20 febrero 2017

8.-El Aprendiz: El malentendido

Lázaro, enfundado en un traje que había sido de su padre y que su madre había arreglado y mandado teñir de negro, cayó por casualidad en uno de los antros de Alfambra. Pero eso él no lo sabía.
Fue una noche, algo tarde, en la que salió solo y paseó pensativo y taciturno. Era un momento más de esa soledad que, algunas veces, se empeñaba en regalarle su vida independiente recién estrenada. Uno de aquéllos en los que daba en plantearse su presente y su futuro.
Fue al principio. Hacía pocos días que había llegado y apenas conocía Alfambra. Era una de las primeras noches del otoño.
Deambulando sin rumbo por la parte más arrabalera, en el extrarradio de la ciudad, dio con un bar que aún tenía la luz encendida. Entró en él por azar, como bien podía no haber entrado. Nada externamente le llamó la atención.

Apenas dentro, notó algo extraño en aquel local que había tomado por un simple bar del arrabal. Más que el establecimiento en sí, fue la actitud de los camareros lo que le extrañó. Éstos, apenas entró, le observaron inquietos, presas de un súbito nerviosismo, y lo mismo los pocos parroquianos que tomaban copas en la barra y que, al instante, apagaron sus conversaciones.
El muchacho alto y atlético, y con una seriedad derivada de su melancolía, parecía mucho mayor enfundado en aquel traje negro. Se quitó unos guantes de cuero también negros y los metió cuidadosamente en uno de los bolsillos de la chaqueta. Notó que los guantes desteñían y le habían manchado las manos con restos de tinte. Preguntó a un camarero y éste, con envarada seriedad, le indicó los lavabos con cierto remilgo.

Más que servicios, aquéllos parecían unas letrinas cuarteleras. Los retretes eran agujeros sucios en un suelo de cemento y estaban separados por unas cuantas mamparas de contrachapado medio desvencijadas, tenían las puertas rotas y astilladas y las cerraduras arrancadas y sin pomos. En la penumbra que procuraba una bombilla de luz mortecina, casi como un pabilo de vela, le pareció vislumbrar una rata corriendo, pegada a la pared, que se escabullía por uno de los agujeros. De las cisternas pendían cuerdas oscuras y sobadas, acabadas en un nudo más sucio y satinado de mugre que el resto, y todas ellas goteaban, dando a la sórdida estancia un fondo de sonido acuático, de tuberías rezumantes, monótono y rítmico. De un clavo de la pared pendían unas hojas de periódico, cortadas en cuatro, que servían para rematar la higiene. Fuera de las letrinas había dos lavabos, el uno roto y el otro arpado, cuyos grifos daba grima tocar por el sedimento oscuro que en el metal se acumulaba en tomos y costras, notorios hasta con aquella luz tan pobre. Al acercarse a uno, dos cucarachas negras lo abandonaron para escabullirse por la junta con el muro. Tras lavarse las manos, sofocando la arcada que le provocaba el hedor de los retretes y procurando no contaminarse por el tacto con aquel recezo que se acumulaba por doquier, salió cuanto antes del cochambroso servicio.

Apenas fuera, notó Lázaro que los dos camareros, ante su aparición, dejaron repentinamente de cuchichear entre sí y cómo, los pocos parroquianos que quedaban, le miraban de reojo. Pidió un café y, mientras lo probaba, sintió que no se relajaba la atención hacia él.
Al poco bajó un hombre maduro del piso superior por unas escaleras que daban a un extremo de la barra, por la parte de los clientes, y se dirigió a él, sin dudar, apenas lo localizó.
-Le ruego que nos disculpe por lo sucio de los servicios, pero desde esta mañana que se limpiaron…y, además, estamos a punto de remodelarlos.
Lázaro se asombró por el educado detalle del encargado del local pero, sobre todo, por la desfachatez de sus palabras. Aquellos servicios acumulaban la porquería al menos por trienios, como los funcionarios hacían con la preciada antigüedad de los suyos.
-Da igual, no he venido a ver los servicios –dijo Lázaro cándidamente sin saber a qué atenerse, pero con seriedad, sin ningún aspaviento que pudiera avergonzar al encargado.
Sin embargo, sus palabras produjeron un efecto inesperado.
-Sí, ya supongo que desea usted ver la parte de arriba. Estoy seguro de que le va a parecer bien ya que, según creo,  no conoce usted el local.
-Pues sí, no conocía este local y hoy, al dar con él y verlo abierto, me he decidido a entrar –dijo cortésmente Lázaro, sin perder la seriedad pero sin comprender nada.
-Suba, suba por aquí, por favor –y el encargado le condujo con deferencia escaleras arriba.
Lázaro, intrigado y sorprendido, se dejó conducir y le siguió sin hacer preguntas ni desvelar su timidez.

