26 marzo 2019

Décimo domingo (2018-19)



Es el primer domingo del año 2019. Y, aunque el viejo se levanta temprano tras la noche de Reyes, éstos no le han dejado nada.
Se sienta un rato en un sillón de la sala, pues es demasiado temprano. Piensa en que ya es suficiente con lo que tiene: poder darse, a sus años, esas palizas andando por el campo, ese perro tan obediente y con esos vientos, pendiente siempre de él y, sobre todo, un día de caza, nuevo, todo entero para él.
El viejo, a veces, piensa que todo día en su vida, que no ha sido de caza, ha sido un día gris, perdido, un día sin memoria. Esto se le ocurre de repente, no lo había pensado antes, pero casi cree que es verdad. Y es que, para el viejo, los días de caza son todos luminosos, ganados a la monotonía, ajenos a las tareas rutinarias que, sin pensarlo, todos terminamos por hacer en la vida. Los días de caza son todos inéditos, ninguno igual a otro o, por lo menos, en su anhelo por salir al campo, eso le parece al viejo. Así que su mejor regalo de Reyes es ese día sin estrenar que tiene todo entero por delante. (Claro que, a lo peor, los Reyes Magos de los animalistas al viejo le habrían echado carbón.)

Desde la cuadra, los tenues quejidos del Tango le sacan de sus pensamientos. El viejo, entonces, mira a su alrededor y piensa en cuántas mañanas más, como esa, podrá disfrutar de ver la aurora despertar en el campo. La incertidumbre le deja triste.
Pero, se dice: suspira por la ilusión de hoy y no pienses en ese mañana al que, como todo el mundo sabe, nunca le ha gustado ver a nadie bien. Se avía, se pertrecha y saca al Tango. El primer regalo del día es su abrazo.

Entre dos luces, haciendo crujir las matas heladas a su paso ligero, se encamina al Cerro del Repetidor. Sabe que algunas perdices andan en esa zona, el domingo pasado se lo dejó claro. Que dé con ellas o no, es otro cantar. La mañana está calma y se prevé un día claro. A ver si las veo, se dice.

Esta vez decide coger el cerro a la contra. Desde la ladera que da a la huerta del Juan Ramón se va acercando lentamente al gran cono del cerro. Por la hora tan temprana, no titubea, hace su entrada al cerro por los bajos, apenas diez metros por encima de donde empiezan los rispiones. Y, esta vez, no se equivoca, enseguida se pica el Tango y, tras un ribazo un poco más abultado y con maleza, se arrancan media docena de perdices desde los rastrojos que están a pie de cerro. Salen muy bajas y vuelan tapándose por los espinos de la parte más baja de la ladera. Está a punto de tirar pero se reporta y sólo cuando ya un poco lejos, giran para remontar, tira apuntando y moviendo el brazo en el sentido de su vuelo. La distancia se ha hecho grande pero, casi sorprendido, ve caer a una. El perro no la ha visto y es fácil que la patirroja cayera de ala pero, corriendo, cuenta noventa pasos de distancia y encuentra a la perdiz muerta donde las pajas se juntan con las primera matas del cerro. Son esos tiros tan largos del 20 los que al viejo le levantan la moral y le hace creer que lleva entre las manos un pequeño cañoncito y no una fina escopeta de calibre pequeño. El día no ha podido comenzar mejor.

Vista la dirección de las perdices, el recorrido tras de ellas lo tiene cantado. Primero a la Taina de la Mimbrera, luego a la ladera sobre lo de Cinco Villas y vuelta, cuando llegue al alto sobre Cantaperdiz. Y tan claro como lo tiene lo recorre pero, para su sorpresa, no salta una sola perdiz.

Como ya está en la ladera, donde la semana pasada, al sentarse sobre la gran piedra blanca, le salió la liebre, decide recorrerla despacio pues en ella tienen querencia las rabonas. Sin embargo, aunque recorre con el Tango la ladera en zigzag machaconamente no salta ninguna ni da con rastro de las perdices.

Aparecen entonces tres cazadores en mano en su dirección. Esta vez no se mosquea el viejo, se baja casi a la zona de la carretera, les deja pasar y les da con la mano. Como tiene el coche a menos de un quilómetro se va hacia él y decide cambiar de lugar.

