- ¿Quién haría este molino justo en esta curva del río? ¡Qué caz tan largo tiene, yo creo que atraviesa toda la chopera! ¡Qué pena que todo se hunda y no queden ni las historias de las cosas, ni de las personas!
- Vaya, tienes curiosidad, ¿eh? Se ve que tú también tienes, eso sí muy de vez en cuando por lo que veo, algún día blando. Habrá que aprovecharlo. Así que escucha si quieres:
Había una vez, hace más de cien años, un molinero en Sacedón que se llamaba Vicente. El hombre se había casado con una de Auñón y tenía dos hijos pequeños, un niño y una niña. Ser molinero de aceña no era trabajo para señoritos, pues había que saber tener limpios los caces y las caceras y sobre todo ser un buen labrador de las piedras de moler y luego, en temporada, saber pasar noches en blanco moliendo sin parar pues todo el mundo quería aviar cuanto antes con lo suyo. Así que Vicente se deslomaba a trabajar en molinos pequeños de la zona, venciendo el miedo al reuma y al asma, los dos enemigos de los molineros, el uno por la humedad en los huesos de andar por el caz con el agua hasta el pecho; el otro por el polvo de tanta molienda en los bronquios. Vicente tomaba molinos en arriendo y procuraba pasar de peor a mejor, o sea, de molinos malos a otros menos malos.
Un buen día se enteró de que su tío Alejo se retiraba y que iba a dejar en renta este molino. Cargó los cuatro bártulos en un carro y con la mujer y los dos hijos se presentó a ver a su tío, mandándole antes recado de que no cerrara ningún trato hasta no entrevistarse con él.
Al tío Alejo le había ido bien y ya no trabajaba, vivía en Alcalá de Henares de un modo muy acomodado. Cuando apareció por su casa su sobrino Vicente, al que desde chico no había visto, le llamó la atención el porte serio, la corpulencia y la honradez tozuda que destilaba su presencia. Habló con él largo y tendido y le contó como el paraje había sido desde 1850 propiedad de doña Josefa Arias y Fernández de Moros pero que esta señora había vendido la finca a don Felipe Santiago Mora y Oro hacia 1880 y que había sido el señor Mora el constructor del molino y quien se lo había vendido a él en enero de 1891. Ésta es la razón por la que el molino se sigue conociendo como molino de Mora y no, como muchos creen, por las parejas de morales que bordean el camino de entrada, le aclaró a su sobrino.
Fueron a visitar la propiedad desde Alcalá, que distaba de allí unos 25 kilómetros. Cuando Vicente preguntó a su tío lo que había pagado por el molino y la finca, éste le dijo que por todo pagó 50.000 pesetas. Vicente enmudeció y sus ojos bajaron la mirada al suelo con una pesadumbre profunda y desamparada que su tío notó al instante. El molinero, con 33 años entonces, rompiéndose la espalda a trabajar, apenas tenía reunidas 13.000 pesetas y eso que su mujer, Francisca, era tan hacendosa como él y no tenía remilgos en lavar y coser para quien fuera. El tío Alejo, que a medida que hablaban se había hecho más afín con su sobrino, se sintió conmovido por el matrimonio y las dos criaturas y tras pensarlo un rato, mirando al caz hasta donde éste se perdía de vista metiéndose en la chopera, le dijo a su sobrino:
- Si lo quieres para ti, te propongo un trato que no haría con otro.
- Usté dirá, tío.
- Por ser para ti, te vendo todo por 42.500 pesetas.
- Ni aun así puedo, tío, no tengo más que 13.000.
- No importa, verás. El día que formalicemos la venta me das 12.500 y las otras 30.000 te propongo que las pagues en 10 plazos anuales de 3000 que cumplirán el 30 de junio de cada año. ¿Qué te parece?
Vicente miró a su mujer y viendo el gesto decidido de ésta, estrechó agradecido la mano de su tío y le dio las gracias con los ojos un poquillo blandos. Así fue como el 28 de julio de 1896 Vicente se hizo cargo de la finca y del molino como propietario.
