11 febrero 2017

4.- El Aprendiz: La vida cultural

También había en la ciudad un grupo de jóvenes pintores. A Lázaro le sorprendió su número, excesivo en una ciudad pequeña, y también sus ideas, de una naturaleza que tampoco imaginó encontrar allí. Éstos deseaban que las corrientes más modernas, de un arte concebido como inédito y abierto, regeneraran las concepciones retratistas, fotográficas y provincianas, de la pintura. Pretendían, con afán didáctico, que los obtusos lugareños abandonaran sus estrechas miras, que éstos consideraban inamovibles precisamente por su falta de horizontes. Aquellos iluminados artistas buscaban que el cambio entrara por los ojos, que entre las ideas usuales, las percepciones sensoriales de siempre, el comparar lo pintado con la realidad, se abrieran paso las nuevas concepciones del arte.
Y no había ninguno que pintase del modo en que Lázaro había considerado, hasta entonces, que debían pintar los pintores. Y, si algunos de los pintores clásicos fueron llamados innovadores en su tiempo, la innovación de estos artistas de Alfambra parecía ser mucho más profunda y trascendente pues, dejando aparte su aspecto excéntrico y desaliñado, casi obligatorio para los cultivadores de este nuevo arte, no había quien adivinase qué era lo que pintaban. Ahora bien, ellos defendían todas sus obras como expresiones de la pura expresión. Y Lázaro reconocía que, por ahí, tenían terreno abierto por delante y una gran cobertura, porque expresarse, mejor o peor, sabía todo hijo de madre, aunque la inmensa mayoría, por pudor, no se atreviera a manifestarlo al mundo tan abierta y osadamente como ellos. Y es que, según le dijeron, la Humanidad estaba dominada por prejuicios largamente soterrados que impedían, las más de las veces, que la genialidad saliera a flote. Y así, aquellos artistas vivían vidas torturadas y producían unas obras que no lo eran menos. Y no sólo no les importaba que algunos les llamasen desnortados, y cosas peores, sino que lo tenían a gala.
Lázaro, naturalmente, ofreció a teóricos y artistas su más crédula entrega, algo que venía a ser en él una especie de virginidad plástica e intelectual.

Proliferaban también grupos de teatro más o menos vinculados a los anteriores. Éstos tenían gran aceptación pues, aunque Lázaro no supo en principio la razón, en ellos se encuadraban numerosas muchachas y mujeres jóvenes con la aquiescencia de sus mayores, por rancios que éstos fueran. Parecía que el arte escénico admitía sin reservas a la mujer, cosa que no sucedía, de ordinario, entre los grupos de intelectuales, literatos, filósofos, críticos, músicos, artistas o pintores. ¿Qué ocurría? ¿Se consideraba acaso más dada la mujer al arte dramático que a inquietudes intelectuales de otro tipo? ¿Se consideraba el dramático un arte más acorde con su sexo? No acertaba Lázaro a vislumbrar la causa. Sin embargo, pronto iría entendiendo la razón de las cosas.
La presencia de mujeres añadía interés a la experiencia artística inherente a las representaciones. Así, entre ensayos,  pruebas, construcción de decorados y preparación de actuaciones, había un roce frecuente e intenso con las muchachas y, además, una relación diferente e irreal. Aparte de que, por si esto fuera poco, ellas eran hábiles y eficaces preparando vestuario y atrezo y muy versátiles en cualquier misión material, provisión o mandado que se les encomendase.
Por otro lado, todo ese ambiente, de inusual camaradería entre ambos sexos, permitía roces entonces infrecuentes. Y, pretextando una familiaridad que no era tal, se les prodigaban efusivos besos y carnales abrazos cada vez que, después de actuar, entraban entre bambalinas aquellas jóvenes actrices preguntando, indefectiblemente, qué tal lo habían hecho. Era indiferente que hubieran actuado con mayor o menor acierto. Aquellas cariñosas efusiones, frecuentemente preludios de otras más íntimas, parecían no ser de veras, sino parte también de la representación.  Y así, en aquellas improvisadas compañías, se derrochaba abiertamente tanta pasión y entrega en el escenario como, disimuladamente, fuera de él.
Los grupos habían de viajar para actuar en los pueblos cercanos y aun en otras capitales. Estas tournés provincianas eran ocasiones propicias y regaladas para el sexo. Y quienes toleraban esto, curiosamente gente remilgada y de principios puritanos, se tornaban ciegos, sordos y mudos a lo que acontecía en tales ocasiones. La buena fama de las damitas de Alfambra quedó siempre a cubierto. Al fin y al cabo, en el teatro, todo eran fingimientos y las cosas sólo pasaban de un modo imaginario.

