La temporada de caza no había
comenzado bien para el viejo. El otoño había venido húmedo. Eso, en sí, no era
malo para la caza ni para el campo, todo lo contrario. Pero trajo consigo otras
cosas que al viejo no le convenían, aunque daba por sentado que tenían que ser
así. Uno no puede escaparse del sino de los tiempos, en el más amplio sentido
de la palabra.
Por ejemplo, habían salido setas
y hongos por doquier, de modo que los recolectores de estos frutos de la tierra
poblaban el campo, especialmente los domingos. Y no eran unos cuantos, como
antaño, cuando sólo algunos lugareños o unos pocos aficionados buscaban la seta
de cardo o el rebollón, las colmenillas, los boletos...
Los programas gastronómicos de la
tele habían hecho estragos. Llevaban años divulgando hasta el aburrimiento las
delicias culinarias de estos productos (antes temidos) y, claro, los turistas
de fin de semana, con los conocimientos adquiridos televisivamente, se lanzaban
en masa a los campos ávidos de ellos. Habían encontrado una actividad
entretenida, ecológica, bien vista y gratuita. La aversión de la sociedad
actual al crúor hace, por el contrario, que la actividad de los cazadores sea
vista de un modo muy distinto y, mientras recolectar ciertas especies vegetales
silvestres está en boga, a muchas personas no les agrada que sus semejantes
cacen animales que antaño formaban parte natural y frecuente de la dieta
nacional. Y, mientras a los operarios de los mataderos de animales domésticos o
de ganado se les considera unos matarifes necesarios, algo así como verdugos
profesionales homologados, a los cazadores se les tiene por meros asesinos que
matan por placer, vamos: unos sadicazos. Y eso que las explotaciones pecuarias
son lo más parecido a campos de exterminio con protección oficial y
subvenciones de los entes europeos.
Pero las multitudes de
recolectores de hongos y setas, reciente orgullo del país en lo que viene a ser
el auge de la cultura micológica y medioambiental, antes de ponerse a buscar
con sus cestitas de mimbre (que permiten guapamente la diseminación de las
esporas) y esas navajas tan cuquis con cepillito en el mango, se desplazan en
coches todo terreno zurciendo el término sin descanso.
Con ese ajetreo masivo de
vehículos motorizados por trochas y caminos, el silencio y la soledad del campo
se desvanecen. Familias enteras con niños chillones y mascotas juguetonas
brincan alborozadas por praderas, carrizales y eriales en un idilio con la
naturaleza, qué digo, casi en una simbiosis con ella, en una especie de feliz
comunión dominical.
Y, claro, el sigilo habitual del
cazador solitario no casa con todo eso. Algunos rincones de afamados seteros
parecen aparcamientos del Ikea y en los montes públicos los sufridos agentes
medioambientales (los antiguos forestales) ya han tenido que prohibir que se
rastrille la hojarasca de los pinares por la cosa del afán recolector de
algunos, que llenan furgonetas y hasta camiones con los Lactarius Deliciosus
que arrancan del santo suelo por las bravas.
Y no es que esas personas molesten
a la caza adrede, es que, sin ellos percibirlo siquiera, la caza se espanta y, de sus cobijos habituales, pasa a
refugiarse a lugares recónditos y, con tanta gente ruidosa vagando por el campo,
puede estar en cualquier sitio inesperado e inusual. O bajo tierra, si me
apuras, por ejemplo. Pero, si estas recolecciones masivas entorpecen la caza,
mejor que mejor (piensan algunos): que se jodan esos psicópatas asesinos,
escopeteros indecentes que irrumpen a tiros destrozando el biotopo.
Eso, cuando no recolectan setas
por las lindes del coto, en cuyo caso las perdices y las liebres se pasan a los
términos contiguos, pues ni para animales ni seteros se hicieron los límites
territoriales que la ley impone a los salvajes cazadores.
Por otro lado, la presencia de
personal en cualquier sitio convierte automáticamente al paraje en cuestión en
“zona de seguridad”, según la normativa de la caza, y en esas zonas el que
sobra es el cazador, ese lobo solitario armado y peligroso. La preferencia
siempre es para los seteros, los pastores o cualquier simple transeúnte, pues
para eso son todos ellos seres pasivamente indefensos y activamente ecologistas.
Y eso que todas esas actividades son gratuitas y el feroz cazador tiene que
pagar por la suya a la comunidad autónoma, al ayuntamiento y, dependiendo de
los casos, a no sé cuantas entidades más. Y estar sujeto, además, al control de
la Guardia Civil como un potencial delincuente.
Además, hubo domingos lluviosos.
Cosa esta que estorba la caza, cuando no la impide totalmente. Pero en el clima
no podemos mandar ninguno, ¡hasta ahí podíamos llegar!
