Tras
los dos domingos anteriores de agua, el viejo espera éste, que se anuncia seco,
con mucho interés por aprovecharlo de sol a sol. Y no imagina lo rarito que el
día se va a presentar.
Amanece
pasando sin matices de negro a blanco, porque hay una niebla que se puede untar
en el pan. Pero el viejo, cuando se trata de días de caza, se dedica a jugar al
optimismo en primera división. El viejo es un irredento y piensa que,
tratándose de salir de caza, se le pueden ocurrir soluciones para toda
contingencia. Y su mente se pone a cavilar: “No puede ser que haya niebla en
todo el término, porque los bancos de niebla se estabilizan a una altura y ni
por debajo ni por encima la hay.” Claro, no hay noticias en los anales de la
Historia de que una niebla haya afectado por entero al globo terráqueo, en eso
lleva razón. Pero el término del pueblo, pese a sus generosas dimensiones,
tampoco tiene las de la Mar Océana o la Amazonia brasileira.
Sale
a la calle y no distingue ni la pared de enfrente, pero eso, se autoconvence
con férrea voluntad el viejo, no quiere decir que a más altura la haya o que bajando de cota la
niebla no desaparezca. A veces, conduciendo, se pasa bruscamente de la niebla
más cerrada al luminoso día, como si se hubiese atravesado una nube o salido de
un sueño. Estaba harto de verlo. Sí, hombre, sí.
Pero,
también, por otro lado, sabe muy bien que con esa visibilidad no se puede
disparar porque en el campo nunca se sabe dónde puede uno darse de manos a boca
con pastores, con ovejas o vacas o con los humanos más imprevisibles, que la
mentalidad de los turistas dominicales es una cosa muy poco estudiada y que
mientras el ganado suele llevar esquilas o cencerros y los pastores dar unas
voces de la hostia, la única manera de detectar humanos imprevistos en el campo
es que el azar haga que les suenen los teléfonos móviles a tiempo.
Luego
le viene a la cabeza la posibilidad de toparse con la Guardia Civil, porque
bien conocida es la rima: “Contra las olas del mar luchan los hombres viriles,
contra los guardias civiles no hay manera de luchar.” Y, por eso, puede
aparecer la Benemérita dónde y cuándo menos te lo esperes. Pero, claro, es que
con esta niebla los civiles le dejarían sin escopeta con toda la justa razón de
la ley. Y lo que es peor, seguro que el más dicharachero de la pareja le diría,
camino del cuartelillo: “Pero hombre, cómo no le da vergüenza, un señor de su
edad… Que ya no es usted ningún chaval como para ir por ahí sin conocimiento y
haciendo tonterías. Es que no comprende usted que puede matar a alguien.” Y
eso, para el viejo, sería una humillación muy denigrante o una denigración muy
humillante o, tal vez, las dos cosas. Al viejo le queda un poco de lo que antes
se llamaba “vergüenza torera” y su mayor sofoco sería que los guardias le
pillaran en una situación tan evidente. Claro, por todo esto y lo anterior, los
días de niebla está prohibido cazar. Si es que todo tiene su explicación.
Aparte de que, si no lo estuviera, los cazadores correrían el riesgo de darse
ente ellos de perdigonadas mientras se gritaran mutuamente: ¡Pero dónde vas con
esta niebla, gilipollas! Y es que el viejo, que está poco viajado, no sabe lo
que pasará en otros países pero, en España, cuando dos paisanos se ven en la
misma situación, la culpa siempre es del otro.
Aceptada
por su mente la idea de que cazar con niebla es perseguible, sancionable y
condenable, el viejo no deja de sentir en la cuadra los finos lamentos del
Tango. Así que se arma de valor, saca perro y aparejos y, con todas las luces
de que dispone el coche y él carece, se marcha al campo. No va a cazar, no.
Todo lo pensado se lo impone, pero sí que quiere comprobar si en alguna zona
del término no hubiese niebla, por ese capricho que tiene el meteoro de
disiparse con las horas y las distintas alturas.
Por
la sinuosa carreterilla de Bochones, sube al paraje de Los Alcobanes que junto
con la Muela, el pinar y el Altillo Redondo le parece lo más alto del término,
salvando los altos del monte. Pero todo está sumergido en niebla. En la Solana
tontería mirar.
Ni
se baja del coche. Cruza por un camino estrecho bajo el Padrastro, un cerro
cónico que sólo imagina porque la niebla lo tapa. Sale a la carretera de Aranda
y luego toma el desvío hacia la linde de La Miñosa. Todo entre niebla.
Desanda
el recorrido y vuelve al pueblo. Toma ahora la carretera de Hiendelaencina,
deja a la izquierda el Cerro La Horca y baja hasta el Serrallo y Cerro Pozo.
