31 marzo 2019

Último domingo (2018-19)



El viejo, frecuentemente desvelado, se levanta ese último domingo de caza bastante antes de que amanezca. Se sienta en el sillón de siempre y, entre dos velas, se pone a pensar.

El perro gime en la cuadra en cuando le siente:
¡Cállate, Tango, que aún no es hora!

Por primera vez en los últimos años, el viejo, se cuestiona dónde está. Y se refiere a su país. Está cansado de oír, durante lustros, a los vascos y, más recientemente, a los catalanes, reclamar su derecho a ser una nación independiente. Pese a ser las regiones más prósperas, algunos se quieren ir de España. Y el viejo no lo entiende. En España hace 80 años que no hay guerras. Piensa el viejo que, quizás, sea la suya la primera generación en siglos que no ha conocido la guerra, los desastres y las hambrunas. Sus padres las vivieron, sus abuelos también las conocieron y, mirando hacia atrás, no sabe a cuántos siglos se remontan las generaciones que no existieron sin vivir guerras y secuelas de ellas. Posiblemente ninguna. Al viejo le parece que la última Constitución les dio, a todos los españoles, la facultad de tener un gobierno propio, de desarrollar al máximo sus entidades y culturas, de usar y proteger los idiomas propios. Y no entiende que, cuando mejor les va a todos ellos, exista ese afán por la disgregación. A lo peor, es que el mayor problema de los españoles ha sido siempre esa dificultad por reconocerse a sí mismos como tales.

Pero el viejo constata cada día en su propio vivir, cómo hay zonas de España que, aunque no hayan tenido ni tengan ningún afán secesionista, están ya, de hecho, separadas de la nación por el abandono y el descuido. El viejo viaja y, a veces, caza por algunas provincias: Guadalajara, Teruel, Soria, Cuenca… y los expertos dicen que, en conjunto, hay unas diecisiete o más provincias españolas que se están quedando despobladas, olvidadas, vacías. O mejor, vaciadas. Algunos literatos llaman a esa amplia zona “La Laponia Española”. Esas comarcas rurales no quieren separarse de la Nación pero, de hecho, ya han sido disgregadas de ella por el abandono y la indiferencia de la España ciudadana y próspera. Y el viejo se pregunta si, siendo de Guadalajara, una de las provincias más abandonadas, se puede seguir sintiendo español. Llega a la conclusión de que eso no es posible, él ya no es un español de hecho, si acaso, lo será de derecho. Que a los de la provincia de Guadalajara, y de esas otras que padecen idéntica despoblación y abandono, ya les han echado de España a su pesar. Como tantos, el viejo, se siente ajeno a España, no por secesionista sino por excluido. La suerte de España es ajena a su terruño abandonado y él, por tanto, en nada se siente ya partícipe de los intereses de una Nación que ignora su tierra despoblada, en su día, en pro de otras. Las secesiones tienen muchos voceros, pero el abandono no tiene voz y, si la tiene, es tan ronca y tenue que nadie la oye. Y el viejo, en su caletre, dice adiós en silencio a esa España, de las grandes ciudades, que ha vuelto la espalda a los olvidados, cuyos hijos se fueron a levantar otras regiones, y, como trastos viejos, han quedado a su albur en pueblos desolados. Adiós mi España querida, ya no te perdono la ingratitud y la desidia, piensa el viejo, al amanecer en el desolado pueblo castellano que, un día, fuera el más poblado de la sierra norte de Guadalajara, al pie del inhóspito Sistema Central.
Mientras, los algarazos de aguanieve chocan con los cristales del balcón como helados granos de arroz con los que el viento juega. Fuera todo es oscuridad, silencio, ruina, vacío y piedra helada. La España que sólo existe en la memoria.

Los últimos días ha estado nevusqueando y el campo, sin estar cubierto, está relleno a trozos por los torbellinos de viento, de algarazos de nieve helada que se ha condensado en granos de hielo como semillas coriáceas de matalahúva o de mostaza. El viento es más fuerte que ningún día y lanza esos granos helados, revueltos con arena y minúsculas partículas de tierra, en oleadas que levantan todo lo que en los campos está depositado, como si los barrieran sin descanso y movieran todo ese material suelto y ligero de un lugar a otro.

