20 marzo 2019

Sexto domingo (2018-19)



Tras los dos domingos anteriores de agua, el viejo espera éste, que se anuncia seco, con mucho interés por aprovecharlo de sol a sol. Y no imagina lo rarito que el día se va a presentar.

Amanece pasando sin matices de negro a blanco, porque hay una niebla que se puede untar en el pan. Pero el viejo, cuando se trata de días de caza, se dedica a jugar al optimismo en primera división. El viejo es un irredento y piensa que, tratándose de salir de caza, se le pueden ocurrir soluciones para toda contingencia. Y su mente se pone a cavilar: “No puede ser que haya niebla en todo el término, porque los bancos de niebla se estabilizan a una altura y ni por debajo ni por encima la hay.” Claro, no hay noticias en los anales de la Historia de que una niebla haya afectado por entero al globo terráqueo, en eso lleva razón. Pero el término del pueblo, pese a sus generosas dimensiones, tampoco tiene las de la Mar Océana o la Amazonia brasileira.

Sale a la calle y no distingue ni la pared de enfrente, pero eso, se autoconvence con férrea voluntad el viejo, no quiere decir que  a más altura la haya o que bajando de cota la niebla no desaparezca. A veces, conduciendo, se pasa bruscamente de la niebla más cerrada al luminoso día, como si se hubiese atravesado una nube o salido de un sueño. Estaba harto de verlo. Sí, hombre, sí.

Pero, también, por otro lado, sabe muy bien que con esa visibilidad no se puede disparar porque en el campo nunca se sabe dónde puede uno darse de manos a boca con pastores, con ovejas o vacas o con los humanos más imprevisibles, que la mentalidad de los turistas dominicales es una cosa muy poco estudiada y que mientras el ganado suele llevar esquilas o cencerros y los pastores dar unas voces de la hostia, la única manera de detectar humanos imprevistos en el campo es que el azar haga que les suenen los teléfonos móviles a tiempo.

Luego le viene a la cabeza la posibilidad de toparse con la Guardia Civil, porque bien conocida es la rima: “Contra las olas del mar luchan los hombres viriles, contra los guardias civiles no hay manera de luchar.” Y, por eso, puede aparecer la Benemérita dónde y cuándo menos te lo esperes. Pero, claro, es que con esta niebla los civiles le dejarían sin escopeta con toda la justa razón de la ley. Y lo que es peor, seguro que el más dicharachero de la pareja le diría, camino del cuartelillo: “Pero hombre, cómo no le da vergüenza, un señor de su edad… Que ya no es usted ningún chaval como para ir por ahí sin conocimiento y haciendo tonterías. Es que no comprende usted que puede matar a alguien.” Y eso, para el viejo, sería una humillación muy denigrante o una denigración muy humillante o, tal vez, las dos cosas. Al viejo le queda un poco de lo que antes se llamaba “vergüenza torera” y su mayor sofoco sería que los guardias le pillaran en una situación tan evidente. Claro, por todo esto y lo anterior, los días de niebla está prohibido cazar. Si es que todo tiene su explicación. Aparte de que, si no lo estuviera, los cazadores correrían el riesgo de darse ente ellos de perdigonadas mientras se gritaran mutuamente: ¡Pero dónde vas con esta niebla, gilipollas! Y es que el viejo, que está poco viajado, no sabe lo que pasará en otros países pero, en España, cuando dos paisanos se ven en la misma situación, la culpa siempre es del otro.

Aceptada por su mente la idea de que cazar con niebla es perseguible, sancionable y condenable, el viejo no deja de sentir en la cuadra los finos lamentos del Tango. Así que se arma de valor, saca perro y aparejos y, con todas las luces de que dispone el coche y él carece, se marcha al campo. No va a cazar, no. Todo lo pensado se lo impone, pero sí que quiere comprobar si en alguna zona del término no hubiese niebla, por ese capricho que tiene el meteoro de disiparse con las horas y las distintas alturas.

Por la sinuosa carreterilla de Bochones, sube al paraje de Los Alcobanes que junto con la Muela, el pinar y el Altillo Redondo le parece lo más alto del término, salvando los altos del monte. Pero todo está sumergido en niebla. En la Solana tontería mirar.

Ni se baja del coche. Cruza por un camino estrecho bajo el Padrastro, un cerro cónico que sólo imagina porque la niebla lo tapa. Sale a la carretera de Aranda y luego toma el desvío hacia la linde de La Miñosa. Todo entre niebla.

Desanda el recorrido y vuelve al pueblo. Toma ahora la carretera de Hiendelaencina, deja a la izquierda el Cerro La Horca y baja hasta el Serrallo y Cerro Pozo. Pero nada, toda la Bragadera, la mayor vega del término, está en blanco.