Otro ambiente, que se puso en boga, era el de los cinéfilos. Éstos se reunían en improvisados locales, a los que pomposamente llamaban cine clubs, para ver películas que traían de no se sabía muy bien dónde.  Ellos, y sólo ellos, estaban capacitados para interpretar los mensajes ocultos de aquellas cintas. E, incluso, profundizaban tanto en ellas que lograban llegar a extremos que estaban mucho más allá de lo que en ellas se veía pues, según decían, eran muchas de ellas simples pero premeditadas motivaciones para que la imaginación se liberase y llevase al espectador a mundos impensados. Y, ¿qué espíritu joven no quería liberarse y conocer este mundo y cuantos otros en él pudieran encerrarse?
Lázaro, en esto, tampoco era una excepción. Y  también las mujeres, sorprendentemente, solían tener vía libre para acudir a aquellas reuniones culturales. Al fin y al cabo, se trataba de cine, otro arte simulado y etéreo. Esto era motivo suficiente para la asistencia de muchos varones, y aliciente para que algunos de ellos buscaran el lucimiento en aquellas citas con el celuloide de pretexto.
Los devotos del cine conocían toda la jerga de su técnica. Discernían perfectamente entre conceptos, y no tenían empacho en regalar a los demás con toda su sapiencia. Y, además, dejaban caer sobre los asistentes todos aquellos términos técnicos, anglosajones en su mayoría, sin ninguna piedad.  Y, no digamos ya,  cuando citaban con unción determinados conceptos, rodeados de glamour, tales como: cine de autor, de arte y ensayo, cine de vanguardia, cine marginal, cine underground, cinema veritá y otros por el estilo.
El director de un cinefórum era un ser capaz de trasmutar imágenes en lo que se terciara y llevar a los asistentes a mundos a los que la película, simplemente vista sin criterio, jamás les hubiese transportado. Cosa digna de verse, casi sobrenatural y milagrosa.

Por entonces la música, para escándalo de muchos, daba la espalda al folklore nacional y ya no miraba hacia la sempiterna copla. La herejía procedía, cómo no, del mundo anglosajón. Y así surgieron aquellos conjuntos de melenudos y provocadores que hicieron historia y que predicaban cosas como el amor libre, el amor normal, que de libre solía tener poco, la protesta, la vida en el campo, las comunas y el uso de algunas substancias con fines psicológicamente desalienantes y físicamente euforizantes. En resumen, llegaron de fuera un conjunto de valores, si es que podían llamarse así, que no tenían nada que ver con la vida, ideas y costumbres de aquellos que gobernaban, ni de los que se consideraban gente de bien y personas de provecho en Alfambra, ni en parte alguna del país que conservara la dignidad intacta. 
Sin embargo, ante aquella avenida musical foránea, tenían casi todos los autóctonos un punto flaco, una carencia: no era el inglés lengua que conociera casi nadie ni, en general, se usaba por entonces idioma otro que el propio. Pero, no obstante, se puso de moda el idolatrar cantantes y conjuntos, y el venerar canciones que, verdaderamente, casi nadie entendía. Sin embargo, siempre presentaban algo atrayente en la forma: bien el ritmo, bien la melodía, bien el estilo e, incluso, la misma incomprensión de aquellas letras no parecía sino darles un valor añadido. Sin paliativos aquello demostraba lo poco preparado del vulgo para entender el mundo venidero y lo mucho que todos tenían que aprender. Porque, aunque las voces fueran incomprensibles, todo lo demás, sin excepción, a todos cautivaba. Así, sin fundamento claro, se admiró lo nuevo por el hecho de serlo. Había nacido una nueva fe rítmica y foránea. Y, siendo cosa de creencias, el meollo del asunto no era nuevo: creer en lo incomprensible. La fe siempre ha servido para eso.

Nombrados con la nueva jerga, se abrieron los primeros dancing clubs o discotecas, donde predominaba la oscuridad y las luces deslumbrantes, intermitentes y extrañas, y donde, los iniciados, bailaban de un modo personal, mezcla de ritmo y de movimientos erráticos y anárquicos, a veces, espasmódicos, al son de aquellos grupos anglosajones.
Naturalmente surgieron también sucedáneos nacionales, más familiares, inconfundiblemente revestidos con el traje de segunda mano del imitador. Los conjuntos nacionales eran menos rompedores, más recogiditos, sin valor para desprenderse del todo del viejo pudor. Se movían entre lo tradicional y lo nuevo, lo popular y lo extranjero, sin saber cómo despegar de una vez de la mediocridad y lanzarse hacia aquella mítica modernidad vertiginosa. Y, lo que era más decepcionante, todo el mundo les entendía y la cosa perdía su misterio. Porque, Lázaro y con él los demás jóvenes, pensaban que lo que sonara a familiar no podía nunca ser exótico ni revelador. Dónde iba a parar. Así que, con el paso del tiempo, aquellos conjuntos españoles llegaron a cantar en inglés y ganaron mucho con el cambio.
La gente joven se aficionó a estos dancings y, aunque al principio se sentenciaba duramente a los jóvenes que entraban en ellos, se pusieron de moda, y quien no los frecuentara se estaba marginando del futuro.

