También
había en la ciudad un grupo de jóvenes pintores. A Lázaro le sorprendió su
número, excesivo en una ciudad pequeña, y también sus ideas, de una naturaleza
que tampoco imaginó encontrar allí. Éstos deseaban que las corrientes más
modernas, de un arte concebido como inédito y abierto, regeneraran las
concepciones retratistas, fotográficas y provincianas, de la pintura.
Pretendían, con afán didáctico, que los obtusos lugareños abandonaran sus estrechas
miras, que éstos consideraban inamovibles precisamente por su falta de
horizontes. Aquellos iluminados artistas buscaban que el cambio entrara por los
ojos, que entre las ideas usuales, las percepciones sensoriales de siempre, el
comparar lo pintado con la realidad, se abrieran paso las nuevas concepciones
del arte.
Y
no había ninguno que pintase del modo en que Lázaro había considerado, hasta
entonces, que debían pintar los pintores. Y, si algunos de los pintores
clásicos fueron llamados innovadores en su tiempo, la innovación de estos
artistas de Alfambra parecía ser mucho más profunda y trascendente pues,
dejando aparte su aspecto excéntrico y desaliñado, casi obligatorio para los
cultivadores de este nuevo arte, no había quien adivinase qué era lo que
pintaban. Ahora bien, ellos defendían todas sus obras como expresiones de la
pura expresión. Y Lázaro reconocía que, por ahí, tenían terreno abierto por
delante y una gran cobertura, porque expresarse, mejor o peor, sabía todo hijo
de madre, aunque la inmensa mayoría, por pudor, no se atreviera a manifestarlo
al mundo tan abierta y osadamente como ellos. Y es que, según le dijeron, la
Humanidad estaba dominada por prejuicios largamente soterrados que impedían,
las más de las veces, que la genialidad saliera a flote. Y así, aquellos
artistas vivían vidas torturadas y producían unas obras que no lo eran menos. Y
no sólo no les importaba que algunos les llamasen desnortados, y cosas peores,
sino que lo tenían a gala.
Lázaro,
naturalmente, ofreció a teóricos y artistas su más crédula entrega, algo que
venía a ser en él una especie de virginidad plástica e intelectual.
Proliferaban
también grupos de teatro más o menos vinculados a los anteriores. Éstos tenían
gran aceptación pues, aunque Lázaro no supo en principio la razón, en ellos se
encuadraban numerosas muchachas y mujeres jóvenes con la aquiescencia de sus
mayores, por rancios que éstos fueran. Parecía que el arte escénico admitía sin
reservas a la mujer, cosa que no sucedía, de ordinario, entre los grupos de
intelectuales, literatos, filósofos, críticos, músicos, artistas o pintores.
¿Qué ocurría? ¿Se consideraba acaso más dada la mujer al arte dramático que a
inquietudes intelectuales de otro tipo? ¿Se consideraba el dramático un arte
más acorde con su sexo? No acertaba Lázaro a vislumbrar la causa. Sin embargo,
pronto iría entendiendo la razón de las cosas.
La
presencia de mujeres añadía interés a la experiencia artística inherente a las
representaciones. Así, entre ensayos,
pruebas, construcción de decorados y preparación de actuaciones, había
un roce frecuente e intenso con las muchachas y, además, una relación diferente
e irreal. Aparte de que, por si esto fuera poco, ellas eran hábiles y eficaces
preparando vestuario y atrezo y muy versátiles en cualquier misión material,
provisión o mandado que se les encomendase.
Por
otro lado, todo ese ambiente, de inusual camaradería entre ambos sexos,
permitía roces entonces infrecuentes. Y, pretextando una familiaridad que no
era tal, se les prodigaban efusivos besos y carnales abrazos cada vez que,
después de actuar, entraban entre bambalinas aquellas jóvenes actrices
preguntando, indefectiblemente, qué tal lo habían hecho. Era indiferente que
hubieran actuado con mayor o menor acierto. Aquellas cariñosas efusiones,
frecuentemente preludios de otras más íntimas, parecían no ser de veras, sino
parte también de la representación. Y
así, en aquellas improvisadas compañías, se derrochaba abiertamente tanta
pasión y entrega en el escenario como, disimuladamente, fuera de él.
Los
grupos habían de viajar para actuar en los pueblos cercanos y aun en otras
capitales. Estas tournés provincianas eran ocasiones propicias y regaladas para
el sexo. Y quienes toleraban esto, curiosamente gente remilgada y de principios
puritanos, se tornaban ciegos, sordos y mudos a lo que acontecía en tales
ocasiones. La buena fama de las damitas de Alfambra quedó siempre a cubierto.
Al fin y al cabo, en el teatro, todo eran fingimientos y las cosas sólo pasaban
de un modo imaginario.
