04 septiembre 2010

El día a día

Y a medida que uno se hace grande, perdón, quiero decir viejo, va notando como nos rodeamos de leyes, de reglamentos y, en general, de normativas, incluso para lo más fútil e intrascendente. ¿Cómo lograr si no la paz y la armonía entre nosotros? Y, con el tiempo, terminamos identificando esa paz, artificial y laboriosamente conseguida, con la justicia, que, ante la imposibilidad de dar a cada uno lo suyo, nos da a todos lo mismo, sin caérsele la cara de vergüenza. Y la unión de esas dos, más que realidades, percepciones, ya bastante sospechosas en su origen, suele regir nuestra monótona vida. Y nada de eso, bien mirado, hace que el mundo progrese, sino que se mantenga como está, como si hubiéramos llegado a la idea de que así debe ser, que el mundo no va más, que esto es partida de ruleta cerrada. Y, cada día más, las personas hacemos del conformismo un logro, y por tal lo tenemos como dogma de fe, y ya no quiere nadie ir más allá de lo estrictamente seguro, consuetudinario o admitido, porque no es bueno hollar terrenos peligrosos, tácitamente vedados, ni poner toda la carne en el asador. Dios nos libre.
No hay más que un orden, el nuestro; no hay más que, como Dios, una economía: esa vieja y caduca de siempre que tilda de holgazanes y parásitos justamente a quienes la sostienen. Y así, de hecho, queda silenciado y capado cualquier talento innovador que pretenda mear fuera del tiesto. La legalidad es una manta protectora, aislante, cegadora y ensordecedora. La mente humana necesita volar, pero, ¡ay!, es incapaz de hacerlo en un cielo surcado por tan exhaustivas reglamentaciones y conveniencias, y cada vez es menos raro que, si se atreve, algún francotirador no la derribe en el acto. Y, claro, de este modo, pocas personas llegan a ser felices, asfixiadas por el manto cobijador de la seguridad y el orden. Una seguridad tan ficticia como lo son sus bases. Y, a medida que nuestra vida se hace más compleja, aumenta y aumenta sin cesar la normativa. Tal vez, nos lo presenten como ineludible, en aras de conseguir un orden prefijado, y así, sin darnos cuenta, terminamos por perder hasta la noción de libertad.
¿Merecerá la pena? ¿No será la libertad, que creemos tener, una entelequia? Algunos dicen que esto viene de siempre pero, qué quieres que te diga, yo vivo ahora.

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