Este
segundo domingo también el viejo convence al Tomasín la noche de antes para que
salga. Eso sí, bajo promesa de que le llevará a casa tan pronto como se canse.
El hombre trabaja desde las siete de la mañana a las 9 de la noche de lunes a
sábado y, claro, los domingos le apetece un poco de descanso por variar.
Al
amanecer no dan con nadie. Los de las setas no necesitan madrugar; los
pastores, tampoco. Van de nuevo al chantado donde el viejo predijo la liebre el
domingo anterior. Pero en lugar de liebre le sale al Tomasín una perdiz larga,
hacia atrás, que se le va. Mala suerte.
El
viejo propone cruzar hasta una línea larga de piedras, de casi un kilómetro que
sube lenta pero constantemente hasta un alto donde desemboca en un camino que
pasa por una taina en desuso. La izquierda de la hilera de piedras es toda una
franja ancha y continua de maleza por la cual piensa el viejo internarse con el
Tango, mientras el Tomasín irá a su izquierda, en paralelo, por lo más limpio,
por donde la maleza espesa acaba. De este modo, si entre el viejo y el perro
ahuecan alguna pieza, el viejo hará lo que pueda, pero el Tomasín tendrá
oportunidad de disparar con buena visibilidad.
Entre
llegar allí y recorrer la hilera de piedras transcurre una hora de pausado pero
continuo caminar. El Tomasín va algo despistado con la escopeta apoyada en el
hombro. El viejo, como de costumbre, le avisa de que vaya atento, pero sin
mucho éxito. Al fin el Tango hace un extraño y se lanza raudo entre la maleza.
Sale una liebre entre la leña, rasa como un torpedo de pelo y semioculta entre
la fusca, que, en lugar de romper hacia lo limpio, sigue hacia adelante
permaneciendo entre la maleza. El viejo da el queo para avisar al Tomasín, por
si sale a lo limpio, pero, muy prevenido y atento, la tumba cuando atraviesa
por entre un pequeño clareo de las matas.
“Lo
ves”, le dice al Tomasín, “hay que ir prevenido, si no, en un segundo, las
pierdes.” Pero, como si nada, el Tomasín se aburre y no lo disimula, enciende
un cigarro y continúa fumando con la escopeta apoyada en el hombro mientras el
viejo acaricia al perro y se mete la liebre, tras escurrirle la vejiga, en el
chaleco. Se ve que al Tomasín no le motiva la caza como al viejo, que camina
montado de continuo en la ilusión más terca.
Cuando
llegan al fin de la hilera de piedras, el viejo sugiere bajar hasta el puntal
que hay sobre el tejar viejo de la linde del monte. El Tomasín accede, pero el
viejo se da cuenta de que le habría dicho que sí aunque le hubiese propuesto
subir al repetidor del monte en busca del urogallo o bajar a la Tasuguera a
coger berros.
Por
un lado, le gusta que el Tomasín le haga caso, pero, por Dios, tanta abulia
deja pasmado al viejo. Y es que el veterano piensa que, para cazar. la caza hay
que visualizarla, creer que va a estar donde tiene que estar, casi imaginarla y
si no… pues empezar de nuevo imaginando en otro cazadero. Pero no puede con el
Tomasín: nunca le lleva la contraria, pero tampoco cambia de actitud. Cada cual
somos de una manera, piensa el viejo.
Llegan
al puntal sin ver nada. Al ver el gesto cansado del Tomasín, el viejo le dice
que van a volver en dirección al coche por la ladera que va por encima del
Camino Real. El otro, con total pasividad, accede.
El
comienzo de esa ladera está espeso de vegetación de modo que, a veces, hay que
buscar por dónde atravesar. El viejo se mete con el perro por lo más espeso y
le dice al Tomasín que vaya con atención porque si sale alguna liebre lo normal
es que suba y que como él va por arriba, por terreno más limpio, que se prepare
a tirarla atravesando.
A
los díez minutos se cumple lo que ha dicho el viejo, el Tango se lanza a por
una liebre que el viejo ni siguiera vislumbra entre la mancha de zarzas, pero
da el queo al Tomasín de que la liebre sube. Suenan las tres detonaciones de la
repetidora, el viejo sube corriendo pero el Tomasín no tiene mucha fe en haber
tocado a la rabona. Por si acaso siguen el rastro con el Tango pero la actitud
del perro confirma que la liebre se ha ido.
De
vuelta al coche siguiendo la ladera, aún vuelan una perdiz un par de veces pero
sale muy larga y ni el Tomasín ni el viejo se hacen con ella.
A
las díez y media el Tomasín está en casa. El viejo se toma un café y vuelve al
campo. No convencerá más veces al Tomasín y, olvidada ya la pequeña mano que
entre los dos formaban, se dispone el viejo a cazar al salto, él y el perro a
solas, como siempre le ha gustado.
Pero
para cuando vuelve al campo ya se han puesto los seteros en acción y, como el
domingo anterior, las querencias de los animales están rotas.
Camina
hasta el Nacedero, atraviesa el Hontanar, vuelve hacia el Barranco de la
Franciscona y las horas van pasando entre las voces lejanas de los seteros y el
ronroneo de los coches todo terreno nomadeando de un lugar a otro.
Frente
de Los Azules, siendo más de las cuatro de la tarde, el Tango se pica.
Perdices, no hay duda. Se mueven y el perro y el viejo van a toda velocidad. El
Tango para en seco y hace muestra. A cuarenta metros saltan dos. Tira el viejo
a la primera y la marra, pero afina a la segunda y le cuesta creer que no
caiga. La sigue con la mirada y ve que a los cuatrocientos metros
aproximadamente hace la torre. Sube casi en vertical y muerta en lo alto cae a
peso. Lo bueno es que está muerta y no se moverá de donde ha caído. Lo malo es
que la distancia hace muy difícil tomar refencias y el suelo está lleno de
maleza. Al no moverse no le dará tufo al perro. Y encima no hay viento.
Como
se temía el viejo, tras media hora de búsqueda, no apareció la perdiz y el
perro no comprendía el interés del viejo en hacerle buscar en un mar de
correviejas del que no percibía ningún tufo. Cuánto le dolió al viejo no poder
cobrar la única perdíz del día. Pero estaba anocheciendo y había que volver a
casa. La caza es así. Terminó el día. Al menos le quedó el buen recuerdo de la
liebre de la mañana.
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