En los años siguientes los afanes del matrimonio se juntaron con su inclinación por el ahorro y por la ilusión de llegar a verse limpios de la deuda y con aquella hermosa propiedad sin carga alguna. Nada menos que un molino casi en la misma capital, un molino en el Henares, un molino con caz de flujo constante. Eso era un molino capitán y no como los molinos de arroyo que habían regido hasta entonces.
Fueron saldando su deuda, sin fallar un año, con el generoso tío Alejo y aún les sobró algo de dinero para hacerse con una casa en la ciudad, en la calle de Cacharrerías. Allí habitarían desde entonces, aunque padre e hijo bajasen a diario a trabajar al molino y aun durmiesen en él si hacía falta. Por otro lado pasados los diez años el chico había crecido y Felipe, que así se llamaba, era la mano derecha de su padre. Ya valía para trabajar en el molino y los dos codo con codo trabajaron con denuedo e ilusión, viendo con alegría como todo les iba bien.
Tanto Felipe como su hermana, María, se habían hecho unos mozos fuertes y trabajadores. Había pasado ya el año 1907 y la deuda con el tío Alejo quedó saldada. Ahora ya todo eran ganancias en el molino pues el que llegaba a moler pagaba con dinero o con maquila y sabiendo mantener el molino y no tirar el dinero, sólo se podía ganar. En 1910 el chico ya tenía 18 años y por la mucha observación al trabajo de su padre, era capaz de suplirle en casi todo y de ayudarle en todo.
Hortensia era una chica de 16 años que vivía también en la calle de Cacharrerías y que a los efectos era la novia del muchacho aunque por ser los dos tan jóvenes se tardaría un tiempo en considerar el compromiso. Por otro lado María, la hermana, era discreta y seria como su madre y, más joven que su hermano, vivía permanentemente en la casa sin bajar al molino, como tampoco hacia su madre porque el trabajo de ninguna de las dos era allí necesario.
Todo iba a pedir de boca, pero fue en el verano de 1914 en el que todo cambiaría. Era el verano el momento de más faena en el molino. Padre e hijo trabajaban a destajo, día y noche casi sin parar y quiso la fatalidad, o quizás el exceso de fatiga o vaya usted a saber qué, que un atardecer los gritos de Felipe alertaran a su padre, que había salido a beber agua en la fuentecilla que había en la plazoleta del molino. Vicente volvió al molino como una exhalación mientras oía los alaridos de su hijo. El muchacho había sido arrollado por una polea. Cuando su padre llegó ya le había dado varias vueltas y aunque Vicente, hombre de envergadura, se arrojó a peso contra la polea y, jugándose las manos, sacó la ancha correa de sus guías, el muchacho tenía un gran destrozo. El chico quedó liberado y vivo pero literalmente como un trapo, con múltiples roturas y lesiones, hasta el punto que hubo de subírsele a la casa de Cacharrerías en una parihuela y a pie pues no aguantaba el menor traqueteo de carreta. A consecuencia del accidente Felipe estuvo postrado en la cama durante unos meses sin sanar de sus numerosas fracturas, los médicos poco pudieron hacer por él. Hortensia, su novia, le cuidó a la desesperada con su hermana y su madre, mientras el padre atendía el molino. Al comienzo del nuevo año murió Felipe. No se sabe muy bien qué le paso, pero Hortensia, la leal y querida novia, sin aparente enfermedad, le sobrevivió dos semanas justas. Los vecinos decían que se había muerto por el mal de amores y, si no había sido así, nadie le pudo encontrar otra explicación.
Tras la muerte de Felipe y Hortensia la tristeza, como un cuervo gigante, se adueñó del hogar de Vicente. Los años de duro trabajo aplastaron de repente al molinero y la angustia comenzó a corroerlo sordamente por dentro. Era su pena como un nudo atado a su garganta que cada día se ajustaba más, milímetro a milímetro y terminó por no dejarle ni comer ni dormir siquiera. Su mujer y su hija estaban alarmadas. Los médicos le dijeron que fuera a los baños de Alhama, que eran buenos para las cosas de los nervios, pero todo fue inútil. Enfermó de tristeza y si su hijo dejó el mundo en 1915, el padre sólo vería comenzar el 16. Creo que por entonces no se habían inventado las depresiones, así que todo el mundo dijo simplemente que Vicente había muerto de pena. Francisca y María quedaron solas, con un negocio fructífero que eran incapaces de explotar. Y aquí acaba la primera parte de la historia del molino de Mora. Por hoy lo dejo que, por los años que te llevo de ventaja, bien me doy cuenta de que bastante esfuerzo has hecho en escucharme.
