Es
el primer domingo del año 2019. Y, aunque el viejo se levanta temprano tras la
noche de Reyes, éstos no le han dejado nada.
Se
sienta un rato en un sillón de la sala, pues es demasiado temprano. Piensa en
que ya es suficiente con lo que tiene: poder darse, a sus años, esas palizas
andando por el campo, ese perro tan obediente y con esos vientos, pendiente
siempre de él y, sobre todo, un día de caza, nuevo, todo entero para él.
El
viejo, a veces, piensa que todo día en su vida, que no ha sido de caza, ha sido
un día gris, perdido, un día sin memoria. Esto se le ocurre de repente, no lo
había pensado antes, pero casi cree que es verdad. Y es que, para el viejo, los
días de caza son todos luminosos, ganados a la monotonía, ajenos a las tareas
rutinarias que, sin pensarlo, todos terminamos por hacer en la vida. Los días
de caza son todos inéditos, ninguno igual a otro o, por lo menos, en su anhelo
por salir al campo, eso le parece al viejo. Así que su mejor regalo de Reyes es
ese día sin estrenar que tiene todo entero por delante. (Claro que, a lo peor,
los Reyes Magos de los animalistas al viejo le habrían echado carbón.)
Desde
la cuadra, los tenues quejidos del Tango le sacan de sus pensamientos. El
viejo, entonces, mira a su alrededor y piensa en cuántas mañanas más, como esa,
podrá disfrutar de ver la aurora despertar en el campo. La incertidumbre le
deja triste.
Pero,
se dice: suspira por la ilusión de hoy y no pienses en ese mañana al que, como
todo el mundo sabe, nunca le ha gustado ver a nadie bien. Se avía, se pertrecha
y saca al Tango. El primer regalo del día es su abrazo.
Entre
dos luces, haciendo crujir las matas heladas a su paso ligero, se encamina al
Cerro del Repetidor. Sabe que algunas perdices andan en esa zona, el domingo
pasado se lo dejó claro. Que dé con ellas o no, es otro cantar. La mañana está
calma y se prevé un día claro. A ver si las veo, se dice.
Esta
vez decide coger el cerro a la contra. Desde la ladera que da a la huerta del
Juan Ramón se va acercando lentamente al gran cono del cerro. Por la hora tan
temprana, no titubea, hace su entrada al cerro por los bajos, apenas diez
metros por encima de donde empiezan los rispiones. Y, esta vez, no se equivoca,
enseguida se pica el Tango y, tras un ribazo un poco más abultado y con maleza,
se arrancan media docena de perdices desde los rastrojos que están a pie de cerro.
Salen muy bajas y vuelan tapándose por los espinos de la parte más baja de la
ladera. Está a punto de tirar pero se reporta y sólo cuando ya un poco lejos,
giran para remontar, tira apuntando y moviendo el brazo en el sentido de su
vuelo. La distancia se ha hecho grande pero, casi sorprendido, ve caer a una.
El perro no la ha visto y es fácil que la patirroja cayera de ala pero,
corriendo, cuenta noventa pasos de distancia y encuentra a la perdiz muerta
donde las pajas se juntan con las primera matas del cerro. Son esos tiros tan largos
del 20 los que al viejo le levantan la moral y le hace creer que lleva entre
las manos un pequeño cañoncito y no una fina escopeta de calibre pequeño. El
día no ha podido comenzar mejor.
Vista
la dirección de las perdices, el recorrido tras de ellas lo tiene cantado.
Primero a la Taina de la Mimbrera, luego a la ladera sobre lo de Cinco Villas y
vuelta, cuando llegue al alto sobre Cantaperdiz. Y tan claro como lo tiene lo
recorre pero, para su sorpresa, no salta una sola perdiz.
Como
ya está en la ladera, donde la semana pasada, al sentarse sobre la gran piedra
blanca, le salió la liebre, decide recorrerla despacio pues en ella tienen
querencia las rabonas. Sin embargo, aunque recorre con el Tango la ladera en
zigzag machaconamente no salta ninguna ni da con rastro de las perdices.
Aparecen
entonces tres cazadores en mano en su dirección. Esta vez no se mosquea el
viejo, se baja casi a la zona de la carretera, les deja pasar y les da con la
mano. Como tiene el coche a menos de un quilómetro se va hacia él y decide
cambiar de lugar.
