Madruga
el viejo, como siempre. Y acierta, porque apenas lleva media hora cazando en
los montecillos sobre la carretera de Aranda, cuando un todo terreno se
aproxima. El viejo se da a ver. El coche para y el viejo se aproxima a él con
la escopeta abierta. Está contento porque ya no es la superpuesta del 12, ya le
han arreglado su fina escopeta paralela del 20 con la que se siente más seguro
tirando.
El
del coche es un viejo conocido, Goyo. Goyo es otro veterano como el viejo que,
al parecer había escogido el mismo paraje. Intercambian saludos y Goyo se va,
buscando zonas donde no haya nadie. No se lo dicen pero, mirándose, piensan: ¡Ay
que joderse lo viejos que estamos! Y es que el viejo y el Goyo se conocieron en
aquellos tiempos dorados en que ambos se comían los cerros con 25 años.
El
viejo cruza, guidado por el Tango, a la ladera baja de la Muela, Tiene pensado,
a la vuelta, subir arriba pues es lugar donde van a parar las perdices voladas.
La altura del gran cerro de la Muela les da a las patirrojas un espléndido
trampolín desde donde lanzarse y perderse como obuses en la distancia.
Pero
el viejo, que sabe que andan cogiendo níscalos en el cercano pinar, piensa que
las liebres, desalojadas de entre los pinos, pueden haber bajado a la ladera
solana de la Muela. Les gusta refugiarse en los profundos surcos que la erosión
ha producido. Por allí hubo un día en
que el viejo mató dos casi seguidas hace unos años. Pero aquel día no es el de
hoy, y el viejo y el perro cruzan zigzagueando toda la ladera baja sin ver
nada.
Dejan
atrás la Muela y se cruzan a los bajos del Altillo Redondo. Allí son muy
seguras las perdices. Atraviesan sesgando hacia arriba la ladera y entonces el
viejo ve unos coches que se acercan por el camino del pinar y aparcan junto al
abrevadero que allí tiene el ganado. Piensa que quienes sean venían con la idea
de cazar en mano la ladera en que está, pero en sentido contrario. No cree que
se detengan aunque le vean pues, una mano de cuatro o cinco barre mucho
terreno. El viejo se desentiende de ellos y sube al teso del Altillo Redondo,
allí el Tango se pica y, como el viejo se esperaba, se arrancan las perdices.
Tira el viejo los dos primeros tiros con su familiar escopeta del 20, pero
marra o, más bien, ni siquiera ha notado que la distancia a la que ha tirado
era enorme, hasta para sus largos tiros del 20. Y es que el viejo tiene metido
en la cabeza, sin ningún fundamento, que su 20 puede hacer milagros.
Vuelve
el Tango de dónde salieron las perdices y el viejo rodea con él el Altillo
Redondo, ahora hacia abajo, dándole la vuelta. Pero, ay, se topa con los cuatro
o cinco que vienen en mano. El viejo no se molesta y abriendo la escopeta baja
a saludar al que dirige, que no es otro que el Berna. El Berna se deshace en
disculpas por haberse metido encima y galantemente ofrece al viejo un puesto en
la mano. El viejo da las gracias pero prefiere seguir cazando él solo, al
salto. Y les dice que el bando de perdices lo tienen de frente en la linde con
lo de Tordellosos o en la Muela.
El
viejo no quiere romper la soledad de la que ahora disfruta y se baja por las
cerradas de los Alcobanes, con la esperanza de que, tal vez, le vuelen abajo
alguna perdiz los de la mano o que el Tango se enrede en alguna acequia y le
saque una rabona. Pero tras recorrer la linde con el Cerro del Padrastro, que
está en reserva de caza, vuelve hacia el coche sin haber visto nada.
Al
llevar al coche, observa que los de la mano no han cruzado de La Muela y que,
por tanto, es muy probable que alguna perdiz se haya echado a los cerros
pelados que hay entre aquélla y la carretera de Aranda. Sabe que en esos
cerros, tan yermos, la perdiz no se aguanta pero también sabe que, si no va, no
va a ver más perdices en toda la mañana.
Los
coge con sigilo en sentido contrario a las agujas del reloj. Y uno a uno los va
sorteando sin perder de vista la actitud del perro y, sobre todo, dispuesto a
tirar en todas las asomadas. Pero sólo cuando va cerrando la vuelta y está en
la última asomada, antes de dar sobre la carretera, El Tango se planta antes de
descumbrar, mira al viejo y le espera (qué conocimiento tiene el animalito). En
la asomada, resuena el vuelo de una perdiz lejana que salta desde una pequeña
meseta que hay debajo, el viejo tira con rabia sabiendo lo larga que va. Claro,
no la toca, pero el perro baja y baja, y sigue marcando con mucha seguridad.