- Pero hombre sigue contando, que me gustaba, ¿qué pasó?¿Qué hicieron las dos mujeres?
- Tendrás que esperar a que esté de buen talante para que te lo cuente, del mismo modo que harto he esperado yo a que te interesara alguna historia de las cosas que nos rodean que, como ves, las tienen.
- ¡Joder, qué cabrón!
- ¡Cuidado, muchacho... repórtate!
- Vaya, tienes curiosidad, ¿eh? Se ve que tú también tienes, eso sí muy de vez en cuando por lo que veo, algún día blando. Habrá que aprovecharlo. Así que escucha si quieres:
Había una vez, hace más de cien años, un molinero en Sacedón que se llamaba Vicente. El hombre se había casado con una de Auñón y tenía dos hijos pequeños, un niño y una niña. Ser molinero de aceña no era trabajo para señoritos, pues había que saber tener limpios los caces y las caceras y sobre todo ser un buen labrador de las piedras de moler y luego, en temporada, saber pasar noches en blanco moliendo sin parar pues todo el mundo quería aviar cuanto antes con lo suyo. Así que Vicente se deslomaba a trabajar en molinos pequeños de la zona, venciendo el miedo al reuma y al asma, los dos enemigos de los molineros, el uno por la humedad en los huesos de andar por el caz con el agua hasta el pecho; el otro por el polvo de tanta molienda en los bronquios. Vicente tomaba molinos en arriendo y procuraba pasar de peor a mejor, o sea, de molinos malos a otros menos malos.
Un buen día se enteró de que su tío Alejo se retiraba y que iba a dejar en renta este molino. Cargó los cuatro bártulos en un carro y con la mujer y los dos hijos se presentó a ver a su tío, mandándole antes recado de que no cerrara ningún trato hasta no entrevistarse con él.
Al tío Alejo le había ido bien y ya no trabajaba, vivía en Alcalá de Henares de un modo muy acomodado. Cuando apareció por su casa su sobrino Vicente, al que desde chico no había visto, le llamó la atención el porte serio, la corpulencia y la honradez tozuda que destilaba su presencia. Habló con él largo y tendido y le contó como el paraje había sido desde 1850 propiedad de doña Josefa Arias y Fernández de Moros pero que esta señora había vendido la finca a don Felipe Santiago Mora y Oro hacia 1880 y que había sido el señor Mora el constructor del molino y quien se lo había vendido a él en enero de 1891. Ésta es la razón por la que el molino se sigue conociendo como molino de Mora y no, como muchos creen, por las parejas de morales que bordean el camino de entrada, le aclaró a su sobrino.
Fueron a visitar la propiedad desde Alcalá, que distaba de allí unos 25 kilómetros. Cuando Vicente preguntó a su tío lo que había pagado por el molino y la finca, éste le dijo que por todo pagó 50.000 pesetas. Vicente enmudeció y sus ojos bajaron la mirada al suelo con una pesadumbre profunda y desamparada que su tío notó al instante. El molinero, con 33 años entonces, rompiéndose la espalda a trabajar, apenas tenía reunidas 13.000 pesetas y eso que su mujer, Francisca, era tan hacendosa como él y no tenía remilgos en lavar y coser para quien fuera. El tío Alejo, que a medida que hablaban se había hecho más afín con su sobrino, se sintió conmovido por el matrimonio y las dos criaturas y tras pensarlo un rato, mirando al caz hasta donde éste se perdía de vista metiéndose en la chopera, le dijo a su sobrino:
- Si lo quieres para ti, te propongo un trato que no haría con otro.
- Usté dirá, tío.
- Por ser para ti, te vendo todo por 42.500 pesetas.