El viejo ya ha notado, cómo no, la fuerte ventisca. Pero, mientras se acerca con el coche al cazadero, observa con alarma como la temperatura es de -6ºC. Se empieza a preguntar si será capaz de resistir esa aspereza, seca y dura, cuyo efecto se potencia por el salvaje vendaval del viento norte. ¿Cuál será en el exterior lo que los meteorólogos, tan cursis ellos, llaman “la sensación térmica”?

Piensa el viejo que, por clima, es el peor día de la temporada con diferencia. Un día de invierno de los de antes, donde lo mejor era quedarse en casa junto al fuego y meterse al cuerpo un par de chorizos de la olla y un buen vaso de vino para desayunar.

Pero, también, es el último día de caza de la temporada y el viejo no quiere rajarse de antemano. Que sea la atrocidad del clima la que le devuelva a casa, si no puede aguantar, pero que no quede por él el intentar cazar.

Cuando el Tango y él salen del coche y se ponen a la tarea, hay un viento que casi les tumba. El avance contra él, a la fuerza, es sesgado. Las manos se hielan, la cara también, los ojos lloran, y la sensación, en todo punto descubierto de la piel, es la de laceración por los materiales que el vendaval arrastra y que, como puntas de alfileres, se clavan en la cara y en las manos. Los ojos han de llevarse semicerrados a la fuerza y mirar de vez en cuando al suelo para no esvararse y romperse la crisma.

Al cuarto de hora el viejo está a punto de volverse al coche y alejarse a toda prisa de la angustia de ese día de perros. Porque, además, y por otro lado, piensa: ¿Dónde coño podrán refugiarse los animales en un día como éste?

Al Tango se le vuelan las orejas pero, pese a todo, se encaminan al Cerro del Repetidor. El cerro está batido salvajemente por el viento huracanado. Nada ven en él ni en sus contornos. El viejo supone que a las perdices se las llevaría, si salieran, el arrastre del vendaval como peleles sin dirección fija.

A las dos horas han regresado al punto de partida. Están de nuevo junto al coche con la tentación, que no abandona al viejo, de marcharse. Se refugian del viento tras de él, dudando entre perseverar o largarse de una vez.

Se le ocurre al viejo que sería bueno bajar a la olla de la Mimbrera, por si allí el vendaval se viera sujetado por las laderas que rodean al bacho. Pero no es así, el viento norte bate la olla de la Mimbrera casi con la misma fuerza que arriba, pues no hay allí ladera que haga de muralla para el potente zarzagán. Por otro lado, no ven nada. Qué coño iban a ver, si bastante tenían con mantener la vertical y los ojos abiertos.

Vuelta a subir y de nuevo junto al coche a la hora y media. De nuevo la tentación de plegar y marcharse a la cálida casa del pueblo. Pero cavila el viejo, y se da cuenta de que sólo hay una vaguada al sur que, por ser muy baja, y estar protegida, por el páramo y los altos del viento norte, podría dar cobijo a la caza. Al fin y el cabo son como nosotros, piensa el viejo, animales de sangre caliente y, puede, que hayan hecho lo que los humanos hubiéramos hecho en su caso: buscar el punto más bajo, dando a la solana, y protegido de los vientos.

Pero, para llegar donde ha pensado el viejo, hay que atravesar un largo páramo de pequeñas alcarrias, o sea, con llanos superpuestos con pequeñas diferencias de altura. Es una zona descubierta, de yecos y sembrados, con sólo algunos zarzales tupidos y aislados. Y sólo después de atravesar esa zona, el terreno comienza a bajar y a bajar hasta llegar casi a un barranco por cuyo fondo va la carretera. Es el único punto donde, en ese día aciago o “aciágalo” como dicen los del pueblo, se le ocurre al viejo que pueda reinar algo de calma.

