27 febrero 2017

11.-El Aprendiz: Valeria


Fueron los de la asociación Pantomima quienes pidieron a Lázaro colaboración. Eran una compañía de aficionados. Había de preparar, junto con otros, los decorados para una obra que dirigía uno de aquellos profesores jóvenes. Necesariamente se puso a  las órdenes de algunos de aquellos excéntricos pintores de Alfambra.

Pronto le extrañó a Lázaro lo inhabitual de aquellos decorados. Avanzados era como los calificaban algunos de sus autores. Otros, a sus creaciones, les llamaban experimentales. Y todos coincidían en llamar a aquellas obras vanguardistas.
El muchacho pensó que los llamaban así porque apenas tenían que ver con las representaciones a las que iban a servir de marco y, al no ser decorados normales, no querían llamarles incongruentes, fantasmales o insólitos. Y así, los más atrevidos, decían que los decorados eran avanzados y, los no tan osados, les llamaban experimentales. Pero todos coincidían en lo de vanguardistas.

Las obras que se permitía representar eran dramas costumbristas en los que se evitaba cualquier referencia a la vida real del país. Eran obras clásicas en las que se debatía el honor, la fama, el engaño, los celos, la ambición, el amor, etc., pero hechas de tal modo que en nada se pudiera relacionar su contenido con la realidad cotidiana. Todas debían ser autorizadas por las autoridades religiosas y civiles que, mediante ese filtrado, hacían parecer al teatro, en lugar de universal, como un conjunto de historietas jocosas o moralizantes, que se exhibían como cuadros ajenos a la vida real.

De las películas comenzó a pensar lo mismo, por más que la locuacidad de los cinéfilos les sacasen aristas, punzantes y críticas, a aquellas cintas, donde sólo había historias que la mayor parte de la gente consideraba ajenas, lejanas y anacrónicas o, cuanto menos, ubicadas en lugares y épocas que nada tenían que ver con ellos.
Y así Lázaro descubrió por qué las mujeres tenían acceso al teatro y al cine: obras moralizantes, sexo excluido y autores elegidos.

Por aquella época ya había conocido a una chica, tan joven como él, que, excepcionalmente, frecuentaba también aquellos círculos. Ciertamente no tanto como los varones, pues la cosa no estaba bien vista entre mujeres. Era una chica vivaz, inteligente, de ojos expresivos, muy buena figura y una melena corta y rubia. La muchacha estaba muy bien y era lo despabilada y simpática que las chicas solían ser a la edad de Lázaro. Él no estaba todavía curtido en relaciones femeninas y así, Valeria, le pareció al muchacho lo más atractivo que en Alfambra podría encontrarse.

Fue el día de aquella representación en un pueblo, no muy lejos de Alfambra, cuando Lázaro tuvo la primera ocasión de intimar con Valeria. Ella iba acompañada por una amiga. Un par de horas antes de la representación, en la que ambas hacían de actrices, Lázaro hizo de acompañante para ellas y los tres dieron un paseo por el pueblo.
Caminaron por las calles irregularmente empedradas. Había caballerías atadas a las rejas y gallinas por las calles picoteando entre los desperdicios. Las frezas de las acémilas, los sirles de ovejas y cabras y las bostas  de las vacas daban a los suelos un manto orgánico y, al aire, un tufo familiar, ácido y montaraz.
Llegaron, ascendiendo por calles angostas, al camino que subía al castillo y pronto alcanzaron el gran portón de la vieja fortaleza en ruinas. Era el punto de llegada y de retorno, pues no quedaba ya lugar más alto al que subir, como no fuera a la muralla de almenas desdentadas o a las ruinosas torres agrietadas que le quedaban al maltrecho alcázar.

