La realidad, ajena a sus amorfas ensoñaciones, enseguida le mostró
sus aristas definidas y le sacó del trance emotivo de su viaje.
Iba a una residencia de estudiantes. Le habían dicho que, en
general, eran hijos de gente humilde de la provincia a los que la institución
brindaba una posibilidad de educación. El instituto, el centro de formación
profesional y la escuela de magisterio de Alfambra, eran los destinos diarios
de los residentes. Apenas sabía nada más de su trabajo.
La finca rectangular, acotada por una tapia con verja en la
parte superior, constaba de dos edificios de cuatro plantas con un gran patio
entre ellos. Una pilastra con el busto en bronce de un general y la bandera
nacional en su mástil, junto a la escalinata de la entrada del edificio
principal, oficiaban de recepcionistas mudos.
Apenas entró y se presentó, el conserje le puso al tanto: en
la residencia los muchachos dormían, comían y tenían sus horas de estudio. Le
dieron una habitación individual y unas tareas: levantar a los estudiantes a su
hora, atender a los enfermos, velar porque se cumplieran los horarios y vigilar
el orden en estudios, comedor y demás dependencias. Todas aquellas cuadraturas
debían casar unas dentro de otras sin resquicios. Enseguida iría conociendo al
personal.
La responsabilidad de la residencia recaía sobre el
director, el jefe de estudios y el preceptor, por ese orden, hasta que, en
cascada, se distribuía entre los últimos peones: los educadores. Un sacerdote
hacía de director espiritual. El administrador cuidaba de la intendencia y
pagaba a todos. Los educadores debían hacer, con su presencia y autoridad, que
los alumnos cumpliesen los horarios, la disciplina del centro y sus
obligaciones. Las cocineras, camareras y limpiadoras, cargos todos, por su
naturaleza, lógicamente femeninos, pertenecían al poco especializado, sobre
todo en responsabilidades, gremio de las mujeres. De ellas se esperaba que se
entregasen con dedicación, discreción y recato, como entonces se decía, a unas
labores que todo el mundo tenía por evidentemente suyas. Los dos conserjes,
cargos de confianza y hombres de edad, ambos jubilados de la Guardia Civil,
daban, merced a sus uniformes y a su empaque y prestancia, una sensación
oficial y seria a quien llegara y, además, tenían a su cargo todo aquello que
escapase a los deberes del resto y gozaban de acceso permanente al director.
A lo largo de sus primeros días en la institución iría
descubriendo el encaje de mando, encarnado en las personas que la hacían
funcionar. Lázaro, en un principio, observó las cosas lleno de fe en su
eficiencia, convencido de que así debían ser. Él era una pieza más del
engranaje y puso empeño en que, por su parte, nada fallara en La Casa, como al
director le gustaba llamar a la residencia. Pero, a pesar de su nula
experiencia, la observación hizo paulatinamente una mella constante e implacable
en sus rectos criterios iniciales.
El director tenía un despacho grande y suntuoso y, también,
una vivienda familiar amplia, elegante y espaciosa en la planta superior del
edificio principal, celda real de aquella colmena. Tenía además el derecho,
inherente al cargo, de que se le sirvieran las comidas en su hogar. Desde las
cocinas, ubicadas en los sótanos, una camarera uniformada subía diariamente las
viandas y las servía puntualmente a la
familia que habitaba en el ala noble de la cuarta planta.
El jefe de estudios no pisaba casi nunca el centro, excepto
lo preciso para ir a cobrar a fin de mes o para alguna otra tarea protocolaria
o imprescindible. Mas, por las apariencias, debía ser una persona muy ocupada,
con obligaciones yuxtapuestas en distintos lugares.
El preceptor solía dar una vuelta algunas tardes,
deambulando por los estudios con desgana e indiferencia. Y, con menos desgana
pero idéntica indiferencia, comía en la residencia las temporadas en que
su mujer estaba fuera.
Todos ellos, hombres granados y serios, tenían su trabajo
principal en otro u otros lados y allí, en La Casa, sólo percibían unos dineros,
aparentemente complementarios, por su teórica supervisión del centro. Sin
embargo, a Lázaro le parecían generosos sueldos, sobre todo, si se comparaban
con las pocas exigencias que les eran requeridas para percibirlos porque,
ganarlos, era un suponer que los ganaran.
De la dirección espiritual, imprescindible entonces, se
encargaba un capellán, canónigo de la catedral. Al canónigo le agradaba
departir de vez en cuando con el director mientras ambos tomaban café y coñac.
También venía a comer frecuentemente, y Lázaro no tuvo constancia de que
estuviera en nómina pues, si lo estaba,
fue siempre tan discreto el pago como desconocido el motivo para éste.
Y en Lázaro, con el tiempo, comenzó a abrirse paso el resquemor
que, a veces, produce la verdad. Aunque, es bien sabido, que el peso de la
responsabilidad casi nunca es apreciado por quienes no han de soportar carga
tan severa y así, engañados por las apariencias, sólo observan en ella beneficios
y regalías.