- Ni aun así puedo, tío, no tengo más que 13.000.
- No importa, verás. El día que formalicemos la venta me das 12.500 y las otras 30.000 te propongo que las pagues en 10 plazos anuales de 3000 que cumplirán el 30 de junio de cada año. ¿Qué te parece?
Vicente miró a su mujer y viendo el gesto decidido de ésta, estrechó agradecido la mano de su tío y le dio las gracias con los ojos un poquillo blandos. Así fue como el 28 de julio de 1896 Vicente se hizo cargo de la finca y del molino como propietario.
En los años siguientes los afanes del matrimonio se juntaron con su inclinación por el ahorro y por la ilusión de llegar a verse limpios de la deuda y con aquella hermosa propiedad sin carga alguna. Nada menos que un molino casi en la misma capital, un molino en el Henares, un molino con caz de flujo constante. Eso era un molino capitán y no como los molinos de arroyo que habían regido hasta entonces.
Fueron saldando su deuda, sin fallar un año, con el generoso tío Alejo y aún les sobró algo de dinero para hacerse con una casa en la ciudad, en la calle de Cacharrerías. Allí habitarían desde entonces, aunque padre e hijo bajasen a diario a trabajar al molino y aun durmiesen en él si hacía falta. Por otro lado pasados los diez años el chico había crecido y Felipe, que así se llamaba, era la mano derecha de su padre. Ya valía para trabajar en el molino y los dos codo con codo trabajaron con denuedo e ilusión, viendo con alegría como todo les iba bien.
Tanto Felipe como su hermana, María, se habían hecho unos mozos fuertes y trabajadores. Había pasado ya el año 1907 y la deuda con el tío Alejo quedó saldada. Ahora ya todo eran ganancias en el molino pues el que llegaba a moler pagaba con dinero o con maquila y sabiendo mantener el molino y no tirar el dinero, sólo se podía ganar. En 1910 el chico ya tenía 18 años y por la mucha observación al trabajo de su padre, era capaz de suplirle en casi todo y de ayudarle en todo.
Hortensia era una chica de 16 años que vivía también en la calle de Cacharrerías y que a los efectos era la novia del muchacho aunque por ser los dos tan jóvenes se tardaría un tiempo en considerar el compromiso. Por otro lado María, la hermana, era discreta y seria como su madre y, más joven que su hermano, vivía permanentemente en la casa sin bajar al molino, como tampoco hacia su madre porque el trabajo de ninguna de las dos era allí necesario.
Todo iba a pedir de boca, pero fue en el verano de 1914 en el que todo cambiaría. Era el verano el momento de más faena en el molino. Padre e hijo trabajaban a destajo, día y noche casi sin parar y quiso la fatalidad, o quizás el exceso de fatiga o vaya usted a saber qué, que un atardecer los gritos de Felipe alertaran a su padre, que había salido a beber agua en la fuentecilla que había en la plazoleta del molino. Vicente volvió al molino como una exhalación mientras oía los alaridos de su hijo. El muchacho había sido arrollado por una polea. Cuando su padre llegó ya le había dado varias vueltas y aunque Vicente, hombre de envergadura, se arrojó a peso contra la polea y, jugándose las manos, sacó la ancha correa de sus guías, el muchacho tenía un gran destrozo. El chico quedó liberado y vivo pero literalmente como un trapo, con múltiples roturas y lesiones, hasta el punto que hubo de subírsele a la casa de Cacharrerías en una parihuela y a pie pues no aguantaba el menor traqueteo de carreta. A consecuencia del accidente Felipe estuvo postrado en la cama durante unos meses sin sanar de sus numerosas fracturas, los médicos poco pudieron hacer por él. Hortensia, su novia, le cuidó a la desesperada con su hermana y su madre, mientras el padre atendía el molino. Al comienzo del nuevo año murió Felipe. No se sabe muy bien qué le paso, pero Hortensia, la leal y querida novia, sin aparente enfermedad, le sobrevivió dos semanas justas. Los vecinos decían que se había muerto por el mal de amores y, si no había sido así, nadie le pudo encontrar otra explicación.
