Aún
más pequeña que su ciudad natal, Alfambra era, sin embargo, más completa y más
centrada en sí misma. Al menos así lo parecía por encontrarse aislada, a
trasmano de cualquier otra ciudad grande que la diluyera pues, cerca de ella,
no había ninguna.
Existían
varias librerías con textos interesantes, no fáciles de conseguir entonces, y
se percibía una actividad intelectual que a Lázaro le sorprendió.
Enseguida
notó el contraste de Alfambra, en ese aspecto, con la monótona vida provinciana
de su ciudad, revestida culturalmente de gris plomo. Y el mayor escaparate de
aquella ebullición, que tanto impresionó al muchacho, eran los bares nuevos y las
modernas cafeterías donde intelectuales y artistas solían reunirse y que, aún,
no habían terminado de sustituir completamente a los viejos cafés, de peñas y
tertulias, aún supervivientes. Esos de la secular gente provinciana, los mismos
de siempre en todas partes.
En
su ciudad natal apenas había salido de aquellos monótonos paseos, Calle Mayor
abajo y arriba, en sus ratos de ocio. El cruzarse una y otra vez con las mismas
caras era, a la vez, motivo de tedio y esparcimiento. De tedio, porque parecía
que todos estaban avocados irremediablemente a eso; de esparcimiento, porque el
lanzarse furtivas miradas con las muchachas daba siempre para especulaciones
sobre algo novedoso, una sensualidad desconocida que parecía la promesa de algo
sorprendente e inédito, de algo que, por difícil que pareciese, podía ocurrir. Los
mejores días existía la posibilidad de ir al cine, si el recuento de las pocas
monedas daba para ello. Y eso en las tardes de los sábados y domingos, en los
días laborables nada rompía la rutina.
En
Alfambra le sorprendió una actividad estudiantil, inusitada para él, y también
el verse estrenando aquella libertad. Todas aquellas cosas, aliñadas con su tiempo
libre, le hicieron confirmarse en su primer intimismo al pisar la ciudad: el de
creerse alguien distinto en un mundo diferente al que hasta entonces había conocido.
Tal era la visión ilusionada que de todo tenía.
Pronto
conoció gente. La mayoría eran personas mayores que él: profesores, estudiantes
y universitarios que, por lo general, hablaban de cosas de las que no sabía
nada, ni había oído mencionar. Comentaban ideas y teorías e incluso, a veces,
discutían apasionadamente sobre libros. Indefectiblemente eran libros de los
que él ignoraba la mera existencia, y su ignorancia se extendía también a las palabras que éstos contenían y que todos los
de aquel ambiente manejaban con resuelta
soltura y familiaridad. Aprendió nombres de filósofos, poetas, dramaturgos, ensayistas,
psicólogos, psiquiatras, científicos, artistas, músicos… todos desconocidos
hasta ese momento por no haberlos escuchado nunca en su ciudad, ni a sus conocidos,
ni en su escuela y, menos, en su casa. Lázaro
vivía deslumbrado, atónito, por tanta novedad.
Enseguida,
y por propio empeño, se encontró inmerso, y paulatinamente aceptado, en aquel
mundo. Descubrió teorías que sonaban a misteriosas e incluso a iniciáticas, conceptos
abstractos, percepciones etéreas y multitud de cuestiones que se estudiaban en
aquellos codiciados libros, tan ajenos a los temarios oficiales. Y supo de
conocimientos vedados, tan ignorados hasta entonces, como atrayentes le
parecieron al oírlos.
Se
despertó su admiración por aquellos eruditos, muchos con sólo unos pocos años
más que él y otros maduros, que hablaban con desenvoltura y solvencia de todas
aquellas figuraciones que, para él, eran tan nuevas y extrañas, como deslumbrantes
y sublimes.
Al
mismo tiempo, casi todas aquellas personas, a los ojos de Lázaro, sabían
rodearse de una especie de áurea que les daba una indisimulada e indisimulable distinción
que les acompañaba siempre. Aunque, otros, al contrario, se revestían de una
llaneza simple y casi primitiva en el trato, que les realzaba más si cabe ante
el muchacho. Y esto era así, no sólo por el atuendo y el aspecto, sino también
por un modo peculiar de hablar y de moverse, incluso de caminar, escuchar y
mirar. Todos parecían ser, sin
esforzarse, seres ostentosamente originales, extraños e irrepetibles a los ojos
curiosos de las gentes adocenadas de Alfambra y, también, un contraste con ellas.
Y, por supuesto, así aparecían ante un Lázaro fascinado y embobado ante ellos.