Si así fuera, nos arriesgaríamos
a que la minoría de labradores del país ejerciera sobre el resto de los
nacionales una intolerable tiranía sin precedentes. Y lo que es más, que los
propios labradores tuvieran violentos enfrentamientos entre sí (entrando en
refriegas en las que se comieran los hígados unos a otros), pues el agua que
les viene bien a algunos cultivos en ciertas épocas no les conviene a otros y
viceversa, y esto sería el cuento de nunca acabar. Así que es mucho mejor que
el clima siga a su aire, como hasta la fecha. Eso, al menos, pensaba el viejo.
Otro gremio o colectivo, es el de
los motoristas amantes del trial y del todo terreno que, con unas potentes motos
que braman entre sus trémulas piernas y un ruido ensordecedor que parece anunciar el apocalipsis, circulan levantando
espesas estelas de polvo que anublan la luz del mismísimo sol, dejando
dibujados los tacos de las ruedas en las rocas y dirigiéndose a ninguna parte
pero a toda velocidad, como si tuvieran alguna urgencia perentoria que nadie
conoce excepto ellos. Cuando estos motoristas que, por sus cascos y atuendos
parecen sacados de la Guerra de las Galaxias, pasan por los alrededores tiembla
la tierra con más intensidad, si cabe, que si desfilara la infantería española.
(Al viejo se le quedó de la mili aquello de que: “Cuando avanza la infantería
española ha de retemblar la tierra” (sic). Palabras de su coronel.)
Sin embargo, hay otro colectivo
del deporte dominical que, pese a su silencio, es aún más peligroso, por
imprevisible: el de las bicicletas de montaña. Artefactos traicioneros de por
sí donde los haya. Cuando al viejo le sorprenden por la espalda, sólo percibe
un zumbido premonitorio, como de colmena, cuando las tiene casi encima.
Entonces, lo mejor es permanecer inmóvil pues el menor movimiento lateral
podría conllevar el desnuque inmediato del transeúnte al ser embestido por la
espalda. Y, además, verse acusado, en su caso y si sobrevive, de haber
derribado al traicionero ciclista.
Pero el viejo está acostumbrado a
soportar las adversidades, sean estas derivadas de la incomprensión humana o de
las imprevisibles condiciones del clima. Si no lo estuviera no sería cazador. Y,
por lo tanto, todos los inconvenientes que se le presentan no le disuaden, sino
que aún le motivan más a buscar la caza en medio de tantas vicisitudes. ¿Le
gusta sufrir al cazador? Puede que sí.
Pero el viejo, que es persona
considerada, reconoce también que el estampido inesperado de un tiro de
escopeta (aunque sea a medio kilómetro) puede acojonar a los inermes seteros y
demás personal y aterrorizar a niños y mascotas, condicionando negativamente su
opinión sobre la caza. Sobre todo, cuando oyen echar pestes al padre
sobresaltado: ¡Joder con los cazadores y la madre que los parió!
Otro problema inesperado con el
que topó el viejo fue que al empezar la media veda, en agosto, al ir a echar
mano de su preciada y sobada escopeta del calibre 20, descubrió con sorpresa
que había perdido uno de los extractores. Tuvo que ser la última vez que
disparó en la temporada anterior pues, de otro modo, lo habría notado al
disparar de nuevo. Casualidades. El asunto, en principio, no parecía
importante. Llevó la escopeta al armero amigo de confianza y éste le dijo que
enseguida la tendría reparada. Pero luego resultó que la cosa no fue tan fácil.
La escopeta, como casi todas las
escopetas clásicas y artesanales, había sido fabricada en un pueblo del País
Vasco hacía bastantes años. Con el apogeo de la crisis económica y el auge de
las escopetas repetidoras, la fábrica había cerrado y el viejo propietario y
artesano dividía ahora su tiempo entre fabricar dos o tres escopetas al año por
encargo y pasar el tiempo por los bares tomando chiquitos. Al armero del viejo
le dijo el vasco, por teléfono, que cuando tuviera un rato buscaría por la
fábrica la pieza en cuestión pero, tras intercambiar llamadas durante varias
semanas, el armero del viejo consideró, tras ponderar el confuso modo de hablar
de su interlocutor al teléfono, que el viejo artesano vasco andaba más
interesado en chiquitear sin conocimiento que en buscar la dicha pieza y
mandarla.
Así que finalmente, al ser además
el calibre 20 poco común, tuvo que fabricar la pieza el armero local. El coste
de la reparación subió notablemente. Y la consideración del viejo cazador hacia
la formalidad de los artesanos escopeteros vascos cayó por los suelos. ¡Cuando
habla un vasco canta un carro! Pues no. Cada día cae algún mito. Vamos que toda
mitología se desploma sin remedio. Serán los signos de los tiempos, se dijo el
viejo.