Otro
ambiente, que se puso en boga, era el de los cinéfilos. Éstos se reunían en
improvisados locales, a los que pomposamente llamaban cine clubs, para ver
películas que traían de no se sabía muy bien dónde. Ellos, y sólo ellos, estaban capacitados para
interpretar los mensajes ocultos de aquellas cintas. E, incluso, profundizaban
tanto en ellas que lograban llegar a extremos que estaban mucho más allá de lo
que en ellas se veía pues, según decían, eran muchas de ellas simples pero premeditadas
motivaciones para que la imaginación se liberase y llevase al espectador a
mundos impensados. Y, ¿qué espíritu joven no quería liberarse y conocer este
mundo y cuantos otros en él pudieran encerrarse?
Lázaro,
en esto, tampoco era una excepción. Y
también las mujeres, sorprendentemente, solían tener vía libre para
acudir a aquellas reuniones culturales. Al fin y al cabo, se trataba de cine,
otro arte simulado y etéreo. Esto era motivo suficiente para la asistencia de
muchos varones, y aliciente para que algunos de ellos buscaran el lucimiento en
aquellas citas con el celuloide de pretexto.
Los
devotos del cine conocían toda la jerga de su técnica. Discernían perfectamente
entre conceptos, y no tenían empacho en regalar a los demás con toda su
sapiencia. Y, además, dejaban caer sobre los asistentes todos aquellos términos
técnicos, anglosajones en su mayoría, sin ninguna piedad. Y, no digamos ya, cuando citaban con unción determinados
conceptos, rodeados de glamour, tales como: cine de autor, de arte y ensayo,
cine de vanguardia, cine marginal, cine underground, cinema veritá y otros por
el estilo.
El
director de un cinefórum era un ser capaz de trasmutar imágenes en lo que se
terciara y llevar a los asistentes a mundos a los que la película, simplemente
vista sin criterio, jamás les hubiese transportado. Cosa digna de verse, casi sobrenatural
y milagrosa.
Por
entonces la música, para escándalo de muchos, daba la espalda al folklore
nacional y ya no miraba hacia la sempiterna copla. La herejía procedía, cómo
no, del mundo anglosajón. Y así surgieron aquellos conjuntos de melenudos y
provocadores que hicieron historia y que predicaban cosas como el amor libre,
el amor normal, que de libre solía tener poco, la protesta, la vida en el
campo, las comunas y el uso de algunas substancias con fines psicológicamente
desalienantes y físicamente euforizantes. En resumen, llegaron de fuera un
conjunto de valores, si es que podían llamarse así, que no tenían nada que ver
con la vida, ideas y costumbres de aquellos que gobernaban, ni de los que se
consideraban gente de bien y personas de provecho en Alfambra, ni en parte
alguna del país que conservara la dignidad intacta.
Sin
embargo, ante aquella avenida musical foránea, tenían casi todos los autóctonos
un punto flaco, una carencia: no era el inglés lengua que conociera casi nadie
ni, en general, se usaba por entonces idioma otro que el propio. Pero, no
obstante, se puso de moda el idolatrar cantantes y conjuntos, y el venerar
canciones que, verdaderamente, casi nadie entendía. Sin embargo, siempre
presentaban algo atrayente en la forma: bien el ritmo, bien la melodía, bien el
estilo e, incluso, la misma incomprensión de aquellas letras no parecía sino
darles un valor añadido. Sin paliativos aquello demostraba lo poco preparado
del vulgo para entender el mundo venidero y lo mucho que todos tenían que aprender.
Porque, aunque las voces fueran incomprensibles, todo lo demás, sin excepción,
a todos cautivaba. Así, sin fundamento claro, se admiró lo nuevo por el hecho
de serlo. Había nacido una nueva fe rítmica y foránea. Y, siendo cosa de
creencias, el meollo del asunto no era nuevo: creer en lo incomprensible. La fe
siempre ha servido para eso.
Nombrados
con la nueva jerga, se abrieron los primeros dancing clubs o discotecas, donde
predominaba la oscuridad y las luces deslumbrantes, intermitentes y extrañas, y
donde, los iniciados, bailaban de un modo personal, mezcla de ritmo y de
movimientos erráticos y anárquicos, a veces, espasmódicos, al son de aquellos
grupos anglosajones.
Naturalmente
surgieron también sucedáneos nacionales, más familiares, inconfundiblemente
revestidos con el traje de segunda mano del imitador. Los conjuntos nacionales
eran menos rompedores, más recogiditos, sin valor para desprenderse del todo
del viejo pudor. Se movían entre lo tradicional y lo nuevo, lo popular y lo
extranjero, sin saber cómo despegar de una vez de la mediocridad y lanzarse
hacia aquella mítica modernidad vertiginosa. Y, lo que era más decepcionante,
todo el mundo les entendía y la cosa perdía su misterio. Porque, Lázaro y con
él los demás jóvenes, pensaban que lo que sonara a familiar no podía nunca ser
exótico ni revelador. Dónde iba a parar. Así que, con el paso del tiempo,
aquellos conjuntos españoles llegaron a cantar en inglés y ganaron mucho con el
cambio.