El
joven educador estaba obnubilado y se sentía sobrepasado largamente por
aquellas respetables y eminentes lumbreras con barba, pelo largo y trenca. También observó que, muchos de ellos, habían
rescatado las boinas del desuso y volvían a fumar cigarrillos liados y usaban
antiguos chisqueros de mecha, como si encontraran otro placer cultural añadido
utilizando cosas de otros tiempos. Y su admiración creció tanto que gastaba sus
pocos dineros en emularles, comprando libros en los que a duras penas podía
entender algo y con los que pasaba largo rato ensimismado, tratando de
desentrañar los arcanos que encerraban algunos de sus párrafos más conspicuos y
brillantes.
“No
admitir la existencia de representaciones de propósito definido como
explicación de una parte de nuestros funcionamientos psíquicos, supone
desconocer totalmente la amplitud de la determinación en la vida psíquica”.
Eran palabras como éstas las que hacían dudar a Lázaro de su capacidad para
entender unas verdades que, para otros, eran tan nítidas y evidentes como el
airoso viaducto de Alfambra.
¡Dios
santo, cómo un aprendiz tan limitado y zote podía codearse con tanto ser
sublime como por aquella ciudad vieja y perdida andaba suelto! Y Lázaro,
deseando imitarles, se sentía disminuido de continuo en su interior. ¿Cuánto
tardaría él en alcanzar aquellas cotas?
Y
tan pasmado estaba, que llegó a la conclusión de que era merced que se le hacía,
no ya el poder admirar tanto talento, sino, sencillamente, el mero codearse con
ellos y el respirar parte del aire que exhalaban.
Alfambra
le pareció un oasis de cultura inexplorada en medio de aquel desierto fósil de
la petrificada cultura ortodoxa y oficial.
Como
un converso de aquella nueva fe, se propuso a sí mismo seguir a sus profetas
con la entregada devoción de un acólito ante el coro de los iluminados.
CAPÍTULO SIGUIENTE CAPÍTULO ANTERIOR
CAPÍTULO SIGUIENTE CAPÍTULO ANTERIOR
10 comentarios:
De verdad, de verdad que me está entusiasmando la historia.
Decía Ortega: "Dime lo que atiendes y te diré quién eres", y es verdad. Lázaro podía haberse fíjado en las chicas de Alfambra, o en los aspectos prácticos de su existencia o... Sin embargo, él deposita su mirada en la intelectualidad y ésto será lo que marque su destino, ¿o no?
Besitos, Soros.
Sara, dale tiempo al relato. La admiración de Lázaro por los intelectuales se irá mezclando con otras cosas. Pero no voy a destripar la historia, tendrás que tener un poco de paciencia.
Eso sí, tu comentario es acertado, pero no faltarán otros asuntos inesperados.
Gracias por seguir esta historieta.
Besos.
Es interesante cómo a veces las personas, por naturaleza, tienden hacia el conocimiento; cómo su curiosidad, sin que nadie la haya estimulado antes, se despierte cuando reconoce, también de forma natural, las fuentes que pueden alimentarla.
Y parece que eso le pasa a Lázaro, que está recibiendo la inspiración que necesitaba su espíritu para encontrar su camino.
A ver qué otros estímulos encuentra, porque el chico parece una esponja.
Ángeles, la época en que Lázaro descubre la cultura no oficial era un tiempo en que la cultura con mayúsculas estaba muy acotada. Por eso se sorprende cuando sale a la vida, cuando traspasa la cultura escueta de los libros de texto. Al mismo tiempo la autonomía que le da su precario trabajo, añadida a lo anterior, le hace sentirse doblemente libre.
Gracias por el comentario y saludos.
Me parece que Lázaro se va a llevar un desengaño, tengo esa impresión.
Casi seguro, Palomamzs, porque el aprendizaje lleva a errar y, a fuerza de ello, a veces hasta a acertar.
Cierto lo que dice Ángeles, he tenido la sensación de que Lázaro era como una esponja, intentando absorber el máximo posible, llevando a extremos esa admiración por el saber y por esos intelectuales que le parecen casi seres de otro mundo y lo hacen sentirse muy poca cosa, me ha parecido que está como en una fase de luna de miel, enamorándose de todo lo que ve y todo lo que dicen esas personas y eso se aguanta poco.
Has descrito muy bien ese ambiente plomizo de una ciudad pequeña en la que los jóvenes parecen encontrar menos alicientes.
Voy a seguir.
Un saludo
Conxita, Lázaro fue, efectivamente, como una esponja seca que se vio de repente sumergida en un pozo de agua que, aunque a él le pareció fresquísima, no lo sería luego tanto.
Un abrazo. Y gracias por comentar.
creerse alguien distinto en un mundo diferente al que hasta entonces había conocido Que envidiable sensación! (recuerdo haberla sentido, ya muy lejana. Más bien casi ya sólo como una intuición, como algo vivido en esa frontera entre el sueño y la vigilia. Como una duda)
Para Lázaro, Zeltia, todo era nuevo. Como para todos lo fue alguna vez el mundo.
Publicar un comentario