Habitualmente
se tiene por serio aquello que coincide con lo acostumbrado y las personas, en
su limitada vida, suelen acostumbrarse a lo que encuentran.
Alfambra
era también, y sobre todo, una ciudad seria. Una ciudad estructurada, rancia y
de principios, con todos los puestos de mando debidamente asignados a mentes
responsables. Las personas que controlaban la rutina del orden miraban de
soslayo a aquella morralla de gente intelectual que, como indigentes de ideario,
apátridas de las esencias tradicionales y eternas e imitadores de todo lo
foráneo, pululaban por la ciudad con cansina desgana, arrastrando
desgarbadamente los pinreles, con aquella inconfundible desidia que rayaba en
la provocación si es que, abiertamente, no lo era.
Eran
estas personas las que tenían las riendas de la paz y del orden, las que
detentaban los puestos oficiales, las que controlaban la burocracia, las que
regían los juzgados, las que encabezaban la banca, las que dirigían los
negocios, las que mecían con mano firme, pero paternal y amigable, la cuna de
la patria y del catolicismo, los dos pilares que soportaban todo, desde el
fondo del barranco hasta la cúpula de la catedral. En fin, eran la gente de
primera clase, la representación oficial de la ciudad. Afortunadamente tenían
el timón de la nave en sus manos y hacían que el tajamar surcase con firmeza el
rumbo marcado.
Se
decían gente recia, herederos de un poder ganado por la mano, cara a cara y por
las bravas, en el rigor y la dureza del combate, sin escatimar en fuego, dolor,
valor y sangre heroica. Tenían además gran honra en ello pues, no en vano,
pensaban que levantaron la nación con sus caídos aunque, para ello, hubieron de
tumbar a otros muchos primero.
Así
descubrió Lázaro una parte de la historia silenciada, la nausea de un fracaso.
Y con el tiempo fue conociendo las tristes batallas personales de héroes
anónimos de ambos bandos. Y averiguó que siempre, en las memorias íntimas de
estos personajes, llegaba un punto que ninguno de ellos quería rebasar, una
zona sumamente oscura e inquietante que, como humanos, les aterraba a todos y,
todos por igual, deseaban locamente amortajar con el olvido.
Pero
mandaban unos. Eran un grupo de elegidos a los que muchos, por verdadera
convicción, secundaban. Aunque no faltaban quienes les bailaban el agua por
conveniencia y también quienes les otorgaban su aquiescencia con callado temor.
Los
mandatarios se sentían una élite distante, y hubieron de refrenar muchas veces
su ira, y aparentar condescendencia, con todos aquellos que, llevados por los
distintos modernismos imperantes, no veían virtud en su tolerancia, sino
normalidad y, así, ponían su paciencia a prueba tanto los días acabados en ese
como en o.
Entre
estas personas sonaban vibrantes, como toques de clarín, los apellidos de
militares, de jueces, de cargos de la curia, de financieros, de ciertos
catedráticos, de terratenientes, de empresarios, de rentistas y, luego ya
sonaban también, pero con sordina, toda la cohorte de barandas, la caterva de
aduladores, el grupo de vivillos, el hatajo de oportunistas, la bandada de
correveidiles, el pelotón de alcahuetes, el manojo de pisaverdes, la pollada de
saludadores y besamanos, el enjambre de pelotas, y la manada, creciente siempre,
de estómagos agradecidos, que acompañaban inevitablemente, como las nubes de tábanos
a las acémilas, a todos aquellos dignos cargos plenipotenciarios.
Llevaban
muchos años al mando. La gente madura y los viejos recordaban muy bien de dónde
les venía el poder y por eso les temían, y recelaban incluso de su mera
presencia y aun de su cercanía. Pero la gente mayor iba desapareciendo y los
jóvenes, por contra, ignoraban lo que los viejos sabían. Así se atrevían a
hacer cosas de las que sus mayores se habrían guardado y, tal vez, eso era lo
que le daba a Alfambra ese aparente aire de libertad, de despreocupación, y,
sobre todo, esa tibia tolerancia intelectual que Lázaro tanto apreciaba sin
percatarse de lo volátil que era.
