Hace muchos años, existió un lejano poblado en las montañas menos accesibles de un país perdido en un gran continente. El país entero no pasaba de ser una pequeña mancha de color en los mapas universales, un borroncillo por el que nadie o casi nadie sentía el menor interés y del que pocos conocían siquiera el nombre. De la existencia del pequeño poblado, ya, qué vamos a decir, mejor ni hablemos.
Pues bien, los habitantes de ese pequeño poblado vivían tan aislados que para ponerse en contacto con la villa más cercana necesitaban siete días de camino entre ida y vuelta. Durante cientos de años el pequeño poblado vivió olvidado, teniendo por metrópoli y fin de su universo la villa que se hallaba a siete días de camino. Los habitantes del poblado, pasaban el tiempo cuidando sus pequeños campos de cultivo y los pocos frutales que la altura del lugar les permitía sacar adelante. Unas pocas ovejas y algún rebaño más numeroso de cabras constituían toda la ganadería que necesitaban y que en aquellas alturas el clima permitía criar. El cuidado de las casas, la recolección de leña para los nevados inviernos y la atención a los animales de corral eran el resto de sus ocupaciones. Los remedios para sus males tenían que ser caseros y, para los casos extremos, tenían la villa a tres jornadas y media de camino. Un rústico herrero les surtía de las herramientas imprescindibles y herraba sus caballerías. De vez en cuando, formando un pequeño grupo, bajaban a la villa para cambiar sus excedentes por otros productos y para saber algo del mundo. Los siete días de viaje eran para ellos una novedad excepcional y casi el único lujo social que daba aliciente a sus tranquilas vidas, siempre sin acontecimientos inesperados ni grandes cambios. Cualquier visitante del poblado era, además de bienvenido, una novedad, no sólo por la persona en sí y lo que era: un maestro que permanecería unos meses entre ellos, un médico en fugaz visita, un forestal a visitar la zona, un recaudador poco perezoso y errado de cálculos, un buhonero mal informado, un fraile extraviado… sino por las noticias que del mundo podía traer el visitante, noticias éstas que, aunque ya tuvieran meses de antigüedad, para ellos eran novedades. La gente de nuestro poblado no tenía prisa y los días en él se sucedieron durante lustros sin más novedades ni alteraciones que las que aportaba el tiempo y las antes citadas.
Sin embargo el progreso, que está hecho para cambiarlo todo, llegó en forma de minería, que es uno de los muchos disfraces irrespetuosos que este señor usa. En aquellas soledades de picos nevados y valles profundísimos se encontraron enormes vetas de carbón. Así que los políticos, a los que nadie por allí conocía hasta esas fechas, aparecieron, ¡cómo no!, con el progreso y, lo que es más, dispuestos a convencer a quien quisiera oírles que el progreso lo habían traído ellos.
Y allí llegó la primera gran trasformación, la carretera. Sin carretera el carbón no podía bajarse a las zonas bajas del país para comercializarlo. Y así nuestro poblado, antes a siete días ida y vuelta de la villa más cercana, no quedó inmune al vértigo de la velocidad y quedó enlazado, desde ese momento, por un solo día con retorno incluido.
Cuando el gobernador de la provincia en la que se enclavaba el viejo poblado vino, ¡cómo no!, a inaugurar la carretera, terminó su ampuloso discurso diciendo:
¡… y vean, compatriotas amigos, cómo el Estado no les olvidó, vean cómo se preocupó solícito de ustedes, y así, el camino que antes les duraba siete días hoy ya lo pueden hacer en uno!
Los habitantes del poblado quedaron en silencio y el gobernador desconcertado al no escuchar los aplausos de aquellos palurdos. Sólo un viejo se levantó y dijo:
¿Y qué hacemos con los otros seis?
