27 marzo 2019

Undécimo domingo (2018-19)



La helada, propia de enero, blanquea el campo y, al amanecer, le da un aspecto gris que, poco a poco, irá cambiando primero a plateado y después a dorado, cuando el sol ilumine y derrita la escarcha. Es un día frío, claro y sin viento.

El viejo ha dejado el coche en los Azules. Remonta la cuesta con el Tango delante que, recién salido del coche, se detiene, como suele, un par de veces, a vaciar las tripas en cuanto empieza a hacer ejercicio. El viejo se para también para que el perro haga lo suyo sin nervios.

Arriba, en el llano, el viejo ha de decidir la dirección a tomar. Pero esta vez no la toma él. El perro mira al llano y, sin llegar a marcar, observa constantemente y con codicia en dirección al páramo. Avisado por la actitud del perro, otea con atención el viejo y ve, muy lejos, apeonar a las perdices en los eriales del llano, cruzando ya, desde los yecos, a una gran terronera.

El viejo no tiene donde taparse o donde descomponer la figura y, enseguida, ve cómo las patirrojas, huidizas y siempre alerta, toman carrera y saltan todas, casi juntas, en dirección a la ladera, aún umbría a esas horas, que da sobre la linde de Cinco Villas.

El viejo sabe que, si les entra por derecho, saltarán ladera abajo y se le meterán en el término vecino. Y, por eso, decide recorrer a buen paso toda la ladera, pero sin asomar en ningún momento. Tiene que llegar a la punta rocosa y áspera, que da sobre el cruce de las carreteras, y allí meterse, dando la vuelta, a la ladera donde se han echado las perdices. Y ha de hacerlo por bajo para evitar que se le cuelen al término limítrofe. Sabe que, por donde va a llegarse a ellas, las patirrojas no le esperan, pero también se ha pegado una jupa de más de un quilómetro, a buen paso, para ponerse en posición ventajosa. O sea, para cogerlas de pico, como dicen los clásicos y mandan los cánones.

La ladera, en su comienzo, es una masa muy boscosa. El Tango enseguida saca de su cama una corza que escapa a grandes brincos mostrando entre la fusca, a cada salto, su culera blanca. El perro se sujeta al chistar severo del viejo.

En aquella apretura de maleza el Tango se encrespa y se mueve rápido, pero el viejo no cree que sean las perdices, no pueden estar tan cerca. Apenas vislumbra una sombra fugaz entre las ramas y el viejo arriesga los dos tiros sin saber si ha tocado a la becada. Las sordas son ya frecuentes en aquella zona que parece más una mancha para el jabalí. El perro desengaña al viejo, la ha marrado. Pero el viejo no se desanima por ello, los tiros a la chocha perdiz rara vez se hacen con nitidez, su defensa es salir en lo más espeso. Y los tiros a esas aves, en esas condiciones, suelen ser muy inciertos. Otra vez será.

Al final de la mancha, que casi es de monte cerrado, el Tango topa con las perdices, las levanta y el viejo se ve envuelto en ruidos de aleteos pero, por más que fuerza ansiosamente la vista y se mueve a los lados, no consigue verle la mota a ninguna. Y, cuando ya desespera de tirar, siente un último aleteo y vislumbra, por fin, entre dos carrascas el paso de una, casi como una sombra. Tira un solo tiro, casi a tenazón aunque a distancia, porque no le da tiempo a doblar con el segundo. Pero, si la perdiz ha caído, tendrá que decirlo el perro, porque la zona está poblada de leña casi hasta los ojos y el viejo no la ha visto caer.