Internamente la curiosa situación comenzaba a divertirle, como si fuera un juego que se le hubiera presentado inesperadamente. Tras abrir una puerta recia, de cuarterones de madera, y recorrer un corto pasillo, el encargado abrió una segunda puerta más liviana que les condujo a una especie de salón amplio y rectangular. El salón tenía un ambiente cálido y confortable, con una salamandra encendida en una esquina. Había un par de sofás amplios, tapizados en terciopelo rojo y con los respaldos altos, ostentosos y ondulados, y, junto a las paredes más largas, unos butacones del mismo estilo con mesitas bajas frente a ellos, y un minúsculo ambigú con estantería y con un aparador donde se acumulaban copas y botellas de licores. La decoración era extraña y recargada: cuadros con angelotes, otros con malas imitaciones de Rubens con mujeres carnosas, y cortinas con ostentosos lazos en tonos pastel que daban a otra puerta, y otras más, a juego, que cubrían las tres ventanas. En ese momento las cortinas de la puerta se ondularon y enseguida, entre ambas, salieron dos hombres, uno joven y otro que aparentaba los sesenta. El mayor iba congestionado y sudoroso y el joven bromeaba con él.
- Coño, tío Damián, no me imaginaba que aún valiera, pero parece que aún empuja usted, ¿eh?
-Vamos abajo a tomar una copa, Paco –repuso el mayor un poco sofocado, carraspeando y mirando aviesamente al risueño joven.
Sin embargo, apenas vieron al encargado acompañando a Lázaro, se callaron y pasaron ligeros, como escabulléndose, a tomar el pasillo que les llevaba a la escalera.

Lázaro miró intrigado a su interlocutor y éste, aparentemente azorado, le dijo que tenían todo en regla, que, en ese momento, tenían tres mujeres en la casa pero que, de todas ellas, tenía notificación la policía y que, como siempre, había un buen entendimiento mutuo. Lázaro escuchaba atónito a aquel hombre, pero calló porque no supo qué decir. Fue entonces cuando, sacando un sobre, el encargado se lo introdujo discretamente en uno de los bolsillos de la chaqueta, al tiempo que decía:
-Espero que sigamos como de costumbre. Ya saben que aquí sólo encontrarán ustedes colaboración. Ha tomado posesión de su casa. Venga por aquí cuando guste.
-Bueno, no esperaba encontrarme con esto, quiero decir, tan bien montado, pero le agradezco su amabilidad. Tomaré el café y me iré.
-Bien, como quiera. Aquí nos tienen ustedes para lo que gusten.
Con la misma seriedad que había mantenido, Lázaro, dejó al encargado y bajó a la planta baja. No se entretuvo en terminar el café, que de ningún modo quisieron cobrarle, y abandonó el local, manteniendo, ya intencionadamente, su aire serio, adusto y sombrío.

Al salir le invadió una especie de jocosidad interior que no se pudo convertir en sonrisa, ni en risa franca, por no poderla compartir con nadie. Aquella confusión le sabía a travesura infantil. Sólo el intenso frío, que como si tuviera peso caía desde el cielo estrellado, le hizo apretar el paso para llegar pronto a la habitación de la residencia.
Había quedado atrás la medianoche. Apresuró el paso para vencer el relente.

Como una sombra atravesó las solitarias calles del centro. En la plaza de la explanada anterior al viaducto se topó con sorpresa con una decena de guardias uniformados. Recogían del suelo una gran cantidad de octavillas que alfombraban la gran rotonda. Lázaro, extrañado, se detuvo. Los guardias, absortos en la recogida de panfletos, no le habían visto. Curioso por el espectáculo a aquella hora intempestiva, Lázaro hizo ademán de agacharse a coger un papel. Un cabo le vio en ese momento y de inmediato, poniendo la mano en la pistola que llevaba al cinto, le iluminó con una linterna y le gritó:
- ¡Alto! ¡Documentación!
Lázaro se quedó inmóvil y de inmediato sacó lentamente el carnet de identidad. Mientras, el cabo, ya frente a él, le iluminaba la cara con la linterna.
- ¿Dónde va usted?
- A la residencia de estudiantes. ¿Qué ha ocurrido? ¿Puedo coger un papel de esos?
- Pero, ¿qué dice usted? Ni se le ocurra. No toque nada y circule –y le devolvió el carnet, tras comprobarlo, poniéndoselo a la altura de la cara.
Mirando las octavillas del suelo, sólo pudo distinguir dos palabras, cuyos caracteres grandes resaltaban sobre el resto del texto: libertad y justicia. Con las miradas amenazadoras y desconfiadas de los guardias fijas en él, se alejó rápidamente y se perdió en la oscuridad del viaducto.

