El
primer domingo, salió el viejo de amanecida con el Tomasín y, naturalmente, con
el nervioso Tango que desde la tarde anterior estaba desatalentado en el corral
con la llegada del veterano a la casa. El Choti parece que esta temporada no
tiene muchas ganas de caza.
El
Tomasín, sin mucho entusiasmo, se dejó dirigir por el viejo que, desde la parte
alta de Las Cuevas, le fue llevando lentamente hacia las lindes del monte,
zonas bastante pobladas de fusca donde suelen pacer las vacas y donde la
vegetación les llega a los cazadores al pecho. Son terrenos ásperos donde no
les gusta mucho cazar a la mayoría de los socios pero que, por ese abandono, le
encantan al viejo.
Al
llegar a un prado, en un altozano de chantos clavados en el suelo, que hay antes
de sortearlo, el viejo le dice al Tomasín que esté prevenido que allí es
frecuente la liebre. Al minuto, bien porque no hiciera mucho caso o porque la
viera con retraso, la liebre salió pero se marchó a criar. Y los dos la vieron
alejarse como una centella por la cuesta tras atravesar el prado.
Fueron
aproximándose más al viejo tejar cuyas ruinas están cerca ya del Pilar del Monte
cuando, en lo más espeso de la ladera, tupida de retamas espesas y alfombrada
de pizarras sueltas, saltaron las perdices. A distancia considerable, claro.
Pero el viejo y el Tomasín tiraron y vieron caer una que, seguramente
aliquebrada, se escabulló en el tiempo que tardaron en llegar a la espesura
donde había caído. El Tango cogió rastro pero el mar de zarzas protegía a la
huída y dificultaba sobremanera el progreso del perro al que al final retiramos
del rastro para su desconsuelo. El viejo, no obstante, cogió algo de confianza
en la superpuesta que el Tomasín le había dejado. Un escopetón del 12 al que no
estaba acostumbrado.
Dieron
la vuelta a por las perdices, siguiendo la dirección en que volaron, El Tango
iba muy picado y no tardó en aparecer repentinamente entre las estepas con una
liebre delante de los morros. El viejo, que esperaba perdiz, se reportó y se
hizo con ella al primer tiro. Al menos ya habían cobrado algo y aquel escopetón
también funcionaba. De las perdices, ni rastro. Nunca mejor dicho.
Al
Tomasín le empezaron a doler las manos por el frío y el dolor se le hizo tan
insoportable que el viejo le tuvo que llevar a casa a eso de las diez y media
de la mañana. Localizando, por cierto, en el trayecto y desde el coche, un
bando de perdices apeonando a la altura de la Cerrada del Abogao.
Tan
pronto como dejó al Tomasín en casa, el viejo regresó a por las perdices que
había visto desde el coche. El Tango cogió su rastro pero le llevó al viejo
casi medio kilómetro en dirección a cerdilandia, la llanada, bautizada así por
el viejo, que hay por encima de una fábrica de embutidos. Una fábrica de
embutidos caseros, una denominación muy de nuestros días, mediante la que los
publicistas no paran de tomarnos por gilipollas. Menos mal que en las casas no
les hacen la competencia y no fabrican embutidos industriales.
Antes
de llegar al erial de cerdilandia, iban el viejo y el perro atravesando unos
rispiones, dentro de una cerrada, cuando marcó el Tango y el viejo
automáticamente se previno. Pero quia, no eran las perdices, fue una liebre que
le salió de los morros al perro y corrió hacia adelante haciendo hilo con él,
de modo que el viejo no pudo tirar so pena de haberse llevado por delante al
perro. Iba el viejo lamentándose de cómo el perro le tapó la liebre, cuando en
su vuelta, tras correr a la rabona, el Tango voló dos perdices que entraron a
distancia sesgando al viejo por su derecha. Se tragaron los tiros precipitados
de éste, pero no acertó a ninguna y el viejo se volvió a condenar por haberlas
marrado, y más, cariacontecido como ya estaba, por la anterior faena de la
liebre.
Más
adelante, ya en plena explanada de cerdilandia, desde la que ya se ve la carretera, el perro
marcaba tanto que el viejo supo con total certeza que las perdices se le
estaban moviendo entre el fino herbazal
que llega por allí a la rodilla. Al fin saltó el bando muy lejos y el viejo se
quedó con una que le saltó por detrás y que, de milagro, abatió al segundo
tiro. No terminaba de hacerse con la superpuesta del 12.
Las
perdices volaron al otro lado de la carretera, a la zona donde estarían cazando
otros socios. Y como al viejo no le gustaba topar con gente, decidió volver
sobre sus pasos y patearse de nuevo los llanos del monte que pese a ese nombre
son suaves vaguadas con las laderas atestadas de vegetación: estepas, retamas,
aliagas, biércoles, algunos pocos robles y alguna que otra encina
Comenzó
entonces un lento deambular, durante horas, para ir revisando los lugares
querenciosos de la liebre. Y ese itinerario tan poco preciso, sólo lo alteraría
si el salto de las perdices le obligara a cambiar de idea. Se contentaba
pensando que, al menos, ya llevaba una perdiz y una liebre y que ya no había
echado el día a perros.
Fue
metódico pero, pese a ello, no fue capaz de echar una liebre en todo el día ni
vio más perdices. En los llanos de Las Tres Doncellas había un montón de gente
buscando setas, alrededor del Pilar del Monte también, en los aledaños del Prao
Juanarrón lo mismo, en los eriales de Cantaperdiz idem de idem…
Así
que cuando ya iban a dar las cuatro de la tarde, el viejo, harto y satisfecho,
empezó a coger la deriva hacia el coche. Más que el cansancio, era el desánimo
de no encontrar la caza en sus lugares habituales lo que le había hecho mella.
