10 enero 2008

Enero


Al anticiclón de invierno le acompañan los días soleados, luminosos y calmos en los que los viejos buscan las solanas o los “solecitos” de las plazas, como algunos les llaman a sus rincones de invierno al aire libre. Allí conversan, al abrigo de los días luminosos, mientras los perros dormitan tirados y estirados a sus pies.
Las noches de la sierra son otra cosa. Son de hielo, de hielo negro que cae sin piedad sobre las tejas y las remata de cristales de escarcha y hace crujir las peñas como si fueran de madera seca que se quiebra. Mientras el hielo oscuro e invisible cae, las estrellas palpitantes se tiran a los ojos por millares y ponen en su sitio, diminuto, a quien se atreve a mirarlas. El cielo de la noche llena de asombro y espanto a quien lo observa. Duele respirar, de puro frío, el aire congelado. La noche del invierno, pura luna y estrellas, sobrecoge en la sierra.
Amanece en el paisaje desierto. La tenue luz naranja que asoma por el este, guiada por el dedo de la aurora, se expande lentamente en claridad difuminada. Luego la luz se hace otra vez y viene el día. Todo aparece maquillado de blanco por la escarcha y helados, con un dedo de grueso, los charcones que dejaron las últimas lluvias. Los barros son hoy arcillas duras, piedra helada, cocida por el frío. El aire es fino y está mudo, sin viento. El silencio sólo se interrumpe por el graznido lejano de algún cuervo o el cacareo irregular de la perdiz, cuyo sonido redondo, retador y gangoso rebota de peña en peña y se pierde sin contestación barranco abajo, entre la niebla que se deshilacha.

2 comentarios:

Paz Zeltia dijo...

Uff, qué frio!
Consigues transmitir esa sensación de la pequeñez de uno y el frío inmenso.

Soros dijo...

Sí, lo has pillado ;-)) Los sitios de que hablo son lugares donde si te pilla el frío no lo vas a olvidar. El saber de nuestra insignificancia nos mantiene también... más fresquitos y lúcidos. ¿No?