29 noviembre 2009

La tapicería roja


Aquel viejo y yo nos habíamos cogido ley con los años. El afecto hace los lazos que le parece conveniente y te saca parientes que nada tienen que ver con los de los otros lazos, esos que llaman de sangre, y que te vienen dados, sin tu participación ni tu criterio.
Le gustaba, como a mí, el asado de cabrito. Pero no podía comerlo con su familia porque, por esas extrañas fobias que ni él ni yo acertábamos a comprender, a ninguno le gustaba. Por eso ese día le invité en aquel pueblo. Comimos bien, no podía beber vino pero bebió, no debía comer en exceso pero comió, no debía tomar copas pero se tomó la mitad de la mía, me animó a pedir otra, y procedió como con la anterior pero sin pedir copa porque él, me recalcó, lo tenía terminantemente prohibido. El hombre pasó un rato feliz. Y con esa dosis de bienestar que caldea las conversaciones en las sobremesas me contó, animadamente, muchas cosas de su vida, del inicio de su gran negocio, de las peripecias de entonces, de las variadas ratonerías del mundo. En un determinado momento de la conversación recordó el lujosísimo casino de aquel pueblo. Me describió, muy embelesado en ello, cómo era, sus estancias, su mobiliario de lujo, sus elegantes tapicerías rojas haciendo juego con las cortinas de terciopelo del mismo color, las mesas de juego, la biblioteca, el coqueto ambigú, los buenos ratos que había allí pasado, la gente que había conocido, las mujeres… tantas cosas evocó de aquel casino que se le ocurrió que fuéramos a él para tomar allí un café de despedida. Cuando llegamos estaban, precisamente en ese día, desmontándolo todo, arrancando tapicerías y cortinas, sacando zafiamente los muebles o desgajándolos de las paredes con una brutalidad que casi dolía, sin importarles que se astillaran antes de llegar al vertedero. El viejo quedó paralizado viendo como desmontaban su sueño. También yo quedé atónito no sólo por el espectáculo sino por la desgraciada coincidencia. Recogió del suelo un trocito de aquella tapicería roja, lo miró como medio minuto, se lo guardó en el bolsillo y nos dímos la vuelta. Ya no dijo nada hasta que nos despedimos. Con una muda tristeza nos obsequió la causalidad en aquella tarde que no pudo ser feliz del todo sino que, bien mirado, se convirtió en todo lo contrario.
El viejo hace ya años que no está y, yo, cuando paso por aquel pueblo, siempre recuerdo como arrancaron ante sus ojos su mítica tapicería roja.

8 comentarios:

Ángeles dijo...

Gracias por esta historia. Está llena de lo que somos, para bien y para mal. Y qué bien lo cuentas.

Soros dijo...

Muchas gracias, Ángeles.
Lo malo de algunas historias es que no son inventadas. Aquella tarde sufrí con aquel viejo al que le desmantelaron su historia personal inopinadamente, delante de sus narices. Lo mismo que uno puede experimentar vergüenza ajena, comprendí aquella tarde que también se puede experimentar la nostalgia y el dolor ajenos. Qué extrañas coincidencias, ¿verdad?

Insumisa dijo...

:-(

Triste, triste.

¡Pobre viejo! Pero que bien le entró al cabrito, al vinito y a la charla.

Soros dijo...

Eso sí, Piel de Letras, hasta el momento del casino lo pasó admirablemente. Y cómo nos pusimos de cabrito.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Ohhhhh que pena que la agradable cena termino aguada. Yo también sentí tristeza por este recuerdo que siento que me he robado.

Soros dijo...

Las vidas están plagadas de hitos semejantes, Asraii.

Anónimo dijo...

Nada es permanente y lo sabemos pero cada vez que algo que queremos desaparece nos seguimos asombrando.
Una historia nostálgica y entrañable.

Soros dijo...

Gracias, Paloma.
Estos comentarios me hacen releer lo que escribí.