16 marzo 2019

Primer domingo (2018-19)



El primer domingo, salió el viejo de amanecida con el Tomasín y, naturalmente, con el nervioso Tango que desde la tarde anterior estaba desatalentado en el corral con la llegada del veterano a la casa. El Choti parece que esta temporada no tiene muchas ganas de caza.

El Tomasín, sin mucho entusiasmo, se dejó dirigir por el viejo que, desde la parte alta de Las Cuevas, le fue llevando lentamente hacia las lindes del monte, zonas bastante pobladas de fusca donde suelen pacer las vacas y donde la vegetación les llega a los cazadores al pecho. Son terrenos ásperos donde no les gusta mucho cazar a la mayoría de los socios pero que, por ese abandono, le encantan al viejo.

Al llegar a un prado, en un altozano de chantos clavados en el suelo, que hay antes de sortearlo, el viejo le dice al Tomasín que esté prevenido que allí es frecuente la liebre. Al minuto, bien porque no hiciera mucho caso o porque la viera con retraso, la liebre salió pero se marchó a criar. Y los dos la vieron alejarse como una centella por la cuesta tras atravesar el prado.

Fueron aproximándose más al viejo tejar cuyas ruinas están cerca ya del Pilar del Monte cuando, en lo más espeso de la ladera, tupida de retamas espesas y alfombrada de pizarras sueltas, saltaron las perdices. A distancia considerable, claro. Pero el viejo y el Tomasín tiraron y vieron caer una que, seguramente aliquebrada, se escabulló en el tiempo que tardaron en llegar a la espesura donde había caído. El Tango cogió rastro pero el mar de zarzas protegía a la huída y dificultaba sobremanera el progreso del perro al que al final retiramos del rastro para su desconsuelo. El viejo, no obstante, cogió algo de confianza en la superpuesta que el Tomasín le había dejado. Un escopetón del 12 al que no estaba acostumbrado.

Dieron la vuelta a por las perdices, siguiendo la dirección en que volaron, El Tango iba muy picado y no tardó en aparecer repentinamente entre las estepas con una liebre delante de los morros. El viejo, que esperaba perdiz, se reportó y se hizo con ella al primer tiro. Al menos ya habían cobrado algo y aquel escopetón también funcionaba. De las perdices, ni rastro. Nunca mejor dicho.

Al Tomasín le empezaron a doler las manos por el frío y el dolor se le hizo tan insoportable que el viejo le tuvo que llevar a casa a eso de las diez y media de la mañana. Localizando, por cierto, en el trayecto y desde el coche, un bando de perdices apeonando a la altura de la Cerrada del Abogao.

Tan pronto como dejó al Tomasín en casa, el viejo regresó a por las perdices que había visto desde el coche. El Tango cogió su rastro pero le llevó al viejo casi medio kilómetro en dirección a cerdilandia, la llanada, bautizada así por el viejo, que hay por encima de una fábrica de embutidos. Una fábrica de embutidos caseros, una denominación muy de nuestros días, mediante la que los publicistas no paran de tomarnos por gilipollas. Menos mal que en las casas no les hacen la competencia y no fabrican embutidos industriales.

Antes de llegar al erial de cerdilandia, iban el viejo y el perro atravesando unos rispiones, dentro de una cerrada, cuando marcó el Tango y el viejo automáticamente se previno. Pero quia, no eran las perdices, fue una liebre que le salió de los morros al perro y corrió hacia adelante haciendo hilo con él, de modo que el viejo no pudo tirar so pena de haberse llevado por delante al perro. Iba el viejo lamentándose de cómo el perro le tapó la liebre, cuando en su vuelta, tras correr a la rabona, el Tango voló dos perdices que entraron a distancia sesgando al viejo por su derecha. Se tragaron los tiros precipitados de éste, pero no acertó a ninguna y el viejo se volvió a condenar por haberlas marrado, y más, cariacontecido como ya estaba, por la anterior faena de la liebre.

Más adelante, ya en plena explanada de cerdilandia,  desde la que ya se ve la carretera, el perro marcaba tanto que el viejo supo con total certeza que las perdices se le estaban moviendo entre el  fino herbazal que llega por allí a la rodilla. Al fin saltó el bando muy lejos y el viejo se quedó con una que le saltó por detrás y que, de milagro, abatió al segundo tiro. No terminaba de hacerse con la superpuesta del 12.

Las perdices volaron al otro lado de la carretera, a la zona donde estarían cazando otros socios. Y como al viejo no le gustaba topar con gente, decidió volver sobre sus pasos y patearse de nuevo los llanos del monte que pese a ese nombre son suaves vaguadas con las laderas atestadas de vegetación: estepas, retamas, aliagas, biércoles, algunos pocos robles y alguna que otra encina

Comenzó entonces un lento deambular, durante horas, para ir revisando los lugares querenciosos de la liebre. Y ese itinerario tan poco preciso, sólo lo alteraría si el salto de las perdices le obligara a cambiar de idea. Se contentaba pensando que, al menos, ya llevaba una perdiz y una liebre y que ya no había echado el día a perros.

Fue metódico pero, pese a ello, no fue capaz de echar una liebre en todo el día ni vio más perdices. En los llanos de Las Tres Doncellas había un montón de gente buscando setas, alrededor del Pilar del Monte también, en los aledaños del Prao Juanarrón lo mismo, en los eriales de Cantaperdiz idem de idem…

Así que cuando ya iban a dar las cuatro de la tarde, el viejo, harto y satisfecho, empezó a coger la deriva hacia el coche. Más que el cansancio, era el desánimo de no encontrar la caza en sus lugares habituales lo que le había hecho mella.

