Es
el primer domingo que el viejo va solo. Bueno, con el Tango. Aunque cualquiera
que les viera pensaría que es la juventud y pujanza del perro la que tira del
viejo.
De
amanecida deja el coche encima de Los Azules, junto a las gigantescas balas de
paja apiladas en forma de dado gigante. Bordeando una cresta, que separa la
ladera de un llano alto que hacia naciente lleva a La Mimbrera y hacia mediodía
a Cantaperdiz, se encamina hacia el Cerro del Repetidor.
El
viejo sabe que ese cerro todos los años tutela la cría de un bando de perdices
al menos. Pero para un solo cazador es un azar decidir si entrar por bajo o a
medio cerro. Decide entrar por bajo, casi por donde el cerro linda con los
rastrojos en los que las perdices gustan de alimentarse a su careo al amanecer.
Ni
en el cerro, ni en la ladera posterior, que cae muy quebrada sobre la huerta
del Juan Ramón, vuela una sola patirroja. El Tango se interesa por la cuesta lo
mismo que el viejo, pero lo hace con la vista y no con el olfato que es su
fuerte y eso indica que no hay perdices cerca.
Llegan
a la taina de la Mimbrera, allí el viejo se acuerda del Ballenero, otro que, si
no ha desaparecido, tendrá que andar muy por encima de los 90 y que, si vive,
no está en el pueblo. Cuando el viejo era joven, ayer fue la víspera, solía
encontrase al Ballenero en la taina de la Mimbrera apañando corderos para el
matadero. Ahora la paridera está en ruinas y llena, ella y los contornos, de
maleza.
Como
tampoco vuela perdiz alguna en esa zona, el viejo baja sesgando hacia la linde
de Cinco Villas, en la cual no suelen quedarse las perdices pero sí que suele
encamar alguna liebre, pues es un terreno que no pilla de paso y al que hay que
ir aposta.
Pero
nada se mueve y nada excita al Tango que va cazando rutinariamente pero sin
mostrar excitación como cuando lleva algo delante.
Siguiendo
la linde con Cinco Villas el viejo sube sesgando por unos parajes llenos de
maleza, de la que desencama a un par de corzos, y tiene que sujetar al perro
para que no les siga. Pero el Tango está acostumbrado a obedecer y aunque los
corzos, como a todos los perros, le tientan, se detiene en seco cuando el viejo
le chista. Tantos corzos no hacen más que inquietar a los perros y
despistarles, piensa el viejo. Al viejo la caza mayor no le ha interesado nunca
lo más mínimo. Y va pensando que en qué hora introdujeron los corzos hace años.
Ahora son una peste que, en pequeños rebaños de 8 ó 10, carean a su aire por
los sembrados y causan cada tres por dos accidentes de tráfico en las
carreteras. Piensa también que hace poco han introducido también lobos y que
quizás dentro de pocos años terminen por atacar a las personas. Y piensa que
tal vez introduzcan cualquier día leones y tigres que, seguramente, en época
romana, también los habría por la Iberia. Qué placer para los que viven en las ciudades
saber que los lobos han vuelto a Castilla, pero me gustaría saber si les
gustaría tenerlos de vecinos. A lo mejor sí. Hay tanto ingenuo.
El
viejo está ya en la masa rocosa que domina la solana de Cantaperdiz. Pero el
día no es propicio y, ni de cerca ni de lejos, ha visto pieza alguna. No hay
viento y eso no ayuda al perro.
Desde
allí otea el viejo. A su izquierda tiene el Monte del Marojal y, a la derecha,
puede seguir la ladera solana que le llevará de nuevo a las cercanías del
coche.
Volver
al coche no entra en sus planes. Así que decide cruzar la carretera y elegir el
itinerario que sigue el término en su linde con el monte. Primeramente junto a
la linde con la umbría del Altillo, el propio Altillo y, si las fuerzas le
llegan, subirá por la linde de los Temblares y de la Marota para llegar a lo
más alto: la linde con la Enguajarda donde topará con el camino viejo y en
desuso de La Bodera. Si sigue se saldrá del término, piensa con humor.
Va
considerando que no culminará el trayecto pues, si le saltan en algún punto las
perdices, el plan se trastocará.
Pero
su sorpresa es que, tras zurcir toda esa enorme cantidad de terreno, no ha
visto nada y le dan las cuatro de la tarde llegando casi al camino de La Bodera.
Pero allí el Tango ha cogido vientos. Recuerda el viejo que, por encima de
donde encierra el Juan Pedro las ovejas, solía criarse un bando de perdices. Y
se esmera en seguir a un perro que no ve, metido entre las jaras. El Tango se
mueve ligero y el viejo lo nota. Repentinamente el vibrante aleteo de una
perdiz que le sale sesgada y hacia atrás rompe el silencio, pero el viejo le
coge los puntos y tira de la mano. El tiro es largo pero la perdiz cae
desmadejada. La superpuesta se ha portado. Sueña el viejo con que no haya caído
alicortada en aquella maraña y camina lo más rápido que puede hacia el lugar del
pelotazo. Cuando llega el perro ya la tiene. Cayó muerta.
Al
viejo le resulta extraño que sólo hubiese una perdiz pero enseguida encuentra
la respuesta. Un todoterreno baja por el irregular camino lentamente. Se para a
su altura y el viejo, abriendo la escopeta, se acerca a ver quién es. Es un
conocido, Saldaña, que le cuenta que ha estado moviendo las perdices por la
zona y que, además de no darles pique, ha terminado fallando también una
becada. Al viejo le extraña, pues sabe que Saldaña es de los buenos. Pero así
es la caza.
El
viejo sabe que tiene un gran trecho hasta el coche pero como en la caza menor
todo mal se resuelve caminando, se orienta de regreso hacia él.
Llega
casi de noche. Todo el día se ha resumido en una perdiz y un solo tiro. Éxito
al cien por cien, se consuela con ironía. Todo en la vida es según uno se lo
tome.
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