Se sorprende conduciendo y tarareando una letra mexicana de la que únicamente recuerda con nitidez: “¡Ay, Jalisco no te rajes!” y no sabe porqué, pero le parece como que esos charros mexicanos, ceremoniosos como aztecas, pero más chulos que un ocho, le animan a no rendirse y a seguir buscando. A lo mejor es que el viejo también es de Guadalajara.

Baja al punto más bajo del término, la linde con Cinco Villas. Y ahí sí tiene éxito. La nube de niebla queda por encima. Sin más se pone a cazar en la zona con gran contento del Tango. Pero tras una hora de búsqueda infructuosa en un día en que todo es umbría, las nieblas caprichosas bajan de repente en oleadas y devuelven la penumbra nebulosa a la zona. A lo lejos comienzan a graznar los cuervos en la espesura blanca que sube a la Mimbrera. Desarma la escopeta el viejo y vuelve al coche, con el perro mosqueado.

Se llega hasta el Palabrero, una linde que no ha cazado este año y que da a lo de Madrigal. Por arriba hay niebla pero por abajo no. Se cuela por la fuente que hay sobre la Ermita de la Estrella y tras subir por una ladera infestada de aliagas lleva las piernas completamente laceradas de pequeños pero numerosísimos pinchazos.

Da en la Cerrada del Galo y allí se queda sorprendido. Aquello es un vertedero ordenado. Toda la cerrada tiene cañas clavadas en la pared y, sobre cada caña, un bote, un muñeco, un juguete, una lata, un envase vacío, un balón, una escoba, una antena vieja y mil artefactos de desecho colocados con verdadero esmero. Junto a la taina medio hundida que hay en la cerrada, hay un tresillo entero, rodeado por una cortina y viejos aparatos de televisión de los de tubo catódico, colocados de adorno sobre la pared. Toda la superficie interior de la cerrada está plagada de objetos estrafalarios, ropa vieja, botas, cacerolas desportilladas, ollas medio podridas, cazos rotos… El viejo no sabe qué pensar del Galo. Porque el Galo es un anciano de esos que tienen apariencia de niño y que apenas habla con nadie y, él solo, como una hormiga ha ido acarreando allí toda aquella basura y colocándola en un orden que sólo él conoce. A ver si el Galo va a ser un extraterrestre, piensa el viejo.

Tan absorto se ha quedado el viejo mirando todo aquello que no nota que el Tango ha saltado la cerrada y saca una perdiz del barranco en que ésta termina. Cuando el viejo le suelta los dos tiros, la patirroja casi ha desaparecido y ni la toca, claro. Tanto decir que hay que ir pendiente y al viejo le ha pillado en Babia la perdiz. Consejos vendo que para mí no tengo.

Se han hecho las dos de la tarde. Y, al final, se ha cumplido el refrán: “Mañanitas de niebla, tarde de paseo”. La tarde se ha quedado soleada y de la niebla no queda ni rastro. Pero el viejo, harto de tanto deambular, a pie y en coche, no está muy animado. Ha estado todo el día como dando palos de ciego y decide, un poco al azar, acabar el día por el Cerro del Repetidor. Eso de cazar a ratos sin orden ni concierto no le convence.

Se sabe el recorrido de memoria. ¿Cuántas veces habrá cazado aquel cerro? Lo toma por en medio por variar y, cuando está a punto de terminar la vuelta, siente que tres perdices saltan de debajo, de donde el cerro se une a los rispiones. Tiran hacia la carretera pero, como la tarde está en calma, puede que no la hayan cruzado. Hay un pequeño campo de futbol antes de llegar y una especie de pequeño helipuerto con franjas dibujadas en el suelo. Pero las perdices no están por los reguerones que rodean aquello. Va cayendo la tarde y el viejo, cansado y desanimado por un día tan extraño, se dirige hacia el coche. Va aburrido y, en la última cuesta, cuando menos lo espera vuelan repentinamente las tres perdices sin que las marque el perro. Se supone que habían aterrizado allí y no se habían movido. Tira el viejo, claro que tira, pero sin ninguna convicción por la distancia y por lo inesperado del vuelo. Y se va hacia el coche de bolo. Lástima porque aquella oportunidad podía haberle salvado el día. Cuatro tiros y ninguna pieza y, claro, el viejo por disimular, echa la culpa a la puta niebla, como, por otro lado, habría hecho cualquier español.

2 comentarios:

Isidro dijo...

Siempre amenos tus escritos de caza para éste alumno tuyo que los sigue con atención.

Soros dijo...

Gracias, Isidro.