En cuanto llega a la Cerrada del Abogao, deja el coche y se enfila con el Tango al pilón de las Cuevas. Allí el perro se refresca y se da un baño. Luego, muy despacio, bordean las Cuevas y se internan en los apretados macizos de biércoles que van a dar frente a la ladera del Nacedero. No ve nada. Pero, claro, se hace cuenta de que ya estamos en Enero y que las piezas, que nunca sobran en este término, ya van escaseando y están muy fogueadas. Se llega el viejo hasta el otro pilón que hay bajo el Nacedero pues el Tango no para de trabajar y, aunque no ha sacado nada, lleva un palmo de lengua fuera.

De allí suben a lo alto del Barranco de la Franciscona. Es el último lugar donde suelen refugiarse las perdices acosadas, porque la altura les proporciona un largo vuelo, luego de hacer que los cazadores suban por ellas la agotadora cuesta. Pero nada, tampoco las perdices están hoy allí. El viejo decide no ir más allá. Ya está a una distancia considerable del coche.

Se encamina, entre la linde de las matas con lo limpio, a la zona de las Tres Doncellas. La caminata, salvo algún badén, es de bajada y, así, el viejo va descansado viendo las evoluciones incansables del Tango entre las matas.

Llegando a la cerrada de las vacas, el Tango va muy picado, el viejo le sigue a buen paso procurando que el resuello no le altere los pulsos. Pero no son las perdices, cuando están casi encima del prado, el viejo ve perderse a más de cien metros una liebre huída que descumbra.  Duda en tirar pero al final le suelta el tiro del cañón izquierdo. que es que menos abre. No la toca, claro. Una liebre descumbrando a esa distancia era imposible, pero el viejo cree que su 20 tiene los dedos más largos que su vista. Después de haber tirado se da cuenta de que es un iluso. Pero no tiene tiempo de pensar mucho, porque el mastín que guarda las vacas se aproxima ladrando hecho una fiera. Mucho mejor poner distancia.

Se cruza por el gran erial que rodea a las Tres Doncellas. Ya quedan atrás, afortunadamente, los ladridos del mastín. Y el viejo decide bajar hasta el Prao Juanarrón. Pero por allí el perro no se pica,

Saltan el prado y de repente, a los pies de una cerrada muy larga que tiene las paredes medio hundidas y sube casi hasta la carretera vieja, el Tango se interesa. Sube despacio por mitad de la cerrada, sube sin dejar de marcar. Pero nada sale. Es tan larga la cerrada que el viejo ya va casi aburrido del interés del perro. Pero sabe que no debe quitarle ojo de encima, el perro puede que sea terco, pero es seguro. Lo que pasa es que tanto rato siguiendo pista se le hace al viejo exagerado.
Están aún en la cerrada cuando al final de ella, a unos cien metros, saltan las perdices. El viejo no tira porque no tiene sentido. Sofocado se para. Son las cuatro y media de la tarde. No tiene sentido subir a donde estaban las perdices, ya ha subido el Tango y no hay ninguna más. Piensa el viejo, mientras regresa el Tango, que esas perdices, que él buscó en la mañana habían cruzado la carretera y se habían refugiado allí durante todo el día. Porque ese lugar no es habitual de las perdices, de hecho, si no hubiese sido por el perro no habría el viejo subido allí.

El viejo observa cómo se acerca el Tango cuando, de la mata al pie de un marojo aislado que tenía a un par de metros, se arranca una perdiz como una bala. Se sobresalta el viejo por un aleteo tan fuerte, tan cercano y, sobre todo, tan inesperado, después de toda la operación.
Piensa que esa perdiz no puede escapársele. Se precipita con el primer tiro y la falla, afina con el segundo y no cae. El viejo no se lo cree. No quita ojo a la perdiz que se aleja. Le parece imposible haber fallado. Pero a los trescientos metros la perdiz hace la torre, cae a plomo, y el viejo respìra. Esta vez no tiene pérdida, el lugar en el que ha caído apenas tiene cuatro matas. Va hacia allá sin quitar los ojos del lugar. Sabe que las distancias engañan. Pero según llega la ve muerta, El Tango se anticipa, la marca y enseguida la cobra.

En el regreso al coche nada más ocurrió. Pero el viejo iba ufano con sus dos perdices y tan contento iba que le vino a la cabeza el refrán: “Quien mata perdices en enero, las mata el año entero”. Era un refrán que le halagaba la vanidad, así que decidió creérselo. Su abuela había muerto hacía ya muchos años.

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