09 febrero 2017

3.- El Aprendiz: Una Alfambra.

Aún más pequeña que su ciudad natal, Alfambra era, sin embargo, más completa y más centrada en sí misma. Al menos así lo parecía por encontrarse aislada, a trasmano de cualquier otra ciudad grande que la diluyera pues, cerca de ella, no había ninguna.
Existían varias librerías con textos interesantes, no fáciles de conseguir entonces, y se percibía una actividad intelectual que a Lázaro le sorprendió.
Enseguida notó el contraste de Alfambra, en ese aspecto, con la monótona vida provinciana de su ciudad, revestida culturalmente de gris plomo. Y el mayor escaparate de aquella ebullición, que tanto impresionó al muchacho, eran los bares nuevos y las modernas cafeterías donde intelectuales y artistas solían reunirse y que, aún, no habían terminado de sustituir completamente a los viejos cafés, de peñas y tertulias, aún supervivientes. Esos de la secular gente provinciana, los mismos de siempre en todas partes.

En su ciudad natal apenas había salido de aquellos monótonos paseos, Calle Mayor abajo y arriba, en sus ratos de ocio. El cruzarse una y otra vez con las mismas caras era, a la vez, motivo de tedio y esparcimiento. De tedio, porque parecía que todos estaban avocados irremediablemente a eso; de esparcimiento, porque el lanzarse furtivas miradas con las muchachas daba siempre para especulaciones sobre algo novedoso, una sensualidad desconocida que parecía la promesa de algo sorprendente e inédito, de algo que, por difícil que pareciese, podía ocurrir. Los mejores días existía la posibilidad de ir al cine, si el recuento de las pocas monedas daba para ello. Y eso en las tardes de los sábados y domingos, en los días laborables nada rompía la rutina.

En Alfambra le sorprendió una actividad estudiantil, inusitada para él, y también el verse estrenando aquella libertad. Todas aquellas cosas, aliñadas con su tiempo libre, le hicieron confirmarse en su primer intimismo al pisar la ciudad: el de creerse alguien distinto en un mundo diferente al que hasta entonces había conocido. Tal era la visión ilusionada que de todo tenía.

Pronto conoció gente. La mayoría eran personas mayores que él: profesores, estudiantes y universitarios que, por lo general, hablaban de cosas de las que no sabía nada, ni había oído mencionar. Comentaban ideas y teorías e incluso, a veces, discutían apasionadamente sobre libros. Indefectiblemente eran libros de los que él ignoraba la mera existencia, y su ignorancia se extendía también a las  palabras que éstos contenían y que todos los de aquel ambiente manejaban  con resuelta soltura y familiaridad. Aprendió nombres de filósofos, poetas, dramaturgos, ensayistas, psicólogos, psiquiatras, científicos, artistas, músicos… todos desconocidos hasta ese momento por no haberlos escuchado nunca en su ciudad, ni a sus conocidos,  ni en su escuela y, menos, en su casa. Lázaro vivía deslumbrado, atónito, por tanta novedad.

Enseguida, y por propio empeño, se encontró inmerso, y paulatinamente aceptado, en aquel mundo. Descubrió teorías que sonaban a misteriosas e incluso a iniciáticas, conceptos abstractos, percepciones etéreas y multitud de cuestiones que se estudiaban en aquellos codiciados libros, tan ajenos a los temarios oficiales. Y supo de conocimientos vedados, tan ignorados hasta entonces, como atrayentes le parecieron al oírlos.
Se despertó su admiración por aquellos eruditos, muchos con sólo unos pocos años más que él y otros maduros, que hablaban con desenvoltura y solvencia de todas aquellas figuraciones que, para él, eran tan nuevas y extrañas, como deslumbrantes y sublimes.

Al mismo tiempo, casi todas aquellas personas, a los ojos de Lázaro, sabían rodearse de una especie de áurea que les daba una indisimulada e indisimulable distinción que les acompañaba siempre. Aunque, otros, al contrario, se revestían de una llaneza simple y casi primitiva en el trato, que les realzaba más si cabe ante el muchacho. Y esto era así, no sólo por el atuendo y el aspecto, sino también por un modo peculiar de hablar y de moverse, incluso de caminar, escuchar y mirar.  Todos parecían ser, sin esforzarse, seres ostentosamente originales, extraños e irrepetibles a los ojos curiosos de las gentes adocenadas de Alfambra y, también, un contraste con ellas. Y, por supuesto, así aparecían ante un Lázaro fascinado y embobado ante ellos.