Marca,
inmóvil ya, al borde de la meseta y el viejo vislumbra una perdiz, sólo un
instante, desplomarse sobre el talud de la carretera. Tira casi a tenazón, un
solo tiro, pues la pierde de vista, y no sabe si ha caído alcanzada o dejándose
caer para escapar cubierta por el talud. Llega ansioso al corte y se para en
seco, para no despeñarse talud abajo, pero el Tango busca las vueltas y baja
por aquella pared llena de fusca. Lo pierde de vista.
Pasea
el viejo lentamente por el corte, hasta que el minuto aparece el Tango de
vuelta con la perdiz en la boca. El viejo abraza al perro y el Tango tras dejar
la perdiz en el suelo y saludar, la coge de nuevo y juega a hacer que no se la
da al viejo. Y, en puridad, piensa el viejo que la perdiz es del perro pues,
sin él, no sólo no la habría cobrado sino que ni siquiera hubiera llegado a
saber si la había alcanzado. Al poco el Tango se cansa de hacerle rabiar y le
deja la perdiz a los pies. El Tango ha salido tan cazador como juguetón.
Con
el corazón en la boca, sube el viejo el último costarrón que le lleva al coche.
Son las dos y sabe que tiene aún toda la tarde por delante.
También
está sobado de haber seguido a las perdices y, claro, como quiere apurar el día,
imagina un lugar que le sea llevadero de andar y donde, además, sea factible
que le salte una liebre, No hay duda: las cerradas del monte. Además en una,
siempre hay agua y eso será un auténtico regalo para el fogoso y fatigado
Tango.
No
para, como suele, junto a la Cerrada del Abogado, avanza un poco más y lo hace
junto al Prao Juanarrón. Desde allí comienza una marcha lenta e irregular,
propicia para dar con la liebre. La liebre no quiere prisas, sino paso lento,
cambiando de dirección constantemente, barzoneando a lo tonto entre matas,
biércoles, correviejas, estepas, retamas y los escasos robles y carrascas va el
viejo. Busca los lugares querenciosos donde otras veces ha tenido éxito. Y sin
embargo, no ve ni una. Y el viejo está muy cansado y la tarde ha llegado a un
punto donde cae por momentos. Son las cinco.
Se
dirige al prado donde sabe que hay agua para que, en el charcón que hay en su
centro, se bañe el Tango y se refresque. El prado es rectangular y todo él está
delimitado por una barda de piedras de poco más de medio metro de altura.
Tendrá cuatrocientos metros de largo por doscientos de ancho. Está en cuesta. En
la parte alta está lleno de maleza y en esa parte el perro caza pero el viejo
tiene que ir encorvado, sorteando ramas que le dan en la cara y tallos
espinosos que le mortifican manos, piernas y cara y en los que las ropas
constantemente se le enganchan. Luego, bajando, un hilo de agua se escurre por
el centro del prado y se remansa en una pequeña poza donde el perro se ha
refrescado.
El
viejo, tras cazar el trozo superior lleno de fusca, decide bajar el prado abajo
por su parte derecha. Apenas hay media docena de robles a lo largo de la tapia
de piedras y rodeado cada uno por unas pocas matas y la pila ligeramente cónica
de hojarasca parda que ellos mismos han soltado.
Baja
muy despacio el viejo, siguiendo al Tango, de roble a roble. En el tercer roble
el Tango cobra un interés repentino, baja la nariz al suelo, husmea sin parar
pero no corre ni se acelera, sólo da vueltas en torno al árbol. El viejo se
acerca al perro y ya está bajo las ramas del roble en cuyos alrededores el
perro anda picado. Los ojos del viejo no se levantan del Tango. Está ahora casi
tocando el tronco del roble mientras el perro da otra vuelta en las matas que
rodean el árbol.
Siente
un pequeño crujir el viejo a sus pies y casi ve desencamarse una liebre cuya
cama hace alfombra con la hojarasca que forma un pequeño cirate junto a la base
del árbol. Le parece increíble el mimetismo que al animal le daba ese
resguardo. Además la liebre por tener al perro al otro lado, rompe hacia el
centro del prado y no hacia la pared, cruza, ya lanzada, sobre la hierba rasa y
el viejo no tiene dificultad ninguna en cubrirla y disparar. Así se las ponían
a Fernando VII, piensa el viejo. Pero cobrada la liebre vuelve a la cama y le parece
increíble cómo aquel animal se había fundido con el color del suelo en un lugar
perfecto para pisar al lado y no verla y que la liebre se quedara. ¡Cuántas se
quedarán amagadas en tan perfectos escondites! Y se repite su lema: si quieres
cazar liebres no sirve correr.
Llega
al coche cansado pero una perdiz y una liebre es mucho, quizás demasiado, para
el viejo.
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