Esa noche, en la soledad del lecho, rumiaba su nueva
situación. El íntimo cobijo de su propio calor no conseguía disiparle la
inquietud y, menos aún, le procuraba una huida hacia el sueño que, aunque
efímera, le liberara por unas horas de su desasosiego.
Había comenzado a hacerse cargo de su vida, y justo cuando
empezaba a saborear su libertad, se veía manejado como una marioneta. El comisario
le había denigrado al vergonzoso oficio de chivato. A él, que tres días antes,
se durmió risueño, orgulloso y pagado de
su suerte. Bien le había perdido aquella tonta vanidad, aquella inconsciencia
pueril. ¿Cómo podía haber sido tan tonto?
Indignado consigo mismo, descubrió que vivía en un mundo en
el que alguien, simplemente con un gesto, podía ponerle a su servicio. Y él,
abrumado por la vergüenza y el temor, se veía impelido a obedecer, al chasquido
de los dedos de un extraño, con la temerosa sumisión de un perro.
Se revolvía en la cama sin cesar. Tenía que pasarle a él, que
se tenía por idealista, que, desde tan joven, se había imaginado a sí mismo
preservando a ultranza su albedrío, a él, que soñaba con ser distinto del común
de los seres mezquinos y materialistas. Y, ahora, tenía que disfrazar el ideal
soñado bajo el ropaje denigrante, pero real, de un soplón.
Intentaba encontrar explicaciones, justificarse, buscar una
salida. Pero todo era en vano.
Aquel dinero le pareció una broma del destino, una
equivocación sin consecuencias, una anécdota burlona. Nunca había imaginado
caer en la jaula en que se hallaba. Mansoz no le permitió devolverlo, como
ingenuamente le pidió, para recobrar su libertad. Al contrario, lo usó para
enredarle en su tela de araña y hacerle patente lo insignificante de su condición.
Por aquel momento de tonta vanidad se veía obligado a acatar sus condiciones, a
tragarse su orgullo y vender su dignidad.
Dolido y furioso, como una presa enlazada e incapaz de
soltarse, se deshacía en desprecio hacia sí mismo en mitad de un insomnio
torturante. No asimilaba que algo así pudiera haberle ocurrido. Pero así era y
no encontraba salida a la rastrera encerrona de aquel hombre.
Durmió apenas dos horas. Se despertó temprano. Apenas
consciente, le sobrevino de nuevo el sobresalto. Poco a poco se calmó. No
encontraba solución y, por tanto, había de acostumbrarse a aquella situación.
Si no, viviría continuamente obsesionado. Vivir con un ego vendido no era
fácil, pero Lázaro se puso a la tarea.
Sin embargo, su ego también le traicionaba sutilmente. Ahora,
le susurraba otros recuerdos diferentes y amables:
Parecía mentira que el liviano dinero diese tanto aplomo a
quien siempre careció de ambas cosas.
El día de antes había entrado, como un señor, a tomar el
vermú en el hotel Cervera, el más elegante de la ciudad. Lo hizo sintiéndose
seguro, con ese aire serio y distinguido que, como había comprobado, hasta la
policía apreciaba. Por primera vez gozó del placer de sentirse solvente, con aquella
tranquilidad nueva que le daba el dinero en la cartera. Había estrenado aquella
sensación y, desde luego, le había encantado. Por supuesto, si pensaba en el
origen de aquel bienestar, había de sentirse avergonzado pero, una vez
acostumbrado, tampoco era tan grande el oprobio. Todo era relativo.
En su monólogo interior convino en que, tal vez, la cosa no
fuese para tanto. Al fin y al cabo, no hacía mal a nadie. Por otro lado, se
repetía, el hacerse confidente era una tarea que, mientras no se conociera, no
suponía un baldón. E inmediatamente se sorprendió usando para su triste oficio
esta palabra: confidente. No era chabacana como chivato, ni rastrera como
soplón. Era, sin duda, una palabra mucho más amable, que no denotaba
necesariamente alevosía, que incluso se podía decir de los amantes, de los
enamorados, de los que sentimentalmente tenían alguna concordancia.
Y comenzó a untarse su herida con esa pomada, a curarla con
esa palabra tan suave, gelatinosa e imprecisa: confidente.