Iba
aproximándose a la Cerrada del Abogao, donde había dejado el coche, cuando
decidió aproximarse por el bajo de una
ladera en solana. Recordaba que al Gabriel y al Maya (ambos ya difuntos) les
pareció siempre carenciosa la tal ladera para la rabona. Había pasado ya por la
parte alta durante la mañana, así que esta vez la rodeó por la bajera, casi
lindando con una cerrada atravesada por un arroyo, donde pastaban unas cuantas
vacas.
Cruzó
el arroyo e iba el viejo recordando al Maya y al Gabriel (que en paz descansen,
porque lo que fue en vida no pararon) mientras comenzaba a subir la cuesta. A
unos cuarenta metros por encima del arroyo, el Tango y él llegaron al primer
zarzal. Una mezcla de espinos, retamas y aliagas irregular pero tupida. Apenas
sobrepasada la fusca se produjo una brusquísima postura del Tango. Imaginó el
viejo alguna perdiz requetevolada del día y agazapada en el zarzón, pero el
perro se lanzó al zarzal al sentir un crujido y dentro se produjo una
zapatiesta de mil demonios pues lo que fuera no voló y por fuerza tuvo que
atravesar la maleza para salir cuesta abajo en dirección al arroyo. No era un
corcino como pensó el viejo enseguida, sino una liebre vieja que quebraba
bajando entre las matas con el perro detrás.
Fiado
en el escopetón del 12 el viejo quiso dejarla enderezar, lleno de confianza en
la capacidad de barrido de su grueso calibre. La confianza le traicionó y,
cuando quiso tirar, la liebre primero se tapó en el arroyo y, frustrado el
viejo por confiado, cuando emergió por el otro lado el segundo tiro ni la tocó.
El viejo, con el escopetón humeante, se quedó con dos palmos de narices. El
exceso de confianza, como tantas veces, le perdió. Hasta el mastín que cuidaba
las vacas pareció mosquearse con él y enebró de allí rápidamente no fuera a ser
que el mastín le quitase de paso un cacho de pantalón con su trozo
correspondiente de carne.
El
Tango no estaba acostumbrado tampoco a aquellos fallos tan flagrantes del viejo
y a éste le pareció que le miraba con un poco de frustración. “Esto no suele
pasarte”, parecía pensar el can.
Al
llegar al coche, el viejo iba muy desanimado. Eran las cinco y ya atardecía.
Pero, cuando estaba a punto de desarmar la escopeta, ya junto al coche, el
viejo tuvo una idea: acercarse de nuevo a los yecos de cerdilandia. Estaban
apenas a medio kilómetro y, tras haberse cazado el término durante todo el día,
era un perdedero natural de las perdices al estar limitado por la carretera.
Las de un lado y otro, solían a última hora del día estar refugiadas allí,
donde había que ir exprofeso a por ellas, pues no era lugar de paso.
Como
“el que no cazurrea no coscurrea” el viejo se encaminó por segunda vez en el día
a los eriales de cerdilandia, donde había matado la perdiz de la mañana.
Muy
cansado los tomó por la parte baja para rodearlos, aproximándose a la carretera
pero no hasta el extremo de que los civiles, si pasaban, pudieran denunciarle
y, con el ánimo, de volar las perdices que hubiera en dirección al coche y
tener así la oportunidad de tirar a alguna antes de irse definitivamente a
casa.
Enseguida
supo que se había equivocado, el Tango no se picaba a la perdiz. Así que rebajó
la marcha y llegado al punto más bajo del erial herboso, se dispuso a subirlo
en dirección al coche, dejando a sus espaldas la carretera. Pero en esas, el
Tango repentinamente se encrespó y se arrancó con una liebre delante. Esta vez
el viejo no se fió y la apuntó con muchísimo detenimiento e intención. El tiro
la hizo rodar y el perro la cobró de inmediato. Menos mal, se dijo el viejo.
Sacó el teléfono, apenas metió la liebre en el chaleco, y llamó a su mujer para
tranquilizarla por la hora y decirle que acababa de matar una liebre. Pero apenas
acababa de hablar y aún estaba con el móvil en la mano, cuando el Tango, que no
se daba tregua, desencamó otra rabona. Eso no era normal en absoluto. Era
increíble que, a apenas cincuenta metros de la anterior, saltara la segunda. El
teléfono cayó al suelo con la precipitación, el viejo recompuso la figura como
pudo, procuró centrarse, pero falló el primer tiro con el agobio y, sólo tras
afinar con angustia cuanto pudo, la volcó con el segundo con gran gozo por su
parte y por la del Tango que disfrutó, con los últimos regates de la liebre
herida, antes de cobrarla. Muy pocas veces en su vida el cazador había visto
algo semejante. Pero no en vano las liebres están en celo la mayor parte del
año. Efectivamente, una era macho y otra hembra.
Por
estas cosas, que pasan en la caza, los cazadores tenemos fama de mentirosos.
Pero lo cierto es que para poder presenciar estas “mentiras” hay que buscar la
fortuna, que se da en cinco minutos, durante jornadas de 8 ó 9 horas de
incesante caminar. La caza menor es siempre inesperada y sorprendente. Tal vez
por eso al viejo siempre le ha atraído tanto. Desde niño pensó que la caza
menor salía directamente de la tierra y, pese a la experiencia, hay días que
aún lo sigue pensando.
Pese
a los fallos cometidos, el primer día acabó con una perdiz y tres liebres. Todo
un éxito. Y con el viejo derrengado, claro. Y ahora llégate a casa y ponte a
limpiar los bichos. Amén.
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