No obstante, Lázaro reconocía que, las pocas veces que los
tres responsables coincidían, no había diferencia en sus comportamientos ni
discrepancia en sus discursos, y sus tres mentes tenían una sola voz y ningún
matiz diferenciador, por ligero que fuera, se observó nunca en aquella
trinidad.
El enjambre de aquella colmena eran los muchachos. Éstos
dormían hacinados en grandes pabellones rectangulares atestados de taquillas,
pegadas a las paredes, donde guardaban sus ropas y propiedades. Estaban aquellos
recintos repletos de literas, una frente a cada taquilla doble. Cada pabellón
tenía adjunta una sala con lavabos, duchas y retretes.
Y Lázaro percibía una sensación de precariedad asustadiza en
los muchachos de los pueblos, que contrastaba con la armoniosa placidez de que
disfrutaba el triunvirato responsable. Y todo aquello tenía una apariencia
extraña y controvertida para él.
CAPÍTULO SIGUIENTE. CAPÍTULO ANTERIOR
CAPÍTULO SIGUIENTE. CAPÍTULO ANTERIOR
8 comentarios:
¡¡¡Me encanta el relato!!! Casi puedo oler el aroma de esa Casa tan parecida a muchas de la época, en la que los chiquillos se sienten tan desvalidos, tan desasistidos...
Espero con ansiedad la siguiente entrega; entre otras cosas, porque ya le he cogido cariño a Lázaro.
Esta vez tu texto me evoca otra novela de chicos internos y abusos de poder: "4x4", de Sara Mesa.
Besitos.
Sara, me ilusiona que el comienzo de esta historia te esté gustando. Sin embargo, temo que lo que sigue no vaya a ir por donde tú supones. Pero tendrás que darle tiempo al tiempo.
Muchas gracias por tus ánimos y tu alegre comentario.
Besos.
Me gusta mucho cómo aparece Lázaro, como un observador de la maquinaria que gira a su alrededor, y en la que intenta integrarse porque es lo que tiene que hacer.
Pero me parece que no está muy convencido de lo que ve...
Ya estoy deseando ver cómo se desenvuelve en este microcosmos, aunque me da la sensación de que no se va a sentir muy cómodo.
No tardes mucho.
Gracias, Ángeles.
Lázaro va descubriendo poco a poco la manera en que funcionan las cosas en el pequeño mundo de una capital de provincia. Aprenderá mucho y eso le ilusiona, pero aún no sabe a costa de qué.
Procuraré dejar listo un nuevo capítulo lo antes que pueda. Pero no quiero ponerme metas que tal vez no sea capaz de cumplir.
Interesante la visión de Lázaro, primero observando, intentando encajar y después dejando claro que hay cosas que no van pero sin perder ni un poquito de su ilusión, con la inocencia de su edad y todo el ansia del descubrimiento.
Voy a leer el siguiente capítulo, es lo que tiene llegar tarde que no tengo que esperar para saber la continuación.
Un abrazo
Conxita, gracias por seguir la historia. Aunque al principio describe el ambiente, porque para muchos es desconocido, luego desembocará en una historia personal. Lo que pasa es que en estos relatos, publicados a trozos, hay que tener paciencia.
Muchas gracias por tus sucesivos comentarios.
Un abrazo.
Yo soy impaciente por naturaleza, y tampoco he hecho grandes esfuerzos por moderar este defecto. Así es que, llegar cuando ya hay muchos capítulos me produce el reposo de saber que algo que deseas está ahí, a tu alcance.
En este capítulo reparé en esa reflexión de que casi todos observamos unicamente las ventajas cuando se trata de puestos de responsabilidad y las obligaciones nos parecen nimias al lado de los privilegios.
Por otro lado, espero que ya muy pronto este párrafo que sigue sea, verdaderamente, del pasado: Las cocineras, camareras y limpiadoras, cargos todos, por su naturaleza, lógicamente femeninos, pertenecían al poco especializado, sobre todo en responsabilidades, gremio de las mujeres
Bicos!
Claro, Zeltia, sé que para los lectores de blogs no es fácil seguir estas historias. Estamos más acostumbrados a relatos que tengan unidad y sean breves.
Uno se imagina, a los que están en la cúspide de las responsabilidades, siempre a punto del agotamiento por el permanente desvelo. Pero, luego, les observa impasibles responder: No me consta, no fui informado, ese asunto lo llevaban los asesores, es un problema técnico, no llegué a enterarme, abusaron de mi confianza...
¿La responsabilidad de las mujeres? También yo me creía que eso iba a cambiar, que dejarían de ser piezas, de ser exclusivamente subalternas. Pero cuando escucho a ilustres señoras decir: Yo le firmaba a mi marido lo que me diera, no pintaba nada en ese consejo, no estaba enterada de esos regalos, no hacía preguntas, nada me constaba...
Pues llego a la conclusión de que en irresponsabilidad sí que hemos llegado a la igualdad, en lo otro, ojalá algún día.
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