03 junio 2007

Paseo de Otoño

El día amanece con la lentitud de siempre y, tras la penumbra del alba, el cielo gris lo impregna todo de monotonía. La luz es del color de la cara de un carbonero, pero no llueve. Dejo mi casa a las ocho y camino con indolencia, disfrutando de la mañana que, aun en su grisura, es muy agradable. No hace aire ni frío. Camino por una ciudad a la que aún no le ha venido del todo el alma al cuerpo. No tengo prisa, dispongo de tiempo más que de sobra para llegar a mi lugar de trabajo. Atravieso con lentitud las calles. Va a ser, mi paseo, el primer placer del día. Me encanta. Lo hago casi a diario, pero no me aburre. Las ciudades, como los buenos libros, se pueden releer muchas veces y siempre hay algo nuevo que se nos pasó o que no estaba y, de repente, aparece.
Los vecinos de un bloque cercano a mi casa, hartos de las juergas, de las pintadas y del botellón del fin de semana en el hermoso patio interior de su bloque, han decidido cerrarlo. Lástima porque ya me había acostumbrado a atravesarlo cada mañana. A uno, con los años, le molesta que le cambien las rutinas adquiridas. Enseguida bordeo el bloque por unos soportales con comercios y bares cerrados. Casi sin darme cuenta llego a la iglesia de San Antonio, una de esas birrias de ladrillo que se hicieron en los años 70 cuando la iglesia estaba de apertura y Cristo llegaba de Palacagüina, hijo de José y una tal María... Si no fuera por las cruces cualquiera pensaría que es un garaje. Enfilo la calle de la Virgen de la Soledad, más conocida como la Llanilla.
Los pocos transeúntes caminan raudos y mirándose de reojo, como vergonzosos de romper la intimidad ajena pringada aún de somnolencia. Cada cual sabe a donde va, nadie titubea y todo el mundo va con la misma seguridad que guía a las hormigas. Los caminos de la gente se entrecruzan. Los automóviles circulan más deprisa de lo normal. Sus conductores han apurado el tiempo de descanso y, nerviosos por la hora, apuran también el de los semáforos. Suena intempestivo el claxon al mínimo despiste del prójimo. Los peatones miran la cara airada del que pita con una pizca de desdén. Y parecen preguntarse por qué tenemos que pagar todos nosotros su impaciencia, su prisa y su mala educación.
En la Llanilla, recuerdo esta misma calle con las charangas vibrantes, en ya lejanos septiembres, llena de público que, por ferias, baja a la plaza de toros. Mi abuela Pilar siempre estaba asomada al balcón del piso de mi madre para ver la animación. Mi suegro, los amigos taurinos y yo la saludábamos muy contentos al pasar. No era para menos, veníamos de tomar café y copa. A la salida del espectáculo una marea humana, decepcionada las más de las veces, se deslizaba entre un atasco de coches, peñistas y peatones variados hasta diluirse poco a poco por las calles adyacentes.
Hoy la calle está en calma y sólo algún bar alberga a unos pocos madrugadores que desayunan presurosamente. Los barrenderos suben por las aceras haciendo su trabajo de mirasuelos resignados. Las casas son casi todas nuevas y, de mi abuela, en el balcón de mi madre, sólo queda el sitio. Un sitio que, como tantos otros, jamás volverá a ser ocupado.
La silenciosa mole de la plaza de toros se queda a la izquierda y llego al Paseo de las Cruces que es, quizás, la calle más hermosa de la ciudad. Hay quien dice que al paseo sólo le falta, para la perfección, terminar en un balcón al mar. Ilusiones de gente de tierra adentro, pero sí, al llegar al final del paseo, parece que se echa de menos un mirador marino. Ganas de imaginar, vicio barato, cosas que nunca van a tener un cumplimiento.
Hoy no voy en esa dirección, sino hacia San Ginés. La zona central del paseo está hoy radiante pese a la luz plomiza. Hace pocos años la pavimentaron con pizarra de la sierra y, mojada como está, hace efectos de agua como los cuadros de Soroya. Las hojas rojas y amarillas que el otoño tira al suelo sin descanso, hacen que la combinación de agua, pizarra y luz se llene de color. A mi izquierda queda el antiguo Gobierno Civil y, muy despacio, recreándome en la vista del suelo, que es como una joya brillante, llego a la Plaza de Santo Domingo. Sin duda la más espaciosa de la ciudad.