Desde lo alto miraron el paisaje como si fuera algo nuevo, porque nuevo era para ellos. Por debajo de sus pies, en la parte del cerro que daba a la solana,  aparecía el desordenado mosaico ocre de tejas circundando chimeneas, y de adobes lamidos ya por muchas lluvias. El ajedrezado irregular de los tejados estaba salpicado por algunas techumbres hundidas, por el blanquear de la cal en bastantes fachadas, por la azulina desvaída de algunos cercos de ventanas, y también por el pequeño hueco, visto en la distancia, de la Plaza Mayor, localizable fácilmente por el hito de la torre cuadrada de la iglesia. Era el templo el único edificio que abultaba y sobresalía entre la amalgama de casas anárquicas en sus plantas y alturas. Aquel laberinto de calles estrechas, de trazado y anchura irregular, sólo era visible desde arriba. Hacia abajo, las casas se diseminaban paulatinamente e iban cediendo suelo al campo en una lenta transición pero, antes de entregarlo totalmente a los cultivos, estaban las eras, el cementerio de tapias terrosas, la ermita del cruce, la carretera arbolada que iba a la capital y los caminos de tierra que se perdían entre las fincas de cereal, viñedos y olivares.

Junto a la entrada cerrada de la fortaleza, y después del corto silencio que impuso la contemplación del panorama, Lázaro se volvió y miró lo que quedaba del alcázar medieval.
Inspirado por las piedras sillares, por el foso lleno de maleza y por la general decadencia que emanaba el lugar, improvisó un pequeño discurso intimista, lleno de evocaciones románticas, de voluntariosa inventiva hacia quienes pusieron y engarzaron, quién sabe cuándo, aquellas hileras de piedras en un orden que había perdurado, al menos parcialmente, desafiando al tiempo y a la constante e incansable gravedad.
Sorprendidas por aquella especie de inesperado monólogo, las dos muchachas escuchaban. Animado por la atención femenina, Lázaro dio más hilo a su fantasía e imaginó para ellas a las gentes que habrían pasado bajo la entrada de la fortaleza, algunos felices de ser acogidos, otros temerosos de ser llevados a ella, y también fantaseó con los cambios de manos sarracenas a cristianas de la fortaleza y viceversa. Evocó los avatares de tantas guerras y cómo todo, después de tanto tiempo, se había convertido en lo que ahora veían, y aquellas gentes todas: constructores, moradores, transeúntes, guerreros, nobles y villanos habían desaparecido para siempre tragados por la atarjea imparable de la historia.
A pesar de su romántica y sobreactuada perorata, algo hubo de haber en ella que impresionó a Valeria y a su amiga.

Cuando regresaron al centro del pueblo, donde la representación habría de tener lugar, Valeria se quedó con él mientras la otra muchacha se marchó presurosa a juntarse con el resto de la improvisada compañía, a preparar maquillajes y vestidos y, sobre todo, a zambullirse en ese mar de nervios que, antes de la representación, comparten los actores aficionados y noveles y, si hay que creerles, también los profesionales.

En su afán por deslumbrar a Valeria, Lázaro habló con ella sin cesar de sueños, de teatro y de literatura. Y se esforzó en contarle, vehementemente, cómo los sueños, siendo producciones de la mente, son inesperados, no dependen de la voluntad y no se sabe ni cómo empiezan ni como acaban y, a veces, ni siquiera se recuerdan. Luego le dijo que era hecho probado que a las obras de la mayoría de los artistas les ocurría lo mismo e, iniciadas, ni el propio autor sabía, las más de las veces, cómo iban a terminar. Y que, todo aquello, era un símil de la propia vida.

La obra se representó en el gran salón del casino, habilitado y ambientado para el acontecimiento. Se pusieron tantas sillas en él como pudieron encontrarse y se trajeron otras de tijera e incluso, los más desconfiados, llegaron a la representación con asientos traídos de sus casas.
Los cómicos, como decían en los pueblos, eran siempre un acontecimiento en aquellas vidas con pocos altibajos. Vidas con itinerarios fijos que, en el caso de los hombres, eran de la casa al campo, del campo a la taberna y de ésta a casa con pocas variaciones y, en el de las mujeres, aún con menos, pues el paradero de la taberna era sustituido, como mucho, por el de la iglesia y el lavadero, la primera de pecados y el segundo de ropas. Y sólo los domingos, mujeres y hombres, con alguna deserción por parte de éstos, coincidían todos en el templo como era de precepto.