Luego pensó de nuevo en el dinero. Y comenzó a preguntarse
si, cualquier potencial crítico, no hubiera aceptado aquella tentación de
haberse visto en el brete. Incluso sin coacción, seguro que muchos habrían
deseado poder acceder a ese dinero fácil. Terminó por estar seguro de que
ninguno se habría resistido a recibir esa dulce mordida. Y la balsámica pomada seguía
actuando, calmando su mala conciencia.
Y así, Lázaro, a lo largo de los días, fue masajeando su
moral para relajarla, flexibilizarla y hacerla tan elástica que todo le cupiera
y, de este modo, le ayudara a llevar su existencia con comodidad, en lugar de
hacérsela difícil y penosa. Había razonamientos para todo, con tal de huir del
reino de los remordimientos.
En la misma línea, y para continuar ahormando sus tragaderas,
pensó que lo que ocultasen aquellos estudiantes y profesores serían, sin duda,
cosas sin importancia, por mucho que el celoso comisario, en sus sospechas,
quisiera magnificarlas. Sus amistades se limitaban a ser gente cultivada, con
ideas originales, con conocimientos plurales y diversos, gente que gustaba de conversar
y discutir sobre asuntos de los libros y la vida. ¿Qué interés podía eso tener
para el policía? Daría igual que él le contara lo que opinaban sobre tal o cual
autor, los libros que leían, cómo veían el futuro del arte escénico o de la
música, o los mundos imaginarios que les desvelaban aquellas películas
extrañas.
Además, y sobre todo, Lázaro se prometió que sus
revelaciones a Mansoz serían siempre irrelevantes.
¿De qué preocuparse entonces?
Unos informes insulsos, llenos de vaguedades, le iban a
proporcionar un buen nivel de vida sin que, por ello, sus admirados
intelectuales sufrieran ninguna consecuencia. Concluyó en que todo iba a rodar
bien para él y sin ningún perjuicio para los demás. Estaba claro: había
encontrado un modo sencillo y cómodo de ganar dinero, vivir bien, codearse con los
intelectuales de Alfambra y poder comprar todos esos libros que le
deslumbraban. Y poco a poco el sapo se le deslizó por la garganta y, cada vez,
se le iba haciendo más fácil de tragar.
Con el paso de las semanas llegó a pensar que hubiera sido
cosa necia el haberse negado en redondo a colaborar con el comisario. Su vida
se había hecho desde aquel encuentro, amedrentador en principio, una especie de
etapa de recreo y placer. El dinero había terminado de limar cualquier duda o
escrúpulo que pudiera quedarle. El dinero era el adobo de las personas.
No se le ocurrió pensar al inexperto Lázaro que Mansoz le
había introducido en ese ambiente porque sabía de la condición humana mucho más
que él.
Aquellos sobres, que comenzó a recibir puntualmente, le eran
entregados con todo respeto y disimulo los finales de mes, en cuanto asomaba la
nariz por el burdel del arrabal. Eso le dio a Lázaro la falsa idea de ser
alguien. Y también le gustó.
Gracias al dinero su aspecto había mejorado, se había
comprado ropa, se aficionó al tabaco caro, a la buena mesa y a los vinos viejos.
También sus relaciones personales se ampliaron, pues ya no tenía que excusarse de
asistir a cenas o comidas con el pretexto de tener quehaceres. El dinero disolvió
en el olvido sus escrúpulos, pero también mermó notablemente la dedicación que
debía a los estudios. De hecho, era él quien ahora citaba a sus amigos para
cenar de vez en cuando y escuchar sus charlas sobre filosofía, literatura,
cine, poesía...
Olvidando el origen de su suerte, pasaba cada día
disfrutándola. Pronto estuvo habituado a esa narcosis.
La pomada de justificación, con que calmaba su mala
conciencia, había terminado de hacer su efecto.
11 comentarios:
Parece abyecta la vereda que Lázaro acaba de tomar, pero (te lo pregunto sin tratar de justificarlo) ¿le queda otra solución? ¿Hubiera podido él solo enfrentarse al comisario? Es extraño que no le queden ni los remordimientos. Me demuestras lo fácilmente corruptible que es el ser humano... Y eso me asusta...
Manifiestas un finísimo conocimiento de los motivos que nos mueven. Esta entrada es un tratado de psicología. ¿Pero no te parece que las más de las veces idealismo y materialismo se entremezclan? Es solo una opinión.