La iglesia de San Ginés con su portada seria preside el lado más al Este de esta plaza. Santo Domingo es mentidero de la ciudad y punto de concentración de jubilados. Hoy es todavía pronto para que los desocupados, conversadores mirones, ocupen sus bancos y la transitamos los trabajadores sin detenernos. Algunos son hombres que, muy serios, con cierto aire encampanado y sopesada importancia, van a trabajar a la sucursal de su banco, claro, se comprenden sus modales, tienen que dar impresión de solvencia, dónde iríamos a parar si no; pasan también mujeres elegantes que, de punta en blanco, taconeando y oliendo a aliento de querubín, entran a las oficinas de Hacienda; otros y otras, a los juzgados; chicas más jóvenes, pero también elegantes y gráciles como hadas del bosque urbano, a las florecientes inmobiliarias; camareros, algo de mala gana, a sus bares; currantes en general, presurosos, a sus tajos cotidianos.
Cruzando en diagonal la amplia plaza, llego al comienzo de la calle Mayor, junto a la esquina de los Tejidos Elvira, que es de los pocos comercios antiguos que, inexplicablemente, se ha resistido al acoso inmobiliario. Aquí, la calle Mayor, es peatonal y tiene un suelo de baldosas rosadas y blancas. La confitería de La Flor y Nata sigue donde siempre, como un náufrago superviviente del pasado. Tras sus cristaleras el recuerdo de Lola me sonríe fugazmente y luego desaparece. Yo también le envío un guiño de añoranza a la bella mujer. No ha sido nada, todo ha transcurrido en el tiempo de un parpadeo. Casi ni dolió.
Calle abajo llego a la altura del Casino, o mejor dicho, del Casino Principal, como pomposamente se le nombra en una placa que tiene a la entrada. El Casino, habiendo perdido hoy la exclusividad de otros tiempos, abre su comedor a todo aquel que quiera gastarse los nueve euros que vale el menú del día, cuatro primeros y cuatro segundos, pan, vino y postre incluidos. Si aquellos viejos socios, de cuando entonces, levantaran la cabeza, morirían aturdidos por la democratización del local. ¡No sé donde vamos a parar, mi dilecto Don Nicanor, esto es el acabose! Se siente, ilustres señores, es el paso del siglo XIX al XXI casi de golpe. Algo es algo.
Desde la esquina donde estuvo el antiguo Casinillo, hoy sede central de la Caja de Ahorros, veo el impresionante edificio del Banco de España. Debajo de él cuelga un gran cartel en el que se indica que el viejo edificio de imponente fachada, en desuso hace tiempo, se va a rehabilitar para poner en él la sede de Hacienda.
A partir de la esquina del antiguo Casinillo, entrada de la calle Topete, cambia el pelaje de la calle Mayor. Queda atrás la combinación de rosa y blanco, que casi parece un homenaje a La Flor y Nata, y aparece entre las dos aceras, y a su mismo nivel, una continuación de la zona peatonal que ahora se hace gris por tener el pavimento de adoquines de granito. La zona mojada hace juego con el día. Llego a la altura de San Nicolás, iglesia de las de antes, con su eterno pobre sentado a la puerta. Los pobres de San Nicolás han sido varios en los últimos tiempos y, alguno de ellos, legendario; otros han muerto sin abandonar el puesto y siempre, al que se va, le llega un sustituto. Nunca queda vacante la plaza.
Por los adoquines mojados sólo circulan a estas horas las furgonetas de reparto. La bajada de la calle se hace un poco más pronunciada desde Hacienda, a la altura del Almacén del Carmen (Casa Aguirre) otro de los pocos comercios antiguos resistentes al amor por lo nuevo. Enseguida estamos en la Plaza Mayor. El edificio del Ayuntamiento en su color de siempre, el crema claro mezclado con el blanco, queda a la izquierda. Los edificios de la antigua cerería, la carnicería y demás, que estaban en el lado de la plaza, a la izquierda del Ayuntamiento, han ido al suelo y ya se verá lo nuevo, ahora son obras. El resto, con sus soportales de siempre.
En la calle del Dr. Román Atienza, que sale de la calle Mayor a la izquierda, acaba de caer el edificio donde estaba la cordelería de Olivares y la cestería Casa Montes, con su recuerdo de Camilo José Cela en uno de sus viajes. La piqueta no descansa. Me estoy quedando poco a poco sin lugares que evoquen mis recuerdos, pero, claro, lo dicho, sólo en la calle Mayor 14 inmobiliarias.