Pero nada, toda la Bragadera, la mayor vega del término, está en blanco.
Se
sorprende conduciendo y tarareando una letra mexicana de la que únicamente
recuerda con nitidez: “¡Ay, Jalisco no te rajes!” y no sabe porqué, pero le
parece como que esos charros mexicanos, ceremoniosos como aztecas, pero más
chulos que un ocho, le animan a no rendirse y a seguir buscando. A lo mejor es
que el viejo también es de Guadalajara.
Baja
al punto más bajo del término, la linde con Cinco Villas. Y ahí sí tiene éxito.
La nube de niebla queda por encima. Sin más se pone a cazar en la zona con gran
contento del Tango. Pero tras una hora de búsqueda infructuosa en un día en que
todo es umbría, las nieblas caprichosas bajan de repente en oleadas y devuelven
la penumbra nebulosa a la zona. A lo lejos comienzan a graznar los cuervos en
la espesura blanca que sube a la Mimbrera. Desarma la escopeta el viejo y
vuelve al coche, con el perro mosqueado.
Se
llega hasta el Palabrero, una linde que no ha cazado este año y que da a lo de
Madrigal. Por arriba hay niebla pero por abajo no. Se cuela por la fuente que
hay sobre la Ermita de la Estrella y tras subir por una ladera infestada de
aliagas lleva las piernas completamente laceradas de pequeños pero
numerosísimos pinchazos.
Da
en la Cerrada del Galo y allí se queda sorprendido. Aquello es un vertedero
ordenado. Toda la cerrada tiene cañas clavadas en la pared y, sobre cada caña,
un bote, un muñeco, un juguete, una lata, un envase vacío, un balón, una
escoba, una antena vieja y mil artefactos de desecho colocados con verdadero
esmero. Junto a la taina medio hundida que hay en la cerrada, hay un tresillo
entero, rodeado por una cortina y viejos aparatos de televisión de los de tubo
catódico, colocados de adorno sobre la pared. Toda la superficie interior de la
cerrada está plagada de objetos estrafalarios, ropa vieja, botas, cacerolas
desportilladas, ollas medio podridas, cazos rotos… El viejo no sabe qué pensar
del Galo. Porque el Galo es un anciano de esos que tienen apariencia de niño y
que apenas habla con nadie y, él solo, como una hormiga ha ido acarreando allí
toda aquella basura y colocándola en un orden que sólo él conoce. A ver si el Galo
va a ser un extraterrestre, piensa el viejo.
Tan
absorto se ha quedado el viejo mirando todo aquello que no nota que el Tango ha
saltado la cerrada y saca una perdiz del barranco en que ésta termina. Cuando
el viejo le suelta los dos tiros, la patirroja casi ha desaparecido y ni la
toca, claro. Tanto decir que hay que ir pendiente y al viejo le ha pillado en
Babia la perdiz. Consejos vendo que para mí no tengo.
Se
han hecho las dos de la tarde. Y, al final, se ha cumplido el refrán:
“Mañanitas de niebla, tarde de paseo”. La tarde se ha quedado soleada y de la
niebla no queda ni rastro. Pero el viejo, harto de tanto deambular, a pie y en
coche, no está muy animado. Ha estado todo el día como dando palos de ciego y
decide, un poco al azar, acabar el día por el Cerro del Repetidor. Eso de cazar
a ratos sin orden ni concierto no le convence.
Se
sabe el recorrido de memoria. ¿Cuántas veces habrá cazado aquel cerro? Lo toma
por en medio por variar y, cuando está a punto de terminar la vuelta, siente
que tres perdices saltan de debajo, de donde el cerro se une a los rispiones.
Tiran hacia la carretera pero, como la tarde está en calma, puede que no la
hayan cruzado. Hay un pequeño campo de futbol antes de llegar y una especie de
pequeño helipuerto con franjas dibujadas en el suelo. Pero las perdices no
están por los reguerones que rodean aquello. Va cayendo la tarde y el viejo,
cansado y desanimado por un día tan extraño, se dirige hacia el coche. Va
aburrido y, en la última cuesta, cuando menos lo espera vuelan repentinamente
las tres perdices sin que las marque el perro. Se supone que habían aterrizado
allí y no se habían movido. Tira el viejo, claro que tira, pero sin ninguna
convicción por la distancia y por lo inesperado del vuelo. Y se va hacia el
coche de bolo. Lástima porque aquella oportunidad podía haberle salvado el día.
Cuatro tiros y ninguna pieza y, claro, el viejo por disimular, echa la culpa a
la puta niebla, como, por otro lado, habría hecho cualquier español.
2 comentarios:
Siempre amenos tus escritos de caza para éste alumno tuyo que los sigue con atención.
Gracias, Isidro.
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