Así que
durante noviembre y comienzos de diciembre la suerte del viejo y de su perro
Tango no fue nada regular. Para empezar, el viejo tuvo que cazar con una
escopeta superpuesta del calibre 12 que le prestó su cuñado el Tomasín durante
noviembre y parte de diciembre. Acostumbrado a la precisión en la larga
distancia del 20, aquel escopetón del 12 le pareció un trabuco arrasador en los
tiros cortos y con menos eficacia que el 20 en los largos. Si no aguantaba a
que las liebres se alejaran, la descarga de aquel retaco las dejaba mancas de
brazuelos y tronchadas de ambas patas, amén de medio reventadas. Era como estar
acostumbrado a la finura de un pincel y tener que pintar el mismo cuadro con
una brocha gorda.
Pero era
cazar con el 12 o no cazar, pues el viejo no conocía a nadie que cazara con el
20 y pudiera prestarle una escopeta. ¡Huy el 20, ese es un calibre para
señoritas! (Lo que tenía el viejo que aguantar, ¡la madre que los parió!)
Uno de
aquellos domingos de setas, ciclistas y moteros, iba el viejo pensando lo duro
que debió ser, en los primeros tiempos del pastoreo, el que los pastores,
llegado un día, tuviesen que sacrificar a los animales que habían criado.
Y es que un pastor de ovejas,
incluso hoy en día y por numeroso que sea su rebaño, conoce a cada oveja y la
distingue de las demás y también pacientemente las atiende en sus partos y
cuida de los corderos. Y lo mismo les ocurre a los vaqueros, cabreros,
porqueros y demás criadores de animales comestibles.
Y el
viejo iba pensando lo duro que debía ser para, un suponer, Petrus de Rite, el
pastor, que llegara un día en que tuviera que sacrificar sus corderos. Y le
imaginaba, cuchillo en mano, susurrando a cada uno de los morituri: ¡Ay, qué
penita tan grande, tener que degollar una cosita tan tiernecita!
O
al Buesquebó, el fornido vaquero,
blandiendo ante sus eralas la medialuna: ¡Ay qué remordimiento en el corazón y
qué angustia en el alma, tener que desjarretar una cosita con el morrito tan
húmedo y esos ojazos tan llorosos y profundos!
Y lo
mismo pensaba el viejo de los que tenían que sacrificar cabritillos o lechones
u otros diversos animalillos por la cosa del consumo humano y el tráfico
mercantil de animales.
Era un
desastre emocional tener que matar animales que habías criado, con los que
habías convivido, a los que habías acercado a los mejores pastos. Eran seres
con su identidad, con su personalidad, a los que habías tratado a lo largo de
su vida… Eran animales familiares, casi con nombre propio, a los que podrías
llamar de tú, casi colegas. Y, sin embargo, eso se hacía. Se les despachaba
certeramente y santas pascuas.
Comparada
con esa relación casi familiar, pensaba el viejo, las muertes que la caza
perseguía tenían otro cariz muy distinto. Eran animales salvajes que no habías
visto en tu vida. Tenías que buscarlos durante horas de interminables caminatas.
Tenías además que ayudarte de un buen perro, como el Tango, al que deberías haber
adiestrado horas y horas durante meses. Y, si dabas con las piezas buscadas, tenías un
par de segundos para cogerles los puntos. Si te hacías con ellas la relación
duraba sólo unos pocos segundos más, los que el Tango tardara en cobrarlas y el
viejo en meter sus cuerpos desmadejados en el macuto. Si se escapaban, lo más
probable es que no volvieras a encontrarlas en la vida. Eran animales sin
identidad y, a todos ellos, podías llamarlos de usted pues de nada los
conocías. Ese tuteo de la ganadería se desconocía en la caza. Lo cual para el
cazador ciertamente era un alivio.
Era
evidente que la caza, desde el punto de vista emocional, era mucho menos dura
que la ganadería en los postreros desenlaces. ¡Dónde vas a comparar!
4 comentarios:
No sabes cuánto me he alegrado al ver de nuevo tu entrada. Lo leeré con atención y ya te contaré.
El artículo no vale nada. Es un entretenimiento, un poco de cachondeo.
Gracias, Isidro.
Pero de que te pinta una sonrisa en el rostro ¡te pinta! además de conocer el punto de vista del "sanguinario" cazador. He estado leyendo en reversa, O sea, del último escrito al primero (que supongo es este) sobre el tema de los domingos de cacería.
Gracias por existir (como dijo Eros Ramazzotti
;)
Las gracias, amiga, no corrían prisa.
Me conformo con vivir (lo que puedo) a mi aire.
Y, a veces, pienso que todos los momentos que vivo ajenos a la caza son tiempo perdido.
Así soy de zoquete.
El sanguinario.
Publicar un comentario