El joven educador estaba obnubilado y se sentía sobrepasado largamente por aquellas respetables y eminentes lumbreras con barba, pelo largo y trenca.  También observó que, muchos de ellos, habían rescatado las boinas del desuso y volvían a fumar cigarrillos liados y usaban antiguos chisqueros de mecha, como si encontraran otro placer cultural añadido utilizando cosas de otros tiempos. Y su admiración creció tanto que gastaba sus pocos dineros en emularles, comprando libros en los que a duras penas podía entender algo y con los que pasaba largo rato ensimismado, tratando de desentrañar los arcanos que encerraban algunos de sus párrafos más conspicuos y brillantes.
 “No admitir la existencia de representaciones de propósito definido como explicación de una parte de nuestros funcionamientos psíquicos, supone desconocer totalmente la amplitud de la determinación en la vida psíquica”. Eran palabras como éstas las que hacían dudar a Lázaro de su capacidad para entender unas verdades que, para otros, eran tan nítidas y evidentes como el airoso viaducto de Alfambra.
¡Dios santo, cómo un aprendiz tan limitado y zote podía codearse con tanto ser sublime como por aquella ciudad vieja y perdida andaba suelto! Y Lázaro, deseando imitarles, se sentía disminuido de continuo en su interior. ¿Cuánto tardaría él en alcanzar aquellas cotas?
Y tan pasmado estaba, que llegó a la conclusión de que era merced que se le hacía, no ya el poder admirar tanto talento, sino, sencillamente, el mero codearse con ellos y el  respirar parte del aire que exhalaban.
Alfambra le pareció un oasis de cultura inexplorada en medio de aquel desierto fósil de la petrificada cultura ortodoxa y oficial.

Como un converso de aquella nueva fe, se propuso a sí mismo seguir a sus profetas con la entregada devoción de un acólito ante el coro de los iluminados.

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10 comentarios:

Sara dijo...

De verdad, de verdad que me está entusiasmando la historia.

Decía Ortega: "Dime lo que atiendes y te diré quién eres", y es verdad. Lázaro podía haberse fíjado en las chicas de Alfambra, o en los aspectos prácticos de su existencia o... Sin embargo, él deposita su mirada en la intelectualidad y ésto será lo que marque su destino, ¿o no?

Besitos, Soros.

Soros dijo...

Sara, dale tiempo al relato. La admiración de Lázaro por los intelectuales se irá mezclando con otras cosas. Pero no voy a destripar la historia, tendrás que tener un poco de paciencia.
Eso sí, tu comentario es acertado, pero no faltarán otros asuntos inesperados.
Gracias por seguir esta historieta.
Besos.

Ángeles dijo...


Es interesante cómo a veces las personas, por naturaleza, tienden hacia el conocimiento; cómo su curiosidad, sin que nadie la haya estimulado antes, se despierte cuando reconoce, también de forma natural, las fuentes que pueden alimentarla.

Y parece que eso le pasa a Lázaro, que está recibiendo la inspiración que necesitaba su espíritu para encontrar su camino.
A ver qué otros estímulos encuentra, porque el chico parece una esponja.

Soros dijo...

Ángeles, la época en que Lázaro descubre la cultura no oficial era un tiempo en que la cultura con mayúsculas estaba muy acotada. Por eso se sorprende cuando sale a la vida, cuando traspasa la cultura escueta de los libros de texto. Al mismo tiempo la autonomía que le da su precario trabajo, añadida a lo anterior, le hace sentirse doblemente libre.
Gracias por el comentario y saludos.

Anónimo dijo...

Me parece que Lázaro se va a llevar un desengaño, tengo esa impresión.

Soros dijo...

Casi seguro, Palomamzs, porque el aprendizaje lleva a errar y, a fuerza de ello, a veces hasta a acertar.

Conxita C. dijo...

Cierto lo que dice Ángeles, he tenido la sensación de que Lázaro era como una esponja, intentando absorber el máximo posible, llevando a extremos esa admiración por el saber y por esos intelectuales que le parecen casi seres de otro mundo y lo hacen sentirse muy poca cosa, me ha parecido que está como en una fase de luna de miel, enamorándose de todo lo que ve y todo lo que dicen esas personas y eso se aguanta poco.

Has descrito muy bien ese ambiente plomizo de una ciudad pequeña en la que los jóvenes parecen encontrar menos alicientes.

Voy a seguir.
Un saludo

Soros dijo...

Conxita, Lázaro fue, efectivamente, como una esponja seca que se vio de repente sumergida en un pozo de agua que, aunque a él le pareció fresquísima, no lo sería luego tanto.
Un abrazo. Y gracias por comentar.

Paz Zeltia dijo...

creerse alguien distinto en un mundo diferente al que hasta entonces había conocido Que envidiable sensación! (recuerdo haberla sentido, ya muy lejana. Más bien casi ya sólo como una intuición, como algo vivido en esa frontera entre el sueño y la vigilia. Como una duda)

Soros dijo...

Para Lázaro, Zeltia, todo era nuevo. Como para todos lo fue alguna vez el mundo.