Sigo calle abajo hasta Santa Clara, paso por la esquina del bar Soria, hoy cerrado y con aspecto ruinoso. Aquí, los martes, en tiempos, solían reunirse los agricultores y ganaderos de la zona para saludarse, charlar, hacer transacciones o decir mentiras, que todo iba en gustos e inclinaciones. Hoy se nota que la ciudad se ha desplazado hacia arriba y este punto no es tan céntrico como solía.
Llego al ensanche de la Plaza de los Caídos. Con el agua la piedra rojiza del Palacio del Infantado parece que rezuma el tinte ocre con el que, en las tenerías de los Mendoza, teñían las lanas. El brillo de la piedra, casi anaranjado bajo el agua de lluvia, parece que rejuvenece al palacio, le quita el polvo de siglos y le da visos de obra más reciente.
La Plaza de los Caídos, en la Guerra Civil, ¿cuándo iba a ser?, la han remozado totalmente. Ahora parece más amplia con zonas de agua, rampas y varios niveles. Ya no tiene escaleras por ninguna parte y de los árboles de antes sólo han dejado el pino más viejo, un ejemplar centenario. Sin embargo han puesto una serie de bancos que más semejan tumbas de un cementerio. Al final a la plaza no se le va el mal recuerdo que arrastra con su nombre.
Al final de la plaza, a la derecha, queda la iglesia de los Remedios. Yo no la he conocido dedicada al culto. En el siglo XVIII fue convento de las Jerónimas y antes, en el XVI, colegio de doncellas. ¡Los siglos que han visto sus magníficos y airosos arcos renacentistas!
Sigo Calle Madrid abajo, a la derecha quedan las ruinas del viejo alcázar, en larguísima restauración y recuperación, a la izquierda la antigua Escuela Normal que con el tiempo ha ascendido, y ya es Escuela Universitaria del Profesorado. Menudo empaque para la vieja escuela. Más abajo, en el número 22, queda la casa de mi otra abuela. La casa de la abuela María, con sus dos miradores y sus dos balcones. En el primer mirador, según se baja, mi abuela pasó miles de horas haciendo ganchillo y rumiando alguna pena que yo sé. También, todavía, queda el sitio. Es de las pocas casas viejas que no se han derribado aún pero que, como los sentenciados, espera día. Deshabitada, con el tejado convertido en nidal de palomas, los hierros de sus miradores y balcones oxidados, algunos cristales rotos, la puerta principal atada con una cadena... más claro no puede estar, todo anuncia su fin.
Por la cuesta del Hospital, que sigue como toda la vida, pero con construcciones nuevas a la derecha según bajamos, llego al río. Perdón, primero atravieso una rotonda grande que antes de entrar al puente me puede dirigir a carreteras de reciente construcción. Por ellas puedo llegar a barrios nuevos, inventados, recién construidos, alguno con nombre evangélico, como el de Aguas Vivas, pero todos sin significado para mí. O, mejor dicho, ocupan parte de mi espacio familiar pero no están registrados en la intimidad de mi tiempo.
Al atravesar el río por el viejo puente árabe se ve la nueva obra que, cincuenta metros aguas abajo, va a dar lugar a un nuevo puente. El río baja hoy con más agua de la habitual, por las lluvias en la sierra, pero su cauce no es ya el de un río de aluvión. Las presas aguas arriba controlan el caudal de este río de pasadas crecidas repentinas y alarmantes.
Cruzo el puente por la estrecha acera entre una barahúnda imparable de coches, camiones, furgonetas y motos. Al otro lado comienza el barrio de la Estación. Hace años era un barrio aislado. Ahora está todo construido desde la estación del ferrocarril hasta el barrio de Los Manantiales. Llego a mi trabajo y acaban mis observaciones.

1 comentario:

Alejandra dijo...

Excelente paseo por una mañana cualquiera... Tu maravillosa manera de describir todo nos permite estar a tu lado, y se siente como si observáramos al unisono las mismas cosas, porque nos has permitido posar nuestros ojos (los ojos que nos brinda la imaginación) sobre las mismas cosas, paisajes y personas que se toparon en tu camino. Cuando recorro las calles de mi ciudad me gusta "fotografiar" cosas y personas en mi mente... Busco captar formas que pasan desapercibidas, expresiones en las personas, sonidos, olores, colores, que se yo... encontrar algo nuevo cada vez, sin importar que sean las mismas calles por las que camino a diario, el paseo siempre es diferente.

Gracias por permitirnos acompañarte en esta oportunidad, disfruté mucho del paseo.

Cariños.