Pronto llegó a la residencia. Al entrar a su cuarto encendió la luz y sacó el sobre que el del burdel le metió en el bolsillo. Dentro había cinco billetes de mil. Comprendió de inmediato que ser policía en aquellos tiempos, y vaya usted a saber si acaso en todos, era un chollo. De hecho, ya lo era el que por tal le hubieran tomado. Por un policía recién llegado, evidentemente.
Sin embargo, recordando a los guardias que recogían panfletos, le volvió el juicio:¿Por qué lo había aceptado?
Una sombra de temor y duda empezó a sustituir su absurda alegría infantil por la inesperada confusión. Pero, evidentemente, ya no podía dar marcha atrás.
Y quiso dar refugio a su inquietud diciéndose que, si acaso la policía o el del burdel le reclamaban el dinero, con devolverlo y disculparse por la broma bastaría.
Pero, ¿y si todo pasaba desapercibido? Él jamás se había visto con tanto dinero. Quizás fuese mejor darle tiempo al tiempo. Al fin y al cabo, era un dinero que le habían dado. Ni lo había obtenido con engaño ni lo había robado. Simplemente se limitó a quedarse calladito y a aceptar lo que la suerte quiso depararle.
¿Estando tan canino, no sería del género tonto devolverlo por las buenas? Siempre había oído decir a los viejos que se coge lo que te dan y se suspira por lo que queda. Él no era nadie para contradecir los refranes antiguos. Y, con esa y otras manidas tonterías que tan menudo se oyen, intentaba justificar ante sí mismo su falta de reacción ante aquel inesperado y extraño suceso. Era, se decía, como si se hubiese encontrado un décimo premiado de la lotería.

Miró el dinero de nuevo y se sintió orgulloso de, con sólo su porte, haber sido merecedor de recibirlo. Pensó que ya era hora de que la vida le sonriese con algo de fortuna.
Vanidoso, se miró en el espejo del armario, poniéndose alternativamente de frente y de perfil, e intentando adivinar lo que su gesto adusto podría transmitir a quien no fuera él o no le conociera. Alto, serio, fuerte, con el pelo cortado al estilo militar, vestido de negro de pies a cabeza, su aspecto podía cuadrar bien con la estética de un policía de paisano.  Éstos, aun vistiendo de civil, gustaban de hacerse notar y respetar allí donde ya eran conocidos y temidos.
Pues bien, si por tal le habían tomado, no sería él quien les desengañara, del mismo modo que no fue él quien les mintió ni, con una sola palabra o gesto, insinuó que fuera policía. Con no volver a aparecer por el garito, cosa solucionada. Y así pensó el muchacho que el incidente quedaría resuelto y olvidado.
Y se durmió con la dulce ingenuidad de un experto en nada y un ignorante en todo lo demás.

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8 comentarios:

Sara dijo...

¡¡¡Me está encantando!!!

No sé, no sé, pero me da en la nariz que lo del dinero va a traer consecuencias...

Es prodigioso lo bien que has descrito los lavabos. Has conseguido levantarme arcadas. Magistral.

Espero con impaciencia la siguiente entrega.

Besitos.

Soros dijo...

Sara, me alegra que te siga gustando el relato.
Llevas razón, el dinero siempre trae consecuencias.
Entonces no era nada raro encontrar servicios así.
Dame al menos dos o tres días para la siguiente entrega.
Muchas gracias por tu comentario tan entusiasta.
Besos.

Conxita C. dijo...

Pues estoy con Sara en que mucho me temo que esa equivocación le va a salir un poco cara a Lázaro, que ese dinerillo tenía nombre y apellidos y que van a ir a por él. A ver por dónde sale el hombre y quién le va a creer su inocencia.
Desde luego, describes un gran contraste en ese antro, entre el abajo y el arriba, digo yo que se podían dedicar a lo mismo pero teniéndolo limpio y sin bichos o ¿la mugre daba caché al local?
Un saludo

Ángeles dijo...


La anécdota es genial, lo malo es que parece que le acarreará problemas al ingenuo Lázaro.

Están muy bien reflejadas las distintas emociones que va sintiendo el personaje a lo largo del capítulo, y tamién me ha gustado mucho la descripción del salón, con la salamandra, los sofás de respaldo ondulado, las cortinas barrocas... todo un poco decimonónico, ¿verdad?

Soros dijo...

Conxita, los garitos de aquella época solían tener servicios de esa clase. Aunque los que usaban los buenos clientes estaban en el piso de arriba y estaban a tenor del salón.
La simpleza de Lázaro tendrá unas consecuencias que él no espera.
Muchas gracias por seguir el relato.
Saludos.

Soros dijo...

Ángeles, el muchacho pensó que, a una mala, con devolver el dinero bastaría. En su simplicidad, se arriesgó. Pero, como se verá, calculó mal los riesgos.
"Las casas de niñas" de aquella época solían ser un poco barrocas. A veces las visitaban también hombres ilustres.

Anónimo dijo...

Se nos va a meter en un buen lío, Lázaro.
Qué asco me ha dado la descripción de los retretes (eso es por lo bien escrita que está)
Un saludo, Soros

Soros dijo...

Palomamzs, mucha gente ignora el pasado más reciente e incluso algunos, que lo vivieron, se empeñan en negarlo.
Lázaro imaginaba fantasías y pensaba que todas ellas estaban encerradas en los libros por descubrir y en el magín de sus nuevas amistades, pero no sospechaba lo que le iba a ocurrir.
Saludos.