Por
otro lado, el viejo régimen, con sus muchos años de engolillada antigüedad y
con experiencia en el arte de sucederse a sí mismo, andaba deseoso de mostrar
al mundo que no era cierto lo que de él se decía. Que no había caducado la
vigencia de su ideario y que, si ahora había una controlada libertad, era
porque en su día ellos se alzaron para sofocar el loco libertinaje y la fatua
anarquía disolvente. Querían demostrar que el régimen se había puesto al día y
estaba dispuesto a tolerar las ideas más variopintas y erráticas siempre,
naturalmente, que no degeneraran en desorden ni pusieran en peligro la paz que
ellos habían conseguido tan esforzadamente, aunque hubiese sido a costa de una
guerra. Y así, daban las libertades que querían, o taimadamente las
administraban, tras, en su origen, haberse llevado todas por delante. Y, con la
astucia y el ánimo templado del que por destino natural detenta el mando,
pensaban que el permitir aquellas cosas, con las que ni en el fondo ni en la
forma comulgaban, le daba al régimen ese toque de apariencia plural,
democrática y tolerante que en la Europa poderosa, aunque floja y carente de
principios, estaba tan bien considerado.
Acostumbrados
a la moneda de la adulación y al cheque en blanco del temor, que ellos
calificaban de respeto, aquellos prohombres se revolvían y retorcían interiormente
al observar a toda aquella barahúnda de intelectuales abominando de la Iglesia,
siguiendo corrientes contrarias al creacionismo, exponiendo las teorías
absurdas de la evolución, leyendo a autores marxistas o de claras tendencias
izquierdistas y, además, yendo por las calles con aquellos pelos, con aquellas
barbas y con aquellas pintas. Provocaciones andantes es lo que eran y, además,
hablando de libertad a todas horas, como si en aquella ciudad no pudiera
seguirse otro protocolo o patrón de albedrío que no fuera el que preconizaban
aquellos extravagantes visionarios.
Lázaro
enseguida se hizo cargo. Comprendió que en Alfambra había al menos tres
ciudades: la de los que mandaban y la de aquellos que se consideraban
culturalmente por encima de los mandatarios o, cuanto menos, ajenos a ellos,
como si el alado intelecto tuviera el privilegio de sobrevolar impunemente las
garras, firmes en la tierra, del poder. Y luego, estaba el vulgo.
El
grupo de intelectuales despreciaba al conjunto de prebostes preocupados por los
cartesianos conceptos de mantener su paz y su orden a ultranza. Y, por su
parte, los mandatarios soportaban, tragando bilis, a aquella pandilla de rojos
y ateos a los que, en el fondo, odiaban con saña. Y luego, como siempre y por medio,
estaba el tercer grupo, el de las personas que temían a las autoridades con
tanta intensidad como ignoraban a aquellos vanguardistas de salón y, las muy
ilusas, tenían como única aspiración el que los unos y los otros les dejaran en
paz, comiéndose el cocido en su rincón, sin sobresaltos, inseguridades, temores
ni amenazas. Y es que la gente humilde suele tener extrañas e irreales
pretensiones.
En
Alfambra aprendió Lázaro lo alejadas que estaban la política y la gente. Era
aquélla, la de la política, una esfera aparte, intangible, casi innombrable.
Era cosa de un grupo restringido de inquebrantables fieles, alejados y metidos
en un balón blindado. La lejana esfera del poder flotaba allá, en un sitio
indefinido, custodiado e inalcanzable, al que, si alguna vez se acercaba algún
ajeno, lo hacia casi siempre por obligación y siempre con temor. Y se
aproximaba tomando una precaución sobresaltada, revestida de respeto zalamero o
de miedo a secas, como si fuera al encuentro de una bicha que aparentaba estar
dormida. Algo en lo que no se podía confiar pero sí temer, temerlo siempre.