Pues bien, los habitantes de ese pequeño poblado vivían tan aislados que para ponerse en contacto con la villa más cercana necesitaban siete días de camino entre ida y vuelta. Durante cientos de años el pequeño poblado vivió olvidado, teniendo por metrópoli y fin de su universo la villa que se hallaba a siete días de camino. Los habitantes del poblado, pasaban el tiempo cuidando sus pequeños campos de cultivo y los pocos frutales que la altura del lugar les permitía sacar adelante. Unas pocas ovejas y algún rebaño más numeroso de cabras constituían toda la ganadería que necesitaban y que en aquellas alturas el clima permitía criar. El cuidado de las casas, la recolección de leña para los nevados inviernos y la atención a los animales de corral eran el resto de sus ocupaciones. Los remedios para sus males tenían que ser caseros y, para los casos extremos, tenían la villa a tres jornadas y media de camino. Un rústico herrero les surtía de las herramientas imprescindibles y herraba sus caballerías. De vez en cuando, formando un pequeño grupo, bajaban a la villa para cambiar sus excedentes por otros productos y para saber algo del mundo. Los siete días de viaje eran para ellos una novedad excepcional y casi el único lujo social que daba aliciente a sus tranquilas vidas, siempre sin acontecimientos inesperados ni grandes cambios. Cualquier visitante del poblado era, además de bienvenido, una novedad, no sólo por la persona en sí y lo que era: un maestro que permanecería unos meses entre ellos, un médico en fugaz visita, un forestal a visitar la zona, un recaudador poco perezoso y errado de cálculos, un buhonero mal informado, un fraile extraviado… sino por las noticias que del mundo podía traer el visitante, noticias éstas que, aunque ya tuvieran meses de antigüedad, para ellos eran novedades. La gente de nuestro poblado no tenía prisa y los días en él se sucedieron durante lustros sin más novedades ni alteraciones que las que aportaba el tiempo y las antes citadas.
Sin embargo el progreso, que está hecho para cambiarlo todo, llegó en forma de minería, que es uno de los muchos disfraces irrespetuosos que este señor usa. En aquellas soledades de picos nevados y valles profundísimos se encontraron enormes vetas de carbón. Así que los políticos, a los que nadie por allí conocía hasta esas fechas, aparecieron, ¡cómo no!, con el progreso y, lo que es más, dispuestos a convencer a quien quisiera oírles que el progreso lo habían traído ellos.
Y allí llegó la primera gran trasformación, la carretera. Sin carretera el carbón no podía bajarse a las zonas bajas del país para comercializarlo. Y así nuestro poblado, antes a siete días ida y vuelta de la villa más cercana, no quedó inmune al vértigo de la velocidad y quedó enlazado, desde ese momento, por un solo día con retorno incluido.
Cuando el gobernador de la provincia en la que se enclavaba el viejo poblado vino, ¡cómo no!, a inaugurar la carretera, terminó su ampuloso discurso diciendo:
¡… y vean, compatriotas amigos, cómo el Estado no les olvidó, vean cómo se preocupó solícito de ustedes, y así, el camino que antes les duraba siete días hoy ya lo pueden hacer en uno!
Los habitantes del poblado quedaron en silencio y el gobernador desconcertado al no escuchar los aplausos de aquellos palurdos. Sólo un viejo se levantó y dijo:
¿Y qué hacemos con los otros seis?
2 comentarios:
Para variar, me ha gustado muuucho este relato... Me recuerda a uno de libros preferidos: Cien años de Soledad, de Gabriel García Márquez. Claro, narrado de una forma diferente, pero con trasfondo similar. En el caso del libro, este sitio apartado y olvidado era el pueblo de macondo, y los protagonistas de la historia, la familia Buendia... Muy buenos recuerdos tengo de este maravilloso libro...
Me encantó el final que le das a tu historia, y por supuesto la manera en que la narras, nos transportas a ese lugar tan especial. Muy buena :)
Cariños como siempre.
Un honor el que te recuerde, siquiera de lejos, a un libro del insigne García Márquez, y nada menos que a "Cien años de soledad".
¡Qué más quisiera yo!
Gracias y hasta otra.
Saludos,
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