Paralelamente a aquella influencia extranjera surgieron los cantautores. Éstos, sorprendentemente, parecían abruptamente enraizados en lo local. Eran el contrapunto. Constituían individualidades extrañamente crecidas a la sombra de la modernidad y, por sus letras, éstas perfectamente entendibles, estaban casi siempre a un paso de la clandestinidad, cuando no abiertamente censurados o totalmente prohibidos. Esto les constituyó paulatinamente en mitos. Eran como esperpentos impresionantes y aislados salidos de aquellas tierras abandonadas que iban para el olvido, tan perdidas como reivindicadas y añoradas por ellos.
Se hicieron representantes de los olvidados que envejecían, sin remedio ni relevo, en los pueblos esquilmados por la vorágine del desarrollo. Fueron voceros de vencidos que poco a poco querían recuperar la voz siquiera. Así surgieron aquellos cantautores inesperados y anárquicos como profetas de letras duras, de letras tiernas, de letras entrañables, que a unos hacían pensar, a otros recordar, a otros sufrir, a algunos llorar y a muchos anhelar la libertad.

Lázaro, deslumbrado, cataba todos estos caldos. Pronto se movió por aquellos ambientes con soltura, creyendo, en su fuero interno, que encerraban una forma nueva de vida cuya clave debía encontrar. Todas aquellas novedades, y sobre todo el hambre de ellas, le hacían olvidar la monótona y obediente servidumbre de su vida rutinaria.


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9 comentarios:

Sara dijo...

Es curioso, Soros, pero no has mencionado -me parece- la época exacta en la que transcurre tu relato. Da la sensación, no obstante, que debes de referirte a la década de los sesenta, o esa impresión me da a mí.

Diseccionas de maravilla la vida cultural de Alfambra y describes a las mil maravillas cada uno de esos pequeños círculos en los que ésta se divide.

Continúo expectante.

Besitos.

Soros dijo...

Sara, aunque no cite fechas, has adivinado exactamente que se trata de los últimos años de la década de los 60. La ciudad es una capital de provincia del interior, eso sí que aparece.
Una sociedad que quería ser diferente se vislumbraba, mientras la anterior se resiste a desaparecer. Entre esas dos mareas vive el protagonista su despertar al mundo de los adultos. Y, deslumbrado por lo nuevo sin conocer a fondo el pasado, se interna en la vida.
Me alegro de que te siga gustando.
Gracias por tus comentarios.
Besos.

Ángeles dijo...

Me imagino al joven Lázaro, con los ojos como platos y el espíritu ansioso, absorbiendo e intentando procesar todo lo que ese mundo nuevo le va poniendo por delante.
Y me pregunto si ese nombre, Lázaro, tiene algo de simbólico.

Soros dijo...

Ángeles, Lázaro fue un resucitado. También un aprendiz que comenzó guiando a un ciego. Conque en ambos casos puede significar un nacer a la vida o a la realidad.
Muchas gracias por seguir el relato.

Ángeles dijo...


Justo lo que pensé :)

Conxita C. dijo...

Imagino que el choque cultural para un chico de un pueblecito pequeño, que llega a este nuevo mundo y en esos años debía ser tremendo, todo era una experiencia nueva y al principio uno queda maravillado ante toda novedad, lo desconocido, supongo que será después cuando empiece a ver que todo tiene luces y sombras.
Está interesante, e intento imaginar por dónde nos vas a llevar y no lo consigo, eso es bueno.
Un abrazo

Soros dijo...

Conxita, enseguida empezará la peripecia personal del protagonista. Pero veo que entiendes muy bien el ambiente en el que se sumerge el personaje.
Me alegro de que te guste.
Gracias por el comentario.
Un abrazo.

Paz Zeltia dijo...

Como se dice en otros comentarios, la descripción del ambiente de cambio paulatino, esa mezcla entre lo tradicional y lo innovador, los descubrimientos culturales para unos jóvenes españoles nacidos en una atmósfera constreñida, cuando daba coletazos la posguerra, me parece a mi que está muy bien descrito.

Soros dijo...

Zeltia, ya te dije que me mandaste unas notas personales que aún conservo (creo que respondiendo a tus comentarios del capítulo 1) y que me ayudaron a escribir estos capítulos generales sobre el ambiente entre la juventud de la época.