El Tango se pierde entre las zarzas donde, se supone, que puede haber caído la perdiz. Pero el viejo no tiene certeza de ello. Espera a que venga el perro. Al minuto, sale el Tango por la derecha del cazador pero no trae la perdiz, ¡maldita sea!, pero, sin embargo viene directo al viejo. Quiere que lo acaricie. Y el viejo se da cuenta de que el Tango quiere jugar, como hace algunas veces, porque trae la boca llena de plumones de perdiz.
¡Pero, Tango, esto no se hace. Venga, dime dónde está!
Y el perro moviendo la cola se mete unos metros en la fusca por donde ha salido, coge la perdiz y se la trae al viejo. El animalito, que ha salido así de guasón.

Justo después de salir de la zona boscosa, ve venir al viejo hacia él, a un joven cazador despistado. El viejo da una voz y se da a ver. Es el Rubén, el chico de José. El viejo sale a su encuentro con la escopeta abierta y el otro le pregunta: ¿Estoy en el término o me he salido de él? El viejo le tranquiliza y le dice por dónde va la linde. Enseguida viene otro joven cazador que dice que son tres los que van en mano. El viejo les gasta alguna broma y les dice que acaba de echar las perdices y que, en su opinión, han tirado para el Calvario y que esa es una buena mano para que la cacen entre los tres.

Ya sabe el viejo que se le ha fastidiado la caza en aquel paraje. Ante la adversidad lo mejor es ir cazando hasta el coche y cambiar de lugar. Así que se sube por la cuesta a la Taina de la Mimbrera, recorre la ladera sobre la huerta de Juan Ramón y, apenas ésta termina, le sale, de los bordes de un sembrado, una perdiz a la que los plomos dibujan contra los terrones pero que, bien por la distancia o por el azar o porque lo que le ha parecido ver al viejo fuese un efecto óptico, escapa sin el menor síntoma de estar tocada.

Llega al coche y el viejo decide irse donde los Centenales. Esta zona tiene eriales y sembrados y, aunque los eriales no tienen mucha maleza, en ellos les gusta amagarse a las perdices. El terreno es casi llano y las patirrojas tienen allí mucha visibilidad, para ver y para, también, ser vistas si apeonan o saltan.

Como no sale nada y el perro va cansado, se acercan al pilar de Las Cuevas para que pueda beber el animal. Pero no puede hacerlo antes de que el viejo busque una piedra de peso y rompa el centímetro de hielo que sella el agua.

El viejo está ya cansado y, como aún queda día, comienza a pensar en buscar la liebre. Y, de las Cuevas, se baja a la linde con el Cerro la Horca y, dice linde, porque el cerro está en reserva de caza y sólo se le puede rodear por los bajos. Como no ve nada, se sube por el arroyo, escaso de agua pero muy poblado de maleza, que llaman el Río y que si hay lluvias encauza las del Barranco de la Franciscona y tierras adyacentes. Pero no hay suerte con las liebres ni con las perdices y sólo una torcaz sale de un álamo casi fuera de tiro y se marcha haciendo virajes, seguramente asustada por el silbido de los perdigones.

Por unas antiguas tuberías quebradas que, en su día debieron surtir de agua al pueblo, llega el viejo a una cerrada cuyas cercanías están pobladas de estepas. Por la actitud del Tango que se vuelve loco con el rastro, el viejo está seguro que es perdiz. Recorre tras el perro aquellos estepares. El perro va rápido, cada vez más seguro. El viejo camina prevenido tras él, pues sabe que las perdices, a estas alturas, no se aguantan y saltan lejos. Y así ocurre, cuando va raleando la maleza, salta una bien larga. El viejo apunta bien y dispara con fe. La patirroja cae y el viejo se alarma porque la ve correr. Va aliquebrada. Pero no hay problema porque el Tango la ha visto y a los pocos segundos la alcanza y tras juguetear con ella, cogiéndola y dejándola escapar de nuevo un par de veces, se pone serio y la cobra como un perro con fundamento.

Como son casi las cinco el viejo da por terminada la jornada y vuelve a paso lento, o más que lento, al coche. Otras dos perdices. No se puede quejar. Pero sí que se queja, porque va derrengado. 


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