Van deambulando por el páramo casi arrastrados por el viento, cuando al Tango le llega algún efluvio y comienza a caracolear siguiendo rastro y a marcar de vez en cuando. El viejo no puede creerse que haya algo por allí. Pero de debajo de un zarzal espeso, sale el bando de perdices que, inmediatamente, se deja llevar por el vendaval. Gasta el primer tiro el viejo en tirar a una que se aleja como un reactor. Marra. Pero, para su sorpresa, cuando cree que han salido todas, una se le mete encima, le sale a la cara. Tal vez despistada por el fragor del viento, le pasa por encima de la cabeza. El viejo sabe que tiene que reportarse que, si la deja pasar y la tira de culo, es fácil que se quede con ella. Pero, ay amigo, los impulsos le traicionan y apenas le ha rebasado, sin dejar distancia, le tira el segundo tiro. Sabe que la ha marrado por precipitarse e, intuye también, que ese día ya no volverá a tirar a perdiz alguna. Se queda mustio porque sabe que ha perdido sus oportunidades y que, días como esos, no suelen ofrecer ninguna otra más. Especialmente a las perdices.

Va mohíno pero, al final, se acaba el páramo. El terreno comienza a descender y, a medida que lo hace, el viento se atenúa. Las previsiones se van cumpliendo. Sigue bajando y, cuando llega a las primeras matas, una liebre se arranca y dobla tras un matojón grande sin darle siquiera tiempo de apuntar. Pero dispara y marra el tiro. La liebre ha sido fulminante, vista y no vista. Pese a marrarla el viejo no se culpa, como pasó antes con las perdices. Esta no le ha dado tiempo ni de darse cuenta de que salía.

Pero le ha parecido un buen síntoma. Ahora tiene todo el barranco por delante. Y, efectivamente, es el único punto donde el viento se encuentra muy atenuado. Pero la ladera es grande para uno solo. Así que sabe que tendrá que recorrerla varias veces, bajando más cada vez y, desde luego, si en ese lugar no ve nada, sólo le quedara ya marcharse a casa.

En la primera vuelta no ve nada. Pero en la segunda le sale una liebre de un surcón causado por la erosión, la ve cuando se le tapa tras una carrasca pero, al vislumbrarla entre sus ramas, tira el viejo sin mucha fe, pero la ve revolcarse al otro lado y el Tango la trinca en un segundo. En un día así, el viejo con la liebre ya se conforma.

Pero sigue y sigue y ya, en la última pasada, la más baja que da, porque le tiene respeto a la zona de seguridad que impone la carretera, entre unas carrascas marca el Tango. La liebre le sale de las narices y tanto que, como en alguna otra ocasión, el perro hace hilo con ella y no puede tirar el cazador. Pero súbitamente la liebre pega un quiebro, deja muy atrás al perro, y se cruza a un sembrado que va en dirección a la carretera. Atravesada y sin obstáculos por medio el viejo la revuelca al primer tiro. Y recuerda a su amigo, el Colás, ya viejito y en una residencia: “¡Papo, Sarvi, atravesá y en una terronera! Sólo la faltao decirte: ¡Sarvi, mátame!”
Son las dos cuando llega a casa. Por último ha terminado la temporada mejor de lo que pensaba. Otra temporada más y, también, otra menos.

4 comentarios:

Isidro dijo...

Rica literatura, mono tema, sí, pero que regalo que me has hecho!!! Y que humidad la tuya al escribir para un grupo tan reducido de gente.

Soros dijo...

El comentario, Isidro, viniendo de ti, que también has sido y eres un enamorado de "tu caza", lo agradezco mucho. Pero sería más justo que yo te diera a ti las gracias por tus originales relatos de caza, plasmados en tus libros, y cuya originalidad supera con mucho a la de los míos que son, casi siempre, sota, caballo y rey.
Por otro lado, uno no sabe nunca para quién escribe. Pero, bueno, te entretienes en ello y tampoco importa.
Un abrazo, Isidro.

Maestre Patarrán dijo...

Jopé.
Andaba yo buscando información por "la pista gris" de Cantalojas a Grado de Pico...
Y vaya descubrimiento que he hecho.
Estupendo blog.
De verdad de la buena.
;-)

Juan Ramón dijo...

Un relato de la "España Viciada", lo llamaría yo