
No hay más que un orden, el nuestro; no hay más que, como Dios, una economía: esa vieja y caduca de siempre que tilda de holgazanes y parásitos justamente a quienes la sostienen. Y así, de hecho, queda silenciado y capado cualquier talento innovador que pretenda mear fuera del tiesto. La legalidad es una manta protectora, aislante, cegadora y ensordecedora. La mente humana necesita volar, pero, ¡ay!, es incapaz de hacerlo en un cielo surcado por tan exhaustivas reglamentaciones y conveniencias, y cada vez es menos raro que, si se atreve, algún francotirador no la derribe en el acto. Y, claro, de este modo, pocas personas llegan a ser felices, asfixiadas por el manto cobijador de la seguridad y el orden. Una seguridad tan ficticia como lo son sus bases. Y, a medida que nuestra vida se hace más compleja, aumenta y aumenta sin cesar la normativa. Tal vez, nos lo presenten como ineludible, en aras de conseguir un orden prefijado, y así, sin darnos cuenta, terminamos por perder hasta la noción de libertad.
¿Merecerá la pena? ¿No será la libertad, que creemos tener, una entelequia? Algunos dicen que esto viene de siempre pero, qué quieres que te diga, yo vivo ahora.
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