Tras la muerte de Felipe y Hortensia la tristeza, como un cuervo gigante, se adueñó del hogar de Vicente. Los años de duro trabajo aplastaron de repente al molinero y la angustia comenzó a corroerlo sordamente por dentro. Era su pena como un nudo atado a su garganta que cada día se ajustaba más, milímetro a milímetro y terminó por no dejarle ni comer ni dormir siquiera. Su mujer y su hija estaban alarmadas. Los médicos le dijeron que fuera a los baños de Alhama, que eran buenos para las cosas de los nervios, pero todo fue inútil. Enfermó de tristeza y si su hijo dejó el mundo en 1915, el padre sólo vería comenzar el 16. Creo que por entonces no se habían inventado las depresiones, así que todo el mundo dijo simplemente que Vicente había muerto de pena. Francisca y María quedaron solas, con un negocio fructífero que eran incapaces de explotar. Y aquí acaba la primera parte de la historia del molino de Mora. Por hoy lo dejo que, por los años que te llevo de ventaja, bien me doy cuenta de que bastante esfuerzo has hecho en escucharme.
- Pero hombre sigue contando, que me gustaba, ¿qué pasó?¿Qué hicieron las dos mujeres?
- Tendrás que esperar a que esté de buen talante para que te lo cuente, del mismo modo que harto he esperado yo a que te interesara alguna historia de las cosas que nos rodean que, como ves, las tienen.
- ¡Joder, qué cabrón!
- ¡Cuidado, muchacho... repórtate!
A la memoria de Vicente Sánchez Gutiérrez, hombre bueno y trabajador. (1863/16-01-1916)
8 comentarios:
Una historia de trabajo y esfuerzo, con final trágico y conmovedor, como suelen ser las historias reales... pero las historias reales nunca terminan, porque se solapan con las historias de los que continuan vivos. Así que espero la continuidad de esta historia. (Espero que no nos dejes así)
Tampoco esperaría Vicente que tu dieses a conocer su historia de trabajo y éxito y de triste final.
No os dejaré "así". A nadie le gusta dejar a la gente así. Solo que la segunda historia del molino de Mora no sé como continuarla. Sólo soy un pobre hombre y la primera parte no es difícil pero ya las otras... no sé si sabré hacerlo con un algo de compostura. Pero amiga de corazón tendido, tarde o temprano lo intentaré. Sí, Zeltia, lo haré.
Esperemos que sea mas temprano que tarde. Aunque se convierta en algo parecido esto, a las mil y una noches. En tanto haya café (o chocolate) y un excelente narrador, ¡adelante!
Un abrazo
Gracias también a ti, Piel de Letras, por tus amables comentarios. Pensándolo bien, la "muchedumbre" que lee mis cuentos sois Zeltia y tú casi en exclusiva. He estado durante muchos artículos, al principio, sin recibir ningún comentario así que ahora me siento mucho más acompañado.
Gracias.
No te creas. Hay gente que pasa esporadicamente y "picotea aquí y allá" y aunque algo le guste no deja un comentario, porque no sabe que poner. O no quiere, por muchas razones, a veces simplemente por que tú estés fuera de su "círculo".
--En esto de internet mucha gente se comporta como en otros ambientes en los que se mueve: no habla con quien no conoce :)
Pero seguro que algunos de tus post fueron más leídos de lo que tú te imaginas.
De todos modos, como bien has hecho, escribir para tí y tener tus relatos "guardaditos" en internet merece la pena por sí mismo. El peligro es si empiezas a escribir para gustar a otros ¿no crees?.
¡Cierto, Soros!
Zel tiene muchísima razón, habrá mas gente que te lee y no comenta nada por "x" razones. Lo importante es que hagas lo que a ti te gusta. Que en esto de las letras sucede como con el cuento aquel del señor, el niño y el burro.
El placer es escribir sin intentar agradar o quedar bien con los demás.
Gracias a las dos. Lleváis mucha razón. Es la primera vez que consigo tener ordenadas y conservar las cosas que escibo. Y sí, es necesario escribir por el placer de hacerlo.
por aqui tienes más lectores de tus historias. Salud
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