El
trabajo de educador era intermitente aunque diario, pero monótono, aburrido e
insignificante, y, tan pardo y gris, como el plumaje de un gorrión.
Lázaro
enseguida notó que a los educadores se les hacía sentir, con más o menos
sutileza, que el alojamiento y la manutención
ya debiera compensarles suficientemente. Pero sí, había también una pequeña
gratificación mensual. El alojamiento disfrazaba pomposamente el hecho de que
permanecieran día y noche en su puesto y, por tanto, hubiera siempre responsables
en caso de emergencia. La gratificación no pasaba de ser una propina que el cicatero
administrador, por su altanería, hacía parecer una limosa salida de su propio
bolsillo.
Eso Lázaro lo averiguó más adelante. El administrador les
entregaba siempre la paga con retraso. Quiso, en un principio, pensar que la
actitud del pagador era casual. Pronto se cercioró de lo contrario. Y, cuando
Lázaro comprobó la renuencia y el retraso sistemático en los míseros pagos,
cayó sobre él la sensación humillante de la beneficencia y la denigración que
proporciona el ser mirado como un zángano, como un beneficiado.
Desde una sala pequeña se controlaba la megafonía, especie
de cornetín hablante y centro de
señales, con la que se dirigía aquella institución. Desde ella, a las siete de
la mañana, se activaba el toque de sirena para que se levantaran en los
distintos pabellones, y se ponía, a continuación, un long play a gran volumen
para que los residentes no volvieran a dormirse. Y así, una vez arrancados del sueño
por el estridente toque y envueltos luego por la música, se fueran lavando,
vistiendo, ordenando sus cosas y haciendo las camas.
El educador de semana había de ir pabellón por pabellón
controlando que los estudiantes estuvieran en pie y no se hubieran rendido al
sueño rebelde, macizo y denso que es privilegio de la juventud. Debía
asegurarse de que todos hubieran salido del cálido nidal de la litera pese al
frío de los pabellones y pasillos. Lázaro, a lo largo del tiempo, fue
aprendiendo que otoño e invierno en Alfambra eran una sola estación heladora y
que aquellos momentos, finales de la noche y próximos ya al amanecer, eran los
más gélidos de la jornada.
El día que abrió por primera vez las puertas de los
pabellones, sonaba en la megafonía la música que él mismo había elegido por
azar, sin mirar, llevado por la inexperiencia y por la prisa. Resultó ser Nat
King Cole en español. Cantaba “Las mañanitas”, “Perfidia”, “Ansiedad” y otras
letras más. Aquellas canciones se le antojaron sin sentido para el caso, pero
ahí estaban, sonando con una melancolía romántica e incomprensible a aquellas
horas y en aquellas circunstancias:
“…Ya viene amaneciendo, ya la luz del día nos dio, levántate
de mañana…”
“…Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna
vez…”
“… Ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de
amor…”
Lázaro guardó en su mente aquella música melosa, cantada en
español con acento norteamericano. Y, como una impronta, la usó desde entonces
para despertar a los internos en sus días de guardia. La pequeña atmósfera
interior de somnolencia, frío y silencio, con aquella música de fondo, era una
mezcla extraña, de esas que, por lo mismo, no se olvidan. Y, en sus mañanas de
rompedor de sueños, Nat King Cole sustituyó a las marchas militares de uso
habitual y casi preceptivo. En la penumbra de los pasillos desiertos y gélidos,
en aquel silencio que los muchachos se obstinaban en no romper por el vano
deseo de no resucitar del sueño definitivamente, aquella voz parecía un empuje
suave y amistoso, insistente y sereno, mecedor, casi maternal. Los demás
educadores siempre se burlaron de aquella costumbre que Lázaro mantuvo rompiendo
la tradición musical, marcial y paramilitar, de La Casa.
Mas, aquellas delicadas melodías, se acompañaban del fuerte
hedor acre que recibía al abrir cada una de las puertas de los pabellones.
Salía una vaharada capaz de hacerle tambalearse como si fuera un golpe. Era un
olor ácido, húmedo y caliente, a humores, secreciones y orinas, mezclado con el
olor a pies, que todo lo dominaba y lo vencía, y que hacía de base para cuantos
otros olores se añadiesen. Aquella peste densa se agarraba también a la
garganta como si tuviera una parte sólida pero invisible. Las temperaturas no
propiciaban lavados exhaustivos y, más bien, los exigían rápidos, para salir
del paso y despabilarse.
Para desayunar acudían todos los muchachos al gran comedor y
los responsables, los cuatro o cinco
educadores, presidían la mesa. El de
semana rezaba la breve bendición de los alimentos de manera seca, con un tono
viril y castrense que desvirtuaba la oración, que se supone humilde siempre,
con un toque de insolencia; y el coro de muchachos respondía con un rotundo,
unánime, rápido y lacónico amén, ansiosos por romper el ayuno. Después los
jóvenes marchaban a sus destinos y no se les esperaba, normalmente, hasta la
hora de comer. Al desayuno, los cargos nominales de la residencia, no asistían.
Seguramente para no dar al acto más importancia de la rutinaria o, tal vez,
porque era demasiado temprano.
Lázaro, al ver marchar a los muchachos, se reconocía en
ellos pese a su apariencia recia, su afectada seriedad y, sobre todo, sus desmedidos
esfuerzos por disimular su juventud.
Desierta
la residencia, tras el desayuno, no tenían los educadores tarea que hacer.
Después llegaba la comida y la vigilancia del comedor y, de nuevo, libres hasta
los estudios de la tarde. Luego la cena y el evitar que los residentes
alborotaran en los dormitorios antes de coger el sueño definitivamente. Y así
iba Lázaro, varado en aquel trabajo ocasional y primero, rellenando de rutina sus
días.
6 comentarios:
¿De verdad Lázaro escogió a Nat King Koll por azar? Hay quien no cree en las casualidades...
No me extraña que el despierto de Lázaro responda tanto y tan bien a los estímulos intelectuales; hay que reconocer que su vida es un tanto aburrida.
Me gusta tu estilo y me gusta la historia.
Desde luego es un cambio con ese cambio de música, me gusta que a pesar de que se burlaran de él seguía insistiendo con su música.
Miserables aquellos que juegan a racanear con lo que es de otros, qué ruínes esas actitudes. Estoy esperando a ver cuándo Lázaro despierta.
Saludos
Sara, así suceden las cosas en los relatos y también en la vida. El azar es una especie de fermento que altera inesperadamente las vidas rutinarias y, como la levadura en el pan, las convierte de planas en esponjosas.
Gracias por lo que me dices del estilo y de la historia. Me halagas.
Conxita, en la narración ya se va terminando la descripción general y pronto ocurrirá algo personal que comenzará a dar a la historia un sentido más íntimo. Y puede que eso la haga al protagonista despertar, como tú dices.
Saludos.
Me gusta mucho la atmósfera que has conseguido para el dormitorio de los muchachos, con el contraste entre olores desagradables por un lado y la dulzura de la música por otro. Un ambiente opresivo y un tanto desconcertante.
También me sigue sorprendiendo imaginar a Lázaro como un chico joven al cargo de otros con los que debía de diferenciarse poco en edad.
Ángeles, el iniciar a jóvenes, me refiero a los educadores, en una "disciplina pedagógica" basada en que la bofetada sustituya a la palabra, es mucho más fácil y económico que intentar lo mismo con personas más formadas. Por eso los ejércitos se han nutrido siempre de jóvenes. Puede que en el siguiente capítulo lo comprendas mejor. Así era entonces, si no en todas las entidades educativa, sí en la mayoría de ellas.
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