04 noviembre 2009

Morir de éxito


No era un experto en relaciones públicas pero, aún no siéndolo, cada vez le quedó más claro que, si no hubiera sido por Gaudeano, aquellos otros tres jamás le habrían invitado y, menos todavía, permitido que se codeara con ellos. Así que no era de Gaudeano de quien tenía que ganarse los favores sino de Laureano y los demás. Dicho de otro modo, tenía que halagar a quienes no le querían, en lugar de, como sería lógico, corresponder a su benefactor. Y, dándose cuenta de la contradicción, volvió a su cabeza aquel viejo refrán, casi tan viejo como la lengua castellana: “Manos besarás que quisieras ver cortadas”. Y se dio cuenta entonces de la verdad que contenía.
Viendo que, con tal de cazar en La Dádiva, tragaba con todo, le fueron convirtiendo gradualmente en el chico de los recados. Era cada vez más normal, para aquellos señores acostumbrados a dirigir empresas, que le dieran instrucciones tan específicas y directas como éstas:
- Ya sabes, como siempre, subes arriba del todo y llevas la mano alta un poco adelantada, pero despacio, metiendo ruido y dándote a ver. No olvides el ir despacio, dándoles tiempo a las perdices a que se vayan descolgando ladera abajo.
Ellos, esperaban, en diagonal, repartidos a lo largo de la cuesta y colocados siguiendo la querencia de los pájaros, a que, levantados por el de los mandados, éstos pasaran hacia abajo siguiendo la línea de sus escopetas.
- Métete tú por los terrones y mira a ver si las vuelas hacia los olivos, por entre los que iremos nosotros más tapados.
Los terrones solían estar, en otoño, semi encharcados y caminar por ellos era penoso por ir continuamente anclado al terreno, casi clavando un palmo de cada pierna en él, a cada paso que se daba. Sin embargo, las perdices, espantadas por su presencia y con poco escondite en los terrones, volaban con presteza fuera. Ellos, cubiertos entre los olivos, y sobre terreno firme, las veían metérseles encima sin tener que sudar como caballos atascándose por aquellos lodazales.
- Nosotros nos quedaremos aquí, abiertos en abanico, como de puesto. Tú entra al cerro, tomándole el giro de lejos y dale la vuelta despacio a ver si nos las metes encima. ¡Ah, y procura dar voces, no se te vuelvan hacia atrás!
Y así, sin disimulos, le mandaban ya de ojeador abiertamente y, encima, dando voces. Bien sabía las pocas oportunidades que tenía de disparar él.
- Tú coge la mano de la linde, por si acaso…
Aquellos “por si acaso” eran de lo más hirientes, pues significaban, ya de antemano, que no se esperaba que perdiz alguna volara hacia él.
De este modo lo tuvo siempre claro. Se había convertido en algo así como un esbirro a las órdenes de aquellos tres porque, Gaudeano, aunque era bueno, no era tonto y, en cualquier caso, allí estaban aquéllos para impedirle que lo fuera. El advenedizo era un auxiliar, un chico para todo. Sin embargo, tanto se divertía, con tanta fuerza le tiraba aquella pasión ciega por la caza, que nada le pesaban los ninguneos y los abusos, cada vez mayores, de aquellos hacendados.
Sin embargo, como además de la afición, en la vida cuenta mucho la práctica, a fuerza de tirar a perdices casi siempre largas, cogió práctica en ello y llegó a quedarse con perdices verdaderamente difíciles. A ello le ayudó un cambio de escopeta. No comentó el cambio, ni sus compañeros, tan pendientes como estaban de sí mismos, se percataron. Dejó su escopeta a un amigo y, ese amigo, le dejaba a él una escopeta paralela de Victor Sarasqueta padre, algo antigua y pesada, pero muy bien equilibrada, con unos cañones extra largos y el máximo de choque en ellos. Una escopeta que su amigo se compró, por el prestigio de la marca, pero que nunca le fue de utilidad por lo poco que abría en las distancias normales. A él, como enseguida tuvo ocasión de comprobar, le vino de maravilla para poder abatir alguna perdiz, en la misión que los señoritos le encomendaban cada domingo. Como lo normal era ver las perdices pero, casi siempre, fuera de tiro o al límite, aquella escopeta que plomeaba tan bien y se encaraba tan rápido le vino que ni pintada. Por añadidura comenzó a usar plomo de quinta, bastante más grueso que el habitual, de séptima, en su meta de matar perdices largas. Eso tampoco lo comentó con los señoritos pues, seguramente, les habría parecido poco deportivo. Así se evitó los comentarios.
A los demás, tan encima les metía los pájaros, que llegaron a tirar con cañones cilíndricos o del mínimo choque para abatirlos con más facilidad. Él lo supo porque les gustaba alardear de sus escopetas Purdey, como ya se dijo, con dos juegos de cañones y para cuyo pedido, contaban, había que esperar más de seis meses, por ser armas hechas por manos artesanas y ninguna igual a otra.
Ese fue, sin embargo, el comienzo de su caída en desgracia. A aquellos tres señores, aquellos tiros impensables, aunque inicialmente alabados como excepcionales, cuando empezaron a ser frecuentes y, no digamos, cuando se hicieron habituales, les llegaron a descomponer sin que pudieran disimularlo.
Así que, como a veces se dice, se puede morir de éxito. El advenedizo comenzó a hacerlo tan bien, tirando a las perdices largas, que el trío dirigente empezó a presionar, cada vez más fuertemente a Gaudeano, para que dejara de invitarle a la finca.
Fue aquel último domingo, antes de Navidades. Tomaron las cañas de después de la caza y Laureano, Licinio y Julián se marcharon. El advenedizo y Gaudeano se quedaron tomando la espuela.
Gaudeano, tras dos temporadas cazando e invitándole, le veía tan engolosinado que le daba pena no quedar ya con él para el siguiente desvede. Por otro lado, no podía resistir por más tiempo las presiones de los otros y, fundamentalmente, las de su hermano. Por eso, ese último domingo antes de aquellas Navidades, en las que ellos ya dejaban de cazar en La Dádiva, cuando se quedaron solos, le dijo:
- ¿Dónde vas a cazar estas fiestas?
- Pues en lo libre, como siempre.
- Es que la temporada que viene vamos a cazar muy poco en la finca, para que se repueble –pretextó- y seguramente no saldremos más que algún que otro domingo mi hermano Laureano y yo, –mintió- así que si te apetece venirte un par de días por la finca estas Navidades, tú solo, a pegar cuatro tiros…
El advenedizo comprendió que, al fin, las presiones de los otros tres sobre Gaudeano habían hecho mella en él. Lo comprendió. Milagro había sido que aquello hubiera durado dos temporadas. Además, el buen Gaudeano, quiso darle un par de días extra y en solitario para que se despidiera de la finca. Era más de lo que había esperado y mucho más de lo que había imaginado aquel día de pesca en que se lo presentaron dos veranos atrás. Pero, claro, no podía ser. Aunque hubiera ido los jueves a cazar a lo libre como siempre, para que no se le olvidase lo que era la caza normal, había cazado como un señorito los domingos de dos temporadas. Nunca lo hubiese soñado.
El advenedizo, fingiendo que no había acusado el golpe, le agradeció sinceramente a Gaudeano el par de días extra. Y Gaudeano, dando el mal trago por pasado, le dijo que avisase a Luis, el encargado de la finca los días que fuera, para que éste no se alarmase por los tiros.

