27 noviembre 2010

Estampas cotidianas

El frutero parece un simple pero no ceja de guasearse de las clientas.
- Me tienen harta en casa con que no quieren verdura.
- Pues si a usted le va lo verde, doña Charito, échese un querido.
- Huy sí, hijo mío. Con todas esas de fuera que andan por ahí, enseñando hasta el mondongo, que yo las cogía y las ponía de patitas en su país.
- Pero, qué culpa tienen. La culpa la tienen los hombres –tercia la frutera.
- ¿Los hombres?, pobres de nosotros. Pero si lo nuestro no son nunca malas intenciones ni lascivia de esa mala. Lo nuestro es debilidad, que es la debilidad la que nos pierde, doña Charito.
- Sí, debilidad. ¡Ya, y ternura! A vosotros lo que os pasa es que culo veo culo quiero. ¡Qué sois todos unos babosos! Y una en casa haciendo el guiso con el mandilillo de la continencia y ni caso.
- Diga usted que sí. Y unos pringaos que había que matarles –apoya la frutera.
- Pues mire, estando usted bien atendida, deje a su marido que reparta el sobrante. Porque lo que no pueden hacer las mujeres es querer mandar también en el sobrante –vuelve el frutero a la carga.
- Pero qué sobrante ni sobrante. ¡Ni que fuerais un pantano! Lo que tenéis vosotros es faltante, pero faltante de vergüenza y de lo otro. Qué sois unos bocazas.
- Oiga, oiga, sin ofender. Cuente usted con su propia experiencia, que algunos vamos muy sobraos.
- Sobrao tú, con esa pinta de sietemesino.
- Oiga, señora, que las apariencias engañan. Mire, mire, pregunte aquí a mi señora, que no me dejará mentir.
- Huy, tititititititititi, pero qué has comido esta mañana –salta la frutera con la mano derecha levantada y moviendo el dedo corazón.
- Pues como no haya sido verdura.
- Pues habrás sido eso y se te habrá subido el color a la cabeza.
- Diga usted que sí, doña Charito, que los hombres, todos, pero todos, sin dejar ni uno, ni al más santo: unos guarros. Se lo digo a usted.
Pago y me marcho, porque antes de que me metan en el frente prefiero una digna retirada. El frutero, que suponía en mí una baza para seguir con la bronca, aún me insiste:
- ¿Y usted no dice nada?
- No, yo ya me marcho.
- ¡Qué poca solidaridad!

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