En
cuanto llega a la Cerrada del Abogao, deja el coche y se enfila con el Tango al
pilón de las Cuevas. Allí el perro se refresca y se da un baño. Luego, muy
despacio, bordean las Cuevas y se internan en los apretados macizos de
biércoles que van a dar frente a la ladera del Nacedero. No ve nada. Pero,
claro, se hace cuenta de que ya estamos en Enero y que las piezas, que nunca
sobran en este término, ya van escaseando y están muy fogueadas. Se llega el
viejo hasta el otro pilón que hay bajo el Nacedero pues el Tango no para de
trabajar y, aunque no ha sacado nada, lleva un palmo de lengua fuera.
De
allí suben a lo alto del Barranco de la Franciscona. Es el último lugar donde
suelen refugiarse las perdices acosadas, porque la altura les proporciona un
largo vuelo, luego de hacer que los cazadores suban por ellas la agotadora
cuesta. Pero nada, tampoco las perdices están hoy allí. El viejo decide no ir
más allá. Ya está a una distancia considerable del coche.
Se
encamina, entre la linde de las matas con lo limpio, a la zona de las Tres
Doncellas. La caminata, salvo algún badén, es de bajada y, así, el viejo va
descansado viendo las evoluciones incansables del Tango entre las matas.
Llegando
a la cerrada de las vacas, el Tango va muy picado, el viejo le sigue a buen
paso procurando que el resuello no le altere los pulsos. Pero no son las
perdices, cuando están casi encima del prado, el viejo ve perderse a más de
cien metros una liebre huída que descumbra.
Duda en tirar pero al final le suelta el tiro del cañón izquierdo. que
es que menos abre. No la toca, claro. Una liebre descumbrando a esa distancia
era imposible, pero el viejo cree que su 20 tiene los dedos más largos que su
vista. Después de haber tirado se da cuenta de que es un iluso. Pero no tiene
tiempo de pensar mucho, porque el mastín que guarda las vacas se aproxima ladrando
hecho una fiera. Mucho mejor poner distancia.
Se
cruza por el gran erial que rodea a las Tres Doncellas. Ya quedan atrás,
afortunadamente, los ladridos del mastín. Y el viejo decide bajar hasta el Prao
Juanarrón. Pero por allí el perro no se pica,
Saltan
el prado y de repente, a los pies de una cerrada muy larga que tiene las
paredes medio hundidas y sube casi hasta la carretera vieja, el Tango se
interesa. Sube despacio por mitad de la cerrada, sube sin dejar de marcar. Pero
nada sale. Es tan larga la cerrada que el viejo ya va casi aburrido del interés
del perro. Pero sabe que no debe quitarle ojo de encima, el perro puede que sea
terco, pero es seguro. Lo que pasa es que tanto rato siguiendo pista se le hace
al viejo exagerado.
Están
aún en la cerrada cuando al final de ella, a unos cien metros, saltan las
perdices. El viejo no tira porque no tiene sentido. Sofocado se para. Son las
cuatro y media de la tarde. No tiene sentido subir a donde estaban las
perdices, ya ha subido el Tango y no hay ninguna más. Piensa el viejo, mientras
regresa el Tango, que esas perdices, que él buscó en la mañana habían cruzado
la carretera y se habían refugiado allí durante todo el día. Porque ese lugar no
es habitual de las perdices, de hecho, si no hubiese sido por el perro no
habría el viejo subido allí.
El
viejo observa cómo se acerca el Tango cuando, de la mata al pie de un marojo aislado
que tenía a un par de metros, se arranca una perdiz como una bala. Se
sobresalta el viejo por un aleteo tan fuerte, tan cercano y, sobre todo, tan
inesperado, después de toda la operación.
Piensa
que esa perdiz no puede escapársele. Se precipita con el primer tiro y la
falla, afina con el segundo y no cae. El viejo no se lo cree. No quita ojo a la
perdiz que se aleja. Le parece imposible haber fallado. Pero a los trescientos
metros la perdiz hace la torre, cae a plomo, y el viejo respìra. Esta vez no
tiene pérdida, el lugar en el que ha caído apenas tiene cuatro matas. Va hacia
allá sin quitar los ojos del lugar. Sabe que las distancias engañan. Pero según
llega la ve muerta, El Tango se anticipa, la marca y enseguida la cobra.
En
el regreso al coche nada más ocurrió. Pero el viejo iba ufano con sus dos
perdices y tan contento iba que le vino a la cabeza el refrán: “Quien mata
perdices en enero, las mata el año entero”. Era un refrán que le halagaba la
vanidad, así que decidió creérselo. Su abuela había muerto hacía ya muchos
años.
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