La representación resultó un éxito porque un éxito era entonces casi cualquier cosa que superase la rutina cotidiana. Aquella buena gente aplaudió con ganas y luego desalojaron el salón, ayudaron a recoger las sillas y se marcharon con las que habían traído.  
Las actrices fueron felicitadas y  lo fueron tantas veces o más de las que se precisaba. Besos y abrazos por doquier al acabar, no ya cada acto, sino cada escena y, no digamos, al final de obra. Pero, dejando aparte estas minucias y algunas escapadas y pequeñas ausencias, antes y después de la representación, y olvidando otras triquiñuelas y picardías, todo fue lo bien que se esperaba. Así que, recogido todo el decorado, los vestidos y todo lo demás, la improvisada compañía se subió al autobús y, siendo ya noche cerrada, volvió a Alfambra.

En el viaje, Valeria y Lázaro se sentaron juntos. En la penumbra del autobús pronto se hizo el silencio. Valeria inclinó la cabeza sobre el hombro del chico y cerró los ojos. Él le pasó el brazo por el hombro y posó la otra mano en sus muslos. Y, en el viaje, aquella mano lenta, torpe, indecisa, nerviosa y excitada exploró los suaves y cálidos senderos que halló bajo su falda.

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8 comentarios:

Sara dijo...

Pero Lázaro sigue siendo un soplón, ¿no?

Me ha encantado esa parte en la que nos recuerdas que la creación literaria es eso: "creación", y que la inmensa mayoría de los escritores no sabe sino que improvisa... Igualito, igualito que en la vida.

Te doy todo el tiempo del mundo, pero no puedo evitar esta impaciencia que me corroe (jajaja) por conocer el capítulo siguiente, porque éste da la impresión que fuera la antesala de algo mucho más suculento.

Besos.

Conxita C. dijo...

Estoy con Sara que este capítulo lo he visto como de transición, aunque a saber si la aparición de esta chica será el despertar del enamoramiento.
Describes muy bien esos ambientes que una imagina siempre iguales, sin sorpresas y dónde ese teatro era algo que rompía las monotonías de las vidas de los que asistían.
Un saludo

Ángeles dijo...



Cuántas emociones nuevas para Lázaro, cuántos descubrimientos. Su estancia en Alfambra está siendo un curso intensivo sobre la vida, en el que parece que no falta ninguna asignatura.

Soros dijo...

Claro, Sara, Lázaro es un soplón que intenta olvidar que lo es.
Sin embargo, el muchacho sigue inmerso en su vida, en su rutinario trabajo y en las actividades propias de su ambiente.
El desarrollo de la historia irá englobando todas esas cosas. Pero, para enterarte, tendrás que ir leyendo esta novela por entregas.
Gracias y besos.

Soros dijo...

Conxita, la aparición de esta chica le dará otro giro más a la historia. Lázaro es muy joven y no conoce muchas cosas. Las mujeres y los hombres, en algunos aspectos, se descubren mutuamente muchas cosas y se suscitan sentimientos de muchas clases.
Saludos y gracias por seguir el relato.

Soros dijo...

Ángeles, efectivamente, Lázaro se ha metido en un cursillo de Iniciación a la Vida. Esos cursillos, por ahora, siguen sin ofrecerlos en las academias. Veremos qué tal lo acaba. Aprender, aprenderá sin duda.
Pero, como decía mi abuela, "Dios quiera que mi gallo salga bien de ésta, todos los picotazos van a la cresta". :-)

Anónimo dijo...

Me ha gustado tu reflexión, o la de Lázaro, sobre los sueños, las obras de arte, la vida en general.
Cuántos nombres tienen los excrementos de animales, yo solo conocía el genérico.
(Veo que has descubierto mi escondite, ayer me equivoqué al ponerte el comentario, jajaja, torpe que es una)
Besos, Soros.

Soros dijo...

Palomamzs, Lázaro sólo quería impresionar a la muchacha.
En algunas ocasiones tengo que alborotar algo el relato para que se vea que se trata de las conjeturas de un muchacho saliendo de la adolescencia.
Sí, las cacas tienen muchos nombres pero se han ido con los animales que antes teníamos casi todos.
Ya me lo pareció, por doña Marga, y te envié un consejo que ya escribí.
Casualidades.
Besos.