El
viejo ya ha tenido dos días de lluvia y uno de niebla. Pues bien, este domingo
también llueve.
A
veces, la afición es tan grande, que el viejo imagina que la lluvia no le va a
mojar o que, si le moja, será lluvia fina que no llegue a calar sus ropas o
que, aunque se cale un poco, los claros se sucederán con los algarazos y, en
esos intermedios, las prendas que viste pasaran siempre de caladas a secas. O
sea, que podrá cazar. Que a mal tiempo buena cara, que tras la tempestad viene
la calma, que quizás el día cambie a media mañana, que de cobardes no hay nada escrito…
Total que, pese al día, se va de caza.
Está
lloviendo, como ya se ha dicho, y no ve a nadie el viejo por el campo. Se va
directo a la Taina del Ballenero, donde las perdices suelen capear los
temporales de agua, pues las rocas y las tapias, aún erguidas, les pueden
proteger del hostigo del agua del norte. No se engaña el viejo. Pero sólo ve
volar a dos. Le han debido sentir y salen mucho más abajo de lo que él
calculaba. Tirar ni de broma. Baja tras de ellas. El Tango va picado. Pero
vuelven a saltar abajo del todo, junto a los campos de labor. No les tira por
la distancia, pero decide seguirlas.
Atravesar
los sembrados se convierte en un suplicio, Las botas en un momento acumulan
cada una más de un quilo de barro. El avanzar se hace muy penoso y el viejo, en
ese trance, está deseando salvar las labores y llegar a los eriales llenos de
broza que preceden a la linde de Cinco Villas. Al menos ahí pisará terreno
firme y, además, las dos perdices han volado hacia allá.
La
buena noticia es que ha parado de llover, la otra buena es que el Tango lleva
rastro. Sin embargo, en cuanto escampa llega un coche por el camino viejo y se
para a doscientos metros del cazador. Se apea una sola persona y pese a que la
presencia del viejo es evidente, el recién llegado, como si no hubiese más
campo en el término, enfila precisamente a la zona que bate el viejo. Esto le
parece de un descaro total. El viejo, mosqueado, suelta un tiro de aviso hacia
unas matas y ve como levanta el disparo un chorro de tierra. Ya no sabe cómo
hacer patente que no quiere que el otro se le meta encima. Pero, nada, el otro
cazador como si fuera sordo viene en su dirección. ¿Estará tonto? Hay gente que
debería darse con un tablón en la cabeza.
Al
viejo la experiencia le dice que cuando uno toma con ciertos recalcitrantes lo
mejor es hacer lo contrario de lo que la irritación manda. Es decir, sosegarse,
dejarles pasar, reportarse, no dejarse llevar por la ira y dejar que el
imbécil, sea quien sea, te rebase y se vaya por donde le pete. Y luego tú,
seguir cazando con tranquilidad, porque cazar airado no trae ninguna buena
consecuencia.
Pero,
esta vez, el viejo se cabrea. Y le sale la furia española: ¿Quieres cortarme mi
cazadero? Vale, pues te vas a joder, ni tuyo ni mío (español a tope, ¿qué no?).
Y el
viejo, con las alas que la rabia da a sus piernas, tira a todo el ritmo que
puede por la linde de Cinco Villas porque no está dispuesto a que aquel
impresentable le corte la línea al alto de Cantaperdiz.
En
estas está cuando las dos perdices le salen por la espalda. Y el viejo,
desatalentado como estaba, las falla. El intruso acelera, ¿será cabrón?, porque
cree que el viejo le está ojeando las perdices hacia arriba. Pero al viejo las
perdices se la sudan, está dispuesto a llegar antes que el otro al punto más
alto de la ladera cuando ésta da a la solana de Cantaperdiz, la mejor zona del
cazadero.
Roto
todo el protocolo de caza que siempre sigue el viejo, no podían ocurrir sino traspiés.
Con las perdices ya tuvo el primero. Los siguientes fueron que, obsesionado por
llegar antes que el otro arriba, le salieron dos becadas que, por falta de
atención al perro, no pudo tirar. Pero no sería el último contratiempo.
Pese
a sus años. el viejo llegó arriba el primero, el otro ya no podía disputarle la
ladera solana porque el viejo había llegado con ventaja. Y en esas honrillas
estaba el viejo jadeando cuando, justo al llegar a lo más alto y coger la ladera
solana, una liebre se le desencamó para atrás a apenas unos metros del borde y
con la irritación y los nervios se le escapó, pues llegó al descumbre antes de
que le cogiera los puntos y el tiro levantó la tierra donde la liebre se tapó
desapareciendo.
El
viejo se sentó jadeando en una piedra: qué mala suerte le había traído el
dejarse desatalentar por aquel cabrón. Poco después, desde arriba oyó una voz.
-¡Oye
que yo voy por arriba, vete tú a media ladera!
-¡Vete
por donde te salga de los cojones! Dijo al viejo para sí, sin contestar
siquiera. Y se mantuvo cuarto de hora sentado en la piedra para dejar que el
otro se largara por donde le viniera en gana. Claro que sabía ya quien había
sido el listo, y no era la primera vez que se lo había hecho.
El
viejo meditó sentado en la piedra un rato largo. ¿Cómo le había dado aquella
ventolera? Desde siempre estaba acostumbrado a que, al ir por lo general solo,
se le metieran encima más o menos voluntaria o involuntariamente otros. El
problema no era ese. El problema era que él no solía reaccionar así. Sabía que
no se podía cazar de mala leche. Sabía que tenía que haber dejado pasar a aquel
idiota y haberse ido por otro lado. ¿Por qué no lo hizo? ¿Se estaba volviendo
un chinche con los años? El viejo estaba defraudado consigo mismo.
Mató
el día de mala manera. Deambuló sin fe, gastando el tiempo y, como suele pasar
en estos casos, se fue a casa desanimado, convencido de que lo que le había
pasado lo tenía merecido. Mira que ponerse gallito a sus años. Hasta la
Benemérita se lo habría afeado. Y, un día más, de bolo. Pudiendo haber matado
un par de piezas si no se hubiese dejado gobernar por la ira. La persona que
pierde la cabeza no puede perder más.
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