Te lo repito una vez más: sobresaliente el estilo literario y sobresaliente la sorprendente trama.
Besos.
Sara:
Lázaro, al principio, se ve metido en un camino que no desea pero que tampoco puede rechazar sin graves consecuencias. Sin embargo, cuando se acostumbra a las ventajas y olvida el oscuro origen de éstas es cuando se corrompe. Creo que la corrupción no es como una súbita infección pasajera, las corrupción es corrupción cuando se convierte en una infección que se cronifica. Lázaro, reacio al principio, se termina adaptando a ella con gusto y, además, humaniza las razones que le impelen a seguir en ella. Las personas somos capaces de las acciones más sublimes y también de las más rastreras. Y también opino como tú: en nuestras vidas ambos tipos de acciones se amalgaman. También tenemos la costumbre de justificar lo imposible.
Muchas gracias por tus generosas apreciaciones pero, sobre todo, por seguir la narración y por tus comentarios.
Besos.
Qué bien descrito Soros, como las dudas de Lázaro se van desvaneciendo al darse cuenta del efecto de don dinero, que relaja morales y cierra ojos.
Estoy de acuerdo contigo que la corrupción no empieza de repente, sino son esas pequeñas licencias con lo que se va justificando lo que no tiene razón de ser, y uno decide creer en ello a sabiendas de que es mentira y al poco ya ni eso se cuestiona.
Estoy intrigada por ver cómo va a despertar porque no quiero creer a este nuevo Lázaro, quiero pensar que el dinero lo ha confundido y volverá a ser lo que era aunque ya sé que es difícil. Idealista que sigo siendo .
Un abrazo
Gracias, Conxita.
El poder, el dinero y las pasiones de las personas siempre han hecho del mundo un lugar desapacible. Lázaro es un joven que empieza a desenvolverse en él. Como tantos, se siente un ser único, pero los hechos le irán enseñando. No será la primera vez que las consecuencias de sus actos le resulten imprevisibles.
Me gusta que estés siguiendo, con un poco de intriga, esta historia y que, además, me envíes comentarios tan sentidos.
Un abrazo.
A mí me parece que después de la noche oscura del alma que pasó, después de esa ansiedad y esa angustia tan terribles, su cerebro tuvo que buscar un remedio para apaciguar la tortura. Y el recurso fue ver la situación de la manera más positiva posible.
Es decir, hasta ese momento no lo considero corrupto, sino que me parece comprensible que se adapte a la situación, como forma de "superviviencia psicológica".
Después ya es otra cosa, porque empieza a disfrutar de lo que primero lo martirizó. Y ésa es la clave de esta evolución tan interesante y tan compleja del personaje.
Esto se está convirtiendo en una verdadera novela moral, de las buenas, con profundidad humana, al estilo clásico.
Te felicito.
Gracias, Ángeles.
Es cierto, todos tendemos a adaptarnos a las circunstancias. Pero, a veces, son ellas las que se apoderan de nosotros. En ese equilibrio comienza a desenvolverse Lázaro pero no siempre sabe mantenerlo. La historia le irá arrastrando con acontecimientos que él no espera. Sensaciones que desconoce harán mella en él. No es fácil actuar ante situaciones en las que una persona no se ha visto nunca.
Saludos.
Me ha gustado mucho el comentario de Ángeles. Yo también comparto esa idea de que Lázaro "se adapta" ("Había razonamientos para todo, con tal de huir del reino de los remordimientos"), y lo hace porque no ve otra salida. El problema estriba, como dice ella, en ese regodeo en lo que él mismo consideró en su día como malo o incorrecto. Pero ¿no es cierto que tras estos cataclismos morales no solo se vuelve uno más cínico sino que también lo desea con tal de huir de sí mismo?
Más besos.
Gracias, Sara.
Se nota que te has leído con mucho interés la entrada. El joven se ve forzado a asumir una situación contra la que, al principio, se rebela. Pero después, poco a poco, irá haciendo, de la necesidad, virtud. Pero ya casi tengo listo el siguiente capítulo. Muchas gracias por seguir leyendo con tantas ganas.
Besos.
Parece que Lázaro se va a corromper o es que como no le queda más remedio pues aprovecha las ventajas.
Esos sobres tentadores
Palomamzs, ya ves que los sobres no han pasado de moda.
Gracias por seguir la narración.
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