en que los sacerdotes, mediada la misa, subían al púlpito y pronunciaban sus homilías, normalmente en tono autoritario, desde lo alto. Debajo, los fieles, sentían caer sobre sus cabezas todo el peso de las culpas que, inexorablemente, se cernía sobre ellos. Pero, ya se sabe, aguantaban calmados: contra soberbia, humildad.
A pesar de los tiempos y la casi obligatoriedad de ser persona religiosa o, al menos y como mínimo, de misa dominical, los vecinos del lado Este de la Concatedral no asistían, en su gran mayoría, a ninguna ceremonia. Estaban ya tan segregados que poco más se podía hacer contra ellos. Sin embargo, Don Alejandro, incapaz de soportar su indiferencia religiosa e incluso su desdén, y para hacerles patente la presencia del Altísimo en todas partes, les organizaba procesiones. Eran más bien incursiones en su decrépito barrio. En ellas, rodeado de gente de bien y con los pasos escoltados por la Guardia Civil, entraba la comitiva al barrio pobre desde el viejo puente y daba una vuelta por sus lóbregas callejuelas haciendo ostentación de la preeminencia de la Iglesia sobre todas las cosas. Que tuvieran bien presente todos aquellos desarrapados que, si no iban a la casa del Señor, ya se encargaba él, Don Alejandro, revestido de solemnes galas religiosas y cubierto con bonete, de que no olvidasen que el Señor también supervisaba a sus ovejas descarriadas. Iglesia y Estado tiraban entonces, por conveniencia mutua, del mismo carro.
El barranco comunicaba las dos partes de la ciudad mediante un puente árabe con una torre de la misma factura y tiempo. También tenía una curiosidad, los primeros edificios de la zona noble de la ciudad, al lado Oeste del puente, en esa sutil frontera entre las dos demarcaciones, eran un antiguo palacio, transformado en cuartel de la Guardia Civil, otro palacio transformado en Seminario y la Iglesia Concatedral. Casualidades.
Un paseo por la zona bien de la ciudad nos llevaba a la Calle Mayor, el eje de su esqueleto. En ella estaban los mejores comercios, las viviendas de la gente más rica con sus espléndidos miradores, las cuatro iglesias principales, el casino, los bares más selectos, los restaurantes de renombre y, al final las amplias instalaciones de un cuartel militar con Caja de Reclutas. La gente vestía bien o, al menos, correctamente. El ambiente era de una tranquilidad costumbrista y provinciana, donde raramente ocurría algo de interés.
Un paseo por la zona al Este del puente nos llevaba de inmediato a callejuelas en cuesta llenas de basura, con perros flacos y aulladores, gatos huidizos, niños descalzos y, los más pequeños, con el culo al aire, voces agudas de mujeres hartas de penurias, hombres mal vestidos y peor encarados que mataban el tiempo en las dos o tres tabernas del barrio de las que salían las voces de los borrachos a cualquier hora del día o de la noche, hogueras por las calles, vertederos que daban al barranco, del que emanaba un olor pestilente por desembocar en él las alcantarillas de la ciudad, plazoletas miserables en las que se tiraba la basura en el mismo centro…El hambre y la miseria, se percibían por doquier. Y todas las otras desgracias, que no faltaban, quedaban ya desdibujadas y como añadidas a éstas.
Don Alejandro, era el párroco de la Iglesia Concatedral. Eran los tiempos en que los sacerdotes, mediada la misa, subían al púlpito y pronunciaban sus homilías, normalmente en tono autoritario, desde lo alto. Debajo, los fieles, sentían caer sobre sus cabezas todo el peso de las culpas que, inexorablemente, se cernía sobre ellos. Pero, ya se sabe, aguantaban calmados: contra soberbia, humildad.
A pesar de los tiempos y la casi obligatoriedad de ser persona religiosa o, al menos y como mínimo, de misa dominical, los vecinos del lado Este de la Concatedral no asistían, en su gran mayoría, a ninguna ceremonia. Estaban ya tan segregados que poco más se podía hacer contra ellos. Sin embargo, Don Alejandro, incapaz de soportar su indiferencia religiosa e incluso su desdén, y para hacerles patente la presencia del Altísimo en todas partes, les organizaba procesiones. Eran más bien incursiones en su decrépito barrio. En ellas, rodeado de gente de bien y con los pasos escoltados por la Guardia Civil, entraba la comitiva al barrio pobre desde el viejo puente y daba una vuelta por sus lóbregas callejuelas haciendo ostentación de la preeminencia de la Iglesia sobre todas las cosas. Que tuvieran bien presente todos aquellos desarrapados que, si no iban a la casa del Señor, ya se encargaba él, Don Alejandro, revestido de solemnes galas religiosas y cubierto con bonete, de que no olvidasen que el Señor también supervisaba a sus ovejas descarriadas. Iglesia y Estado tiraban entonces, por conveniencia mutua, del mismo carro.
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