Era
la política un poder que, entonces, filtraba su imagen, siempre monolítica y
solemne, por medio de la dócil prensa, del amaestrado sindicato, del azul
omnipresente del partido único, de los alcaldes designados, del preceptivo NODO
con su propaganda, de la televisión monocorde y paternal, de las emisoras del
Movimiento, y también del palio, ese símbolo que la Iglesia Católica prestaba
para que, bajo él, se balancearan las ostentosas borlas que adornaban un fajín
de general, y que, simbólicamente, parecían entronizar en lo sagrado ese modo,
tan peculiar entonces en la vida española, de hacer las cosas por las santas
gónadas, masculinas por supuesto, recibiendo después una ovación unánime y cerrada
como la que se espera en un albero.
Se
tiene por serio aquello que coincide con lo acostumbrado y las personas, en su
limitada vida, suelen acostumbrarse a lo que hay. Ya está dicho. Lázaro, mentalmente
inerme ante cuanto veía, prefería lo nuevo por ilusionante, porque de lo viejo,
sin conocerlo a fondo, recelaba. Y comenzaron a ser sus intuiciones las que le
condujeron, sin recto juicio, a lo que le parecía más ansiado. Los sedientos de
libertad, cultura y novedades sufrían, por entonces, los espejismos propios de
estas carencias en el desierto en que habitaban.
Así
que un día, al ver a un padre atribulado salir con su hijo melenudo de la
comisaría, oyó en labios del padre una frase que mostraba una escala de temores
claros y una alusión castamente disfrazada:
-
Hijo, pase que lleves esas pintas, pero, por Dios te lo pido, no te metas en
política. Antes prefiero, fíjate si te digo, que te mees en la cama.[1]
8 comentarios:
Menudo contraste entre un grupo y otro. Aunque algo tienen en común, me parece.
Y con los de enmedio, ya tiene Lázaro delante un buen muestrario para ir conociendo los diversos aspectos de la vida, del mundo y del ser humano.
Y como es un chico listo y prudente, sabrá extraer enseñanza de todo ello.
Me estoy mordiendo las uñas. Es como si estuviera leyendo una novela titulada "Las tres ciudades" o algo así.
Es verdad que la política da miedo, antes y... Ahora.
Me encanta ese modo que tienes de "desintegrar" cualquier cosa analizándola hasta el más mínimo detalle.
Besos.
Ángeles, las memorias personales de los soldados y civiles que pertenecieron a cada uno de los bandos, entre otras cosas, tuvieron en común un fondo de barbarie en cuyo recuerdo a todos, sin excepción, les repugnaba visceralmente profundizar.
Lázaro no era cauto ni podía serlo así que se encontró con cosas que no esperaba y para las que no estaba preparado.
Sara, veo que te fijas en todo. Ten en cuenta que para comprender la época hay que hacer que el lector conozca el ambiente de entonces. Los jóvenes no tienen memoria de ese tiempo.
Hoy de la política recelamos, en general, aunque están empezando a asomar algunas que también producen miedo.
Muchas gracias por tu comentario y tu fidelidad al relato.
Bien descrito ese ambiente casposo de las fuerzas vivas que se creen por encima de todo, y esos modernos que también miran por encima del hombro y en medio como siempre el pueblo llano intentando sobrevivir.
Me has hecho pensar en esos ideales por los que algunos luchaban para cambiar lo establecido y en los que la política era de alto riesgo y ver en qué ha acabado la política en nuestros días, dónde lo más peligroso es saber a qué paraiso desvían los fondos que se llevan, me ha entristecido, no nos lo merecemos.
Un saludo
Conxita todo eso que dices lo pensamos ahora y con la certeza triste de no equivocarnos. Pero la visión de un joven era entonces un panal de ilusiones. El tiempo da perspectiva a las cosas.
Gracias por seguir esta historia.
Me parece que la sociedad tampoco ha cambiado tanto, ya no hay NODO pero a veces viendo los informativos de la 1 me parece estar viendo un NODO modernizado.
Y sí, nos acostumbramos a lo que nos toca, por lo general.
Palomamzs, quizá algún día descubramos que, al igual que los políticos nadan felices en un mar de corrupción, también los periodistas hablan, opinan y escriben a sueldo. En algunos casos ya es evidente.
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