2 comentarios:

isidro dijo...

Pobre invitado,vamos, que lo tenía "jodido" de todas las maneras.
Bien hilvanado el relato, tomo nota.

Érase una vez, hace ya bastantes años, un señorito apodado "El mellaó", le invitó a mi amigo Parrita a un ojeo de perdices, para presumir, de ir acompañado de un doble campeón de España de caza menor a mano.
Parrita, que es muy amigo mío, no le es, ni lo fue de nadie... cuando se trataba de tirar a una perdiz en el campo, pues es capad, de no dejar tirar ni a su propio padre, aunque viniera a este mundo de nuevo.
Pues bien, "El mellaó", le dejó tirar en el puesto,(para eso le llevó) pero el Parrita, tiraba con cañones de una estrella y, con cartuchos Réminton cerradísimos, que se los regalaban por su condición de campeón.
Claro, como siempre hizo, se tenía que lucir y, que el "El mellaó", también se luciera por haberle llevado.
El resultado, que tanto el puesto de la derecha como el de la izquierda, no cortaron pluma ese día con "El prrita" al lado.
No le llevó más, porque a mí amigo le hecharon del ojeo, y de paso, también al "Mellaó".

Saludos Soros

Soros dijo...

Ya veo que tú también conoces alguna que otra muerte por éxito.
Saludos, Isidro.