Iba aproximándose a la Cerrada del Abogao, donde había dejado el coche, cuando decidió aproximarse por  el bajo de una ladera en solana. Recordaba que al Gabriel y al Maya (ambos ya difuntos) les pareció siempre carenciosa la tal ladera para la rabona. Había pasado ya por la parte alta durante la mañana, así que esta vez la rodeó por la bajera, casi lindando con una cerrada atravesada por un arroyo, donde pastaban unas cuantas vacas.

Cruzó el arroyo e iba el viejo recordando al Maya y al Gabriel (que en paz descansen, porque lo que fue en vida no pararon) mientras comenzaba a subir la cuesta. A unos cuarenta metros por encima del arroyo, el Tango y él llegaron al primer zarzal. Una mezcla de espinos, retamas y aliagas irregular pero tupida. Apenas sobrepasada la fusca se produjo una brusquísima postura del Tango. Imaginó el viejo alguna perdiz requetevolada del día y agazapada en el zarzón, pero el perro se lanzó al zarzal al sentir un crujido y dentro se produjo una zapatiesta de mil demonios pues lo que fuera no voló y por fuerza tuvo que atravesar la maleza para salir cuesta abajo en dirección al arroyo. No era un corcino como pensó el viejo enseguida, sino una liebre vieja que quebraba bajando entre las matas con el perro detrás.

Fiado en el escopetón del 12 el viejo quiso dejarla enderezar, lleno de confianza en la capacidad de barrido de su grueso calibre. La confianza le traicionó y, cuando quiso tirar, la liebre primero se tapó en el arroyo y, frustrado el viejo por confiado, cuando emergió por el otro lado el segundo tiro ni la tocó. El viejo, con el escopetón humeante, se quedó con dos palmos de narices. El exceso de confianza, como tantas veces, le perdió. Hasta el mastín que cuidaba las vacas pareció mosquearse con él y enebró de allí rápidamente no fuera a ser que el mastín le quitase de paso un cacho de pantalón con su trozo correspondiente de carne.

El Tango no estaba acostumbrado tampoco a aquellos fallos tan flagrantes del viejo y a éste le pareció que le miraba con un poco de frustración. “Esto no suele pasarte”, parecía pensar el can.

Al llegar al coche, el viejo iba muy desanimado. Eran las cinco y ya atardecía. Pero, cuando estaba a punto de desarmar la escopeta, ya junto al coche, el viejo tuvo una idea: acercarse de nuevo a los yecos de cerdilandia. Estaban apenas a medio kilómetro y, tras haberse cazado el término durante todo el día, era un perdedero natural de las perdices al estar limitado por la carretera. Las de un lado y otro, solían a última hora del día estar refugiadas allí, donde había que ir exprofeso a por ellas, pues no era lugar de paso.

Como “el que no cazurrea no coscurrea” el viejo se encaminó por segunda vez en el día a los eriales de cerdilandia, donde había matado la perdiz de la mañana.

Muy cansado los tomó por la parte baja para rodearlos, aproximándose a la carretera pero no hasta el extremo de que los civiles, si pasaban, pudieran denunciarle y, con el ánimo, de volar las perdices que hubiera en dirección al coche y tener así la oportunidad de tirar a alguna antes de irse definitivamente a casa.

Enseguida supo que se había equivocado, el Tango no se picaba a la perdiz. Así que rebajó la marcha y llegado al punto más bajo del erial herboso, se dispuso a subirlo en dirección al coche, dejando a sus espaldas la carretera. Pero en esas, el Tango repentinamente se encrespó y se arrancó con una liebre delante. Esta vez el viejo no se fió y la apuntó con muchísimo detenimiento e intención. El tiro la hizo rodar y el perro la cobró de inmediato. Menos mal, se dijo el viejo. Sacó el teléfono, apenas metió la liebre en el chaleco, y llamó a su mujer para tranquilizarla por la hora y decirle que acababa de matar una liebre. Pero apenas acababa de hablar y aún estaba con el móvil en la mano, cuando el Tango, que no se daba tregua, desencamó otra rabona. Eso no era normal en absoluto. Era increíble que, a apenas cincuenta metros de la anterior, saltara la segunda. El teléfono cayó al suelo con la precipitación, el viejo recompuso la figura como pudo, procuró centrarse, pero falló el primer tiro con el agobio y, sólo tras afinar con angustia cuanto pudo, la volcó con el segundo con gran gozo por su parte y por la del Tango que disfrutó, con los últimos regates de la liebre herida, antes de cobrarla. Muy pocas veces en su vida el cazador había visto algo semejante. Pero no en vano las liebres están en celo la mayor parte del año. Efectivamente, una era macho y otra hembra.

Por estas cosas, que pasan en la caza, los cazadores tenemos fama de mentirosos. Pero lo cierto es que para poder presenciar estas “mentiras” hay que buscar la fortuna, que se da en cinco minutos, durante jornadas de 8 ó 9 horas de incesante caminar. La caza menor es siempre inesperada y sorprendente. Tal vez por eso al viejo siempre le ha atraído tanto. Desde niño pensó que la caza menor salía directamente de la tierra y, pese a la experiencia, hay días que aún lo sigue pensando.

Pese a los fallos cometidos, el primer día acabó con una perdiz y tres liebres. Todo un éxito. Y con el viejo derrengado, claro. Y ahora llégate a casa y ponte a limpiar los bichos. Amén.

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