La
gente joven se aficionó a estos dancings y, aunque al principio se sentenciaba
duramente a los jóvenes que entraban en ellos, se pusieron de moda, y quien no
los frecuentara se estaba marginando del futuro.
Paralelamente
a aquella influencia extranjera surgieron los cantautores. Éstos,
sorprendentemente, parecían abruptamente enraizados en lo local. Eran el
contrapunto. Constituían individualidades extrañamente crecidas a la sombra de
la modernidad y, por sus letras, éstas perfectamente entendibles, estaban casi
siempre a un paso de la clandestinidad, cuando no abiertamente censurados o
totalmente prohibidos. Esto les constituyó paulatinamente en mitos. Eran como
esperpentos impresionantes y aislados salidos de aquellas tierras abandonadas
que iban para el olvido, tan perdidas como reivindicadas y añoradas por ellos.
Se
hicieron representantes de los olvidados que envejecían, sin remedio ni relevo,
en los pueblos esquilmados por la vorágine del desarrollo. Fueron voceros de
vencidos que poco a poco querían recuperar la voz siquiera. Así surgieron
aquellos cantautores inesperados y anárquicos como profetas de letras duras, de
letras tiernas, de letras entrañables, que a unos hacían pensar, a otros
recordar, a otros sufrir, a algunos llorar y a muchos anhelar la libertad.
Lázaro,
deslumbrado, cataba todos estos caldos. Pronto se movió por aquellos ambientes
con soltura, creyendo, en su fuero interno, que encerraban una forma nueva de
vida cuya clave debía encontrar. Todas aquellas novedades, y sobre todo el
hambre de ellas, le hacían olvidar la monótona y obediente servidumbre de su
vida rutinaria.
9 comentarios:
Es curioso, Soros, pero no has mencionado -me parece- la época exacta en la que transcurre tu relato. Da la sensación, no obstante, que debes de referirte a la década de los sesenta, o esa impresión me da a mí.
Diseccionas de maravilla la vida cultural de Alfambra y describes a las mil maravillas cada uno de esos pequeños círculos en los que ésta se divide.
Continúo expectante.
Besitos.
Sara, aunque no cite fechas, has adivinado exactamente que se trata de los últimos años de la década de los 60. La ciudad es una capital de provincia del interior, eso sí que aparece.
Una sociedad que quería ser diferente se vislumbraba, mientras la anterior se resiste a desaparecer. Entre esas dos mareas vive el protagonista su despertar al mundo de los adultos. Y, deslumbrado por lo nuevo sin conocer a fondo el pasado, se interna en la vida.
Me alegro de que te siga gustando.
Gracias por tus comentarios.
Besos.
Me imagino al joven Lázaro, con los ojos como platos y el espíritu ansioso, absorbiendo e intentando procesar todo lo que ese mundo nuevo le va poniendo por delante.
Y me pregunto si ese nombre, Lázaro, tiene algo de simbólico.
Ángeles, Lázaro fue un resucitado. También un aprendiz que comenzó guiando a un ciego. Conque en ambos casos puede significar un nacer a la vida o a la realidad.
Muchas gracias por seguir el relato.
Justo lo que pensé :)
Imagino que el choque cultural para un chico de un pueblecito pequeño, que llega a este nuevo mundo y en esos años debía ser tremendo, todo era una experiencia nueva y al principio uno queda maravillado ante toda novedad, lo desconocido, supongo que será después cuando empiece a ver que todo tiene luces y sombras.
Está interesante, e intento imaginar por dónde nos vas a llevar y no lo consigo, eso es bueno.
Un abrazo
Conxita, enseguida empezará la peripecia personal del protagonista. Pero veo que entiendes muy bien el ambiente en el que se sumerge el personaje.
Me alegro de que te guste.
Gracias por el comentario.
Un abrazo.
Como se dice en otros comentarios, la descripción del ambiente de cambio paulatino, esa mezcla entre lo tradicional y lo innovador, los descubrimientos culturales para unos jóvenes españoles nacidos en una atmósfera constreñida, cuando daba coletazos la posguerra, me parece a mi que está muy bien descrito.
Zeltia, ya te dije que me mandaste unas notas personales que aún conservo (creo que respondiendo a tus comentarios del capítulo 1) y que me ayudaron a escribir estos capítulos generales sobre el ambiente entre la juventud de la época.
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